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domingo, 21 de abril de 2019

DOMINGO DE LA RESURRECCIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO

PASCUA DE RESURRECCIÓN


Introito extraído del Salmo 138, 18 y 5-6
Lección de la Epístola del Apóstol San Pablo a los Corintios 1, 5, 7-8.
Evangelio según San Marcos 16, 1-7

Este es, dice el Profeta, el día feliz que hizo el Señor: Hæc est dies quam fecit Dominus: celebrémosle con todo el gozo y alegría de que somos capaces: Exultemus, et lætemur in ea. ¿Hubo jamás motivo más justo para alegrarnos que la resurrección del Salvador? Este misterio es la prueba invencible de todos los otros; es el fundamento de nuestra Religión, la prenda segura de nuestra felicidad, la basa de nuestra fe y el áncora de nuestra esperanza. Jesucristo resucitado, dice san Atanasio, ha hecho que la vida de los hombres sea una fiesta continua; ningún dolor, ningún temor debe turbar ya nuestra esperanza, nada tiene ya de vacilante, ni de incierto; pues nuestro Maestro resucita para nunca más morir; nosotros no podemos ya morir sino para volver a vivir. Hemos llorado a Jesucristo, y así es justo que habiendo sentido los dolores e ignominias de su muerte, tengamos parte en la gloria y en el gozo de su triunfo. Manifieste su alegría todo el universo, dicen los Profetas: manifieste todo el mundo en este día afortunado los gritos y cánticos de gozo para celebrar un triunfo que debe hacernos a todos dichosos: Noli timere terra, exulta, et lætare (Joel, II). La muerte es vencida, el infierno deja escapar sus más ilustres cautivos; la tierra antes del tiempo de la restitución general se ve forzada a volverles a muchos Santos los despojos de sus cuerpos para honrar la pompa de su victoria. El cielo envía sus Ángeles a anunciar a todos los fieles la gloriosa y triunfante resurrección de su Redentor; los Apóstoles salen en fin de las tinieblas de su ignorancia y de su incredulidad para reconocer y adorar la divinidad de su Salvador, a quien ven en este día victorioso de la misma muerte.

Todo el Cristianismo está fundado sobre la creencia de este misterio, todo estriba sobre esta verdad fundamental: Si Christus non resurrexit (dice san Pablo, I Cor. XV), inanis est prædicatio nostra, inanis est et fides vestra: Si Jesucristo no ha resucitado, en vano me canso en predicaros, y en vano creéis lo que os predicamos. Si Jesucristo no ha resucitado, dicen los Padres, todas sus promesas son vanas, toda nuestra esperanza se seca y se cae, nuestra fe se desvanece y se apaga. Aunque la divinidad de Jesucristo hubiese sido suficientemente establecida, ya por las obras sobrenaturales que había hecho en el discurso de su vida mortal, ya por los oráculos de los Profetas, que se referían todos tan exactamente a las diversas circunstancias de su vida, de su pasión y de su muerte; los demonios arrojados, los ciegos curados, los muertos de cuatro días resucitados; tantos prodigios lo autorizaban al parecer bastantemente en la calidad que tomaba de Hijo de Dios; sin embargo era necesario que resucitase para poner una verdad tan importante fuera de todo tiro de la calumnia; puede decirse que la revelación de la divinidad de Jesucristo estaba sobre todo ligada y como pendiente de su resurrección. Esta era la prueba que daba Él mismo de que era Dios. El Evangelio está lleno de las declaraciones expresas que hacía tan repetidas veces a sus discípulos, no solo de los oprobios de su muerte, sino también de sus gloriosas consecuencias, y singularmente de la resurrección de su cuerpo al tercer día: Quia oportet eum occidi, et tertia die resurgere (Luc. XXIV; Marc. IX). De nada servía haberla confiado a sus discípulos, si la hubiera ocultado enteramente a sus enemigos; por eso a cada paso les hablaba a unos y a otros de su resurrección. Ya se servía de expresiones misteriosas y figuradas para despertar su atención y su curiosidad. Vosotros me preguntáis, les decía, ¿con qué autoridad arrojo a latigazos a los que con un tráfico el más indigno profanan el templo? Destruid este templo, y yo le reedificaré en tres días:Solvite templum hoc, et in tribus deibus ædificabo illud. El templo de que hablaba, era (dice san Juan, cap. II), su propio cuerpo. Después que hubiereis destruido con una muerte cruel e ignominiosa este templo visible, que es mi cuerpo, yo le volveré a poner al tercer día en el mismo estado, y en un estado todavía más perfecto. Me pedís, les decía en otra ocasión, un milagro nuevo para convencer vuestra incredulidad; los que he obrado, y de que la mayor parte de vosotros habéis sido testigos, podrían bastaros; pero yo haré uno que les pondrá el sello a todos los otros, y que ningún hombre, que no sea Dios, es capaz de hacerle. Este milagro será aquel de que fue figura el profeta Jonás; es a saber, que después de haber estado encerrado tres días en el seno de la tierra, esto es, en el sepulcro, saldré de él, como Jonás salió con vida del vientre de la ballena. Por más figuradas que fuesen estas expresiones, no obstante las comprendieron muy bien los judíos, y penetraron tan bien su verdadero sentido, que inmediatamente que espiró corrieron a decirle a Pilatos: Recordati sumus, nos acordamos que aquel embaucador dijo muchas veces, durante su vida, que resucitaría al tercer día: Quia seductor ille dixit adhuc vivens: Post tres dies resurgam (Matth. XXVII); y por consiguiente que era menester prevenir el error, y cerrar todos los caminos a la impostura, tomando todas las precauciones posibles para embarazar el que se le llevasen del sepulcro. En efecto se tomaron las precauciones; la autoridad del gobernador, la desconfianza de los pontífices, los artificios de los fariseos, la vigilancia de los guardias, el sello de los magistrados, todo se empleó para impedir cualquier sorpresa; y todo sirvió, mal que les pesase, a hacer más incontestable, más palpable la verdad de la resurrección. Si Pilatos se hubiera contentado con enviar simplemente su guardia, y dar sus órdenes para velar alrededor del sepulcro, los judíos, dice san Juan Crisóstomo, hubieran podido desconfiar de unos soldados extranjeros que no les estaban sujetos; pero, para quitar este pretexto a su incredulidad, quiere Dios que Pilatos lo deje todo a la disposición de los judíos, tan obstinadamente empeñados en querer abolir la memoria del Salvador, y tan interesados en hacer se falsificase la predicción de su resurrección. Así se ve que nada omiten. Sola la piedra con que tienen cuidado de cerrar la entrada del sepulcro hubiera bastado a asegurarlos por su enorme peso. No contentos con haber puesto alrededor una guardia de soldados aguerridos y de confianza, ponen su sello en la piedra. Veis aquí el sepulcro cerrado, sellado, y por decirlo así, sitiado. ¿Qué aparato más glorioso a la majestad del Salvador? Dice un santo Padre. Pero al mismo tiempo ¿hay cosa en que brille más la gloria de la sabiduría y del poder de Jesucristo? Pues en esta sutil y viva atención de los judíos en buscar cómo embarazar su designio, encuentra modo de confundirlos, dice uno de los más famosos oradores cristianos. Quiere el Señor que estos fariseos nada tengan que reprenderse de parte de la vigilancia, para que nada tengan que reconvenirle de parte de la verdad. Los guardias puestos para quitar a la resurrección el medio de esparcirse por el mundo, les quitan a sus enemigos el medio de contestarla y oponerse a ella; eran en la intención de los judíos otros tantos apoyos de la verdad. Sin estos soldados hubiera sido preciso que los primeros denunciadores de este prodigio hubiesen sido los Apóstoles, gente sospechosas e interesadas en publicar este hecho; pero lo son los mismos soldados, los cuales, testigos oculares de la resurrección, la denuncian a los pontífices, y confunden con esto su malignidad. Porque acusar, como lo hicieron, la negligencia y el sueño de los soldados, es una excusa ridícula, dice san Agustín, y que hace todavía más incontestable la milagrosa resurrección del Salvador. Porque si los soldados velaban, ¿cómo pudieron a sangre fría dejar romper el sello, levantar y volver la piedra, y hurtar el cuerpo? Y si dormían, ¿son abonados para negar el prodigio? La ficción es demasiado grosera para que tenga ni aun la menor vislumbre de probabilidad. ¿Es verosímil que todo un cuerpo de guardia se haya dormido? ¿Que ni uno de tantos soldados haya despertado al ruido que necesariamente han debido hacer un gran número de personas para echar a un lado la piedra, para sacar el cuerpo del sepulcro, y hacerle pasar por una abertura muy estrecha a fuerza de brazos? ¿Qué letargo no cedería a aquel estruendo, a aquel tumulto? Pero ¿quién pudo inspirar un valor tan repentino, una osadía tan peligrosa a un puñado de pobres pescadores, que a la sola nueva de la prisión del Salvador habían echado todos a huir, y de los cuales el más determinado, a la simple acusación de una criada, había jurado no ser su discípulo? Aún más: si los discípulos se redujeron a hurtar el cuerpo de su Maestro, es preciso estén convencidos de que no puede resucitarse después de habérselo asegurado tantas veces; y deben tener por evidente que es un insigne embustero. Y si es un embustero sobre este artículo esencial, ¿qué quieren hacer de su cuerpo? ¿y qué pueden esperar de las demás promesas que les han hecho? ¿Qué interesaban en persuadir una mentira a toda su nación para sostener a un impostor que los había engañado? ¿qué no interesaban en ganar a las potestades, y qué recompensa no debían esperar de los escribas y fariseos, si descubrían ellos mismos el engaño? No teniendo que esperar ya nada de un hombre muerto que los había engañado, ¿se hubieran expuesto a los más terribles tormentos sin ninguna utilidad? Dicite quia discipuli ejus nocte venerunt, et furati sunt eum, nobis dormientibus (Matth. XXVIII). ¿Podían los judíos servirse de un artificio más grosero, y de un enredo más mal forjado? Una negra malicia cuanto más quiere disfrazarse, tanto más se manifiesta. Porque en fin, si los soldados se durmieron, ¿quién no ve que deben ser castigados por una negligencia tan culpable? Si los discípulos, es decir, si esos pobres y tímidos pescadores han sido tan osados que han forzado la guardia, si han tenido la osadía de robar un cuerpo puesto en depósito bajo el sello público, ¿qué pesquisa, qué averiguación se hace sobre ello? ¿con qué penas se castiga un delito tan enorme? Se premia larga y liberalmente el pretendido descuido de los soldados: Pecuniam copiosam dederunt militibus; y no se les dice una palabra a aquellos que son acusados de un delito tan grande. ¡Oh, y cómo una conducta tan irregular, y cómo estas contradicciones de artificios, de suposiciones y de sutilezas inútiles, son unas pruebas bien claras, dicen los Padres, de la verdad de este gran misterio! Así como la verdad de este gran misterio es una prueba sin réplica de la divinidad de Jesucristo, y por consiguiente de la verdad, de la santidad, de la infalibilidad de nuestra Religión, fundada y establecida especialmente por Él; así también, en virtud de la seguridad y de la fe con que se cree esta tan milagrosa resurrección del Salvador, se ha multiplicado el Cristianismo, el Evangelio ha hecho en el mundo infinitos progresos, la divinidad del Salvador, a pesar del infierno y de todas sus potestades, ha sido creída hasta en las extremidades del mundo. Nunca predicaban los Apóstoles a Jesucristo, que no produjesen su resurrección como una prueba sin réplica: Hunc Deus suscitavit tertia die. En el primer sermón que predicó san Pedro en medio de Jerusalén, cincuenta días después de haber resucitado Jesucristo, y en que convirtió tres mil judíos, no se habla sino de este misterio, sin que ningún escriba, fariseo o pontífice se atreviese a desmentirle. El que os predicamos, decían en voz alta los Apóstoles, es aquel mismo que vosotros crucificasteis, que espiró en una cruz, y que tres días después se resucitó a Sí mismo. La evidencia de esta resurrección es la prueba evidente de todas las verdades de fe, y la demostración de todos los otros misterios. Y aún puede decirse que en el nacimiento de la Iglesia toda la fuerza del celo de los Apóstoles se reducía a dar testimonio al público de la resurrección del Salvador: Virtute magna reddebant Apostoli testimonium resurrectionis Jesu Christi (Act. IV). No se preciaban, al parecer, ni se calificaban sino de testigos de la resurrección del Señor: Cujus nos testes sumus. Si es menester sustituir un nuevo discípulo en lugar del pérfido Judas, no se busca sino uno que como ellos haya sido testigo de la resurrección de Jesucristo: Testem resurrectionis ejus nobiscum fieri unum ex istis (Act. I). En efecto, añade san Lucas, no había quien no se rindiese a la fuerza de este testimonio. Toda la Religión, todo el Evangelio se encierran, por decirlo así, en este solo artículo de nuestra fe. ¿Jesucristo ha resucitado? Luego es Hijo de Dios; luego es Dios, como Él mismo nos lo ha asegurado; sus palabras son oráculos de verdad; luego su Evangelio es la sola regla de las costumbres; su Iglesia el solo camino de la salvación; su Religión la sola verdadera religión que puede haber en el mundo.

Por la excelencia de este misterio juzguemos de la solemnidad de la fiesta de este día. La fiesta de Pascua es la primera y la más augusta de todas las fiestas de la religión cristiana. La Iglesia la ha mirado siempre como el día del Señor por excelencia, y la ha hecho llevar el nombre augusto de domingo: Dominica dies, después de haber trasladado a este día todos los honores y obligaciones del día del sábado, que hasta entonces había sido el día singularmente consagrado al Señor. y no se contentó con limitar su solemnidad al día de su resurrección, ni a los términos de una octava ordinaria; quiso que los regocijos espirituales de la fiesta continuasen todos los cincuenta días que se llaman el tiempo pascual; y que durante el año, el primer día de la semana, que por esto ha entrado a ocupar el lugar del sábado, nos renovase la memoria del misterio de la Resurrección, solemnizase en parte su celebridad, y que cada domingo fuese como la octava perpetua de la fiesta de Pascua.

San Basilio dice que la fiesta de Pascua es como el principio de la fiesta de la eternidad, o a lo menos como la representación de la fiesta de la eternidad bienaventurada. Los otros santos Padres la llaman la fiesta de las fiestas. La fiesta de la Pascua, dice san Gregorio Nacianceno, es sobre las demás fiestas del Señor, cuanto estas son sobre las fiestas de los Santos; y el papa san León, queriendo darnos una justa idea de esta gran solemnidad, dice que entre todos los días que se honran con un culto particular en la religión cristiana, no hay otro más augusto ni más excelente que el de la fiesta de Pascua, de la cual todas las otras solemnidades de la Iglesia reciben su dignidad, y por decirlo así, su consagración. Por este motivo desde los ocho o nueve primeros siglos toda la semana de Pascua se componía de tantas fiestas como días, y venía a ser, digámoslo así, una sola fiesta solemne que duraba ocho días. El concilio II de Macon, tenido en 585, renueva expresamente y encarga singularmente el que se deje de trabajar, y cese toda obra servil en los seis días siguientes al domingo de Pascua; no debiendo, dice, emplear los fieles todo este tiempo sino en celebrar con devoción y con una santa alegría el triunfo de nuestro Redentor, y en darle gracias por el beneficio de la redención: Ut illis sanctissimis sex diebus nullus servile opus audeat facere, sed homines simul coadunati, etc. (Can. 2). Ninguno, dice le Concilio, en estos seis días tan santos se atreva a hacer ninguna obra servil, sino que todos juntos en la iglesia celebren alegres con himnos y cánticos la fiesta de Pascua, y asistiendo todos los días al divino sacrificio, no cesemos de alabar y dar gracias a nuestro Salvador, especialmente por la mañana, al mediodía y a la tarde. Teodulfo, obispo de Orleans en el siglo IX, después de haber ordenado en su capitular que se comulgue el Jueves Santo, quiere que se comulgue también todos los días de la semana de Pascua:Et ipsi dies Paschalis hebdomadæ omnes æquali religione colendi sunt (Can. 41). El concilio de Maguncia en 813 ordena casi lo mismo. El de Meaux en 835 amenaza hasta con excomunión a los que violaren la santidad y solemnidad de estos ocho días. Finalmente, el concilio de Engelheim, en Alemania, renueva en el siguiente siglo el mismo decreto sobre la celebración de estos ocho días de fiesta: Ut Paschalis hebdómada festive tota celebretur (Can. 97). Hacia los principios del siglo XI se redujeron a tres estos ocho días de fiesta.

Siendo la fiesta de Pascua no solo la más solemne de las fiestas de la Iglesia, sino también la famosa época que fija el tiempo de todas las otras, era necesario que se celebrase en un mismo día en todo el mundo cristiano. Los judíos han celebrado siempre su Pascua el 14 de la luna de marzo, en memoria de haber sido libertados este día de la cautividad de Egipto. La Iglesia en memoria de la resurrección del Salvador celebra la Pascua el domingo después de la luna llena de marzo, la cual cae inmediatamente después del equinoccio de la primavera, por disposición del concilio Niceno, a fin de no encontrarse con los judíos, ni parecer que los imita.

Antes del concilio Niceno, tenido el año 325, los cristianos de Asia celebraban la Pascua el 14 de la luna, día en que Jesucristo había sido crucificado; pero los cristianos de Occidente la celebraban todos en domingo. Esta diversidad de disciplina excitó como a la mitad del siglo II grandes disputas entre los occidentales y los asiáticos, pretendiendo estos que se debía celebrar la Pascua el 14 de la luna de marzo, como lo hacían los judíos, lo que hizo se les diera el nombre de cuartodecimanos; y sosteniendo aquellos que no debía celebrarse sino el domingo, el papa Víctor amenazó separar de su comunión a las iglesias de Asia que se obstinasen en conformarse con los judíos. Esta diferencia se terminó, en fin, por el famosos concilio ecuménico de Nicea, que declaró debía celebrarse la Pascua en toda la Iglesia el domingo después del 14 de la luna de marzo; es decir, el domingo después de la luna llena, que cae precisamente en el equinoccio de la primavera, o inmediatamente después de este equinoccio, el cual se fijó desde entonces invariablemente al 21 de marzo; y de aquí viene la variación del día de Pascua; pues la luna, cuyo día 14 cae en el equinoccio, pertenece al mes antecedente; y la luna de marzo es siempre aquella cuyo día 14 concurre en el equinoccio; pues para que el primer día de esta luna se encuentre constante entre el 8 de marzo y el 5 de abril, la Pascua nunca puede bajar más que al 22 de marzo, ni pasar más allá del 25 de abril; en este intervalo es preciso que caiga siempre.

Se sabe que el nombre de Pascua viene de la palabra hebrea pesak, que significa tránsito o paso; y que entre los judíos significaba el paso del mar Rojo a la salida de los israelitas de Egipto, y el paso del Ángel exterminador, el cual viendo la sangre del Cordero pascual pasaba sin hacerles ningún mal, al paso que entraba en las casas de los egipcios para matar todos los primogénitos de los hombres y de las bestias. Entre los Cristianos la palabra Pascua tiene la misma significación, pero en un sentido mucho más espiritual, con relación al misterio de que aquel paso del Ángel y de los hebreos no era sino figura. Significa propiamente el paso de la muerte a la vida en la resurrección de Jesucristo, de la esclavitud del pecado a la dichosa libertad de hijos de Dios en los Cristianos, de la ley antigua a la nueva, y del desierto de esta vida, dicen los Padres, a la verdadera tierra de promisión, que es el cielo, a la cual nos da derecho la muerte y la resurrección del Salvador.

En muchas iglesias, y sobre todo en muchas comunidades religiosas, se procura celebrar el día de hoy el glorioso momento en que resucitó Jesucristo, con procesiones que se hacen al amanecer alrededor de las iglesias, o en los baptisterios, y con la Misa de Resurrección, que se dice en un altar que se levanta fuera de la iglesia, para venerar la santa impaciencia y prontitud con que las tres Marías fueron al sepulcro del Salvador antes del día. Los griegos y los orientales hacen una especie de fiesta particular, que llaman la fiesta del triunfo de Jesucristo, que sale glorioso del sepulcro. Al amanecer, luego que empieza a rayar la aurora, van a la iglesia, y después de algunas oraciones y lecciones se canta un himno o cántico de la resurrección, a cuyo tiempo el preste que oficia besa la imagen de Jesucristo resucitado, luego besa el más respetable del concurso, el cual besa al que está inmediato a él, y así pasan de unos a otros. Las mujeres hacen lo mismo unas con otras, y hasta los niños practican esta santa ceremonia. El que da el ósculo dice: Jesucristo ha resucitado; y el que le recibe responde: Ha resucitado verdaderamente. Esta señal de alegría cristiana no se estilaba solo en la iglesia; no había otro modo de saludarse los Cristianos estos tres días en las calles y casas. En el Occidente se observaba la misma ceremonia: Surrexit Dominus vere, decían al saludarse; el Señor ha resucitado verdaderamente; y se respondía: Deo gratias, démosle a Dios eternas gracias. Se valían ordinariamente de esta ocasión para reconciliarse por este ósculo de paz, que estaba tan en uso. Con el tiempo vino a no darse sino en la Misa, hasta que en fin se ha reducido únicamente a los ministros del altar y a los clérigos. El himno o cántico de regocijo que se cantaba más ordinariamente en las procesiones que se hacían al amanecer, era aquel que comienza por estas palabras: Salve festa dies, cuyo primer dístico era intercalar, por decirlo así, el estribillo como el Gloria, Laus, el domingo de Ramos, y el Crux fidelis del Viernes Santo. Finalmente, todo está lleno de una santa alegría; todo en el oficio pascual inspira aquel santo gozo de que la Iglesia está toda penetrada: salmos, himnos, cánticos, antífonas, versículos, todo concurre a celebrar con solemnidad el triunfo del Salvador en este día, y el más interesante y más tierno de los misterios. Esto es lo que hizo decir a san Gregorio que la fiesta de Pascua es, no solo la primera y la más importante de todas, sino también la solemnidad de las solemnidades; porque abriéndonos el cielo, nos hace gozar con anticipación por la fe, por la esperanza y por la caridad de los gozos celestiales.

No debe admirarnos el que la Iglesia celebre con tanta solemnidad un misterio que mira no solo como el fundamento de nuestra fe, sino también como la causa y el símbolo de la vida eterna y bienaventurada, que es el objeto de nuestra esperanza. La Cuaresma, que ha servido de preparación a esta fiesta, era figura de la vida penitente y laboriosa que debemos tener en este lugar de destierro; y la fiesta de Pascua representa aquella vida gloriosa que debe ser la recompensa de la vida presente. Por eso la Iglesia en todo el oficio de esta semana entra ya en espíritu en la celestial patria. No quiere ya alabar a su Dios con himnos ordinarios, sino que repite sin cesar en lugar de himno la Alleluia, que los bienaventurados, dice san Juan (Apoc. XIX) cantan eternamente en la gloria: Vocem turbarum multarum in cælo dicentium: Alleluia. Oí como la voz de muchas tropas de gente en el cielo, que decían Alleluia: la gloria y el poder sean dados a nuestro Dios, al cual pertenece la cualidad de Salvador. Dad sin cesar alabanzas a nuestro Dios todos los que sois sus siervos: Alleluia: laudem dicite Deo nostro omnes servi ejus; y todos repetían: Alleluia. Porque el Señor nuestro Dios todopoderoso ha tomado posesión de su reino:Quoniam regnavit Dominus Deus noster omnipotens. Alegrémonos, saltemos de gozo, y glorifiquémosle: Gaudeamus et exultemus et demus gloriam ei. Ved aquí lo que pasa en el cielo, según san Juan, y lo que la Iglesia procura imitar sobre la tierra, por la frecuente repetición de la palabra Alleluia durante el tiempo pascual.

El introito de la Misa de este día es del salmo CXXXVIII: Resurrexi, et adhuc tecum sum, alleluia; quien dice esto es Jesucristo, que en el día de su triunfo dice a su Padre: Yo he resucitado sin haber dejado jamás de estar contigo; sea alabado nuestro Dios. Posuisti super me manum tuam, alleluia: Extendiste tu mano sobre mí, nunca tu infinito poder se manifestó conmigo más glorioso que en el triunfo de mi resurrección; seas glorificado eternamente. Mirabilis facta est scientia tua, alleluia, alleluia: Tu ciencia se ha hecho admirar; alabad a Dios, y no ceséis de cantar a honra suya cánticos de alabanzas. Domine probasti me, et cognovisti me: Como tú solo, Señor, me conoces perfectamente, dice el Salvador, y como solo yo conozco perfectamente lo que tú eres, tu infinito poder, tus divinas perfecciones y tu esencia; has hecho conocer en este día lo que soy yo. Tu cognovisti sessionem meam, et resurrectionem meam: Tú conociste mi muerte y mi resurrección. Conociste el fin, la causa y el mérito de mi muerte, por la cual he satisfecho plenamente a tu justicia; y no ignoras tampoco que por el poder divino, que me es común contigo, he resucitado glorioso y triunfante de la muerte y del sepulcro.

La Epístola de la Misa de este día se tomó de la primera carta que escribió san Pablo a los corintios. Hermanos míos, les dice, deshaceos de la antigua levadura, para que vengáis a ser una nueva masa. Acababa el santo Apóstol de reprender a los fieles de Corinto el que tolerasen entre ellos un incestuoso público, al cual le entrega el Santo a Satanás, para que estando cortado del cuerpo de la Iglesia como un miembro podrido, no tengan en adelante ningún comercio con él. ¿Ignoráis, les dice, que un poco de levadura corrompe toda la masa? Y tomando de aquí ocasión de hacerles comprender la pureza e inocencia que pide Dios a todos los Cristianos, les dice al cortar de la Iglesia este miembro podrido: Sabed que debéis apartar de vuestro corazón toda inmundicia, para que seáis puros e inmaculados; y reengendrados por el Bautismo, tengáis la dicha de celebrar una Pascua continua, en que el mismo Jesucristo es la víctima: Etenim Pascha nostrum immolatus est Christus. Pongámonos en estado de participar de este celestial banquete por medio de una vida pura e inocente, enteramente distinta de la que teníamos antes de nuestra regeneración:Itaque epelemur; non in fermento veteri, neque in fermento malitiæ: sed in azymis sinceritatis et veritatis. El Apóstol, dice un sabio intérprete, hace aquí una alusión continua a lo que practicaban los judíos antes de comer el cordero pascual. Tenían un escrupuloso cuidado de echar de su casa toda la levadura, y todo lo que estaba fermentado. Por la levadura debe entenderse aquí el pecado, y todo lo que mancha el alma. Los judíos tenían por manchada toda una masa, por poca que fuese la levadura que entrase en ella, mientras duraban los siete días de Pascua;  de modo que esto había pasado a proverbio, para significar que las compañías más santas perdían su reputación, y se exponían a ver bien presto introducido en ellas el desorden desde el momento que sufrían impunemente consigo personas de malas costumbres y de una vida escandalosa. Esta expresiónepulemur, comamos o hagamos un banquete, no significa un banquete o una acción particular, por lo cual les pida san Pablo a los Cristianos esta virtud y esta exacta pureza; significa y denota todo el tiempo de la vida, el cual se debe pasar en la inocencia y santidad. También puede entenderse de la comunión pascual. Epulemur: celebremos la Pascua cristiana, recibiendo y comiendo la Divina Eucaristía, que es el verdadero Cordero pascual, no con la antigua levadura, esto es, no con aquellas disposiciones viciosas en que estabais antes que hubieseis abrazado la fe, y os hubieseis despojado del hombre viejo para vestiros del nuevo; llegaos a la santa mesa, comed el Divino Cordero que se inmoló por nosotros; comedle con las disposiciones que pide un alimento tan santo con un corazón puro, con una fe viva, con una conciencia limpia, y con aquel vestido de boda que denota una tan gran pureza.

El Evangelio de la Misa de este día contiene en compendio toda la historia del misterio.

sábado, 20 de abril de 2019

REFLEXIONES PARA CADA DÍA DE LA SEMANA SANTA. Sábado Santo. Reflexiones.

Sábado Santo. Reflexiones.
(Lección de la Epístola del Apóstol San Pablo a los Colosenses 3, 1-4)

Si habéis resucitado con Jesucristo, buscad las cosas de arriba, gustad las cosas de arriba. Cuando se ha resucitado con Jesucristo, gusta poco lo que es de la tierra; todos los deseos, todas las ansias y todos los suspiros son por las cosas del Cielo. La resurrección espiritual produce en el alma casi los mismos efectos que la resurrección corporal en el cuerpo. Esta resurrección espiritual es una nueva vida: un hombre resucitado espiritualmente es un hombre nuevo que no retiene ninguna de las imperfecciones del hombre viejo. ¡Qué brillante luz en el espíritu! ¡Qué pureza de deseo en el corazón! ¡Qué regularidad de costumbres y de conducta todo el tiempo que le dura la vida! Los deseos terrenos no nacen sino de un corazón corrompido. Un corazón aguado por las pasiones produce todas esas espesas nieblas que oscurecen el espíritu. Todo es terreno en un hombre poco cristiano. Verdades sublimes, moral santa y espiritualidad práctica, este es un lenguaje desconocido para una alma terrena. De aquí esos corazones duros, esos espíritus embotados, esas obstinaciones en el mal, esas ceguedades espirituales y esas impenitencias finales. La noción más justa y más cabal de una persona mundana, o que vive según el espíritu del mundo, dice e incluye todo esto. Estamos sordos a la voz de Dios cuando no somos de sus ovejas; no se conoce esta voz cuando no se está en el redil. De aquí esas grandes dificultades para convertir a un mundano, y a una mujer que no está animada sino del espíritu del mundo. De aquí proviene el convertirse tan pocos herejes. ¿Se ha resucitado con Jesucristo? Inmediatamente nos hacemos del todo espirituales. Las pasiones extinguidas, o a lo menos mortificadas, no hay que temer exciten revoluciones en el hombre interior. Un corazón purificado por la gracia no es ya un terreno fecundo en malignas exhalaciones. El aire es demasiado puro para que forme nublados: la fe es demasiado viva para que sufra confusiones: el cielo, bajo del cual se vive entonces, es demasiado sereno, y la mar en que estamos embarcados está demasiado en calma para que no deje a nuestra alma toda la libertad de pensar y de obrar como cristianos. Ella descubre entonces el vacío y la nada de los bienes creados, el falso brillo de las honras mundanas, y el veneno de esos placeres que encantan. Ciudadanos de la celestial patria no pueden mirar la tierra sino como un lugar de destierro. No se suspira sino por el cielo, no se encuentra solidez sino en los bienes del cielo, y no se halla gusto sino en las cosas del cielo; todo otro gusto es extraño, y es un gusto depravado, el cual siempre es señal cierta de que el alma está enferma. El espíritu y las máximas del mundo dan lástima y causan compasión a los que han resucitado verdaderamente a la gracia. Este puñado de días, en que consiste la más larga vida, pierde todos sus atractivos desde el momento que se compara con la eternidad. Todo es encanto para quien no ha resucitado con el Salvador. Dignidades brillantes, empleos ostentosos y tesoros inmensos, todo deslumbra y todo encanta a un corazón material y a un espíritu terreno. Con la resurrección espiritual se desvanece el encanto, el hechizo se cae por sí mismo y el fantasma despojado de la mascarilla y descubierto, ya no es fantasma y parece lo que es. ¡Qué desgracia la de aquellos que en estas fiestas de Pascua no experimentan los saludables efectos de la Resurrección! ¡Ay de aquel que persevere en sus tinieblas! Con solos los que han salido de Egipto obra Dios prodigios. El maná solamente es para los que han pasado el mar Rojo, y han sido lavados en la Sangre del Cordero.

viernes, 19 de abril de 2019

REFLEXIONES PARA CADA DÍA DE LA SEMANA SANTA. Viernes Santo. Reflexiones.

Viernes Santo. Reflexiones.
(Lección del libro del Éxodo 12, 1-11)


A más del sentido literal y alegórico contenido en esta Epístola, hay también otro sentido que es moral. Todo es misterioso en esta descripción de las ceremonias que habían de acompañar a la comida del cordero pascual. Si quiere Dios que esta víctima, figura del Divino Cordero, sea sin mancha, no pide menos pureza e inocencia a una alma que come realmente el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo en la Comunión. Esta Sangre adorable tiene harta más virtud que la sangre del cordero pascual, la que no era sino una simple figura suya; pero es menester que las señales que imprime esta preciosa Sangre no se borren por el pecado; el cual, tiznando al alma, hace desaparecer lo que alejaba todo lo que podía serla nocivo. El pan sin levadura y las lechugas amargas con que debían comerse el cordero pascual nos dan a entender que sin la mortificación no es posible conservar la inocencia con que debe llegarse una alma a los santos altares y a la sagrada mesa. Una alma sensual no es capaz de estar largo tiempo sin pecar. La Pascua de los Cristianos es infinitamente más santa que la de los israelitas, y así debe celebrarse con disposiciones mucho más santas. Dios les prohibía a aquellos comer el cordero crudo o cocido en agua. Esta crudeza y esta carne cocida demuestran bastantemente el carácter de las pasiones, el de un corazón afeminado y el de una alma floja, que no comulga sino con disgusto. Todo debía estar asado al fuego: solo el amor puede dar a una alma aquel gozo y aquel fervor que son disposiciones tan necesarias para llegarse con gusto a la adorable Eucaristía. Debía también quemarse todo lo que quedaba; es decir, el fuego Divino, de que una alma debe estar abrasada al salir de la Comunión, debe consumir todo cuanto hay en ella de terreno y carnal. Se debía comer el cordero pascual pronto y de prisa; lo que puede significar el fervor, el ansia y el hambre con que debemos comulgar. La diferencia, el poco ardor y el no sentir deseo alguno de comulgar, denota siempre un disgusto espiritual; señal cierta de que el alma está enferma. Cada Comunión, para sernos útil, debe aumentar nuestra hambre. Finalmente, se debía comer el cordero pascual con todas las disposiciones y preparativos de unos caminantes prontos a partir. En efecto, lo mismo fue acabar de comerlo los israelitas, que salir al mismo instante de Egipto, lo que muestra bastantemente en qué disposición debemos comulgar: debemos estar resueltos, debemos estar prontos a salir de Egipto y mudar de conducta, a reformar nuestra vida y nuestras costumbres, y a dejar nuestros malos hábitos; si no es este el fruto de nuestra Comunión pascual; si después de haber comulgado nos quedamos todavía en Egipto, ¿Qué se debe pensar de tal Comunión?

VIERNES SANTO: CRUCIFIXIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO.

VIERNES SANTO


El Viernes Santo, llamado también por antonomasia el Viernes mayor, a causa del gran misterio de nuestra redención consumada en el día de hoy, se ha mirado en todo tiempo como el más santo, el más augusto y el más venerable de todos los días, y el que los Cristianos han celebrado siempre con más religión y con una devoción más sensible. Es el gran día de las misericordias del Señor, pues es el día en que este Divino Salvador quiso, por un exceso de amor incomprensible a todo creado entendimiento, sufrir los más crueles tormentos, espiar ignominiosamente en una cruz; para que, dice el sagrado texto, fuésemos curados con sus llagas, lavados en su sangre, justificados por la sentencia de su condenación, y para que en su muerte hallásemos el principio de nuestra vida. Este es el gran día de las expiaciones, pues es el día en que Jesucristo expió con su sangre todos los pecados de los hombres: Anima quæ afflicta non fuerit die hoc, peribit de populis suis. El hombre que no se afligiere en este día de expiación, decía el Señor, perecerá en medio de su pueblo. Quería Dios que en el día destinado para las expiaciones de su pueblo cada uno se excitase a afectos de dolor; y si por desgracia había alguna alma tan endurecida que no participase de la aflicción común, mandaba fuese exterminada, y que no se la contase más entre los de su pueblo. Este es el gran día de las expiaciones. ¿Por ventura no tiene Dios derecho para decir en este día: Anima quæ afflicta non fueril die hoc, peribit? ¿Y qué sería, si al paso que el amor de un Dios se muestra tan sensible a nuestros intereses, nosotros fuéramos insensibles a sus penas? Esta insensibilidad ¿no sería un carácter visible de reprobación?

Ningún día del año es más respetable, ninguno, por decirlo así, más cristiano, ninguno más distinguido que el Viernes Santo. Su celebridad nació con la Iglesia. Todo el mundo es de parecer que los Apóstoles instituyeron aquellas fiestas cuyos misterios pasaron a sus ojos. ¿Quién no ve, dice san Agustín, que la fiesta del Viernes Santo precedió a todas las demás fiestas? Se puede decir que la Iglesia ha como consagrado todos los viernes del año para que sean como la octava perpetua de la fiesta y del misterio del Viernes Santo, así como todos los domingos son la octava del misterio de la resurrección y del santo día de Pascua. Y este es el motivo por que los príncipes cristianos prohibieron el que se hiciesen procesos y sentenciasen pleitos el Viernes Santo, y aun quisieron que esta observancia se comunicase del Viernes Santo a todos los viernes del año, por respeto y en memoria de la pasión del Señor.

Este día es una doble época: es el fin de la antigua alianza, y es el principio de la nueva. La muerte de Jesucristo fue el nacimiento de la Iglesia, y la sepultura, por decirlo así, de la Sinagoga: su sangre, como un diluvio de celestiales bendiciones, renovó toda la tierra, levantando un nuevo pueblo de Dios, y reprobando el antiguo. Se le dio a este día el nombre de Parasceve, que es una palabra griega que significa preparación, por el motivo de que el sexto día de la semana preparaban los judíos cuanto era necesario para celebrar el sábado. Entre los griegos el Viernes Santo se llamó Pascua Staurossime, que quiere decir de Jesús crucificado, y el domingo siguientePascua Anastassime, que significa de Jesús resucitado. La fiesta de este día ha sido siempre en la Iglesia una fiesta de lloros, de duelo y de penitencia; y aunque con el tiempo se ha introducido algún alivio, por no decir relajación, en el ayuno de la Cuaresma, se puede decir que nada ha alterado el rigor del ayuno del Viernes Santo. Este es propiamente el único día en que se observa, especialmente en las casas religiosas, y aun entre seglares, la xerophagia, es decir, el ayuno reducido a viandas secas o a raíces y yerbas, y muchos también ayunan hoy a pan y agua.

Desde los Apóstoles viene el no haber Misa en este día. El gran duelo de la Iglesia y la muerte del Salvador hacen que no se ofrezca el divino sacrificio. Antes que el oficio de la noche de Pascua se adelantase al sábado, tampoco había Misa este día por la misma razón: Hoc biduo, dice el papa Inocencio I, Sacramenta non celebrantur. El concilio IV de Toledo, tenido el año 633, dice que el Viernes Santo cerraban en España todas las puertas de las iglesias, para significar la profunda tristeza y la aflicción en que estaba sumergida la Iglesia; ordena no obstante que se celebre el oficio y se predique la pasión. Antiguamente el clero y el pueblo comulgaban el Viernes Santo; esta costumbre ya no se observa sino en algunas antiguas abadías.

El oficio de este día, que se ha sustituido en lugar de la Misa, es uno de los más augustos y más tiernos; todo inspira compunción, devoción y una religiosa tristeza; el espíritu del misterio y de la religión se descubre y se hace sentir en todas las ceremonias y en todas las oraciones; todo representa la triste solemnidad de un día, que es el día de la muerte del Salvador, cuyas exequias celebra hoy la Iglesia.
Se tiende sobre el altar un mantel sin doblez, que es la imagen de la sábana en que fue envuelto el cuerpo del Salvador después de haberlo bajado de la cruz. El preste, postrado boca abajo, testifica por esta postura la amargura en que está sumergido su corazón, la cual debe ser común en este día a todos los fieles. Empieza leyendo dos Epístolas, la una del profeta Oseas, y la otra del pasaje del Éxodo en que Moisés describe la ceremonia del cordero pascual, como figura de Jesucristo inmolado en este día por todos los hombres. El cordero pascual fue seguido del fin de la esclavitud de los israelitas que vivían en Egipto; y la muerte de Jesucristo en este día nos libertó de la servidumbre del pecado.

No hubo profecía más clara, más precisa y más expresa de la muerte, de la resurrección del Salvador y del establecimiento de la Iglesia que la del profeta Oseas, que hace el asunto de la primera Epístola de este día, y por la que comienza el oficio, el cual tiene lugar de Misa: Hæc dicit Dominus: esto dice el Señor; In tribulatione sua mane consurgent ad me; en el exceso de su aflicción se darán priesa de recurrir a Mí. Venid, dirán, volvamos al Señor: Venite, et revertamur ad Dominum; Nos ha castigado por nuestros pecados, esperemos que se ha de compadecer de nosotros; su justicia nos ha herido, y su misericordia nos sanará: Ipse cepit, et sanabit nos: percutiet, et curabit nos. En el sentido alegórico, estos de quienes habla son todo el género humano que por el pecado atrajo sobre sí aquel diluvio de males que por más de cuatro mil años inundó toda la tierra, y no podía ser libertado de la esclavitud del pecado por otro que por aquel que lo había condenado a ella. A la verdad era menester la sangre de un Hombre-Dios para curar todas las llagas del hombre; esto es lo que el Profeta nos predice, y se ha verificado en el misterio que celebramos. Este divino Salvador nos vivificará en el misterio que celebramos. Este Divino Salvador nos vivificará dentro de dos días, dice el Profeta; y al tercero nos resucitará; y después viviremos delante de Él; y no nos mirará ya sino con los ojos propicios; será nuestro Dios, y nosotros seremos su pueblo; sabremos entonces por una fe viva quién es el Señor, y le seguiremos con ansia y con fidelidad, conociéndolo más y más cada día. Él se nos comunicará a nosotros, no ya entre rayos y truenos como en el monte Sinaí, sino como un blando rocío de la primavera, o como una lluvia fecunda del otoño, que no caen sobre la tierra sino para hacerla más fértil en flores y frutos; su salida será semejante a la de la aurora que inspira alegría a todas las cosas:Vivificavit nos per duos dies; in die tertia suscitavit nos. Esta profecía, tomada en su sentido propio y literal, no se efectuó jamás rigurosamente entre los hebreos, dicen los intérpretes. Inútilmente se buscaría en la historia el número de los días después de los cuales el pueblo o algún particular había de recibir una nueva vida, y el tercer día en que había de resucitar. En esto insinuaba Oseas la resurrección de los fieles redimidos con la sangre de Jesucristo, y señalaba de la manera más expresa la resurrección del mismo Salvador, que, como dice san Pablo, nos dio la vida cuando estábamos muertos por nuestros pecados: Cum essemus mortui peccatis, convivificavit nos in Christo (Ephes. II). También nos resucitó con Jesucristo y nos hizo sentar en el cielo en su persona: Conresuscitavit, et consedere fecit in cælestibus (Ibid.). A este lugar del Profeta hace, sin duda, alusión el Apóstol cuando dice que el Salvador resucitó al tercer día conforme a las Escrituras: Quia Christus resurrexit tertia die, secundum Sripturas. Se dejará ver el Salvador, continúa el Profeta, como la aurora; en su resurrección fue aquel sol saliente que disipó todas las tinieblas del error y de la idolatría; vendrá a nosotros como una lluvia que cae a tiempo sobre una tierra seca, que sin ellas jamás hubiera llevado fruto. Quid faciam tibi Ephraim? Quid faciam tibi Juda? La Judea estaba dividida en dos reinos desde la muerte de Salomón; el de Judá, que solo comprendía dos tribus, y el de Israel, que comprendía las otras diez, y porque Jeroboam, primer rey de las diez tribus, era de la tribu de Efraín, se entiende habla Dios a todos los judíos cuando a las dos tribus principales les dice por su Profeta: ¿Qué me podéis pedir a vista de lo que acabo de hacer? Como si dijera: La muerte del Mesías dará fin a vuestra cautividad, y su resurrección os dará una nueva vida: ¿qué mayor maravilla podéis esperar de mi bondad? Si yo no hubiese mirado sino a vuestras oraciones, a vuestras obras de caridad tan poco constantes y a vuestra penitencia tan superficial, jamás hubiera resplandecido tanto mi misericordia y mi compasión para con vosotros; a mi sola bondad debéis una tan grande maravilla: Misericordia vestra, quasi nubes matutina et quasi ros mane pertransiens. Por mas que os he amenazado por mis Profetas, y os he predicho todos los males con que he resuelto castigar vuestras impiedades, no por eso sois menos indóciles. Aprende, ingrato; sábete que yo prefiero el sacrificio del corazón y la caridad a todos vuestros sacrificios; y que la ciencia y el conocimiento que se tiene de Dios por la fe me es más agradable que todos los holocaustos que me podéis ofrecer: Quia misericordiam volui, et non sacrificium; et scientiam Dei plus quam holocausta.

La segunda Epístola está sacada del Éxodo. Gemían, largo tiempo habían, los israelitas bajo la opresión de los egipcios, cuando movido Dios de los clamores de su oprimido pueblo envió a Egipto a Moisés para intimar de su parte al rey Faraón que pusiese en libertad a su pueblo. Moisés, acompañado de su hermano Aarón, se presentó delante del Rey, le declaró la orden de Dios; y habiéndose negado este a lo que se le mandaba, lo hirió a él y a su reino con muchas plagas conforme al poder y orden que había recibido del Señor. Habiéndose endurecido el Faraón, se obstinó en no dejar ir a los israelitas; pero Dios, antes de descargar el último golpe que debía romper sus cadenas, antes de hacerlos salir de aquella larga cautividad, mandó a Moisés les dijese que se dispusieran para celebrar la Pascua, es decir, el tránsito o el paso del Señor. Esta Epístola contiene lo que Dios ordenó a Moisés tocante a esta famosa ceremonia.

El mes en que estáis será en adelante para vosotros el primer mes del año, les dijo: esto era hacia el equinoccio de la primavera, al cual se fijó desde entonces el principio del año santo de los israelitas, pues el año civil empezaba siempre por el equinoccio de otoño como entre los egipcios. El décimo día de este mes, dice el Señor, se tomará un cordero por familia; y si la familia no es bastante numerosa para comerse un cordero, junte de la parentela o de la vecindad el número de personas que sean bastantes para cumplir con esta ceremonia. Este número se determinó que llegase por lo menos a diez. El cordero pascual no debe tener más de un año, no ha de tener mancha ni deformidad alguna. La palabra en hebreo significa perfecto. Los Apóstoles y los Padres de la Iglesia nos hacen advertir la perfecta semejanza entre el cordero pascual y Jesucristo, que es el solo cordero sin mancha, inmolado por nosotros en la cruz, el cual por su sangre nos libró de la esclavitud del pecado, nos puso a cubierto del Ángel exterminador, y sirve aun todos los días de alimento a todos los fieles en el sacramento de la Eucaristía. Lo guardaréis, dice el Señor, hasta el día catorce de este mes: se llamaba aquel mes Nisán, y correspondía a nuestro mes de marzo; y toda la multitud de los hijos de Israel lo inmolará por la tarde. Esta inmolación del cordero pascual era una figura bien expresa del sangriento sacrificio del Salvador del mundo. Se tomará de su sangre, añade el Salvador, y se pondrá sobre los dos postes, es decir, a los dos lados y encima de las puertas de las casas donde lo comieren, para que el Ángel que ha de matar a los primogénitos de los egipcios no entre en las casas que tuviesen esta señal. No era esto, dicen los Padres, porque los Ángeles tuviesen necesidad de esta señal para distinguir las casas de los hebreos de las de los egipcios; pero era necesario hacer comprender por alguna cosa sensible a aquel pueblo grosero la protección especial con que miraba Dios a sus familias. San Jerónimo parece decir que con aquella sangre se hacía una señal de la cruz; lo cierto es que la sangre del cordero pascual era figura y símbolo de la sangre de Jesucristo que nos libra mucho más eficazmente del poder del Ángel exterminador; y poniéndonos a cubierto de la indignación de Dios, nos hace dignos de su misericordia. Haréis asar este cordero, continúa el Señor, no comeréis nada de él crudo ni cocido en agua, sino solamente asado al fuego; os comeréis la cabeza juntamente con los pies y los intestinos; debe consumirse todo aquella noche, sin que reservéis nada para el día siguiente; y si quedare alguna cosa, se quemará y se reducirá a cenizas para que no se profane. Lo comeréis con panes sin levadura y con lechugas silvestres. Cuando lo comáis tendréis ceñidos los riñones, calzados los pies y con báculos en las manos, como unos caminantes prontos a partir, y lo comeréis de priesa, porque es la Pascua, esto es el paso del Señor. Todo es misterioso, todo figura en esta famosa ceremonia descrita tan por menor; jamás hubo una figura de Jesucristo inmolado por nosotros en la cruz más expresa, más significativa y más simbólica que esta inmolación del cordero pascual con todas sus circunstancias a la salida de los israelitas de Egipto: Est enim phase (id est transitus) Domini: es el tránsito o paso que el Señor ordena haga su pueblo, de la cautividad en que vivía a un estado libre, de Egipto a la tierra de promisión; y por Jesucristo inmolado, del estado servil del pecado al dichoso estado de la gracia. Es evidente que la milagrosa libertad que consiguieron los judíos en esta primera Pascua no era sino figura de la libertad del linaje humano de la servidumbre del pecado por la muerte de Jesucristo, cuya memoria celebramos hoy. La sangre del Cordero pascual preservó a los hebreos de la mortandad que se hizo aquella misma noche en las casas de los egipcios, y la sangre de Jesucristo, dijo san Pablo, nos libró de la indignación de su Padre. Él es, según san Pedro, como el Cordero sin mancha y sin deformidad, cuya sangre nos ha salvado. Él mismo, para cumplir en su persona lo que estaba predicho de Él bajo la figura del cordero pascual, Él mismo fue a Jerusalén a ponerse en las manos de los que habían de inmolarlo el día diez de la luna, esto es, el mismo día que debían, según la ley, proveerse de un cordero. Fue inmolado el día catorce, y espiró en la cruz a la misma hora que se empezaba aquel mismo día la inmolación del cordero pascual. No se le rompieron las piernas como se acostumbraba hacer con todos los que se crucificaban; y esto se hizo, dice san Juan, para que se cumpliese la Escritura que prohibía romperle hueso alguno al cordero pascual: Nec os illius confrigetis (Exod. XII, 46). Se comía el cordero pascual para que se acordaran, dice la Escritura, del paso o tránsito del Señor. Nosotros comemos a Jesucristo después de haberlo ofrecido a su Padre en el sacrificio de la Misa, que es la continuación real del sacrificio de Jesucristo en la cruz. El pan sin levadura, es decir, insípido, las lechugas silvestres y amargas con que se comía el cordero pascual, dan bastantemente a entender que la mortificación debe acompañar siempre así a la sagrada comunión, como a la celebración del divino sacrificio: este es uno de los frutos que debe producir la memoria de la celebración del doloroso misterio de la pasión del Señor.

Acabadas estas dos Epístolas, se lee la historia de la pasión según san Juan, el que habiendo sido testigo de cuanto pasó en ella, asegura que dice la verdad y que se debe dar crédito a su testimonio: Et qui vidit testimonium perhibuit: et verum est testimonium ejus.

jueves, 18 de abril de 2019

REFLEXIONES PARA CADA DÍA DE LA SEMANA SANTA. Jueves Santo. Reflexiones.

Jueves Santo. Reflexiones.
(Lección de la Epístola del Apóstol San Pablo a los Corintios 11, 20-32)


Por eso hay entre vosotros muchos débiles y enfermos, y se mueren muchos. En efecto, ninguna cosa pasma más que el ver tantos enfermos espirituales, y tantos muertos entre los que logran la dicha de comulgar a menudo: ¡Qué de personas se alimentan del Cuerpo y de la Sangre adorable de Jesucristo! ¿Hubo jamás un alimento más saludable, ni un remedio más eficaz contra toda suerte de males? Pero ¿Dónde están las curaciones? Es Él el pan de los fuertes; ¿Dónde están esas almas generosas que son el terror de los enemigos de su salvación? ¿Esas almas que cuentan el número de sus victorias por el de sus combates? ¿Dónde están esas almas abrasadas de los divinos ardores que necesariamente debe producir la celestial vianda de que se alimentan? ¡Qué extraña paradoja! Se lleva el fuego en el seno, y no se sienten sus ardores; alimentándonos de este fuego divino somos todavía de hielo. Jesucristo con solo tocar con su mano a un enfermo lo sana. Toca una mujer el orillo de su manto, y al punto recobra la salud: todo esto excita en mí la admiración y el pasmo. Mucho más me admiraría si aquel solo contacto no hubiese obrado repentinamente el milagro. En efecto, ¡Qué pasmo, qué admiración no hubiera sido la de todos, si cuando el Hijo de Dios tocó las andas en que iba aquel joven difunto que llevaban a enterrar no hubiera resucitado el muerto, y si la mujer que había tocado el orillo de su vestido no hubiera sanado! ¿Hay menos motivo para pasmarnos al ver que la mayor parte de los que llegan tan frecuentemente a nuestros sagrados misterios; al ver que tantos sacerdotes que tienen todos los días esta Divina víctima en sus manos y se alimentan de ella sean siempre los mismos? Es decir, siempre imperfectos, siempre tan enfermos espiritualmente, siempre tan indevotos, siempre tan groseramente imperfectos, quizá tan viciosos, y muchas veces cada día más indignos de llegarse al altar y a la sagrada mesa. No es el orillo del Salvador lo que se tiene la dicha de tocar al presente: el Cuerpo y la Sangre adorable de Jesucristo es lo que se tiene en las manos, lo que se recibe, lo que se come: ¡Y quedamos no obstante tan achacosos, tan enfermos, y quizá más indevotos, más irreligiosos que si nunca los hubiésemos tocado! Comprended esta paradoja: ¿Qué pasión hemos vencido después de un tan gran número de comuniones? ¿Qué vicio hemos corregido? ¿Qué virtud hemos adquirido? Una sola comunión basta para hacer un santo: yo puedo contar ciento, mil y más; y soy tan colérico, tan ambicioso, tan avaro, tan murmurador, tan indevoto, y tal vez peor que era antes de haber tenido la dicha de recibir este Divino Manjar. Esta reflexión debe hacer temblar a todo hombre que tiene religión; y por desgracia está demasiado bien fundada. En efecto, ¿Qué cosa habrá saludable para mí, si el Cuerpo y la preciosa Sangre de Jesucristo de nada me sirven? ¿Y qué otro me será eficaz, si este me es inútil? ¡Buen Dios, y cómo un sacerdote poco devoto, cómo una persona religiosa poco regular se estremecerá un día cuando esta terrible verdad, haciéndose lugar y manifestándose por entre todas sus imperfecciones, se mostrará con todas sus consecuencias! No se piensa ahora en una verdad tan espantosa; ¿Y qué es en lo que se piensa? El disgusto que mostramos a este Divino Alimento, ¿Es señal de que estamos muy sanos? La desgana, la flojedad, las enfermedades acompañadas de tantas recaídas después de tantas comuniones, ¿No nos pronostican una muerte próxima? ¿Y estamos tranquilos? ¿Y no despertamos? ¿Quién nos asegura? Según eso, me diréis, fuera mejor apartarnos del altar y de la comunión. ¡Miserable razonamiento! ¡Error grosero! Se trata de dejar, o esos vicios, esos hábitos viciosos, esos defectos, esas imperfecciones, o el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo; y se concluye que vale más apartarse de Jesucristo que dejar los malos hábitos y la indevoción. Comprende no solo la impiedad, sino también la ridiculez de una tan sacrílega preferencia.

miércoles, 17 de abril de 2019

REFLEXIONES PARA CADA DÍA DE LA SEMANA SANTA. Miércoles Santo. Reflexiones.

Miércoles Santo. Reflexiones.
(Lección del profeta Isaías 62, 11; 63, 1-7; 53, 1-12) 

El hombre de dolores, y tratado como el último de los hombres. Ved aquí todo lo que se puede decir de más fuerte, de más vivo y de más enérgico para explicar el dolor más agudo, la pena más extremada y el suplicio más cruel que puede padecer un hombre. Un hombre de dolores es un hombre cuyo corazón está anegado en la amargura, y cuyo espíritu está rodeado y oprimido de aflicciones: es un hombre que se alimenta, por decirlo así, de dolores y de penas. Pero lo que pone el colmo a la miseria de este hombre es si el oprobio y el menosprecio acompañan a sus penas. A lo menos es una especie de alivio a los males el verse uno compadecido, y mucho más si se ve honrado en medio de sus penas: el colmo de la aflicción y del desconsuelo es ver que las más grandes penas están acompañadas de injurias, de desprecios, de insultos y de ultrajes, mayores tal vez que las mismas penas. Tal, pues, es la suerte del Divino Salvador: Novissimum virorum, virum dolorum: es el hombre de los dolores: los padece todos; y en medio de estos dolores es tratado como el último y como el más despreciable de todos los hombres. Se tiene compasión de un vil esclavo cuando se le ve penar; mueve a lástima el ver espirar en la horca al más facineroso. Este instinto tan natural a todos los hombres solo no tiene lugar en favor de mi Divino Salvador. Se diría que mientras duró su pasión se trastornaron todas las leyes de la naturaleza y de la razón. ¡Buen Dios! ¿Por qué no nos acordaremos de este punto de nuestra creencia en mil ocasiones en que nuestro orgullo nos hace obrar tan poco cristianamente? ¡Qué no puede la envidia sobre los corazones que ha inficionado con su veneno! Y las almas que parecen más religiosas, ¿Están más exentas de ella que las otras? El Hijo de Dios hubiera estado menos expuesto a la persecución de los sacerdotes, y a las calumnias de los escribas y doctores de la ley, si hubiera tenido menos santidad, y si hubiera hecho menos prodigios. La virtud será siempre el blanco de la envidia. Las gentes de bien no deben esperar sino ser perseguidas de mil modos a ejemplo de Jesucristo. Pero ¡Ay de aquellos que ejercitan la paciencia de las gentes de bien! La paciencia del Salvador nunca resplandeció más que en medio de tantas crueldades. Se encuentra durante su pasión en todas las circunstancias en que es sumamente difícil reprimirse una persona. Le hacen injurias tan visibles, le levantan tan negros y tan falsos testimonios, le hacen sufrir indignidades tan brutales y tan inhumanas, que no es el menor de los prodigios el que haya podido sufrir todo esto sin decir palabra. ¡Qué de hermosos pretextos, al parecer, no tenía para confundir con sus palabras la malicia de sus enemigos! Tenía que procurar la gloria de su Padre, que sostener la santidad de su doctrina y que evitar el escándalo de muchos. Se le aprieta, se le insta y se le pregunta; y Jesús no habla una palabra. ¡Oh, y cómo este silencio dice cosas grandes! ¡Y qué de bellas lecciones nos da! Reconoció Pilatos la inocencia de Jesucristo, lo quiso salvar, y por lo mismo condenó. ¡Oh Dios mío! ¡Qué distancia hay tan grande entre conocer el bien y el obrarlo; pero ¿Son muchas las personas que os aman? Pilatos quería salvar a Jesucristo conociendo su inocencia; pero no quería disgustar a los judíos, cuyo furor y cuyas amenazas temía. ¡Desventurada política y falsa prudencia por la cual la Religión se sacrifica siempre a la ambición y al interés!

martes, 16 de abril de 2019

REFLEXIONES PARA CADA DÍA DE LA SEMANA SANTA. Martes Santo. Reflexiones.

Martes Santo. Reflexiones.
(Lección del profeta Jeremías 11, 18-20)

Me porté como un manso cordero que llevan para que sirva de víctima. La mansedumbre fue siempre uno de los rasgos más bien señalados y más expresivos del carácter de Jesucristo; pero esta virtud nunca pareció en Él con más brillos que durante todo el curso de su pasión, y singularmente sobre el Calvario. No fue una mansedumbre de flaqueza y de pusilanimidad producida por la falta de fuerzas, y adoptada por necesidad. La impotencia hace algunas veces dulce y tratable hasta el despecho más irritado, y aun a los hombres coléricos los suaviza; pero esta mansedumbre aparente no fue jamás una virtud. No es lo mismo aquella de que Jesucristo nos da un ejemplo tan raro en medio de sus humillaciones y de sus tormentos. Los cordeles que lo atan a la columna, y los clavos que lo clavan en la cruz, no habían atado su poder. El Salvador era Dios bajo aquella tempestad de azotes, en medio de aquel torrente de injurias, de ultrajes y de oprobios de que fue inundado; y puede decirse que nunca pareció más grande, nunca más poderoso y nunca más Dios, por decirlo así, que en aquel profundo abismo de sus humillaciones y sobre el Calvario: Vere hic homo Filius Dei erat (Marc. XV). Aquella paciencia divina, aquella inefable mansedumbre que mostró el Salvador en toda su pasión, hizo verlo tal cual era. David tuvo mansedumbre durante su vida; pero a la hora de la muerte mandó a su hijo que usase de rigor con los que él había perdonado. Isaías, Ezequiel, Jeremías y los otros profetas usaron de moderación, tuvieron paciencia; pero su mansedumbre parecía desabrida, parecía algunas veces forzada; y los deseos que parece tenían de ver a sus enemigos humillados, afligidos y aniquilados, por más misteriosos que sean, alteran su mansedumbre, y quitan mucho lustre a su paciencia. Sola la mansedumbre de este Divino Cordero no se desmiente jamás, jamás afloja y jamás va a menos: Pater, dimitte illis, non enim sciunt quid faciunt. Hasta sobre la cruz, un momento antes de espirar, pide a su Padre que perdone a los que hasta entonces se han mostrado tan sedientos de su sangre: excusa su crueldad, atribuyéndola a ignorancia. En esta escuela fue donde tantos millones de Mártires aprendieron a ser tan pacientes, y todos los Santos a tener toda su vida una mansedumbre inalterable. Esta es lección universal, y sin embargo es ignorada de bastantes personas. Esos humores acres y enfadosos, esos aires altaneros e imperiosos, esos tonos eternamente secos e impacientes, esas modales fieras y austeras jamás serán el carácter de la verdadera virtud. En vano autorizamos nuestro mal humor con el nombre de celo: si el espíritu de Jesucristo es quien lo anima, debe ser suave. La devoción cristiana nunca fue adusta, y mucho menos colérica. Desde que tiene hiel o acrimonia, es pasión. ¡Qué terror querer excusar su mal humor y su impaciencia con la indocilidad del hijo, o con la necedad de un criado! Estos frutos silvestres nacen en nuestro terreno. Ninguna cosa muestra mejor que un espíritu es inculto, y un corazón inmortificado, que la impaciencia. La mansedumbre, no solo hace el elogio de la virtud, sino que la descubre. No hay virtud cristiana sin mansedumbre.