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jueves, 24 de abril de 2014

SAN PEDRO JULIÁN EYMARD: LA EUCARISTÍA, NECESIDAD DEL CORAZÓN DE JESÚS

LA EUCARISTÍA, NECESIDAD DEL CORAZÓN DE JESÚS


Desiderio desideravi hoc Pascha manducare vobiscum
“He deseado con ardiente deseo comer esta pascua con vosotros” (Lc 22, 15)

La Eucaristía es una obra supererogatoria a la redención; la justicia de su Padre no la exigía de Jesucristo.
La pasión y el calvario bastaban para reconciliarnos con Dios y abrirnos las puertas de la casa paterna. ¿Para qué instituyó, pues, la Eucaristía?
La instituye para sí mismo, para su propio contentamiento, para satisfacer los anhelos de su Corazón.
Así comprendida, la Eucaristía es la obra más divina, más tierna y más empapada de amor celestial; su naturaleza, su carácter distintivo, es bondad y expansiva ternura.
Aun cuando nosotros no hubiésemos sacado provecho de ella, Jesucristo la hubiese instituido de igual manera, porque sentía la necesidad de instituirla, y esto por tres razones.

I
Primero, porque era nuestro hermano, Jesucristo quiso satisfacer el afecto fraternal que por nosotros sentía.
No hay afecto más vivo ni amor más expansivo que el amor fraterno. La amistad exige igualdad, y ésta nunca es tan perfecta como entre hermanos; pero el amor fraterno de Jesús está por encima de cuanto pueda imaginarse.
Dice la Sagrada Escritura que el alma de David estaba ligada estrechamente a la de Jonatás y que los dos formaban una sola; mas por muy estrecha que sea la amistad que une a dos hombres, siempre queda en el fondo de cada uno de ellos un principio de egoísmo: el orgullo. En Jesucristo, en cambio, no existe tal principio ni sombra de él, sino que nos ama de una manera absoluta, sin ninguna mira personal. Poco importa que le correspondamos o no; Él no se cansa de buscarnos con amor cada vez mayor.
Si un hermano desea ver a otro hermano y vivir con él; si Jonatás languidecía lejos de David, ¿qué pena no le causaría a Jesucristo la idea de tener que abandonarnos, siendo tan grande su deseo de estar siempre a nuestro lado para podernos repetir: “Sois mis hermanos”?
¡Qué expresión más tierna! Con ninguna otra cualidad de Jesús, se expresa mejor la amistad. Bien es verdad que es también nuestro bienhechor y salvador; mas aquella amabilidad dulce y familiar no se ve en estos atributos.
La Eucaristía pasa el rasero sobre todos los hombres y engendra la verdadera igualdad; fuera y aun dentro del templo hay dignidades, mas en la mesa de Jesús, nuestro hermano mayor, todos somos hermanos.
¡Cuán impropio es acercarse uno a comulgar acordándose solamente de la majestad y santidad de nuestro Señor! Bueno es esto cuando se medita sobre algún otro misterio; pero tratándose de la Eucaristía, dejemos ellos pensamientos y acerquémonos lo más posible a Jesús, a fin de que haya entre Él y nosotros expansión y ternura.

II
Jesús quiso además permanecer entre nosotros por ser nuestro Salvador, y esto no sólo para aplicarnos los méritos de la redención, pues hay otros medios para ello, como la oración, los sacramentos, etc., sino para gozar de sus títulos de Salvador y de su victoria.
El hijo salvado por su propia madre, de un gran peligro, es doblemente amado.
Jesucristo nuestro Señor, a quien tanto le hemos costado, sentía la necesidad de amarnos con ternura para resarcirse de los sufrimientos del Calvario.
¡Cuánto ha hecho por nosotros! Nos ama en proporción de lo que le hemos costado, y le hemos costado infinitamente.
No deja uno abandonados aquellos a quienes ha salvado. Una vez expuesta la vida por ellos, se los ama como la propia vida, en lo cual el corazón experimenta una dicha indescriptible.
Nuestro señor Jesucristo tiene corazón de madre, y antes hubiera dejado a los ángeles que a nosotros.
Jesús tiene necesidad de volvernos a ver. Los que en el campo de batalla fueron amigos no aciertan a expresar su satisfacción y alegría cuando vuelven a encontrarse después de largos años. A veces se emprende un largo viaje por visitar a un amigo, sobre todo si es amigo de la infancia. ¿Y por qué razón no ha de tener Jesucristo estos sentimientos tan nobles y tan buenos?
Jesucristo conserva en la Eucaristía las señales de sus heridas. Las ha querido conservar como trofeo de gloria y para su consuelo, porque ellas le recuerdan el amor que nos tuvo.
¡Cuánto le agrada ver que nos acercamos a Él para darle gracias por los beneficios que nos concedió y por los sufrimientos qué por nosotros se impuso! Puede decirse que en gran parte instituyó la Eucaristía para que los fieles acudiesen a su lado con el fin de consolarle de sus dolores, de su pobreza, de su cruz. ¡Llega Jesús hasta mendigar la compasión y la correspondencia a s u amor!
Sí; Jesucristo debe estar con aquellos a quienes ama; objeto de su amor lo somos nosotros, porque nosotros somos los salvados por Él.

III
Finalmente, Jesucristo quiere vivir entre nosotros y atestiguarnos en la Eucaristía su ardiente caridad, porque ve el amor infinito de su Padre celestial hacia los hombres y siente la necesidad de pagarle por nosotros la deuda de amor que hemos contraído con Él.
A veces se siente uno súbitamente poseído de afecto hacia una persona desconocida, a la que por ventura ni siquiera se había visto: un rasgo, un detalle, una circunstancia cualquiera que vemos en ella nos recuerda muchas veces a un amigo querido y sentimos en nosotros simpatía hacia aquel que hace así revivir en nuestra mente a un amigo perdido.
Asimismo nos sentimos inclinados otras veces a amar al amigo del amigo nuestro, aun sin conocerle, y únicamente por ser grato a nuestro amigo; muy poco se necesita para excitar en nosotros este amor, porque el afecto del corazón se extiende, como por instinto, a todo lo que guarda relación con el amigo.
Lo propio ocurre con Jesús. Dios Padre nos ama; y como Jesucristo ama a su Padre, nos amará también a nosotros a causa de Él, independientemente de cualquier otro motivo. Esto viene a ser para el Hijo de Dios una necesidad, porque no puede olvidar aquellos a quienes ama su Padre.
Invirtiendo los términos de la cuestión, podemos decir a nuestro señor Jesucristo: Gracias te doy, Señor, por haber instituido la Eucaristía en beneficio mío; pero, dulce Salvador mío, permíteme que te diga que me debes a mí el haberla podido instituir, por cuanto yo he sido la ocasión. Si en ella nos puedes mostrar tus títulos de Salvador y llamarte hermano nuestro, yo he sido la causa ocasional. Aun me estás obligado por poder seguir derramando tus beneficios y continuar tu oficio de Salvador. A nosotros nos debes el hermoso título de hermano.
Además de esto, nuestro Señor mendiga adoradores y Él es quien nos ha llamado con su gracia. ¡Nuestro Señor nos deseaba, tenía necesidad de nosotros!
Necesita adoradores para ser expuesto, sin que pueda en caso contrario salir del tabernáculo.
Para celebrar la santa misa se requiere por lo menos un ayudante que represente al pueblo fiel: nosotros ponemos a nuestro Señor en condiciones de ejercer su reinado.
Ahondad estos pensamientos, que ellos os elevarán y ennoblecerán; excitarán en vosotros inmensos deseos de amor y os harán recordar que nobleza obliga.
Repetid con frecuencia y con santa libertad a nuestro señor Jesucristo

¡Sí, Señor, algo nos debes!

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