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sábado, 26 de abril de 2014

P. JEAN CROISSET SJ. VIDA DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA: XIII. Muerte de San Joaquín y de Santa Ana.

XIII.   Muerte de San Joaquín y de Santa Ana.



Había ocho o nueve años que la santísima Virgen estaba en su retiro, siendo la admiración de los hombres y de los Ángeles por el resplandor extraordinario de su santidad, y por el conjunto maravilloso de las más eminentes virtudes, cuando perdió a su padre san Joaquín, y poco después a su madre santa Ana. Una muerte tan preciosa a los ojos de Dios como la de sus queridos padres, le fue sensible; pero la contristó poco: estaba demasiado segura de la suerte feliz de entrambos, y demasiado resignada en las sagradas órdenes de la Providencia Divina para no consolarse bien pronto de su ausencia; había mucho tiempo que Dios estaba en lugar de padre, de madre y de todas las cosas, respecto de ella. Como los sacerdotes se servían en el templo eran por oficio los tutores de las niñas huérfanas consagradas al servicio de Dios, tuvieron desde entonces un cuidado más particular de esta insigne virgen, la que había mucho tiempo era el objeto de su cariño y de su admiración.

Apenas hubo llegado a la edad de catorce o quince años, que era la edad en que se pensaba en casar a las doncellas, pensaron sus tutores en buscarle un esposo que fuese digno de tal esposa. Se turbó María a la primera proposición que se le hizo sobre este punto. Un autor antiguo, citado por san Gregorio Niseno, dice que la santísima Virgen representó con mucha modestia a los que estaban encargados de su conducta, que habiendo sido consagrada a Dios por sus padres, aun antes de nacer, para servir en el templo, había ratificado después ella misma esta consagración, y que así no tenía ni otra inclinación ni otros deseos que pasar en él el resto de sus días en calidad de virgen; que si querían tener alguna consideración a la intención de sus padres y a la inclinación propia, no le podrían dar mayor gusto que el no hacerla mudar de estado. Alabaron todos su devoción; pero como entre los judíos toda la gloria consistía en tener sucesión, para de este modo poder esperar tener un día algún parentesco con el Mesías, especialmente aquellos y aquellas que eran de la tribu de Judá y de la raza de David, como lo era María, no se defirió a lo que esta niña deseaba; y solo se pensó en buscarle un esposo correspondiente, el cual fuese de la misma tribu y de la misma estirpe real que ella.

Era una costumbre introducida entre los judíos, y observada religiosamente en todos los siglos, que cuando una familia se hallaba reducida a una sola hija, se casara esta con el pariente más cercano de la misma tribu, con el fin de que distando menos los enlaces, se viese más claro cuál era la genealogía del Mesías, que era el fin de todos los casamientos y generaciones, tanto en la ley natural como en la escrita. Así, Abraham se casó con Sara, y Nacor con Melca, una y otra hijas de Aran, hermano de Abraham y de Nacor; así, Tobías el joven, por consejo del ángel Rafael, y en conformidad con la ley de Moisés, se casó con Sara, hija única de Raquel, su parienta cercana. Habiendo, pues, sabido la santísima Virgen el designio que tenían de casarla, y no habiendo juzgado a propósito declarar el voto secreto que había hecho de permanecer siempre virgen, sabiendo muy bien que habiéndole hecho de tan poca edad no dejarían de dispensarle, recurrió a la oración, y no cesó de suplicar día y noche al Señor que tomara bajo su protección a su esposa. Vos estáis en posesión de mi corazón, decía hablando con el divino Esposo: Vos le poseéis desde el primer instante de mi vida; vuestro santo Espíritu ha habitado en mi cuerpo desde entonces como en su templo; no permitáis, Dios de pureza, que este templo sea manchado jamás.


No se duda que después de algunas largas y fervorosas súplicas tuvo una secreta seguridad de que el matrimonio que contraería, siendo ordenado por la Providencia Divina, no serviría de obstáculo al cumplimiento de su voto; y que el esposo que el cielo la destinaba, sería el custodio de su virginidad en el mismo matrimonio.

viernes, 25 de abril de 2014

P. JEAN CROISSET SJ. VIDA DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO SACADA DE LOS CUATRO EVANGELISTAS: XIII. El bautismo de Jesucristo, el cual comienza a tener discípulos.

XIII.  El bautismo de Jesucristo, el cual comienza a tener discípulos.



Habiendo salido del desierto el Hijo de Dios, fue cerca del paraje donde Juan Bautizaba; el cual viéndole acercarse, dijo en voz alta al pueblo que se había juntado alrededor de él: ¿Veis a ese que viene? Mostrándoles a Jesús: Ese es el cordero de Dios: ese es el que quita los pecados del mundo; ese es aquel de quien os he dicho, después de mí viene un Salvador que es antes que yo. Yo no le conocía; pero el que me envió a bautizar me dijo: Aquel sobre quien vieres bajar el Espíritu Santo es el Hijo de Dios; y habiendo visto bajar sobre Él el Espíritu Santo en figura de paloma, le he conocido, y doy testimonio que Él es el Hijo de Dios: Ego vidi, et testimonium perhibui quia hic este Filius Dei (Joan. I). De este modo desempeñaba el santo Precursor las obligaciones de su ministerio.

El día siguiente por la tarde, pasando Jesús por el mismo paraje, no bien le hubo visto san Juan, que acababa de despedir a los que habían ido a oírle, cuando dijo en presencia de dos de sus discípulos, que se habían detenido: Veis ahí el Cordero de Dios. Los dos discípulos, oyendo decir a su maestro que Jesús era el cordero de Dios, comprendieron desde luego que Jesús era el Mesías, le siguieron, pues, y habiéndole preguntado dónde estaba alojado, le acompañaron hasta su alojamiento. Su conversación los confirmó bien presto en su opinión; y desde la primera vez que le oyeron hablar, conocieron que habían encontrado al Salvador. El uno de los dos, llamado Andrés, saltando de gozo, deja por un instante a Jesucristo, y va a referir a su hermano Simón que había encontrado al Mesías: Invenimus Messiam. Los dos hermanos fueron sin detenerse a juntarse otra vez con el Salvador, quien mirando a Simón, sobre el cual tenía ya formado sus designios, le dijo: Hasta ahora te has llamado Simón, hijo de Jonás; pero de aquí adelante te llamaras Cefas, que significa Pedro o piedra. Por esta distinción y preferencia del Salvador tuvo san Pedro la prerrogativa de ser puesto el primero en el número de los discípulos de Jesucristo; pues a Él fue a quien el Salvador dirigió desde luego la palabra, y a quien destinó desde entonces, por una predilección bien conocida, a ser la cabeza de su Iglesia, su vicario en la tierra, y la piedra en que debía descansar y sobre que debía fundarse todo el edificio. Lo restante del día, y quizá parte de la noche, lo pasaron con el Salvador, y conocieron bien presto que sus palabras eran palabras de vida eterna.


El día siguiente, como Jesús se volviese a Nazaret acompañado de sus tres primeros discípulos (se ignora el nombre del compañero de san Andrés), encontró el Señor a Felipe, que era de Betsaida, de donde eran también los dos hermanos Pedro y Andrés; le dijo el Salvador que le siguiera, y Felipe no se detuvo un instante a deliberar si le seguiría. Habiendo este encontrado poco después a Natanael, que se cree ser san Bartolomé, le dijo: Amigo, hemos encontrado a aquel que se nos prometió por los Profetas y por Moisés; este tal es Jesús de Nazaret. ¿De Nazaret, replicó Natanael, puede salir cosa buena? Fue decir, según el dictamen de algunos santos Padres: me dices que Jesús de Nazaret es el Mesías; ¿por ventura el Mesías no debe venir de Belén? El Salvador ¿puede venir de esta ciudad de Galilea? Ven conmigo, replicó Felipe, y tú mismo verás quién es. Le siguió Natanael; y viendo Jesús que se acercaba, dijo: Este es un verdadero israelita. Sorprendido Natanael de la acogida que le hizo el Señor, le dijo: Maestro, ¿de dónde me conoces? Le respondió el Salvador: Yo te conocía ya antes que Felipe te llamase, y sé con qué fervor le pedías a Dios debajo de la higuera que te diese a conocer al Mesías. Ilustrando entonces la gracia a este nuevo discípulo, exclamó: ¡Ah! ¡bien veo, Señor, que Vos sois el Hijo de Dios, y el Rey de Israel anunciado por los Profetas! Tu es Filius Dei, tu es Rex Israel (Joan. I). Con todo, esta confesión no le valió tanto a Natanael, como le valió a Pedro otra semejante que hizo después: puede ser que el principio de la de Natanael no fuese tan sobrenatural.

jueves, 24 de abril de 2014

Catolicidad: NI SIQUIERA EL PAPA PUEDE AUTORIZAR LA COMUNIÓN A ...

Catolicidad: NI SIQUIERA EL PAPA PUEDE AUTORIZAR LA COMUNIÓN A ...: Este escrito defiende la fe católica con relación a una reciente y desorientadora noticia que corre en todo el mundo. Es una ley de derec...

SAN PEDRO JULIÁN EYMARD: LA EUCARISTÍA, NECESIDAD DEL CORAZÓN DE JESÚS

LA EUCARISTÍA, NECESIDAD DEL CORAZÓN DE JESÚS


Desiderio desideravi hoc Pascha manducare vobiscum
“He deseado con ardiente deseo comer esta pascua con vosotros” (Lc 22, 15)

La Eucaristía es una obra supererogatoria a la redención; la justicia de su Padre no la exigía de Jesucristo.
La pasión y el calvario bastaban para reconciliarnos con Dios y abrirnos las puertas de la casa paterna. ¿Para qué instituyó, pues, la Eucaristía?
La instituye para sí mismo, para su propio contentamiento, para satisfacer los anhelos de su Corazón.
Así comprendida, la Eucaristía es la obra más divina, más tierna y más empapada de amor celestial; su naturaleza, su carácter distintivo, es bondad y expansiva ternura.
Aun cuando nosotros no hubiésemos sacado provecho de ella, Jesucristo la hubiese instituido de igual manera, porque sentía la necesidad de instituirla, y esto por tres razones.

I
Primero, porque era nuestro hermano, Jesucristo quiso satisfacer el afecto fraternal que por nosotros sentía.
No hay afecto más vivo ni amor más expansivo que el amor fraterno. La amistad exige igualdad, y ésta nunca es tan perfecta como entre hermanos; pero el amor fraterno de Jesús está por encima de cuanto pueda imaginarse.
Dice la Sagrada Escritura que el alma de David estaba ligada estrechamente a la de Jonatás y que los dos formaban una sola; mas por muy estrecha que sea la amistad que une a dos hombres, siempre queda en el fondo de cada uno de ellos un principio de egoísmo: el orgullo. En Jesucristo, en cambio, no existe tal principio ni sombra de él, sino que nos ama de una manera absoluta, sin ninguna mira personal. Poco importa que le correspondamos o no; Él no se cansa de buscarnos con amor cada vez mayor.
Si un hermano desea ver a otro hermano y vivir con él; si Jonatás languidecía lejos de David, ¿qué pena no le causaría a Jesucristo la idea de tener que abandonarnos, siendo tan grande su deseo de estar siempre a nuestro lado para podernos repetir: “Sois mis hermanos”?
¡Qué expresión más tierna! Con ninguna otra cualidad de Jesús, se expresa mejor la amistad. Bien es verdad que es también nuestro bienhechor y salvador; mas aquella amabilidad dulce y familiar no se ve en estos atributos.
La Eucaristía pasa el rasero sobre todos los hombres y engendra la verdadera igualdad; fuera y aun dentro del templo hay dignidades, mas en la mesa de Jesús, nuestro hermano mayor, todos somos hermanos.
¡Cuán impropio es acercarse uno a comulgar acordándose solamente de la majestad y santidad de nuestro Señor! Bueno es esto cuando se medita sobre algún otro misterio; pero tratándose de la Eucaristía, dejemos ellos pensamientos y acerquémonos lo más posible a Jesús, a fin de que haya entre Él y nosotros expansión y ternura.

II
Jesús quiso además permanecer entre nosotros por ser nuestro Salvador, y esto no sólo para aplicarnos los méritos de la redención, pues hay otros medios para ello, como la oración, los sacramentos, etc., sino para gozar de sus títulos de Salvador y de su victoria.
El hijo salvado por su propia madre, de un gran peligro, es doblemente amado.
Jesucristo nuestro Señor, a quien tanto le hemos costado, sentía la necesidad de amarnos con ternura para resarcirse de los sufrimientos del Calvario.
¡Cuánto ha hecho por nosotros! Nos ama en proporción de lo que le hemos costado, y le hemos costado infinitamente.
No deja uno abandonados aquellos a quienes ha salvado. Una vez expuesta la vida por ellos, se los ama como la propia vida, en lo cual el corazón experimenta una dicha indescriptible.
Nuestro señor Jesucristo tiene corazón de madre, y antes hubiera dejado a los ángeles que a nosotros.
Jesús tiene necesidad de volvernos a ver. Los que en el campo de batalla fueron amigos no aciertan a expresar su satisfacción y alegría cuando vuelven a encontrarse después de largos años. A veces se emprende un largo viaje por visitar a un amigo, sobre todo si es amigo de la infancia. ¿Y por qué razón no ha de tener Jesucristo estos sentimientos tan nobles y tan buenos?
Jesucristo conserva en la Eucaristía las señales de sus heridas. Las ha querido conservar como trofeo de gloria y para su consuelo, porque ellas le recuerdan el amor que nos tuvo.
¡Cuánto le agrada ver que nos acercamos a Él para darle gracias por los beneficios que nos concedió y por los sufrimientos qué por nosotros se impuso! Puede decirse que en gran parte instituyó la Eucaristía para que los fieles acudiesen a su lado con el fin de consolarle de sus dolores, de su pobreza, de su cruz. ¡Llega Jesús hasta mendigar la compasión y la correspondencia a s u amor!
Sí; Jesucristo debe estar con aquellos a quienes ama; objeto de su amor lo somos nosotros, porque nosotros somos los salvados por Él.

III
Finalmente, Jesucristo quiere vivir entre nosotros y atestiguarnos en la Eucaristía su ardiente caridad, porque ve el amor infinito de su Padre celestial hacia los hombres y siente la necesidad de pagarle por nosotros la deuda de amor que hemos contraído con Él.
A veces se siente uno súbitamente poseído de afecto hacia una persona desconocida, a la que por ventura ni siquiera se había visto: un rasgo, un detalle, una circunstancia cualquiera que vemos en ella nos recuerda muchas veces a un amigo querido y sentimos en nosotros simpatía hacia aquel que hace así revivir en nuestra mente a un amigo perdido.
Asimismo nos sentimos inclinados otras veces a amar al amigo del amigo nuestro, aun sin conocerle, y únicamente por ser grato a nuestro amigo; muy poco se necesita para excitar en nosotros este amor, porque el afecto del corazón se extiende, como por instinto, a todo lo que guarda relación con el amigo.
Lo propio ocurre con Jesús. Dios Padre nos ama; y como Jesucristo ama a su Padre, nos amará también a nosotros a causa de Él, independientemente de cualquier otro motivo. Esto viene a ser para el Hijo de Dios una necesidad, porque no puede olvidar aquellos a quienes ama su Padre.
Invirtiendo los términos de la cuestión, podemos decir a nuestro señor Jesucristo: Gracias te doy, Señor, por haber instituido la Eucaristía en beneficio mío; pero, dulce Salvador mío, permíteme que te diga que me debes a mí el haberla podido instituir, por cuanto yo he sido la ocasión. Si en ella nos puedes mostrar tus títulos de Salvador y llamarte hermano nuestro, yo he sido la causa ocasional. Aun me estás obligado por poder seguir derramando tus beneficios y continuar tu oficio de Salvador. A nosotros nos debes el hermoso título de hermano.
Además de esto, nuestro Señor mendiga adoradores y Él es quien nos ha llamado con su gracia. ¡Nuestro Señor nos deseaba, tenía necesidad de nosotros!
Necesita adoradores para ser expuesto, sin que pueda en caso contrario salir del tabernáculo.
Para celebrar la santa misa se requiere por lo menos un ayudante que represente al pueblo fiel: nosotros ponemos a nuestro Señor en condiciones de ejercer su reinado.
Ahondad estos pensamientos, que ellos os elevarán y ennoblecerán; excitarán en vosotros inmensos deseos de amor y os harán recordar que nobleza obliga.
Repetid con frecuencia y con santa libertad a nuestro señor Jesucristo

¡Sí, Señor, algo nos debes!

domingo, 20 de abril de 2014

DOMINGO DE LA RESURRECCIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO

PASCUA DE RESURRECCIÓN


Este es, dice el Profeta, el día feliz que hizo el Señor: Hæc est dies quam fecit Dominus: celebrémosle con todo el gozo y alegría de que somos capaces: Exultemus, et lætemur in ea. ¿Hubo jamás motivo más justo para alegrarnos que la resurrección del Salvador? Este misterio es la prueba invencible de todos los otros; es el fundamento de nuestra Religión, la prenda segura de nuestra felicidad, la basa de nuestra fe y el áncora de nuestra esperanza. Jesucristo resucitado, dice san Atanasio, ha hecho que la vida de los hombres sea una fiesta continua; ningún dolor, ningún temor debe turbar ya nuestra esperanza, nada tiene ya de vacilante, ni de incierto; pues nuestro Maestro resucita para nunca más morir; nosotros no podemos ya morir sino para volver a vivir. Hemos llorado a Jesucristo, y así es justo que habiendo sentido los dolores e ignominias de su muerte, tengamos parte en la gloria y en el gozo de su triunfo. Manifieste su alegría todo el universo, dicen los Profetas: manifieste todo el mundo en este día afortunado los gritos y cánticos de gozo para celebrar un triunfo que debe hacernos a todos dichosos: Noli timere terra, exulta, et lætare (Joel, II). La muerte es vencida, el infierno deja escapar sus más ilustres cautivos; la tierra antes del tiempo de la restitución general se ve forzada a volverles a muchos Santos los despojos de sus cuerpos para honrar la pompa de su victoria. El cielo envía sus Ángeles a anunciar a todos los fieles la gloriosa y triunfante resurrección de su Redentor; los Apóstoles salen en fin de las tinieblas de su ignorancia y de su incredulidad para reconocer y adorar la divinidad de su Salvador, a quien ven en este día victorioso de la misma muerte.

Todo el Cristianismo está fundado sobre la creencia de este misterio, todo estriba sobre esta verdad fundamental: Si Christus non resurrexit (dice san Pablo, I Cor. XV), inanis est prædicatio nostra, inanis est et fides vestra: Si Jesucristo no ha resucitado, en vano me canso en predicaros, y en vano creéis lo que os predicamos. Si Jesucristo no ha resucitado, dicen los Padres, todas sus promesas son vanas, toda nuestra esperanza se seca y se cae, nuestra fe se desvanece y se apaga. Aunque la divinidad de Jesucristo hubiese sido suficientemente establecida, ya por las obras sobrenaturales que había hecho en el discurso de su vida mortal, ya por los oráculos de los Profetas, que se referían todos tan exactamente a las diversas circunstancias de su vida, de su pasión y de su muerte; los demonios arrojados, los ciegos curados, los muertos de cuatro días resucitados; tantos prodigios lo autorizaban al parecer bastantemente en la calidad que tomaba de Hijo de Dios; sin embargo era necesario que resucitase para poner una verdad tan importante fuera de todo tiro de la calumnia; puede decirse que la revelación de la divinidad de Jesucristo estaba sobre todo aligada y como pendiente de su resurrección. Esta era la prueba que daba Él mismo de que era Dios. El Evangelio está lleno de las declaraciones expresas que hacía tan repetidas veces a sus discípulos, no solo de los oprobios de su muerte, sino también de sus gloriosas consecuencias, y singularmente de la resurrección de su cuerpo al tercer día: Quia oportet eum occidi, et tertia die resurgere (Luc. XXIV; Marc. IX). De nada servía haberla confiado a sus discípulos, si la hubiera ocultado enteramente a sus enemigos; por eso a cada paso les hablaba a unos y a otros de su resurrección. Ya se servía de expresiones misteriosas y figuradas para despertar su atención y su curiosidad. Vosotros me preguntáis, les decía, ¿con qué autoridad arrojo a latigazos a los que con un tráfico el más indigno profanan el templo? Destruid este templo, y yo le reedificaré en tres días: Solvite templum hoc, et in tribus deibus ædificabo illud. El templo de que hablaba, era (dice san Juan, cap. II), su propio cuerpo. Después que hubiereis destruido con una muerte cruel e ignominiosa este templo visible, que es mi cuerpo, yo le volveré a poner al tercer día en el mismo estado, y en un estado todavía más perfecto. Me pedís, les decía en otra ocasión, un milagro nuevo para convencer vuestra incredulidad; los que he obrado, y de que la mayor parte de vosotros habéis sido testigos, podrían bastaros; pero yo haré uno que les pondrá el sello a todos los otros, y que ningún hombre, que no sea Dios, es capaz de hacerle. Este milagro será aquel de que fue figura el profeta Jonás; es a saber, que después de haber estado encerrado tres días en el seno de la tierra, esto es, en el sepulcro, saldré de él, como Jonás salió con vida del vientre de la ballena. Por más figuradas que fuesen estas expresiones, no obstante las comprendieron muy bien los judíos, y penetraron tan bien su verdadero sentido, que inmediatamente que espiró corrieron a decirle a Pilatos: Recordati sumus, nos acordamos que aquel embaucador dijo muchas veces, durante su vida, que resucitaría al tercer día: Quia seductor ille dixit adhuc vivens: Post tres dies resurgam (Matth. XXVII); y por consiguiente que era menester prevenir el error, y cerrar todos los caminos a la impostura, tomando todas las precauciones posibles para embarazar el que se le llevasen del sepulcro. En efecto se tomaron las precauciones; la autoridad del gobernador, la desconfianza de los pontífices, los artificios de los fariseos, la vigilancia de los guardias, el sello de los magistrados, todo se empleó para impedir cualquier sorpresa; y todo sirvió, mal que les pesase, a hacer más incontestable, más palpable la verdad de la resurrección. Si Pilatos se hubiera contentado con enviar simplemente su guardia, y dar sus órdenes para velar alrededor del sepulcro, los judíos, dice san Juan Crisóstomo, hubieran podido desconfiar de unos soldados extranjeros que no les estaban sujetos; pero, para quitar este pretexto a su incredulidad, quiere Dios que Pilatos lo deje todo a la disposición de los judíos, tan obstinadamente empeñados en querer abolir la memoria del Salvador, y tan interesados en hacer se falsificase la predicción de su resurrección. Así se ve que nada omiten. Sola la piedra con que tienen cuidado de cerrar la entrada del sepulcro hubiera bastado a asegurarlos por su enorme peso. No contentos con haber puesto alrededor una guardia de soldados aguerridos y de confianza, ponen su sello en la piedra. Veis aquí el sepulcro cerrado, sellado, y por decirlo así, sitiado. ¿Qué aparato más glorioso a la majestad del Salvador? Dice un santo Padre. Pero al mismo tiempo ¿hay cosa en que brille más la gloria de la sabiduría y del poder de Jesucristo? Pues en esta sutil y viva atención de los judíos en buscar cómo embarazar su designio, encuentra modo de confundirlos, dice uno de los más famosos oradores cristianos. Quiere el Señor que estos fariseos nada tengan que reprenderse de parte de la vigilancia, para que nada tengan que reconvenirle de parte de la verdad. Los guardias puestos para quitar a la resurrección el medio de esparcirse por el mundo, les quitan a sus enemigos el medio de contestarla y oponerse a ella; eran en la intención de los judíos otros tantos apoyos de la verdad. Sin estos soldados hubiera sido preciso que los primeros denunciadores de este prodigio hubiesen sido los Apóstoles, gente sospechosas e interesadas en publicar este hecho; pero lo son los mismos soldados, los cuales, testigos oculares de la resurrección, la denuncian a los pontífices, y confunden con esto su malignidad. Porque acusar, como lo hicieron, la negligencia y el sueño de los soldados, es una excusa ridícula, dice san Agustín, y que hace todavía más incontestable la milagrosa resurrección del Salvador. Porque si los soldados velaban, ¿cómo pudieron a sangre fría dejar romper el sello, levantar y volver la piedra, y hurtar el cuerpo? Y si dormían, ¿son abonados para negar el prodigio? La ficción es demasiado grosera para que tenga ni aun la menor vislumbre de probabilidad. ¿Es verosímil que todo un cuerpo de guardia se haya dormido? ¿Que ni uno de tantos soldados haya despertado al ruido que necesariamente han debido hacer un gran número de personas para echar a un lado la piedra, para sacar el cuerpo del sepulcro, y hacerle pasar por una abertura muy estrecha a fuerza de brazos? ¿Qué letargo no cedería a aquel estruendo, a aquel tumulto? Pero ¿quién pudo inspirar un valor tan repentino, una osadía tan peligrosa a un puñado de pobres pescadores, que a la sola nueva de la prisión del Salvador habían echado todos a huir, y de los cuales el más determinado, a la simple acusación de una criada, había jurado no ser su discípulo? Aún más: si los discípulos se redujeron a hurtar el cuerpo de su Maestro, es preciso estén convencidos de que no puede resucitarse después de habérselo asegurado tantas veces; y deben tener por evidente que es un insigne embustero. Y si es un embustero sobre este artículo esencial, ¿qué quieren hacer de su cuerpo? ¿y qué pueden esperar de las demás promesas que les han hecho? ¿Qué interesaban en persuadir una mentira a toda su nación para sostener a un impostor que los había engañado? ¿qué no interesaban en ganar a las potestades, y qué recompensa no debían esperar de los escribas y fariseos, si descubrían ellos mismos el engaño? No teniendo que esperar ya nada de un hombre muerto que los había engañado, ¿se hubieran expuesto a los más terribles tormentos sin ninguna utilidad? Dicite quia discipuli ejus nocte venerunt, et furati sunt eum, nobis dormientibus (Matth. XXVIII). ¿Podían los judíos servirse de un artificio más grosero, y de un enredo más mal forjado? Una negra malicia cuanto más quiere disfrazarse, tanto más se manifiesta. Porque en fin, si los soldados se durmieron, ¿quién no ve que deben ser castigados por una negligencia tan culpable? Si los discípulos, es decir, si esos pobres y tímidos pescadores han sido tan osados que han forzado la guardia, si han tenido la osadía de robar un cuerpo puesto en depósito bajo el sello público, ¿qué pesquisa, qué averiguación se hace sobre ello? ¿con qué penas se castiga un delito tan enorme? Se premia larga y liberalmente el pretendido descuido de los soldados: Pecuniam copiosam dederunt militibus; y no se les dice una palabra a aquellos que son acusados de un delito tan grande. ¡Oh, y cómo una conducta tan irregular, y cómo estas contradicciones de artificios, de suposiciones y de sutilezas inútiles, son unas pruebas bien claras, dicen los Padres, de la verdad de este gran misterio! Así como la verdad de este gran misterio es una prueba sin réplica de la divinidad de Jesucristo, y por consiguiente de la verdad, de la santidad, de la infalibilidad de nuestra Religión, fundada y establecida especialmente por Él; así también, en virtud de la seguridad y de la fe con que se cree esta tan milagrosa resurrección del Salvador, se ha multiplicado el Cristianismo, el Evangelio ha hecho en el mundo infinitos progresos, la divinidad del Salvador, a pesar del infierno y de todas sus potestades, ha sido creída hasta en las extremidades del mundo. Nunca predicaban los Apóstoles a Jesucristo, que no produjesen su resurrección como una prueba sin réplica: Hunc Deus suscitavit tertia die. En el primer sermón que predicó san Pedro en medio de Jerusalén, cincuenta días después de haber resucitado Jesucristo, y en que convirtió tres mil judíos, no se habla sino de este misterio, sin que ningún escriba, fariseo o pontífice se atreviese a desmentirle. El que os predicamos, decían en voz alta los Apóstoles, es aquel mismo que vosotros crucificasteis, que espiró en una cruz, y que tres días después se resucitó a Sí mismo. La evidencia de esta resurrección es la prueba evidente de todas las verdades de fe, y la demostración de todos los otros misterios. Y aún puede decirse que en el nacimiento de la Iglesia toda la fuerza del celo de los Apóstoles se reducía a dar testimonio al público de la resurrección del Salvador: Virtute magna reddebant Apostoli testimonium resurrectionis Jesu Christi (Act. IV). No se preciaban, al parecer, ni se calificaban sino de testigos de la resurrección del Señor: Cujus nos testes sumus. Si es menester sustituir un nuevo discípulo en lugar del pérfido Judas, no se busca sino uno que como ellos haya sido testigo de la resurrección de Jesucristo: Testem resurrectionis ejus nobiscum fieri unum ex istis (Act. I). En efecto, añade san Lucas, no había quien no se rindiese a la fuerza de este testimonio. Toda la Religión, todo el Evangelio se encierran, por decirlo así, en este solo artículo de nuestra fe. ¿Jesucristo ha resucitado? Luego es Hijo de Dios; luego es Dios, como Él mismo nos lo ha asegurado; sus palabras son oráculos de verdad; luego su Evangelio es la sola regla de las costumbres; su Iglesia el solo camino de la salvación; su Religión la sola verdadera religión que puede haber en el mundo.

viernes, 18 de abril de 2014

VIERNES SANTO: CRUCIFIXIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO

VIERNES SANTO


El Viernes Santo, llamado también por antonomasia el Viernes mayor, a causa del gran misterio de nuestra redención consumada en el día de hoy, se ha mirado en todo tiempo como el más santo, el más augusto y el más venerable de todos los días, y el que los Cristianos han celebrado siempre con más religión y con una devoción más sensible. Es el gran día de las misericordias del Señor, pues es el día en que este Divino Salvador quiso, por un exceso de amor incomprensible a todo creado entendimiento, sufrir los más crueles tormentos, espiar ignominiosamente en una cruz; para que, dice el sagrado texto, fuésemos curados con sus llagas, lavados en su sangre, justificados por la sentencia de su condenación, y para que en su muerte hallásemos el principio de nuestra vida. Este es el gran día de las expiaciones, pues es el día en que Jesucristo expió con su sangre todos los pecados de los hombres: Anima quæ afflicta non fuerit die hoc, peribit de populis suis. El hombre que no se afligiere en este día de expiación, decía el Señor, perecerá en medio de su pueblo. Quería Dios que en el día destinado para las expiaciones de su pueblo cada uno se excitase a afectos de dolor; y si por desgracia había alguna alma tan endurecida que no participase de la aflicción común, mandaba fuese exterminada, y que no se la contase más entre los de su pueblo. Este es el gran día de las expiaciones. ¿Por ventura no tiene Dios derecho para decir en este día: Anima quæ afflicta non fueril die hoc, peribit? ¿Y qué sería, si al paso que el amor de un Dios se muestra tan sensible a nuestros intereses, nosotros fuéramos insensibles a sus penas? Esta insensibilidad ¿no sería un carácter visible de reprobación?

Ningún día del año es más respetable, ninguno, por decirlo así, más cristiano, ninguno más distinguido que el Viernes Santo. Su celebridad nació con la Iglesia. Todo el mundo es de parecer que los Apóstoles instituyeron aquellas fiestas cuyos misterios pasaron a sus ojos. ¿Quién no ve, dice san Agustín, que la fiesta del Viernes Santo precedió a todas las demás fiestas? Se puede decir que la Iglesia ha como consagrado todos los viernes del año para que sean como la octava perpetua de la fiesta y del misterio del Viernes Santo, así como todos los domingos son la octava del misterio de la resurrección y del santo día de Pascua. Y este es el motivo por que los príncipes cristianos prohibieron el que se hiciesen procesos y sentenciasen pleitos el Viernes Santo, y aun quisieron que esta observancia se comunicase del Viernes Santo a todos los viernes del año, por respeto y en memoria de la pasión del Señor.

Este día es una doble época: es el fin de la antigua alianza, y es el principio de la nueva. La muerte de Jesucristo fue el nacimiento de la Iglesia, y la sepultura, por decirlo así, de la Sinagoga: su sangre, como un diluvio de celestiales bendiciones, renovó toda la tierra, levantando un nuevo pueblo de Dios, y reprobando el antiguo. Se le dio a este día el nombre de Parasceve, que es una palabra griega que significa preparación, por el motivo de que el sexto día de la semana preparaban los judíos cuanto era necesario para celebrar el sábado. Entre los griegos el Viernes Santo se llamó Pascua Staurossime, que quiere decir de Jesús crucificado, y el domingo siguiente Pascua Anastassime, que significa de Jesús resucitado. La fiesta de este día ha sido siempre en la Iglesia una fiesta de lloros, de duelo y de penitencia; y aunque con el tiempo se ha introducido algún alivio, por no decir relajación, en el ayuno de la Cuaresma, se puede decir que nada ha alterado el rigor del ayuno del Viernes Santo. Este es propiamente el único día en que se observa, especialmente en las casas religiosas, y aun entre seglares, la xerophagia, es decir, el ayuno reducido a viandas secas o a raíces y yerbas, y muchos también ayunan hoy a pan y agua.

Desde los Apóstoles viene el no haber Misa en este día. El gran duelo de la Iglesia y la muerte del Salvador hacen que no se ofrezca el divino sacrificio. Antes que el oficio de la noche de Pascua se adelantase al sábado, tampoco había Misa este día por la misma razón: Hoc biduo, dice el papa Inocencio I, Sacramenta non celebrantur. El concilio IV de Toledo, tenido el año 633, dice que el Viernes Santo cerraban en España todas las puertas de las iglesias, para significar la profunda tristeza y la aflicción en que estaba sumergida la Iglesia; ordena no obstante que se celebre el oficio y se predique la pasión. Antiguamente el clero y el pueblo comulgaban el Viernes Santo; esta costumbre ya no se observa sino en algunas antiguas abadías.

El oficio de este día, que se ha sustituido en lugar de la Misa, es uno de los más augustos y más tiernos; todo inspira compunción, devoción y una religiosa tristeza; el espíritu del misterio y de la religión se descubre y se hace sentir en todas las ceremonias y en todas las oraciones; todo representa la triste solemnidad de un día, que es el día de la muerte del Salvador, cuyas exequias celebra hoy la Iglesia.
Se tiende sobre el altar un mantel sin doblez, que es la imagen de la sábana en que fue envuelto el cuerpo del Salvador después de haberlo bajado de la cruz. El preste, postrado boca abajo, testifica por esta postura la amargura en que está sumergido su corazón, la cual debe ser común en este día a todos los fieles. Empieza leyendo dos Epístolas, la una del profeta Oseas, y la otra del pasaje del Éxodo en que Moisés describe la ceremonia del cordero pascual, como figura de Jesucristo inmolado en este día por todos los hombres. El cordero pascual fue seguido del fin de la esclavitud de los israelitas que vivían en Egipto; y la muerte de Jesucristo en este día nos libertó de la servidumbre del pecado.

No hubo profecía más clara, más precisa y más expresa de la muerte, de la resurrección del Salvador y del establecimiento de la Iglesia que la del profeta Oseas, que hace el asunto de la primera Epístola de este día, y por la que comienza el oficio, el cual tiene lugar de Misa: Hæc dicit Dominus: esto dice el Señor; In tribulatione sua mane consurgent ad me; en el exceso de su aflicción se darán priesa de recurrir a Mí. Venid, dirán, volvamos al Señor: Venite, et revertamur ad Dominum; Nos ha castigado por nuestros pecados, esperemos que se ha de compadecer de nosotros; su justicia nos ha herido, y su misericordia nos sanará: Ipse cepit, et sanabit nos: percutiet, et curabit nos. En el sentido alegórico, estos de quienes habla son todo el género humano que por el pecado atrajo sobre sí aquel diluvio de males que por más de cuatro mil años inundó toda la tierra, y no podía ser libertado de la esclavitud del pecado por otro que por aquel que lo había condenado a ella. A la verdad era menester la sangre de un Hombre-Dios para curar todas las llagas del hombre; esto es lo que el Profeta nos predice, y se ha verificado en el misterio que celebramos. Este divino Salvador nos vivificará en el misterio que celebramos. Este Divino Salvador nos vivificará dentro de dos días, dice el Profeta; y al tercero nos resucitará; y después viviremos delante de Él; y no nos mirará ya sino con los ojos propicios; será nuestro Dios, y nosotros seremos su pueblo; sabremos entonces por una fe viva quién es el Señor, y le seguiremos con ansia y con fidelidad, conociéndolo más y más cada día. Él se nos comunicará a nosotros, no ya entre rayos y truenos como en el monte Sinaí, sino como un blando rocío de la primavera, o como una lluvia fecunda del otoño, que no caen sobre la tierra sino para hacerla más fértil en flores y frutos; su salida será semejante a la de la aurora que inspira alegría a todas las cosas: Vivificavit nos per duos dies; in die tertia suscitavit nos. Esta profecía, tomada en su sentido propio y literal, no se efectuó jamás rigurosamente entre los hebreos, dicen los intérpretes. Inútilmente se buscaría en la historia el número de los días después de los cuales el pueblo o algún particular había de recibir una nueva vida, y el tercer día en que había de resucitar. En esto insinuaba Oseas la resurrección de los fieles redimidos con la sangre de Jesucristo, y señalaba de la manera más expresa la resurrección del mismo Salvador, que, como dice san Pablo, nos dio la vida cuando estábamos muertos por nuestros pecados: Cum essemus mortui peccatis, convivificavit nos in Christo (Ephes. II). También nos resucitó con Jesucristo y nos hizo sentar en el cielo en su persona: Conresuscitavit, et consedere fecit in cælestibus (Ibid.). A este lugar del Profeta hace, sin duda, alusión el Apóstol cuando dice que el Salvador resucitó al tercer día conforme a las Escrituras: Quia Christus resurrexit tertia die, secundum Sripturas. Se dejará ver el Salvador, continúa el Profeta, como la aurora; en su resurrección fue aquel sol saliente que disipó todas las tinieblas del error y de la idolatría; vendrá a nosotros como una lluvia que cae a tiempo sobre una tierra seca, que sin ellas jamás hubiera llevado fruto. Quid faciam tibi Ephraim? Quid faciam tibi Juda? La Judea estaba dividida en dos reinos desde la muerte de Salomón; el de Judá, que solo comprendía dos tribus, y el de Israel, que comprendía las otras diez, y porque Jeroboam, primer rey de las diez tribus, era de la tribu de Efraín, se entiende habla Dios a todos los judíos cuando a las dos tribus principales les dice por su Profeta: ¿Qué me podéis pedir a vista de lo que acabo de hacer? Como si dijera: La muerte del Mesías dará fin a vuestra cautividad, y su resurrección os dará una nueva vida: ¿qué mayor maravilla podéis esperar de mi bondad? Si yo no hubiese mirado sino a vuestras oraciones, a vuestras obras de caridad tan poco constantes y a vuestra penitencia tan superficial, jamás hubiera resplandecido tanto mi misericordia y mi compasión para con vosotros; a mi sola bondad debéis una tan grande maravilla: Misericordia vestra, quasi nubes matutina et quasi ros mane pertransiens. Por mas que os he amenazado por mis Profetas, y os he predicho todos los males con que he resuelto castigar vuestras impiedades, no por eso sois menos indóciles. Aprende, ingrato; sábete que yo prefiero el sacrificio del corazón y la caridad a todos vuestros sacrificios; y que la ciencia y el conocimiento que se tiene de Dios por la fe me es más agradable que todos los holocaustos que me podéis ofrecer: Quia misericordiam volui, et non sacrificium; et scientiam Dei plus quam holocausta.

lunes, 14 de abril de 2014

LA SEMANA SANTA: ¿Semana de vacaciones o de luto?

La semana santa:
¿Semana de vacaciones o de luto?

Queridos católicos:

El Jueves Santo, el Viernes Santo y el Sábado Santo forman el Triduo Sacro. Son los días de la Semana Santa, de la semana más importante de la historia de la humanidad. Porque para nada hubiera servido la creación si no hubiera habido la salvación.

La Semana Santa es la semana de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Pasión significa sufrimientos, muerte de Cristo en la Cruz. Pasión, Redención, Salvación y vida eterna para nosotros están vinculadas. Sin los sufrimientos, la Cruz y la muerte de Cristo no hay salvación para ti, pecador ingrato.

Cristo se hizo nuestro cordero que carga con nuestros pecados. Cristo quiere “morir a fin de satisfacer en nuestro lugar a la justicia de Dios, por su propia muerte”, dice Santo Tomás de Aquino en su Suma Teológica (III, 66, 4).

Cristo acepta ser maltratado, para que tú no lo seas eternamente; Cristo acepta ser flagelado para que tú no seas flagelado por los demonios y el fuego en el infierno.

Cristo acepta gustar la tremenda sed de la crucifixión y la muerte amarga de la cruz, para que tú no padezcas la sed eterna de felicidad. Cristo acepta ser deshonrado en la cruz para que tú no seas deshonrado y con-fundido en el día del Juicio final.

Y tú, hijo ingrato, ¿qué haces en esos días de la Semana Santa mientras que tu Señor está muriendo en tu lugar para salvarte? ¿Cómo los utilizas? ¿A dónde vas? ¿Por qué los profanas?

Si en esos días tu patrón te dispensa de trabajar porque es Semana Santa, Semana de luto, Semana de la muerte del Hijo de Dios; tú deberías saber muy bien que esos días santos no son días de vacaciones, ni de disipación, ni de playa. Son días de penitencia, de oración y de lágrimas.

El Hijo de Dios hecho hombre está luchando contra el demonio y la justicia divina para librarte. Sí, para librarte a ti y a tu familia del más grande peligro que pueda existir: el de la perdición eterna. Sábelo, incúlcalo a tus hijos para que sean agradecidos con su Salvador.

Es Dios mismo quien te lo dice: “Sin efusión de sangre no hay remisión de pecados” (Hebreos 9, 22). Y esa sangre que borra tus pecados es la de tu Bienhechor: Nuestro Señor Jesucristo. Sobre todo no digas que no has pecado y no necesitas del perdón. Si lo dijeras manifestarías tu gran ceguedad e ignorancia.

Ningún hombre puede conseguir por sí mismo el perdón de sus pecados. Debe buscarlo en otra parte: ¿dónde? en la Sangre del Hijo de Dios que murió en la Cruz el Viernes Santo. San Pablo dice: “En Él, por su Sangre tenemos la redención, el perdón de los pecados...” (Efesios 1,7).

El hombre no puede ofrecer sacrificio propiciatorio por sus pecados. Nuestro Señor Jesucristo se hizo propiciación por nuestros pecados. El se ofrece el Viernes Santo en sacrificio propiciatorio por tí. Sólo, mediante la sangre de Cristo, puedes purificarte, puedes liberarte de las cadenas del pecado y de la tiranía del demonio.

Y en estos días durante los cuales Cristo está en los tormentos de la Cruz para merecerte la salvación, tú, pecador necesitado, tú te vas a la playa, a pasearte, divertirte, quizás acumular más pecados a los que ya hayas cometido. ¡Despiértate, hermano mío, despiértate de tu letargo! ¡Sé agradecido con tu Bienhechor! ¡Actúa  como católico verdadero!

Ve al templo a ver y a escuchar lo que en tu lugar está padeciendo Cristo. Sábelo que la ingratitud atrae el castigo de Dios más bien que su misericordia. No seas, pues, ingrato sino agradecido.

La gratitud cristiana consagra el Triduo Santo para conocer más lo que hizo Nuestro Señor Jesucristo por nosotros e impulsarnos a la penitencia, a la sincera conversión y enmienda de nuestra vida tibia y mediocre.

El Jueves Santo es el día en que el Señor Jesús antes de ir a su Pasión te dejó el Memorial de su muerte. Para aplicar los frutos de su Pasión a tu alma, instituyó el sacramento de su amor que es la Santa Eucaristía y el sacerdocio para consagrarla. El dijo: “haced esto en memoria mía”, para recordarnos lo que padeció por puro amor hacia los ingratos que somos; para comunicar a nuestras almas la santidad y el remedio contra el pecado mediante la digna recepción de su Cuerpo. Y tú ¡irías a divertirte en ese día! No sabes que Cristo dijo: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y Yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre está en Mí y Yo en él” (San Juan 6, 54-56). Y tú que pretendes ser discípulo de Cristo ¿por qué te privas del Pan celestial que sana, purifica, santifica y pacifica tu alma y tu hogar? Si por tu culpa no aprovechas del remedio que Cristo te ofrece ¿por qué te quejas de tener problemas en tu vida, familia y trabajo?

El Viernes Santo es para que grites con y en la Iglesia misericordia para tí mismo y para todo el género humano. El Viernes Santo es para que participes en las exequias de Cristo, escuchando el Evangelio de la Pasión y las Siete Palabras que son las últimas recomendaciones de Cristo, Nuestro Redentor.

Aprovecha el Viernes Santo para confesar con lágrimas tus iniquidades, lavar tu alma de la lepra del pecado con la Sangre de Cristo, participar en la Pasión de tu Salvador, para tener parte con Él en su victoria.

El Viernes Santo, sufrió Cristo para merecerte el ser librado del pecado que es el más horrible cáncer que pueda existir, y del infierno que es la más grande de las des-gracias. Y tú ¿irías de vacaciones con tantos otros neopaganos quizás para matarte en el camino de la ingratitud?

El Viernes Santo es para que hagas el Vía Crucis, medites lo que hizo y padeció por ti tu Señor; para darte cuenta de lo que merece el pecado. Lea los últimos capítulos de San Mateo, Marcos, Lucas y Juan o vea la Pasión de Cristo por Mel Gibson para que te des cuenta del precio que Cristo pagó para librarte del poder del pecado y del demonio, hacerte hijo de Dios y heredero de la vida eterna. Puedes también leer y meditar Reflexiones sobre la Pasión de Jesucristo por San Alfonso María de Ligorio y La Pasión del Señor por Fray Luis de Granada, o Las Siete Palabras de Cristo por Antonio Royo Marín.

El Viernes Santo es día de ayuno y penitencia, silencio y lágrimas y no día de playa y placeres.

El Sábado Santo es día de luto. Hombres y mujeres deberían vestirse con ropa de luto para acompañar a la Santísima Madre de los Dolores. El Sábado Santo debería servir para meditar con espanto lo que merece el pecado, porque si al Justo que cargó con nuestros crímenes así se le castiga, ¿qué será del culpable si muere con su pecado?

En resumen, hermano mío, escucha a Dios mismo que dice a cada uno de nosotros: “No tardes en convertirte al Señor, ni lo difieras de un día para otro; porque de repente sobreviene su ira, y en el día de venganza acabará contigo” (Eclesiástico, 5, 8).

Católico, aprovecha la Semana Santa para convertirte al Señor, porque la sincera conversión y el verdadero arrepentimiento aseguran el perdón de los pecados; dan paz al alma y, al fin, la vida eterna que pedimos por ti.  

Padre Michel Boniface


domingo, 13 de abril de 2014

DOMINGO DE RAMOS

DOMINGO DE RAMOS



Pocos domingos hay en todo el año más solemnes en la Iglesia que el domingo de Ramos, y quizá ninguno en que la Religión padezca con más gloria y majestad, y en que la fe y la devoción de los fieles se haga más sensible. La Iglesia ha creído deber honrar con un culto particular la entrada triunfante que hizo Jesucristo en la ciudad de Jerusalén cinco días antes de su muerte; porque está persuadida a que no fue sin misterio. Así, desde que la Iglesia se vio en libertad por la conversión de los emperadores a la fe de Jesucristo, instituyó esta fiesta. La ceremonia de las palmas o ramos benditos que llevan los fieles en las manos no es otra cosa que un símbolo de las disposiciones interiores con que deben celebrarla, y una justa representación de la triunfante entrada que hizo el Salvador en Jerusalén, la que los santos Padres miran como una figura de su entrada triunfante en la Jerusalén celestial.

La bendición de las palmas y de los ramos, y la procesión pública en que se llevan estas palmas, han sido siempre tan solemnes en la Iglesia, que los solitarios y los monjes que se retiraban a lo más interior de los desiertos después de la Epifanía, para disponerse a la gran fiesta de Pascua apartados de todo comercio humano, no dejaban de volver a sus monasterios a celebrar la de Ramos con sus hermanos; y después de haber asistido a la procesión con su palma, se retiraban otra vez a la soledad para pasar toda la Semana Santa en la penitencia, y en la contemplación de los misterios de la pasión.

Es fácil conocer cuál fue el motivo que tuvo la Iglesia para la institución de esta fiesta, y lo que se propuso en la ceremonia de los ramos. Quiere, sin duda, la Iglesia honrar la triunfante entrada de Jesucristo en Jerusalén entre los gritos de alegría, y entre los aplausos y aclamaciones del pueblo. Quiere por medio de un culto verdaderamente religioso, y de un homenaje sincero de todos los corazones cristianos, suplir, por decirlo así, lo que faltaba a un triunfo puramente exterior y que fue seguido pocos días después de la más negra y más infame perfidia. Con este espíritu de religión se deben tomar y llevar los ramos, y asistir a todas las ceremonias de estos días según las intenciones de la Iglesia. Las mismas bocas que gritaban en este día: Hossana filio David: Salud, gloria y bendición al hijo de David que viene en el nombre del Señor, al Rey de Israel y al Mesías, gritan claman cinco días después: Tolle, tolle, crucifige eum: Crucifícalo, que sea sacrificado como un facineroso; que sea clavado en una cruz como si hubiese sido el más malvado de los hombres. Para reparar esta cruel impiedad, quiere la Iglesia que todos sus hijos reciban en triunfo a su divino Salvador, y reparen de algún modo aquel superficial, hazañero e hipócrita recibimiento de los pérfidos judíos.

Pero ninguna cosa da una idea más justa de esta fiesta, y de la santidad de esta religiosa ceremonia de los ramos, que las oraciones de que se sirve la Iglesia en la bendición de los mismos ramos. Empieza esta ceremonia por aquella exclamación de gozo en que prorrumpió el pueblo que había venido de Jerusalén, llevando en sus manos palmas y ramos de olivo para honrar la entrada del Salvador en aquella capital: Hosanna filio David, benedictus qui venit in nomine Domini, o rex Israel! Hosanna in excelsis: Viva el hijo de David; salud y gloria al rey de Israel; bendito sea el que viene en el nombre del Señor: Hosanna en lo más alto de los cielos. Después de esto se lee aquel pasaje del capítulo XV del Éxodo, en donde Moisés refiere el segundo acampamento que hicieron los israelitas después del paso del mar Rojo, en Elim, donde había doce fuentes y setenta palmas. Los hijos de Israel, dice el texto, vinieron a Elim, donde había doce fuentes de agua y setenta palmas, y acamparon junto a las aguas. Todos los santos Padres dicen que estas doce fuentes de agua viva significaban a los doce Apóstoles; y que los setenta discípulos estaban significados en las setenta palmas. Son pocos los pasajes del Antiguo Testamento, especialmente los más notables, que no sean figura de algunos hechos del Nuevo. La bendición de los ramos se continúa inmediatamente por la siguiente oración:

Auge fiden in te sperantium, Deus, etc. Aumenta ¡oh Dios! La fe de los que ponen en Ti toda su confianza; y oye favorablemente a los que imploran con humildad tu clemencia. Multiplica sobre nosotros los efectos de tu misericordia; bendice estos ramos de palmas o de olivos; y así como para darnos una excelente figura de las gracias que derramas sobre tu Iglesia, bendijiste y enriqueciste a Noé al salir del arca, y a Moisés cuando salió de Egipto con los hijos de Israel, así también haz que los que llevamos estas palmas y estos ramos de olivo, salgamos al encuentro a Jesucristo, ricos en buenas obras, y por Él entremos en el gozo eterno.

Petimus, Domine sancte, Pater omnipotens, æterne Deus, ut hanc creaturam olivæ, etc. Te suplicamos, Señor santo, Padre omnipotente, Dios eterno, que bendigas y santifiques estos ramos de olivo, que hiciste salir del tronco del árbol, y de que en otro tiempo la paloma llevó un ramo en su pico cuando volvió al arca, para que todos aquellos a quienes se distribuyan estos ramos, reciban de Ti al llevarlos una especial protección para el alma y para el cuerpo; y para que lo que es símbolo de tu gracia, sea para nosotros un remedio eficaz y saludable.

¡Oh Dios! que congregas lo que está disperso, y que conservas lo que has congregado (continúa el sacerdote), así como bendijiste al pueblo que llevaba ramos delante de Jesús, así también echa tu bendición a estos ramos de palma y de olivo, que tus fieles siervos llevan en honor de tu nombre, para que en cualquier lugar que se guarden, reciban tu bendición los que habiten allí; y para que tu mano proteja y libre de todo mal a los que han sido redimidos por tu Hijo Nuestro Señor Jesucristo, que siendo Dios vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo por todos los siglos de los siglos.

¡Oh Dios! que por un orden admirable de tu providencia quisiste servirte hasta de las cosas insensibles para hacernos comprender la maravillosa economía de nuestra salvación; dígnate alumbrar el espíritu y el corazón de tus fieles siervos, y dales un conocimiento útil y saludable de los misterios que nos quisiste representar en la acción de aquel pueblo, que por inspiración del cielo fue tal día como hoy delante del Redentor, y tendió ramos de palma y de olivo en el camino por donde pasaba. Las palmas significaban la victoria que había de alcanzarse sobre el príncipe de la muerte, y los ramos de olivo publicaban en cierto modo que habías derramado sobre la tierra la unción espiritual de tu gracia. Pues aquel dichoso pueblo comprendió entonces que esta ceremonia era una figura del combate que nuestro Salvador, compadecido de las miserias del hombre, había de dar al príncipe de la muerte para dar la vida a todo el mundo, y de la victoria que había de conseguir muriendo. Animado de este espíritu, llevó delante del Salvador los ramos de árboles, que representaban su glorioso triunfo y la efusión abundante de su misericordia. Así también nosotros, en vista de esta acción y de los misterios que la fe nos hace descubrir en ella, nos dirigimos a Ti, Señor, Padre santo, Dios omnipotente y eterno, y te suplicamos humildemente por el mismo Jesucristo nuestro Señor, que así como quisiste por tu gracia que fuésemos sus miembros, así nos hagas triunfar en Él y por Él del imperio de la muerte, para que merezcamos tener parte en la gloria de su resurrección.

¡Oh Dios! que quisiste que una paloma anunciase en otro tiempo la paz a la tierra por un ramo de olivo; haznos, si gustas, la gracia de santificar con tu celestial bendición estos ramos de olivo y de otros árboles, para que sirvan de salud a todo tu pueblo: Ut concto populo tuo proficiant ad salutem. Per Christum Dominum nostrum.

sábado, 12 de abril de 2014

SEMANA SANTA

SEMANA SANTA

Sonsonate, El Salvador
Desde los primeros días de la Iglesia fue mirada por los fieles la semana que precede inmediatamente al día de Pascua como el tiempo más santo del año, como un tiempo que pide de nosotros más devoción y santidad, a causa de los grandes misterios cuya memoria celebra en ella la Iglesia; y así en todo tiempo se ha llamado la Semana Santa por excelencia. Otros muchos nombres ha tenido también relativos o a los misterios que se celebraban en ella, o a los ejercicios en que acostumbraban pasarla los fieles. Eusebio habla de ella bajo el nombre de semana de las Vigilias, porque se pasaban casi todas las noches en ejercicios de devoción para honrar la pasión del Salvador, y en particular aquella cruel noche que hizo padecer a Jesucristo tantos tormentos y lo hartó de oprobios. En aquella noche fue cuando se entregó a aquella mortal tristeza que le hizo sudar sangre. En ella fue entregado alevosamente por el apóstol apóstata; fue preso y atado como un facineroso, arrastrado por las calles de Jerusalén de tribunal en tribunal, abofeteado, cubierto de heridas y de salivas; entregado, en fin, a la insolente barbarie de los soldados, los que toda la noche ejercieron sobre Él todo lo que la impiedad más desenfrenada, la insolencia más descarada y la crueldad más desencadenada pudo hacerle sufrir de doloroso y afrentoso. Para honrar, pues, estos tormentos nocturnos del Salvador, duró por muchos siglos el pasar los fieles todas las noches de la Semana Santa en oración, en penitencia y en ejercicios de devoción; y esto fue lo que hizo dar a esta semana el nombre de semana de las Vigilias. También hallamos haberse llamado Penal, o semana Penosa, a causa de las penas y tormentos de Jesucristo, los cuales dieron motivo a los griegos para que en este sentido la nombraran días de dolores, días de cruz y días de suspiros; así como los latinos han solido llamarla semana laboriosa, y días de trabajos. Se llamó también semana de indulgencia, por ser estos los días en que el Salvador hizo ostensión de sus grandes misericordias, y en que eran recibidos los penitentes a la absolución, y sucesivamente a la comunión de los fieles.

Pero el nombre de semana santa y de semana mayor se ha hecho universal en toda la Iglesia. El llamarse semana mayor no es, dice san Juan Crisóstomo, porque tenga más días que las otras, ni porque sus días sean más largos, sino porque Jesucristo obró en ella los más grandes misterios: libró a los hombres de la tiranía del demonio; satisfizo plenamente por nuestros pecados a la justicia divina; instituyó el divino sacrificio, y nos volvió la vida, así como se la volvió a sí mismo, como habla san Pablo, perdonándonos todos nuestros pecados; borró y deshizo las actas que había contra nosotros. El decreto que nos condenaba, lo anuló, clavándolo en la cruz: Delens quod adversus nos erat chirographum decreti, affigens illud cruci. Les quitó los despojos a los principados y potestades, triunfando de ellos en su persona. Esto es lo que hace llamar a esta semana la semana mayor; y esto es lo que hace, como añade san Juan Crisóstomo, que muchos fieles aumenten en estos días sus ejercicios de devoción. “Unos hacen ayunos más austeros que en los demás de la Cuaresma, dice el Santo; otros pasan estos días en continuas vigilias, y otros dan grandes limosnas. Hasta los emperadores honran esta semana, y conceden vocaciones a todos los magistrados, con el fin de que libres de los cuidados del mundo, pasen estos días en el culto de Dios; honran asimismo estos días enviando a todas partes despachos y órdenes para que se dé libertad a los que están en las cárceles.” Todo esto es de san Juan Crisóstomo, el cual concluye así: “Honremos, pues, estos días, y en lugar de ramos y palmas ofrezcamos nuestro corazón a Jesucristo.”

La Semana Santa siempre se ha mirado como una semana de mortificación y de penitencia. Desde los primeros siglos vemos que los ayunos eran más largos, y las abstinencias más rigurosas que en los demás del año; no había cristiano, por poco celoso que fuese, que se dispensase de este saludable rigor: ninguno dejaba de añadir a su ayuno algunas otras austeridades. San Dionisio, obispo de Alejandría, dice que se admiraba de que hubiese gentes que el Viernes y Sábado Santo no ayunasen sino como los demás días de ayuno. San Epifanio llama a la Semana Santa la semana de las xerophagias, o de los ayunos rigurosos, es decir, en que los ayunos se reducían a pan y agua, o cuando más a frutas secas, sin guiso particular ni delicadeza alguna: Hebdomada xerophagiæ, quæ vocatur sancta. Las constituciones apostólicas dicen que en estos seis días no se comía sino pan, agua, sal y frutas: Sex diebus Paschæ pane tantum, sale, oleribus et aqua vixentes. La Semana Santa se llama en dichas constituciones semana de Pascua, como si dijera, semana que servía de preparación a esta grande solemnidad. A la verdad, la observancia de esta xerofagia, o abstinencia de legumbres, de lacticinios y de pescado no era de precepto, como los monasterios lo pretendían; pero era tan generalmente practicada, que todo el mundo se avergonzaba de dispensarse de ella. Con el tiempo se redujo esta abstinencia a los dos días que preceden a la vigilia de Pascua, después a solo el Viernes Santo; pero el día de hoy ¿quién observa esto muy escrupulosamente[i]?

Las vigilias acompañaban a los grandes ayunos de la Semana Santa; la más considerable era la del Jueves al Viernes Santo, la que todavía se ve observada por un gran número de personas religiosas, que pasan toda la noche rezando o en oración delante del Santísimo Sacramento, para honrar con sus adoraciones y ejercicios de devoción las humillaciones del Salvador, y todo lo que padeció de más ignominioso y más doloroso durante toda la noche que precedió a su muerte, y se siguió a la institución de la adorable Eucaristía.

En los primeros siglos de la Iglesia toda la Semana Santa era fiesta, como también la siguiente, por celebrarse en estas dos semanas la muerte y resurrección de Jesucristo. Así lo dicen expresamente las constituciones apostólicas. Focio, en el compendio de las leyes imperiales y de los cánones, dice que los siete días antes de Pascua y los siete después eran días de fiesta: Dies festi sunt septem diez ante Pascha, et septem post Pascha; y el papa Gregorio IX, en su decretal de las fiestas cuenta también estos quince días por fiestas de obligación y de precepto. San Juan Crisóstomo dice que no eran solo los pastores de la Iglesia los que mandaban a los fieles honrar y santificar la Semana Santa, sino que también los emperadores lo ordenaban así, y lo intimaban a toda la tierra, haciendo suspender las causas y los pleitos criminales, y todos los negocios civiles y seculares, con el fin de que en estos santos días, exentos del ruido, de las disputas y de los embarazos de los pleitos, y de cualquier otro tumulto, pudiesen emplearse los fieles despacio y con tranquilidad en el culto de la Religión, en ejercicios de penitencia y en buenas obras. Si entre los griegos estaba prohibida toda obra servil y todo pleito en los quince días de Semana Santa y de Pascua, los latinos observaban muy religiosamente la fiesta de estas dos semanas, con obligación de no trabajar; y esto se practicaba en Italia, en Francia y en España con la mayor escrupulosidad. Con el tiempo se permitió al pueblo el trabajo de manos, contentándose la Iglesia con que se cerrasen los tribunales por estos quince días.

La Semana Santa siempre se ha mirado como un tiempo de indulgencia y de remisión. Los príncipes y los magistrados cristianos, en atención al perdón y gracias que Dios dispensa a los hombres por los méritos de la pasión y muerte de Jesucristo, hacían abrir las cárceles mientras duraban estos días de las divinas misericordias; y conformando, por decirlo así, su policía con la de la Iglesia, que reconciliaba los penitentes, y los admitía al altar, perdonaban a los reos, y les remitían en todo o en parte la pena que merecían sus delitos. San Juan Crisóstomo nos enseña que el emperador Teodosio enviaba en los días que preceden a la fiesta de Pascua órdenes a las ciudades para que soltasen los presos, y no ejecutasen la pena de muerte en los que la tenían merecida. También en Francia se acostumbraba ya en el silgo VII dispensar iguales gracias a los reos en la Semana Santa.

Habiendo el rey Carlos VI resuelto castigar a unos rebeldes que se guardaban estrechamente en la cárcel, mandó, no obstante, que los soltasen por estar en Semana Santa. Esta costumbre no está del todo abolida. Se ve todavía que el Martes Santo, que es el último día de audiencia, va el parlamento a las cárceles de palacio. Se pregunta a los presos el motivo de su prisión, y se sueltan muchos de aquellos cuyas causas no son de mucha monta. Esto mismo se hacía en Francia el día que precedía a la vigilia de Navidad y de Pascua del Espíritu Santo. De todo lo que acabamos de decir se infiere la singular veneración que en todo tiempo han tenido los fieles a esta semana privilegiada, en la cual se obraron los más grandes misterios de nuestra Religión, y en la cual el Señor derrama tan abundantemente los tesoros de sus grandes misericordias sobre todos los fieles. Todo nos convida a pasarla con aquel espíritu de religión que debe animar todas nuestras acciones. La elección y la celebridad de los oficios, la misteriosa majestad de las ceremonias, el duelo universal de la Iglesia, todo nos predica compunción, contrición y penitencia; todo nos instruye y nos enseña. Son estos unos días los más santos por los grandes misterios que se celebran; pero cada cual debe santificarlos con santos ejercicios. Son días de indulgencia, dice san Juan Crisóstomo. Un cristiano ¿debe hallar dificultad en perdonar? Los emperadores romanos por un efecto de su devoción, y por una observancia ya antigua, dice san León el Grande, abaten y suspenden todo su poder en honor de la pasión y de la resurrección de Jesucristo, mitigan la severidad de sus leyes, y mandan soltar a muchos reos de diversos delitos. Es muy justo, continúa el mismo Padre, que los pueblos cristianos imiten a sus príncipes, y que estos grandes ejemplos de clemencia los muevan a usar de indulgencia entre sí en las favorables coyunturas de un tiempo tan santo; pues las leyes domésticas no deben ser más inhumanas que las leyes públicas. Es, pues, necesario que todos se perdonen recíprocamente, que se remitan las ofensas y las deudas, que se reconcilien y renuncien todo resentimiento, si quieren tener parte en las gracias que Jesucristo nos mereció con su pasión. Y si queremos que se nos perdonen nuestras deudas, perdonemos nosotros a nuestros deudores, y olvidemos de todo corazón todas las injurias que se nos hubieren hecho.



[i] En el día solo se observa en algunas comunidades religiosas.