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viernes, 28 de febrero de 2014

P. JEAN CROISSET SJ. VIDA DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO SACADA DE LOS CUATRO EVANGELISTAS: VII. Los Magos vienen a adorar a Jesucristo.

VII.       Los Magos vienen a adorar a Jesucristo



Al momento, pues, que el Salvador vino al mundo, y cuando los Ángeles estaban anunciando su nacimiento a los pastores, una nueva estrella, que se apareció milagrosamente en los cielos, le anunció a los Reyes magos: estos príncipes, hábiles en la astronomía, e instruidos en las predicciones del profeta Balaam, de quien se cree eran descendientes, viendo aquel nuevo fenómeno, pero más ilustrados todavía por una luz interior que por la que resplandecía a sus ojos, no dudaron que aquella milagrosa estrella fuese la que Balaam aseguraba debía aparecerse en el nacimiento del Divino Rey de los judíos, que había de nacer para redimir y salvar a los hombres. Como estaban vecinos los Estados de los unos con los de los otros, habiéndose comunicado mutuamente los tres lo que pensaban del nuevo fenómeno que se dejaba ver en los cielos, se convinieron en partir todos tres juntos sin dilación, para ir a tributar al nuevo Rey de los judíos sus homenajes. Apenas se hubieron puesto en camino, cuando advirtieron que la estrella les servía de guía; en efecto, los condujo en derechura a Jerusalén; pero quedaron sorprendidos al ver desaparecer la estrella desde que entraron en esta capital. Se van al palacio, y preguntan dónde estaba el nuevo Rey de los judíos que venían a adorar, y cuya estrella habían visto en el Oriente. Al oír Herodes esta aventura de boca de los Magos, se asustó y sobresaltó; pero disimulando sus temores, hizo al punto venir a su presencia a los sacerdotes y a los más sabios doctores de la ley; y no dudando que un rey, cuyo nacimiento anunciaban los astros, debía ser el Mesías prometido, y más sabiendo muy bien que había llegado ya el tiempo de su venida, según el cálculo de las profecías, preguntó a los doctores que asistían al congreso, cuál era el lugar donde debía nacer el Mesías. Todos respondieron que debía nacer en Belén, según la predicción del profeta Miqueas. No obstante esta respuesta, desconfiando Herodes de la visión de aquellos extranjeros, y temiendo que si se incorporaba con ellos para ir a rendir sus homenajes a un niño que no era cierto todavía si sería el Mesías, se expondría a la risa y mofa del público, se contentó con decir a los Magos, que según sus escrituras el Mesías debía nacer en la pequeña ciudad de Belén, que no distaba sino dos leguas de Jerusalén; que les aconsejaba fueran allá cuanto antes, y volviesen sin detenerse a darle noticia de lo que hubiesen visto; pero antes de dejarlos partir este Príncipe astuto, y tan cruel como ambicioso, que había formado el proyecto impío de deshacerse de aquel Divino Infante, el que, si era el Mesías, debía ser también rey, coge a los Magos aparte, les hace muchas preguntas, y sobre todo les ruega le digan en qué tiempo precisamente había empezado a aparecer la estrella; y fingiendo tener él mismo un gran deseo de saber con seguridad si había nacido el gran Libertador tan esperado por los judíos, les dijo: Id a Belén, informaos como os dicte vuestra prudencia de todo lo que mira a este infante, y volved cuanto antes a darme noticia de todo, para que yo vaya también con toda mi corte a rendirle mis homenajes.

Luego que los Magos se despidieron de aquel Príncipe disimulado y se pusieron en camino, les volvió Dios a dar su primera guía. La estrella, que se les había ocultado desde que entraron en Jerusalén, se les apareció de nuevo al punto que salieron de esta ciudad, y les condujo en derechura a Belén. Es fácil de comprender cuál fue su gozo cuando volvieron a ver la estrella, la cual no se paró en su carrera hasta que estuvo encima de la pobre casa en que estaba el que buscaban. Entran en ella, y encuentran a aquel que el cielo les había anunciado. Estaba el niño Jesús en los brazos de su Madre; nada tenía exteriormente que le distinguiese de los otros niños; pero la misma luz interior que les había dado a conocer lo que indicaba la estrella, les hizo fácilmente descubrir por entre aquel feble exterior la augusta majestad y la suprema dignidad de aquel Dios hecho hombre. Todos tres llenos de una viva fe se postraron delante de Él, y le adoraron como al supremo Señor del universo y Salvador de los hombres; y siendo costumbre del país no presentarse jamás delante de los grandes con las manos vacías, le ofrecen lo que había de precioso en sus tierra, que era oro, incienso y mirra; dones misteriosos, que no solo verificaban a la letra lo que los Profetas habían predicho del Salvador, sino que por ellos se figuraba misteriosamente y se significaba el imperio supremo, la divinidad adorable, y la sagrada humanidad de Jesucristo; de este modo aquel Salvador Divino, que no solo había venido para salvar a los judíos, sino también a los gentiles, quiso con la vocación y la adoración de los Reyes magos santificar las primicias de la gentilidad, después de haber manifestado por la aparición hecha a los pastores la predilección con que siempre había mirado a la Sinagoga.

Pensando los santos Reyes volver a Jerusalén, un Ángel enviado por Dios les avisó en sueños que tomaran otra ruta, y que de ningún modo volviesen a declararle a Herodes lo que habían visto; descubriéndoles al mismo tiempo la mala intención y la estratagema del tirano. El más común sentir de los santos Padres es, que los Magos llegaron a Belén el día 13 después del nacimiento del Salvador del mundo. Les bastaba este tiempo para venir de la Arabia; y por otra parte, es cierto que no los hubieran encontrado en Belén si hubieran llegado un poco más tarde.

Viendo el impío Herodes que no volvían aquellos príncipes extranjeros, creyó que no habiendo hallado al pretendido Rey que habían venido a adorar, habían tenido vergüenza de presentarse en la corte, la cual sin duda los hubiera tenido por unos visionarios; y se alegró mucho de no haberlos acompañado, y hubiera perseverado en esta opinión si las maravillas que sucedieron pocos días después no le hubieran desengañado.

La santísima Virgen y san José, que habían observado tan puntualmente el precepto de la circuncisión, no fueron menos fieles en observar otros dos mandamientos de la ley, de los cuales el uno miraba a las madres por un cierto número de días después de su parto, y el otro a los niños primogénitos; el primero ordenaba que las mujeres permaneciesen cuarenta días después del parto sin entrar en el templo si habían parido niño, y ochenta si habían parido hija; que, pasados estos días, fuese la madre al templo a ofrecer un cordero y una tórtola, o un pichón, para dar gracias a Dios por su dichoso parto; y por esta obligación quedaba la madre libre de toda impureza legal; y si era pobre, debía ofrecer una tórtola o un pichón en lugar del cordero; y habiéndolo ofrecido el sacerdote delante del Señor, quedaba purificada.

El segundo precepto miraba al hijo primogénito, el que los padres estaban obligados a ofrecer y consagrar al Señor, o a rescatarle con dinero, si no era de la tribu de Leví, que era la única que estaba destinada al servicio del altar y del templo. Todo varón que naciere y fuese primogénito, será tenido por cosa consagrada al Señor, dice la ley. Había impuesto Dios este precepto a los israelitas después que hizo morir a los primogénitos de Egipto, para obligar al Faraón a poner en libertad al pueblo judaico, y para que jamás olvidasen un tan insigne beneficio los judíos, les impuso este precepto; y por cuanto todo lo que estaba consagrado al Señor debía serle inmolado, se contentaba Dios con que se le ofreciesen en sacrificio los primogénitos de los animales, dejando que se rescatasen por dinero los niños que no estaban destinados al servicio del templo.


Es cierto que la ley de la purificación no comprendía a la santísima Virgen, pues era madre que había parido sin dejar de ser virgen; sin embargo, por más humillante que fuese esta ley para la más pura de las vírgenes, quiso sujetarse a ella, así como su Hijo, que era la misma inocencia, se había sujetado libremente a la humillante ley de la circuncisión.

jueves, 27 de febrero de 2014

SAN PEDRO JULIÁN EYMARD. LA PRESENCIA REAL: Testimonio de la Iglesia.

LA PRESENCIA REAL

Testimonio de la Iglesia



Ecce agnus Dei
“He aquí el cordero de Dios” (Jn 1, 36)

La misión de san Juan Bautista fue anunciar y mostrar al Salvador prometido y prepararle los caminos.
Una misión igual, pero más amplia y constante, puesto que se extiende a todos los países y a todas las edades, es la que desempeña la Iglesia católica con Jesús sacramentado. Nos lo da a conocer predicándole por medio de la palabra; nos lo muestra con su fe y con sus obras, que son una predicación, aunque muda, tan elocuente como la primera.
En efecto, la Iglesia católica, con una autoridad igual a la del divino Salvador, se presenta ante nosotros repitiéndonos y explicándonos estas palabras de Jesús: “Este es mi cuerpo, esta es mi sangre”.
Ella nos asevera, y nosotros debemos creerlo, qué por la fuerza divina de estas palabras sacramentales, tomadas en su sentido natural y obvio, Jesucristo se halla verdadera, real y sustancialmente presente en el santísimo Sacramento del altar, bajo las apariencias de pan y de vino.
Ella nos dice, y nosotros debemos creerlo, que Jesús, en virtud de su omnipotencia, ha cambiado la sustancia del pan en su cuerpo y la sustancia del vino en su sangre, y que su alma y su divinidad están unidas a su cuerpo y a su sangre.
Ella nos dice, y nosotros debemos creerlo, que la obra divina de la transubstanciación se verifica continuamente en la Iglesia por el sacerdocio de Jesucristo, al que invistió Él de su mismo poder con aquellas palabras: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22, 19).
Y desde la primera Cena, la Iglesia proclama esta fe a través de los siglos.
Los apóstoles unánimemente la predicaron, los doctores enseñaron la misma doctrina, y sus hijos profesaron esta misma fe y patentizaron el mismo amor hacia el Dios de la Eucaristía.
¡Qué majestuoso testimonio de fe este unánime sentir del pueblo cristiano! ¡Cuán bella y conmovedora la armonía de sus alabanzas y de su amor!
Cada uno de los verdaderos hijos de la Iglesia quiere aportar a los pies del divino Rey presente el tributo de sus homenajes, una dádiva de su amor: quién, trae oro; quién, mirra; todos, incienso, y todos ellos aspiran a tener un puesto en la corte y en la mesa del Dios de la Eucaristía.
Hasta los mismos enemigos de la Iglesia, los cismáticos y una gran parte de los herejes, creen en la real presencia de Jesucristo en la Eucaristía... Porque menester es estar ciego para negar la presencia del sol, o ser un abismo de ingratitud para desconocer y menospreciar el amor de Jesucristo que se queda perpetuamente en medio de los hombres.
Nosotros creemos firmemente en el amor de Jesús y estamos persuadidos de que nada es imposible para el amor de un Dios.

II

El testimonio de su palabra lo confirma la Iglesia con el testimonio de su fe práctica y de su ejemplo. Así como el Bautista, después de haber señalado al Mesías, se postró a sus pies para atestiguar la viveza de su fe, así también la Iglesia consagra un culto solemne, todo su culto, a la persona adorable de Jesús, que nos muestra en el santísimo Sacramento.
Jesucristo, realmente presente, aunque oculto, en la Hostia divina, es adorado por la Iglesia como Dios. Ella le tributa los honores debidos a sólo Dios; se postra ante el santísimo Sacramento como los moradores de la corte celestial ante la majestad soberana de Dios.
Aquí no hay distinción: grandes y pequeños, reyes y vasallos, sacerdotes y fieles todos de cualquiera clase y condición que fueren, hincan su rodilla ante el Dios de la Eucaristía: ¡Es Dios!
No basta la adoración a la Iglesia para atestiguar su fe, sino que quiere que vaya acompañada de espléndidos y públicos honores. Esas suntuosas basílicas son expresión de su fe en el santísimo, Sacramento. No ha querido construir sepulcros, sino templos que sean como un cielo en la tierra, donde su Salvador y su Dios encuentre un trono digno.
Con la más delicada atención y solícito cuidado ha dispuesto la Iglesia, descendiendo hasta los menores detalles, todo lo que se refiere al culto de la Eucaristía. No ha querido confiar a nadie este cuidado de honrar a su divino esposo, porque cuando se trata del santísimo Sacramento, todo es grande, importante, divino.
Lo más puro que da la naturaleza, lo más precioso que se encuentra en el mundo, quiere consagrarlo al servicio regio de Jesús.
Todo el culto de la Iglesia se refiere a este misterio, todo tiene un sentido ultraterreno y espiritual, posee alguna virtud, encierra alguna gracia.
¡Cómo convidan al recogimiento la soledad y el silencio de los templos!
Cuando vemos postrados a los creyentes delante del sagrario, no podemos menos de exclamar: ¡Aquí hay alguien más grande que Salomón, superior a todos los ángeles! Está Jesucristo, ante el cual se dobla toda rodilla, lo mismo en el cielo que en la tierra y en los abismos del infierno.
En presencia de Jesús sacramentado no hay grandeza que no se eclipse ni santidad que no se humille: todo ante Él queda como reducido a la nada.

Jesucristo está allí.

miércoles, 26 de febrero de 2014

BOSSUET. APOSTOLADO ASEQUIBLE A TODOS: “Practicad el ejemplo en el propio hogar. Cada uno es un grande en él, un príncipe en su familia”

BOSSUET

El fermento fácil del ejemplo

El buen ejemplo es una levadura asequible para todos y que fermenta también por entero. Entresacamos unos párrafos de Bossuet sobre este asunto.

Apostolado asequible a todos


“Considerad, pues, cristianos, el poder que Dios nos ha concedido, y al verlo en nuestras manos, como talento de que habremos de rendir cuenta, formemos la resolución decidida de aprovecharlo para su gloria, esto es, para el bien de sus hijos”.

“Mas, al tomar esta decisión, precavámonos muy mucho de caer en los ilusorios deseos que la ambición suele proponernos. Siempre nos impulsa, en efecto, a obras extraordinarias, pero para cuya ejecución necesitamos de crédito y de situación elevada. Es el pretexto corriente del ambicioso, que, cuando aspira a grandes dignidades, se propone llevar a cabo grandes cosas (cf. San Gregorio Magno, Regula Pastorum 1,9). Ahí es el llorar los males públicos y soñarse reformador de abusos y censores severísimos todo el que desempeña algún cargo revestido de dignidad… ¡Qué magníficos propósitos para el regimiento del Estado! ¡Qué de hermosos pensamientos sobre la Iglesia! En medio de estos propósitos y deseos se va infiltrando el amor del mundo, y, dejándonos sorprender por el espíritu del siglo, nos tornamos mundanos y ambiciosos. Una vez llegados a la cumbre, entonces es necesario esperar la ocasión, que tiene pies de plomo y no llega nunca. El que comienza a disfrutar con espíritu del siglo, su oficio, se olvida a gusto de lo que se propuso tan religiosamente” (cf. San Gregorio, ibid.).

“El deseo de hacer el bien no os lleve nunca a desear puestos más ventajosos. Obrad el bien que tenéis delante y que Dios os ha hecho posible. No temáis ser inútiles y ociosos, si no rebasáis vuestros límites y no alcanzáis puestos altos. Un río, para ser fecundo, no necesita rebasar sus orillas ni inundar el campo, porque, deslizándose manso por su lecho, riega y verdea le ribera y ofrece su agua al pueblo como vía de comercio…

Dentro de nuestro propio y legítimo ámbito, y en la medida posible, ensanche cada cual su caridad. Nuestros cargos están circunscritos, pero la caridad no reconoce límites. Toda para todos, se dedica a tantas tareas como necesidades encuentra…; no teme nunca que le falte trabajo y, en vez de aspirar al poder, anhela en el alma de quien la practica rendir a Dios cuenta exacta del cargo en que le puso…

“Poderosos, practicad el bien. Uno de los que podéis llevar a cabo, el ejemplo, es un bien para vosotros mismos y para nosotros. Es un don que os enriquece y un don que volverá a vuestras arcas. No hace falta esforzarse mucho. Basta con llenaros de luz, que la luz llegará a nosotros por sí sola…

“Practicad el ejemplo en el propio hogar. Cada uno es un grande en él, un príncipe en su familia” (cf. Cuaresma de las Carmelitas: Esbozo de la última parte del sermón predicado el 27 de marzo de 1661 [ed. Lebarq] t.4 p.22).

“La primera conquista de un príncipe debe ser la de su propio Estado. Ha de ganarlo para sí, para Dios y para la justicia, desarraigando los vicios…

“Un estado se gobierna por el ejemplo, que cambia las personas y las formas en la virtud, mejor que por medio de las leyes, las cuales en la mayoría de los casos son cargas que abruman en vez de aliviar” (cf. Pensamientos cristianos y morales, 25: De los reyes y los grandes [ed. Lebarq] t.6 p.687).

martes, 25 de febrero de 2014

PENSAMIENTOS: La Cortesía es hermana de la Caridad...


P. FRANCISCO SPIRAGO. CATECISMO EN EJEMPLOS: Las leyes del Estado sólo son verdaderas leyes cuando no se oponen a la Voluntad Divina. Un rey prohíbe decir Misa en sus estados.

Las leyes del Estado sólo son verdaderas leyes cuando no se oponen a la Voluntad Divina.

Un rey prohíbe decir Misa en sus estados.



Un misionero católico (el jesuita Juan Ogilvie) llegó en 1615 a Escocia para consolar a los católicos perseguidos y dispensarles los auxilios de la Iglesia. A instancias del arzobispo protestante de Edimburgo fue el misionero encarcelado y traído ante el tribunal, donde fue acusado de haber obrado contra los mandatos del rey, quien había prohibido decir misa en sus estados. El misionero católico respondió: “Jesucristo, el Señor de cielos y tierra, dijo: Hacedlo en memoria mía. Vuestro rey nos dice: No lo hagáis. Juzgad vosotros mismos a quién debemos obediencia”. El misionero fue atormentado y finalmente privado de la vida. Una vez fue prohibida a los santos apóstoles la predicación por el consejo superior, y ellos le contestaron: “Se debe obedecer a Dios y no a los hombres”. Una ley que va contra la ley de Dios, no es válida.

lunes, 24 de febrero de 2014

LA VOZ DEL PAPA: LA SEMILLA ES LA PALABRA DE DIOS. I. La predicación, arma poderosa para regenerar al mundo.

I. LA PREDICACIÓN, ARMA PODEROSA PARA REGENERAR AL MUNDO

S.S. BENEDICTO XV
* * *

a)     JESUCRISTO NO ESCOGIÓ OTRO MEDIO QUE LA PREDICACIÓN DE SUS APÓSTOLES PARA LLEVAR LOS HOMBRES AL CIELO
“Jesucristo, habiendo consumado la redención del género humano con su muerte en el ara de la cruz y queriendo llevar a los hombres a la posesión de la vida eterna, si eran obedientes a sus preceptos, no escogió otro medio que la voz de sus predicadores, los cuales anunciasen a todas las gentes lo que habían de creer y practicar: Plugo a Dios por la locura de la predicación hacer salvos a los creyentes (1 Cor. 1,21). Por eso eligió a los apóstoles y, habiéndoles infundido por virtud del Espíritu Santo los dones adecuados a tan alto ministerio, Id –les dijo– por todo el mundo y predicad el Evangelio (Mc. 16,15). Y esta predicación en verdad ha renovado la faz de la tierra” (Benedicto XV, Humani generis I, 15 de junio de 1917).

b)    POR ESO LA PREDICACIÓN ES EL PRINCIPAL DEBER DE LOS OBISPOS
La predicación, según enseña el concilio de Trento, es el principal ministerio de los obispos (ses. 24, de R., c.4). Y ciertamente los apóstoles, a quienes han sucedido los obispos, juzgaron que éste era sobre todo de su incumbencia. Así se expresa San Pablo: Porque no me ha enviado Cristo a bautizar, sino a evangelizar (1 Cor. 1,17); y sabido es cuál era la sentencia de los demás apóstoles (Act. 6,2): No es justo que nosotros dejemos de predicar la palabra de Dios y nos pongamos a servir a las mesas” (ibid., 4).

c)     HOY HAY EN EL MUNDO MÁS PREDICADORES QUE NUNCA
“Porque, si atentamente observamos cuántos son los que se emplean en predicar la palabra de Dios, vemos tanto número como no le ha habido quizá jamás” (ibid., 2).

d)    Y, SIN EMBARGO, CRECE POR DÍAS EL DESPRECIO Y EL OLVIDO DE LO SOBRENATURAL
Y, si consideramos qué lugar ocupan en público y en privado las costumbres e instituciones de los pueblos, vemos que de día en día crece en el vulgo el desprecio y olvido de lo sobrenatural; que poco a poco se van alejando las muchedumbres de la severa virtud cristiana, y que diariamente es mayor el retroceso que se hace hacia la vida vergonzosa de los paganos” (ibid., 2).

e)     LO CUAL INDICA QUE, SI LA PALABRA DE DIOS NO TIENE TODA SU EFICACIA, ES PORQUE NO SE USA COMO CONVIENE

“¿Por ventura ha dejado de ser la palabra de Dios, tal como la llamaba el Apóstol, viva y eficaz y más tajante que una espada de dos filos? (Hebr. 4,12). ¿Por ventura el uso continuado de esta espada ha embotado su corte? Ciertamente que, si esta espada no ejerce en todos los sitios su eficacia, debe atribuirse a culpa de los ministros, que no la manejan como conviene. Pues no se puede decir que los tiempos de los apóstoles fueran mejores que los nuestros, como si entonces hubiera habido más docilidad para oír el Evangelio o menos contumacia contra la ley de Dios” (ibid., 3).

domingo, 23 de febrero de 2014

DOMINGO DE SEXAGÉSIMA. LA PARÁBOLA DEL SEMBRADOR.

DOMINGO DE SEXAGÉSIMA. D2cl. – MORADO



Salmo 42, 23-26
Primera Epístola de San Pablo a los Corintios 11, 19-33; 2, 1-9
San Lucas 8, 4-15

El domingo de la Sexagésima no tiene otro misterio en su nombre, como ya se ha dicho, que el número de seis semanas hasta el domingo de Pasión, y los cuarenta días de ayuno para los que no ayunaban los jueves o los sábados, y que por consiguiente comenzaban la Cuaresma al otro día del domingo de la Sexagésima.

La Iglesia en la semana de la Septuagésima toma por asunto de los oficios nocturnos la historia de la creación y de la caída del primer hombre, y en la de la Sexagésima ha elegido en la Escritura la historia de la reparación del género humano después del diluvio. La primera contiene la historia del Génesis desde Adán hasta Noé, y esta desde Noé hasta Abraham comprende la segunda edad del mundo.

La institución de la Sexagésima ha seguido casi en todas partes a la de la Septuagésima, y pueden las dos considerarse como de una misma antigüedad; mas habiéndose advertido en lo sucesivo que la dispensa del ayuno del jueves o el sábado, durante la Cuaresma, no tenía más objeto que el endulzar por esta interrupción la continuación del santo ayuno, lo Padres del cuarto concilio de Orleans, celebrado en el año de 541, miraron esta templanza como un abuso y una relajación en la disciplina, y establecieron un canon por el cual ordenaron la uniformidad en todas las iglesias del reino de Francia para la observancia del ayuno de Cuaresma, conforme al uso de la Iglesia Romana, y prohibieron a todo sacerdote u obispo el indicar o prescribir el principio de la santa cuarentena al otro día de la Sexagésima, queriendo que los cuarenta días de ayuno no fuesen interrumpidos mas que por el santo día del domingo, el cual siendo mirado en la Iglesia como la octava continua de la fiesta gloriosa de la Resurrección, es un día de regocijo, exento por consiguiente del ayuno.

Algunos consideran también el domingo de la Sexagésima como un día consagrado en parte en honor o a la memoria del apóstol san Pablo. La oración de la Misa está bajo de su invocación particular, esto es, es una súplica hecha a Dios por su intercesión; no se ve otra razón que pueda traerse para la elección que la Iglesia ha hecho en este día de la invocación de san Pablo, sino porque la estación de los fieles en Roma está asignada para este día a la Iglesia de este santo Apóstol.

La Epístola de la Misa no es otra cosa que la historia o descripción que el mismo san Pablo hace a los corintios de sus trabajos evangélicos, de sus sufrimientos, de su arrebatamiento al tercer cielo, de sus tentaciones, y de todo lo que ha creído que convenía decir de sí para oponerlo a la vanidad de los falsos apóstoles, que no omitían nada para hacerse valer y para desacreditar a san Pablo entre los corintios.

No bien hubo el Apóstol salido de Corinto, cuando el demonio, irritado por las prodigiosas conquistas que este Apóstol de las naciones había hecho para Jesucristo, envió inmediatamente allá sus emisarios. Eran estos unos cristianos en la apariencia muy celosos, los cuales, siendo judíos, querían mezclar las ceremonias de la ley con el Evangelio, y para desacreditar a san Pablo, cuya doctrina no concordaba con la suya, hablaban incesantemente con tanto desprecio de él, como ventajosamente de sí mismos. Se atrevían a sostener que san Pablo era relajado en su moral, y que bajo el pretexto de hacer valer la nueva ley, aniquilaba la antigua. Que no había recibido su misión ni de Jesucristo ni de los primeros apóstoles. Que tampoco había dado prueba alguna de su apostolado; que despreciable por su persona no lo era menos por sus talentos, y que debían tener por sospechosa su doctrina. Como estos impostores afectaban en lo exterior un aire modesto y estudiado, y se adornaban sin cesar con la máscara de la mortificación, de piedad y de reforma, imponían a los sencillos, y tenían admiradores y partidarios. Informado san Pablo de los artificios malignos de estos seductores, se creyó obligado a emplear todos los remedios propios para prevenir un tan gran mal, y hacer abrir los ojos a los que habían caído en el lazo. Se vio precisado a descubrir aquellos falsos profetas, y demostrar la autenticidad de su misión; y para esto, a pesar de su profunda humildad, a hacer su elogio, haciendo el compendio de la historia de su vida. Nada hay tan ingenioso como el rodeo que da a la necesidad en que se ve de referir hechos que le hacen tanto honor; nada más elocuente que la misma sencillez con que habla en su favor. Previene, por una humilde y sabia precaución, lo que pudiera disgustar en el testimonio ventajoso que se ve obligado a dar de sí mismo. Sé yo bien, dice, que no es propio de la sabiduría el elevarse; pero sé también que sois sobrados caritativos, y sufriréis un poco mi flaqueza. Porque vosotros que sois sabios sufrís de buena gana a los que no lo son; esto es, siendo, como sois, sabios y moderados, no os debe ser penoso el sufrir mis flaquezas. Vosotros que estáis acostumbrados a sufrir los aires imperiosos, las alternarías, las vejaciones de vuestros pretendidos apóstoles, ellos han tratado de exponer vuestra paciencia a pruebas mucho más duras que lo que os la expondremos por las alabanzas que nos concediéremos. Yo lo digo para mi confusión, y acaso para la vuestra: al tiempo que mostráis tanta deferencia hacia esos impostores, nos miráis a nosotros como gentes de poco valor y despreciables, porque no os hemos tratado con tanta altanería. Es solo propio de los herejes y de los falsos doctores el ser imperiosos, altivos, y el hablar siempre como gentes inspiradas; al paso que la dulzura, la modestia, la humildad forman el carácter de los verdaderos Apóstoles.

Como los falsos profetas se gloriaban de su nacimiento, de su celo y de los trabajos que se jactaban haber sufrido por Jesucristo, san Pablo les da en cara con el pormenor conciso de lo que ha hecho y sufrido en las funciones de su ministerio. Vuestros pretendidos apóstoles, dice, se alaban de que son judíos, yo también lo soy; se llaman hijos de Abraham, y yo también; se dicen ministros de Jesucristo, yo también lo soy aún más que ellos, porque he sufrido más trabajos y más prisiones, he sido maltratado con exceso, y en muchos lances me he visto a pique de perder la vida. Cinco veces he recibido de los judíos treintainueve azotes; tres veces he sido golpeado con varas, es decir, que los judíos me han hecho azotar cinco veces, y como la ley les prohibía el dar más de cuarenta golpes, para no ponerse en peligro de violarla no pasaban jamás del número de treintainueve por delicadeza de conciencia. He sido golpeado con varas por los romanos; porque éstos se servían con más frecuencia de varas, así como los judíos se servían ordinariamente de correas. En seguida continúa el santo Apóstol refiriendo todos los peligros que ha corrido, y lo que ha tenido que sufrir de parte de los falsos hermanos. Como el ministerio de Jesucristo y de sus Apóstoles es un misterio de trabajo, de persecución y de sufrimiento, san Pablo prueba por aquí la verdad de su misión y de su apostolado. Al dar el Hijo de Dios la misión a sus discípulos, les había dado el poder de hacer milagros, y les había predicho que tendrían que sufrir persecuciones (Mt. X). San Pablo presenta estas dos pruebas de su apostolado cuando dice a los corintios: Yo os he ofrecido las señales de mi apostolado por una paciencia a prueba de todo, por los milagros, los prodigios, otras tantas pruebas del poder divino. Forma luego un pormenor largo de los trabajos de su celo infatigable y de su caridad inmensa: he sido apedreado una vez; he naufragado tres veces; he estado un día y una noche en la profundidad del mar. San Juan Crisóstomo y santo Tomás creen que el Apóstol estuvo un día y una noche en medio del mar después de un naufragio, habiéndose visto obligado todo este tiempo o a nadar, o a sostenerse sobre algunos restos del navío, combatiendo contra las olas, los vientos y la muerte misma. Añadid a todo esto el cuidado de todas las iglesias y la multitud de negocios de que estoy como sitiado. Además lo que sufre mi corazón por el ardor de mi caridad con todos y de mi celo. ¿Quién hay que desfallezca, que no me haga a mí desfallecer? ¿Quién da una caída, un paso falso, que no me ocasione un dolor intenso?

Yo sé, continúa, que vuestros falsos profetas se vanaglorian eternamente de que son favorecidos de Dios, y tratan de sorprenderos con la relación pomposa de sus pretendidas revelaciones. Sabed, hermanos míos, que Dios no se comunica a aquellos que no tienen su espíritu, y que no se someten a la Iglesia. Pero pues que ellos tratan de sorprenderos con hechos supuestos, me veo obligado a descubrirme a vosotros, debiendo yo a Dios los favores singulares de que me ha colmado, y que yo había resuelto sepultar en un eterno silencio. Porque si yo hubiese de gloriarme, no lo haría por mi voluntad mas que de las cosas que me humillan. No me es decente, añade, el gloriarme; mas pues me veo precisado a ello por la necesidad de defenderme contra mis calumniadores, yo traeré aquí, con toda la sinceridad de que Dios es testigo, lo que pasó de extraordinario en mí hace catorce años, cuando fui elegido con Bernabé para predicar el Evangelio a las naciones ya los diferentes pueblos. Aquí la molestia y el trabajo que costaba a san Pablo el hablar de sus revelaciones le hacen hablar en tercera persona. Es una gran disposición para recibir de Dios las gracias más singulares el saberlas sepultar en un silencio tan largo. Y ciertamente, después de catorce años concedidos a la humildad, era muy justo que el Apóstol concediese también alguna cosa a la caridad, y a la edificación de sus hermanos y aun de toda la Iglesia.

Yo sé, dice, que un hombre consagrado a Jesucristo fue arrebatado hace catorce años hasta el tercer cielo: si esto fue con el cuerpo, o sin el cuerpo, es decir, en un éxtasis, esto es lo que yo no sé; Dios lo sabe. Yo solamente sé que él ha oído cosas llenas de misterios, de las que no es lícito a un hombre hablar. San Agustín y muchos santos Padres creen que las cosas misteriosas que san Pablo había visto u oído eran superiores al alcance del entendimiento humano, y que una lengua humana no hubiera jamás podido expresar ni dar una justa idea de ellas. Que el tercer cielo adonde fue arrebatado es la mansión de los bienaventurados, según los judíos, y que Dios le descubrió allí los más secretos misterios de la religión cristiana, que ciertamente son superiores al concepto y a las expresiones de los entendimientos más sublimes y más sutiles. Sin embargo, como en esta relación de los favores celestiales el santo Apóstol no perdía nunca de vista la humildad, su virtud favorita, añade que en medio de todos estos insignes favores, de que el Señor le ha colmado, le ha dejado el aguijón de la carne, que le ha hecho conocer su flaqueza, y que sirve de contraveneno a todos los sentimientos de la vanidad. El parecer más común es que por esta expresión metafórica ha querido el santo Apóstol indicar las rebeliones de la carne, de que los mayores Santos no siempre están exentos; queriendo Dios darles por medio de esta humillación un ejercicio de paciencia y de mérito, y poner su virtud, aun la más relevante, al abrigo del orgullo. Dios se sirve de la tentación para impedir que uno se infle con sus dones; y se sirve también de la humilde disposición de un alma a quien favorece, para confundir el orgullo del tentador y disipar sus esfuerzos. San Juan Crisóstomo y algunos antiguos han creído que el Apóstol ha pretendido hablar bajo de esta metáfora de las persecuciones, de las aflicciones y de las contradicciones que el demonio le suscitaba en la predicación del Evangelio; pero la primera interpretación es más universalmente seguida. San Pablo dice que ha rogado muchas veces al Señor que le librase de una tentación tan importuna, y que el Señor le ha respondido que le bastaba su gracia. Dios permite al demonio que nos tiente; pero no sufre jamás que seamos tentados sobre nuestras fuerzas, y siempre proporciona sus auxilios a los esfuerzos de nuestros enemigos. Dios no es fiel en la tentación combatiendo con nosotros, nos es fiel después de la tentación coronando nuestras victorias: seámosle fieles por nuestra parte, combatiendo con valor y atribuyéndole la gloria del combate; pero para experimentar el auxilio de la gracia, que Dios no niega jamás a nadie, no nos expongamos temerariamente a la tentación.

El Evangelio de la Misa de este día está tomado del capítulo VIII de san Lucas. Habiendo llegado el Salvador a la orilla del lago de Genesaret, que se llamaba el mar de Galilea, se reunió inmediatamente alrededor de Él una gran multitud que venía de todas las poblaciones vecinas, de tal modo que se vio precisado a entrar en una barca que estaba bogando, y habiéndose sentado en ella, comenzó a instruir a aquella muchedumbre de oyentes esparcidos por la ribera. Su modo de enseñarles, como ya se ha dicho, era el proponerles parábolas tan agradables como útiles; y por medio de estas comparaciones familiares les representaba como en un cuadro las diversas disposiciones y los estados diferentes de las almas, de una manera tan inteligible aun a los entendimientos más groseros, que cada uno comprendía lo que quería enseñarles. He aquí la primera parábola que propuso:

sábado, 22 de febrero de 2014

P. JEAN CROISSET SJ. VIDA DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA: VI. Los Sumos Pontífices y Concilios tocante a la Inmaculada Concepción.

VI.  Los Sumos Pontífices y Concilios tocante a la Inmaculada Concepción.

S.S. Sixtus IV
Desde Sixto IV hasta hoy no ha habido papa, excepto Pío III, Marcelo II y Urbano VII, que no vivieron sino uno o dos meses en el pontificado, que no haya autorizado por sus bulas y breves la doctrina de la Inmaculada Concepción de la santísima Virgen. La fiesta de la Inmaculada Concepción que establecieron los Sumos Pontífices, y que se celebra en toda la Iglesia, es la prueba más auténtica de este insigne privilegio; pues según el angélico Doctor santo Tomás, la Iglesia Romana no puede celebrar fiesta a una cosa que no sea santa. No se puede decir que el objeto de esta solemnidad sea el segundo momento de su vida, en el cual la santísima Virgen haya sido santificada; porque por la palabra concepción no se debe ni puede entender sino el primer instante de su vida; así lo entendió Zacarías, obispo de Guardia, en los himnos que compuso de orden y con la aprobación del papa León X y de Clemente VII, en los cuales dice que la santísima Virgen fue creada en estado de gracia, y que en aquel primer instante en que todos los hombres son hijos de ira, María fue ya el objeto de las delicias y complacencias de Dios.

Aunque no tengamos por ecuménico al concilio de Basilea, sin embargo, no puede menos de ser de un gran peso el consentimiento de los Prelados y Doctores que se hallaron en él, dice el sabio Padre Vicente Antiste, de la Orden de los Predicadores; a lo menos hace ver cuál era su modo de pensar por lo tocante a la Inmaculada Concepción de la santísima Virgen; pues en la sesión 36 formaron un decreto, en que se prohíbe, so pena de incurrir en la indignación del cielo, el defender la opinión contraria.

Finalmente, los Padres del santo Concilio de Trento declararon, que en el decreto que hicieron para expresar la fe de la Iglesia por lo que mira al pecado original, no pretendían comprender a la Inmaculada y Bienaventurada Madre de Dios. No habiendo, pues, querido el santo Concilio confundirla con los demás hombres en la ley general del pecado, ¿quién será tan temerario que la envuelva en ella? El mismo Concilio, mandando que se observasen las constituciones de Sixto IV bajo las penas enunciadas en dichas constituciones, creyó haberse explicado bastante sobre este artículo, sin que fuese necesario hacer sobre él un decreto más expreso.

En la adición del tratado del erudito P. Antiste, que ya hemos citado, pretende el autor que el segundo concilio Niceno, el segundo de Toledo, el sexto sínodo general bajo el papa Agatón, el concilio de Francfort, el séptimo sínodo bajo Adriano, y el de Osona declaran suficientemente haber sido inmaculada la concepción de la santísima Virgen, aunque no hiciese sobre ello un artículo de fe[1]. Lo cierto es que la fiesta de la Inmaculada Concepción se celebraba ya entre los griegos en el siglo VII; se llamaba esta fiesta Panagia, que quiere decir la fiesta de todo santa en su concepción. Si la Iglesia Romana ha empezado más tarde a celebrarla, no lo hace con menos solemnidad; y los Sumos Pontífices le han dado los mismos privilegios en toda la Orden de san Francisco, que a la fiesta y octava del Corpus. Al fin de esta historia se verá el concurso maravilloso de todas las órdenes religiosas, de todas las universidades, de los más grandes emperadores, de los reyes y de los pueblos en honrar a la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen, y los monumentos que subsisten de este cielo, y de esta singular y tierna devoción. El especial favor que hizo Dios a la santísima Virgen en preservarla del pecado original en consideración a su maternidad divina, es un privilegio tan singular, y que da una idea tan alta de la incomparable santidad de María, que no se debe extrañar el que nos hayamos extendido tanto sobre una tan grande prueba de distinción, y que se puede llamar la más gloriosa época de su vida.



[1] Su Santidad Pío IX en su bula Ineffabilis Deus, expedida el 8 de diciembre de 1853, ha declarado dogma de fe el misterio de la Inmaculada Concepción de María Santísima.

viernes, 21 de febrero de 2014

P. JEAN CROISSET SJ. VIDA DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO SACADA DE LOS CUATRO EVANGELISTAS: VI. El Nacimiento de Jesucristo.

VI.               El Nacimiento de Jesucristo



Estaba la santísima Virgen en el noveno mes de su embarazo, cuando se publicó un edicto de Augusto César, que ordenaba se hiciese una exacta descripción y enumeración de todos los súbditos del imperio, y que se le formase un estado de ellos. La orden para hacer la descripción de los judíos se le encargó a Cirino, comandante de la Siria; porque aunque la Judea no era todavía tributaria ni estaba puesta en el número de las provincias del imperio, Augusto miraba ya a los judíos como a sus súbditos, y al mismo rey Herodes le miraba como a un esclavo. Para evitar la confusión que podía haber en la descripción, se ordenó que todas las cabezas de familia concurriesen a la ciudad de donde era originaria su familia para hacerse escribir en los registros públicos, y para pagar la capitación general que se había impuesto. En todo no tenía Augusto sino miras de avaricia y de ambición; pero la Providencia Divina disponía así las cosas para que precisados José y María a concurrir a Belén, el Mesías viniese al mundo en la ciudad en que estaba predicho había de nacer.

Hicieron José y María este viaje con mucha pena e incomodidad, porque como todos los de la familia de David habían concurrido a mismo pueblo en conformidad de lo que ordenaba el edicto, estaban llenas todas las posadas; además que el estado pobre de la santísima Virgen y de san José hacía que no se llevase mucha cuenta con ellos para admitirlos en las posadas; y así no hallando en dónde alojarse en la ciudad, se vieron precisados a retirarse a una gruta o cueva cavada en una roca, la cual pertenecía a una posada que estaba junto a una de las puertas de la ciudad por fuera, y que servía de establo a la posada. Este fue el lugar que el soberano Señor del cielo y tierra escogió para nacer. Todo debía ser extraordinario en el nacimiento de un Hombre-Dios. Los príncipes de la tierra, tan puros hombres como los más viles de sus súbditos, tienen necesidades de nacer en soberbios palacios, a fin de que el resplandor y magnificencia del lugar ensalcen de algún modo la flaqueza natural de su nacimiento, el cual sin esta pompa exterior nada tendría que le distinguiese del nacimiento del menor de sus súbditos; pero un Dios-Hombre no tiene necesidad de un resplandor ajeno; Él mismo es toda su majestad y toda su gloria; a sus ojos lo mismo vale el trono más soberbio que el establo más despreciable; lo mismo el palacio más magnifico que el pesebre más pobre; parece también más conveniente que un Hombre-Dios, habiendo de nacer sobre la tierra, naciese en un lugar que no prestase ni contribuyese a nada a la idea que debemos tener de su infinita grandeza y de su majestad divina.

En esta cueva, pues, que servía para recogerse en ella las bestias, fue en donde la santísima Virgen, sintiendo a media noche que había llegado el término de su parto, dio a luz a Jesucristo sin padecer el menor dolor, y sin dejar de ser la más pura de las vírgenes. Fue esto el año 6,000 de la creación del mundo; 2957 después del diluvio; 2075 después del nacimiento de Abraham; 1510 después de Moisés, y del tiempo en que el pueblo de Israel salió de Egipto; 1032 después que David fue ungido y consagrado rey; la semana 65 según la profecía de Daniel; en la olimpiada 194; el año 752 después de la fundación de Roma; el 42 del imperio de Octaviano Augusto, gozando todo el universo de una profunda paz en la sexta edad del mundo. En este día afortunado, que era el 25 del mes de diciembre, y que es el punto fijo de la era o época cristiana, nació en Belén Jesucristo, el Mesías prometido, el Rey, el Padre, nuestro Juez, nuestro Redentor, nuestra salud.

Por más oscuro que fuese, según el mundo, este nacimiento, sin embargo se publicó al mismo instante, no solo en el país vecino, sino también en los pueblos más distantes. Envió Dios sus Ángeles a anunciar el nacimiento del Mesías a algunos pastores que velaban en los alrededores de Belén en la guarda de sus ganados, al mismo tiempo que a los Magos de Oriente les hizo ver un nuevo astro que les anunciaba el mismo nacimiento. Un Ángel lleno de luz y de resplandores se apareció de repente a los pastores; al principio fueron asaltados de un gran temor; pero el mismo Espíritu celestial, cuyo resplandor los había aterrado, los serenó y calmó bien presto, diciéndoles: No temáis, porque no vengo a anunciaros nuevas funestas; soy enviado de Dios para que os anuncie una nueva, que para vosotros y para todo el pueblo debe ser motivo del más dulce gozo; vengo a deciros que el Mesías, aquel Salvador deseado por tanto tiempo y esperado tantos siglos, acaba de nacer en la ciudad de David; este es el Cristo, vuestro Señor y vuestro Dios, el cual viene a haceros eternamente felices; le encontraréis en un establo, envuelto en pañales, y recostado muy pobremente en un pesebre por falta de cuna: estas son las señales que os doy para que le conozcáis, no podéis equivocaros; los sentimientos y afectos interiores que os inspirará su presencia, bien presto os harán sentir que el niño a quien vais a tributar vuestros homenajes es vuestro Salvador y vuestro Dios.

Apenas el Ángel cesó de hablar, cuando una tropa numerosa de espíritus celestiales empezó a cantar las alabanzas de Dios, y a decir en alta voz: Gloria a Dios en lo más alto de los cielos, y paz en la tierra a los hombres que tienen un corazón recto y una voluntad sincera de agradarle. Acabado de decir esto, desapareció la luz celestial y el concierto de aquellas voces tan sonoras. Transportados entonces del más dulce gozo que se puede sentir sobre la tierra, aquellos afortunados pastores se dijeron unos a otros: Vamos, vamos hasta Belén, y veamos el prodigio que Dios acaba de hacer y que se ha dignado manifestarnos. Corren a Belén, y habiendo entrado en el establo, encuentran en él a María y a José con el divino Niño que estaba reclinado en un pesebre. Viendo entonces con sus propios ojos todo lo que el Ángel les había dicho, se desatan en bendiciones y en alabanzas de Dios. Desde luego el divino Infante se trae a sí todas sus miradas; se postran a sus pies, le adoran como a su Dios, su Libertador, su Salvador; en una palabra, le adoran como al Mesías, y explican sus sentimientos con las lágrimas de gozo que derraman sus ojos. Vueltos, después de esto, de su admiración, cuentan de un modo sencillo y natural todo lo que les había sucedido; siendo, por decirlo así, los primeros predicadores del Mesías. María quiso saber hasta las menores circunstancias de esta aparición; se informó, pues, de todo, y después que se hubieron retirado los pastores, no ocupó su espíritu y su corazón sino en pensar y ponderar estas maravillas.

Mandaba la ley de Moisés que los hijos varones se circuncidasen al octavo día después de su nacimiento, según la orden que Dios intimó a Abraham sobre este particular; y en esta ceremonia legal se les ponía a los niños un nombre. Llegado, pues, este día octavo, aunque el Hijo de Dios estaba verdaderamente dispensado de esta ley, quiso no obstante sujetarse a ella; así como habiendo cargado sobre sí nuestros pecados, quiso tomar las insignias o apariencias de pecador, aunque era la misma inocencia. Fue, pues, circuncidado según costumbre, y le pusieron el nombre de Jesús que significa Salud de Dios y Salvador; nombre adorable que su Padre Dios le había dado por el ministerio del Ángel aun antes que hubiese sido concebido en el seno de su Madre; nombre augusto que encierra en compendio todos los misterios de nuestra redención; nombre divino que no llena su verdadera significación sino en la persona adorable del Salvador del mundo; nombre sobre todo nombre, al cual debe doblar la rodilla todo cuanto hay en el cielo, en la tierra y en los infiernos; nombre todopoderoso, en virtud del cual se han hecho y se hacen los más estupendos milagros; nombre incomparable, pues no hay otro debajo del cielo, en virtud del cual debemos ser salvos. El 1º de enero fue el día en que el Salvador del mundo se sujetó a la ley de la circuncisión, la cual puede llamarse el gran misterio de sus humillaciones, la prenda primitiva de nuestra salvación, la consumación de la ley antigua, y como las arras y el sello de la nueva alianza.


No habiéndose extendido sino sordamente y alrededor de Belén el ruido del nacimiento del Mesías, por lo que habían publicado y dicho los pastores, no había hecho mucha impresión en el espíritu del simple pueblo, ni tampoco en el de la gente principal, cuando he aquí que a pocos días de la circuncisión se vieron llegar a Jerusalén los Magos. (Eran éstos, según la opinión más común y más universalmente recibida en la Iglesia, unos pequeños soberanos, cuyos Estados estaban situados hacia el Oriente, respecto de la Judea; la gente de su país los respetaba infinitamente, y los miraba como a los depositarios de la religión y de las ciencias, en las que eran muy versados, especialmente en la astronomía). Es verosímil que vinieron de la Arabia Feliz, que había sido habitada por los hijos que Abraham había tenido de Cetura, su segunda mujer, y que descendían de Jectan, padre de Sabá, y de Madian, padre de Efa; en lo cual se cumplió lo que había predicho el Rey profeta, cuando hablando del Mesías dijo: que los reyes de Arabia y de Sabá vendrían a ofrecerle dones en señal y prenda de su fidelidad (Psalm. VII); y el profeta Isaías había predicho lo mismo, cuando dijo que vendrían de Madian, de Efa y de Sabá en camellos a rendir homenaje al Mesías, ofreciéndole oro, incienso y mirra.

jueves, 20 de febrero de 2014

SAN PEDRO JULIÁN EYMARD: EL DON DEL CORAZÓN DE JESÚS

EL DON DEL CORAZÓN DE JESÚS


Si scires donum Dei!...
“¡Si conocierais el don de Dios!...” (Jn 4, 10)

Llegado al término de su vida mortal, Jesús debe irse al cielo. Los habitantes de aquella patria venturosa reclaman a su rey para recibirle en triunfo después de haber sufrido tan rudos combates.
Jesús no quiere, sin embargo, abandonar a los que ha adoptado por hijos; no quiere separarse de su nueva familia. ¿Qué hará? “Yo me voy –dice a los apóstoles– y vuelvo a vosotros”.
¿Cómo puede ser esto, por qué maravilla de vuestro poder volvéis a nosotros y cómo podéis quedar entre nosotros si al mismo tiempo os marcháis?
Aquí está el secreto y la obra de su divino Corazón.
En adelante, Jesús tendrá dos tronos: uno de gloria en el cielo y otro de dulzuras, de amor, en la tierra; doble será su corte, la corte celestial y triunfante y, entre nosotros, la corte de los redimidos.
Digámoslo sin rebozo: si Jesucristo no pudiera permanecer entre nosotros al mismo tiempo que entre los bienaventurados, preferiría quedarse con nosotros antes que subir al cielo sin nosotros. Está fuera de duda, como muy bien lo tiene demostrado, que prefiere el último de sus pobres redimidos a todos los esplendores de su gloria, y que son sus delicias en estar con los hijos de los hombres.
¿En qué estado permanecerá Jesús entre nosotros? ¿Será un estado transitorio o vendrá a nosotros de vez en cuando? No. Jesús se quedará de manera estable, para siempre.
¡Qué lucha debió suscitarse en el alma santísima de Jesús! Porque la divina justicia reclama diciendo: ¿No está acabada la obra de la redención? ¿No está fundada la Iglesia? ¿No está el hombre en posesión del evangelio, de la gracia y de la ley divina, con los auxilios necesarios para practicarla?
El corazón de Jesús responde que lo que es bastante para la redención no lo es para su amor. Una madre no termina sus funciones al dar a luz a su hijo, sino que después lo alimenta, lo cuida, lo educa y no se separa de él. “¡Yo amo a los hombres –dice Jesús– más que la mejor de las madres puede amar a sus hijos; yo permaneceré con ellos!”.
¿En qué forma? Bajo la forma velada del Sacramento.
Ahora es la majestad de Dios la que protesta y quiere oponerse a una humillación más profunda que la de la encarnación, más depresiva que la de la pasión. ¡La salvación del hombre no exige tal anonadamiento!
Mas yo –responde el sagrado Corazón– quiero ocultarme a Mí mismo, ocultar mi gloria, a fin de que los resplandores de mi persona no impidan a mis pobres hermanos acercarse a Mí como la gloria de Moisés impidió que se le acercaran los judíos. Quiero velar el brillo de mis virtudes, porque éstas humillarían al hombre le harían desesperar de poder llegar a imitar un modelo tan perfecto.
Así se me acercará con más facilidad, porque viéndome descender hasta el límite de la nada, descenderá conmigo, y yo con mayor derecho podré siempre repetirle: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”.
¿De qué medio se valdrá Jesús para quedarse perpetuamente entre nosotros?
El misterio de la encarnación se realizó por obra del Espíritu Santo; el de la cena eucarística, por la virtud omnipotente del mismo Jesús, y ahora, al querer reproducir este misterio, ¿quién será digno? ¡Un hombre..., el sacerdote!
Mas la sabiduría divina dice: ¡Cómo! ¿Un hombre mortal hará encarnar de nuevo a su Salvador y Dios? ¿Un hombre mortal será el cooperador del Espíritu Santo en esta nueva encarnación del Verbo divino? ¿Un hombre mandará al rey inmortal de los siglos y éste le obedecerá?
Sí, sí –dice el corazón de Jesús–; amaré al hombre hasta el punto de someterme a él en todo. A la voz del sacerdote bajaré del cielo, y cuando los fieles quieran, saldré del tabernáculo. A todos aquellos de mis hijos enfermos que quieran recibirme yo visitaré gustoso, aun cuando tenga que atravesar plazas y calles. ¡Todo el honor del amor está en amar, en entregarse, en sacrificarse!
También la santidad divina de Jesús se alarma. ¡Al menos –dice–, el hijo de Dios habitará magníficos templos, dignos de su gloria! ¡Tendrá sacerdotes dignos de su realeza! Todo en la ley nueva ha de ser más hermoso que en la antigua. ¡Solamente os recibirán los cristianos que sean puros y que estén bien preparados!
“Mi amor –contesta Jesús– no reserva nada ni pone condiciones. En el calvario obedecí a los verdugos que me sacrificaban: si en el Sacramento se me acercan nuevos Judas, recibiré de nuevo su beso infernal y les obedeceré”.
Al llegar a este punto, ¡qué cuadro se descubre a la vista de Jesús! Su corazón se ve obligado a combatir sus propias inclinaciones. Las angustias de Getsemaní le abruman ya. En el huerto de los olivos, Jesús estará triste viendo las ignominias que le esperan durante su pasión. Derramará lágrimas de sangre al considerar que su pueblo se perderá a pesar de su sacrificio, y sentirá vivamente la apostasía de muchos de los suyos.
¡Qué luchas tuvo que sostener! ¡Qué angustias debió sufrir!
Quiere entregarse totalmente, sin reserva alguna. Pero, ¿creerán todos en su amor?; y todos los que crean, ¿le recibirán con gratitud?; y los que le hayan recibido, ¿le serán fieles?
Con todo, su divino Corazón no vacila ni está perplejo, aunque sí horriblemente torturado.
Malos cristianos, y aun corazones consagrados, renovarán su pasión cada día en el Sacramento de su amor. Se ve traicionado por la apostasía, vendido por el interés, crucificado por el vicio. Encontrará un nuevo calvario en muchos de los corazones que le reciban...
¡Qué sufrimiento para un corazón tan sensible como el corazón de Jesús!
¿Qué hará?
¡Se entregará! ¡Se entregará a pesar de todo!