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jueves, 4 de septiembre de 2014

Restaurarlo todo en Cristo - Programa del pontificado del papa san Pío X

Restaurarlo todo en Cristo
Programa del pontificado del papa san Pío X

San Pio X y el Cardenal Rafael Merry del Val

En memoria de los 100 años de su muerte
1914-2014

E SUPREMI APOSTOLATUS

SOBRE LA FALTA DE DOCTRINA Y EL DEBER DE DARLA A CONOCER
Por el papa San Pío X



Venerables hermanos: Salud y bendición apostólica

El peso del Pontificado
1 Al dirigirnos por primera vez a vosotros desde la suprema cátedra apostólica a la que hemos sido elevados por el inescrutable designio de Dios, no es necesario recordar con cuántas lágrimas y oraciones hemos intentado rechazar esta enorme carga del Pontificado. Podríamos, aunque Nuestro mérito es absolutamente inferior, aplicar a Nuestra situación la queja de aquel gran santo, Anselmo, cuando a pesar de su oposición, incluso de su aversión, fue obligado a aceptar el honor del episcopado. Porque Nos tenemos que recurrir a las mismas muestras de desconsuelo que él profirió para exponer con qué ánimo, con qué actitud hemos aceptado la pesadísima carga del oficio de apacentar la grey de Cristo. Mis lágrimas son testimonio -esto dice-, así como mis quejas y los suspiros de lamento de mi corazón; cuales en ninguna ocasión y por ningún dolor recuerdo haber derramado hasta el día en que cayó sobre mí la pesada suerte del arzobispado de Canterbury. No pudieron dejar de advertirlo todos aquellos que en aquel día contemplaron mi rostro Yo con un color más propio de un muerto que de una persona viva, palidecía con doloroso estupor. A decir verdad, hasta ese momento hice todo lo posible por rechazar lejos de mí esa elección, o por mejor decir esa extorsión. Pero ya, de grado o por fuerza, tengo que confesar que a diario los designios de Dios resisten más y más a mis planes, de modo que comprendo que es absolutamente imposible oponerme a ello. De ahí que, vencido por la fuerza no de los hombres sino de Dios, contra la que no hay defensa posible, entendí que mi deber era adoptar una única decisión: después de haber orado cuanto pude y haber intentado que, si era posible, ese cáliz pasara de mí sin beberlo  entrégueme por completo al sentir ya la voluntad de Dios, dejando de lado mi propio sentir y mi voluntad [i].

Los hombres están hoy apartados de Dios
2 Y efectivamente no Nos faltaron múltiples y graves motivos para rehusar el Pontificado. Ante todo el que de ningún modo, por nuestra insignificancia, nos considerábamos dignos del honor del pontifica do; ¿a quién no le conmovería ser designado sucesor de aquel que gobernó la Iglesia con extrema prudencia durante casi veintiséis años, sobresalió en tanta agudeza de ingenio, tanto resplandor de virtudes que convirtió incluso a sus enemigos en admiradores y consagró la memoria de su nombre con hechos extraordinarios? Luego, dejando aparte otros motivos, Nos llenaba de temor sobre todo la tristísima situación en que se encuentra la humanidad. Quién ignora, efectivamente, que la sociedad actual, más que en épocas anteriores, está afligida por un íntimo y gravísimo mal que, agravándose por días, la devora hasta la raíz y la lleva a la muerte? Comprendéis, Venerables Hermanos, cuál es el mal; la defección y la separación de Dios: nada más unido a la muerte que esto, según lo dicho por el Profeta (Salmo 72, 26).  Pues he aquí que quienes se alejan de ti, perecerán. Detrás de la misión pontificia que se me ofrecía, Nos veíamos el deber de salir al paso de tan gran mal: Nos parecía que recaía en Nos el mandato del Señor: Hoy te doy sobre pueblos y reinos poder de destruir y arrancar, de edificar y plantar (Jer. 1, 10); pero, conocedor de Nuestra propia debilidad, Nos espantaba tener que hacer frente a un problema que no admitía ninguna dilación y sí tenía muchas dificultades.

«¡Instaurar todas las cosas en Cristo!»
3 Sin embargo, puesto que agradó a la divina voluntad elevar nuestra humildad a este supremo poder, descansamos el espíritu en aquel que Nos conforta y poniendo manos a la obra, apoyados en la fuerza de Dios, manifestamos que en la gestión de Nuestro pontificado tenemos un sólo propósito, instaurarlo todo en Cristo (Efes. 1, 10), para que efectivamente todo y en todos sea Cristo (Col. 3, 11).
Habrá indudablemente quienes, porque miden a Dios con categorías humanas, intentarán escudriñar Nuestras intenciones y achacarlas a intereses y afanes de parte.
Para salirles al paso, aseguramos con toda firmeza que Nos nada queremos ser, y con la gracia de Dios nada seremos ante la humanidad sino Ministro de Dios, de cuya autoridad somos instrumentos. Los intereses de Dios son Nuestros intereses; a ellos hemos decidido consagrar nuestras fuerzas y la vida misma. De ahí que si alguno Nos pide una frase simbólica, que exprese Nuestro propósito, siempre le daremos sólo esta: ¡instaurar todas las cosas en Cristo!

Los hombres contra Dios
4 Ciertamente, al hacernos cargo de una empresa de tal envergadura y al intentar sacarla adelante Nos proporciona, Venerables Hermanos, una extra ordinaria alegría el hecho de tener la certeza de que todos vosotros seréis unos esforzados aliados para llevarla a cabo. Pues si lo dudáramos os calificaríamos de ignorantes, cosa que ciertamente no sois, o de negligentes ante este funesto ataque que ahora en todo el mundo se promueve y se fomenta contra Dios; puesto que verdaderamente contra su Autor se han amotinado las gentes y traman las naciones planes vanos (Salm. 2, 1); parece que de todas partes se eleva la voz de quienes atacan a Dios: Apártate de nos otros (Job, 21, 14).
5 Por eso, en la mayoría se ha extinguido el temor al Dios eterno y no se tiene en cuenta la ley de su poder supremo en las costumbres ni en público ni en privado: aún más, se lucha con denodado esfuerzo y con todo tipo de maquinaciones para arrancar de raíz incluso el mismo recuerdo y noción de Dios.
6 Es indudable que quien considere todo esto tendrá que admitir de plano que esta perversión de las almas es como una muestra, como el prólogo de los males que debemos esperar en el fin de los tiempos; o incluso pensará que ya habita en este mundo el hijo de la perdición de quien habla el Apóstol (2 Tes. 2,3). En verdad, con semejante osadía, con este desafuero de la virtud de la religión, se cuartea por doquier la piedad, los documentos de la fe revelada son impugnados y se pretende directa y obstinadamente apartar, destruir cualquier relación que medie entre Dios y el hombre. Por el contrario -esta es la señal propia del Anticristo según el mismo Apóstol-, el hombre mismo con temeridad extrema ha invadido el campo de Dios, exaltándose por encima de todo aquello que recibe el nombre de Dios; hasta tal punto que -aunque no es capaz de borrar dentro de sí la noción que de Dios tiene-, tras el rechazo de Su majestad, se ha consagrado a sí mismo este mundo visible como si fuera su templo, para que todos lo adoren. Se sentará en el templo de Dios, mostrándose como si fuera Dios (2 Tes. 2, 4).
Efectivamente, nadie en su sano juicio puede dudar de cuál es la batalla que está librando la humanidad contra Dios. Se permite ciertamente el hombre, en abuso de su libertad, violar el derecho y el poder del Creador; sin embargo, la victoria siempre está de la parte de Dios; incluso tanto más inminente es la derrota, cuanto Con mayor osadía se alza el hombre esperando el triunfo. Estas advertencias nos hace el mismo Dios en las Escrituras Santas. Pasa por alto, en efecto, los pecados de los hombres [x], como olvidado de su poder y majestad: pero luego, tras simulada indiferencia, irritado como un borracho lleno de fuerza [xi], romperá la cabeza a sus enemigos [xii] para que todos reconozcan que el rey de toda la tierra es Dios [xiii] y sepan las gentes que no son más que hombres [xiv].
7 Todo esto, Venerables Hermanos, lo mantenemos y lo esperamos con fe cierta. Lo cual, sin embargo, no es impedimento para que, cada uno por su parte, también procure hacer madurar la obra de Dios: y eso, no sólo pidiendo Con asiduidad: Alzate, Señor , no prevalezca al hombre [xv], sino -lo que es más importante- con hechos y palabras, abiertamente a la luz del día, afirmando y reivindicando para Dios el supremo dominio sobre los hombres y las demás criaturas, de modo que Su derecho a gobernar y su poder reciba culto y sea fielmente observado por todos.

8 El deseo de paz: dónde encontrarla
Esto es no sólo una exigencia natural, sino un beneficio para todo el género humano. ¿Cómo no van a sentirse los espíritus invadidos, Hermanos Venerables, por el temor y la tristeza al ver que la mayor parte de la humanidad, al mismo tiempo que se enorgullece, con razón, de sus progresos, se hace la guerra tan atrozmente que es casi una lucha de todos contra todos? El deseo de paz conmueve sin duda el corazón de todos y no hay nadie que no la reclame con vehemencia. Sin embargo, una vez rechazado Dios, se busca la paz inútilmente porque la justicia está desterrada de allí donde Dios está ausente; y quitada la .justicia, en vano se espera la paz. La paz es obra de la justicia (Is. 32, 17).
Sabemos que no son pocos los que, llevados por sus ansias de paz, de tranquilidad y de orden, se unen en grupos y facciones que llaman «de orden».
9 ¡Oh, esperanza y preocupaciones vanas! El partido del orden que realmente puede traer una situación de paz después del desorden es uno sólo: el de quienes están de parte de Dios. Así pues, éste es necesario promover ya él habrá que atraer a todos, si son impulsados por su amor a la paz.
10 Y verdaderamente, Venerables Hermanos, esta vuelta de todas las naciones del mundo a la majestad y el imperio de Dios, nunca se producirá, sean cuales fueren nuestros esfuerzos, si no es por Jesús el Cristo. Pues advierte el Apóstol: Nadie puede poner otro fundamento, fuera del que está ya puesto, que es Cristo Jesús (I Cor. 3, 11).
11 Evidentemente es el mismo a quien el Padre santificó y envió al mundo [xviii]; el esplendor del Padre y la imagen de su sustancia [xix] , Dios verdadero y verdadero hombre: sin el cual nadie podría conocer a Dios como se debe; pues nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiera revelárselo [xx].

Que los hombres vuelvan a Dios, por la Iglesia
12 De lo cual se concluye que instaurar todas las cosas en Cristo y hacer que los hombres vuelvan a someterse a Dios es la misma cosa. Así, pues, es ahí a donde conviene dirigir nuestros cuidados para someter al género humano al poder de Cristo: con El al frente, pronto volverá la humanidad al mismo Dios. A un Dios, que no es aquel despiadado, despectivo para los humanos que han imaginado en sus delirios los materialistas, sino el Dios vivo y verdadero, uno en naturaleza, trino en personas, creador del mundo, que todo lo prevé con suma sabiduría, y también legislador justísimo que castiga a los pecadores y tiene dispuesto el premio a los virtuosos.
13 Por lo demás, tenemos ante los ojos el camino por el que llegar a Cristo: la Iglesia. Por eso, con razón, dice el Crisóstomo: Tu esperanza la Iglesia, tu salvación la Iglesia, tu refugio la Iglesia [xxi]: Pues para eso la ha fundado Cristo, y la ha conquistado al precio de su sangre; y a ella encomendó su doctrina y los preceptos de sus leyes, al tiempo que la enriquecía con los generosísimos dones de su divina gracia para la santidad y la salvación de los hombres.

14 El deber concreto de los Pastores
 Ya veis, Venerables Hermanos, cuál es el oficio que en definitiva se confía tanto a Nos como a vosotros: que hagamos volver a la sociedad humana, alejada de la sabiduría de Cristo, a la doctrina de la Iglesia. Verdaderamente la Iglesia es de Cristo y Cristo es de Dios. Y si, con la ayuda de Dios, lo logramos, nos alegraremos porque la iniquidad habrá cedido ante la justicia y escucharemos gozosos una gran voz del cielo que dirá: Ahora llega la salvación, el poder, el reino de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo [xxii].
15 Ahora bien, para que el éxito responda a los deseos, es preciso intentar por todos los medios y con todo esfuerzo arrancar de raíz ese crimen cruel y detestable, característico de esta época: el afán que el hombre tiene por colocarse en el lugar de Dios; habrá que devolver su antigua dignidad a los preceptos y consejos evangélicos; habrá que proclamar con más firmeza las verdades transmitidas por la Iglesia. Toda su doctrina sobre la santidad del matrimonio. La educación doctrinal de los niños, la propiedad de bienes y su uso. Los deberes para y con quienes administran el Estado; en fin, deberá restablecerse el equilibrio entre los distintos órdenes de la sociedad, la ley y las costumbres cristianas.

16 Los medios: formar buenos sacerdotes
Nos, por supuesto, secundando la voluntad de Dios, nos proponemos intentarlo en nuestro pontificado y lo seguiremos haciendo en la medida de nuestras fuerzas. A vosotros, Venerables Herma nos, os corresponde secundar Nuestros afanes con vuestra santidad, vuestra ciencia, vuestras vidas y vuestros anhelos, ante todo por la gloria de Dios; sin esperar ningún otro premio sino el hecho de que en todos se forme Cristo [xxiii].

17 FORMAR BUENOS SACERDOTES Y ya apenas es necesario hablar de los medios que nos pueden ayudar en semejante empresa, puesto que están tomados de la doctrina común. De vuestras preocupaciones, sea la primera formar a Cristo en aquellos que por razón de su oficio están destinados a formar a Cristo en los demás. Pienso en los sacerdotes, Venerables Hermanos. Que todos aquellos que se han iniciado en las órdenes sagradas sean conscientes de que, en las gentes con quienes conviven, tienen asignada la provincia que Pablo declaró haber recibido con aquellas palabras llenas de cariño: Hijitos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto hasta ver a Cristo formado en vos otros [xxiv]. Pues, ¿quiénes serán capaces de cumplir su misión si antes no se han revestido de Cristo? y revestido de tal manera que puedan hacer suyo lo que también decía el Apóstol: ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí [xxv]. Para mí la vida es Cristo [xxvi]. Por eso, si bien a todos los fieles se dirige la exhortación que lleguemos a varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo [xxvii], sin embargo se refiere sobre todo a aquel que desempeña el sacerdocio; pues se le denomina otro Cristo no sólo por la participación de su potestad, sino porque imita sus hechos, y de este modo lleva impresa en sí mismo la imagen de Cristo.

18 En esta situación, ¡qué cuidado debéis poner, Venerables Hermanos, en la formación del clero para que sean santos! Es necesario que todas las demás tareas que se os presentan, sean cuales fueren, cedan ante ésta. 19 Por eso, la parte mejor de vuestro celo debe emplearse en la organización y el régimen de los seminarios sagrados de modo que florezcan por la integridad de su doctrina y por la santidad de sus costumbres.

20  Cada uno de vosotros tenga en el Seminario las delicias de su corazón, sin omitir para su buena marcha nada de lo que estableció con suma prudencia el Concilio de Trento.

21 Cuando llegue el momento de tener que iniciar a los candidatos en las órdenes sagradas, por favor no olvidéis la prescripción de Pablo a Timoteo: A nadie impongas las manos precipitadamente [xxviii]; considerad con atención que de ordinario los fieles serán tal cual sean aquellos a quienes destinéis al sacerdocio. Por tanto no tengáis la mira puesta en vuestra propia utilidad, mirad únicamente a Dios, a la Iglesia y la felicidad eterna de las almas, no sea que, como advierte el Apóstol, tengáis parte en los pecados de otros [xxix].

22 Cuidar a los sacerdotes jóvenes
Otra cosa: que los sacerdotes principiantes y los recién salidos del seminario no echen de menos vuestros cuidados. A éstos -os lo pedimos con toda el alma-, atraedlos con frecuencia hasta vuestro corazón, que debe alimentarse del fuego celestial, encendedlos, inflamad los de manera que anhelen sólo a Dios y el bien de las almas. Nos ciertamente, Venerables Hermanos, proveeremos con la mayor diligencia para que estos hombres sagrados no sean atrapados por las insidias de esta ciencia nueva y engañosa que no tiene el buen olor de Cristo y que, con falsos y astutos argumentos, pretende impulsar los errores del racionalismo y el semirracionalismo; contra esto ya el Apóstol precavía a Timoteo cuando le escribía: Guarda el depósito que se te ha confiado, evitando las novedades profanas y las contradicciones de la falsa ciencia que algunos profesan  extraviándose de la fe [xxx]. Esto no impide que Nos estimemos dignos de alabanza los sacerdotes jóvenes, que siguen estudios de ciencias útiles en cualquier campo de la sabiduría, para hacerse mas instruid os en la guarda de la verdad y rechazar mejor las calumnias de los odiadores de la fe. Sin embargo, no podemos ocultar, antes al contrario lo manifestamos abiertamente, que serán siempre Nuestros predilectos quienes, sin menospreciar las disciplinas sagradas y profanas, se dedican ante todo al bien de las almas buscando para sí los dones que con vienen a un sacerdote celoso por la gloria de Dios. Nos tenemos una gran tristeza y un dolor continuo en el corazón [xxxi], al comprobar que es aplicable a nuestra época aquella lamentación de Jeremías: Los pequeños pidieron pan y no había quien se lo repartiera [xxxii]. No faltan en el clero quienes, de acuerdo con sus propias cualidades, se afanan en cosas de una utilidad quizá no muy definida, mientras, por el contrario, no son tan numerosos los que, a ejemplo de Cristo, aceptan la voz del Profeta: El Espíritu me ungió, me envió para evangelizar a los pobres, para sanar a los contritos de corazón, para predicar a los cautivos la libertad y a los ciegos la recuperación de la vista [xxxiii].

23 La falta de doctrina: enseñar con caridad
 ¿A quién se le oculta, Venerables Hermanos, ahora que los hombres se rigen sobre todo por la razón y la libertad, que la enseñanza de la religión es el camino más importante para replantar el reino de Dios en las almas de los hombres? ¡Cuántos son los que odian a Cristo, los que aborrecen a la Iglesia y al Evangelio por ignorancia más que por maldad! De ellos podría decirse con razón: Blasfeman de todo lo que desconocen [xxxiv].
24 Y este hecho se da no sólo entre el pueblo o en la gente sin formación que, por eso, es arrastrada fácilmente al error, sino también en las clases más cultas, e incluso en quienes sobresalen en otros campos por su erudición. Precisamente de aquí procede la falta de fe de muchos.
Pues no hay que atribuir la falta de fe a los progresos de la ciencia, sino más bien a la falta de ciencia;
de manera que donde mayor es la ignorancia, más evidente es la falta de fe.
Por eso Cristo mandó a los Apóstoles: Id y enseñad a todas las gentes [xxxv].
25 Y ahora, para que el trabajo y los desvelos de la enseñanza produzcan los esperados frutos y en todos se forme Cristo, quede bien grabado en la memoria, Venerables Hermanos, que nada es más eficaz que la caridad. Pues el Señor no está en la agitación [xxxvi].
26 Es un error esperar atraer las almas a Dios con un celo amargo: es más, increpar con acritud los errores, reprender con vehemencia los vicios, a veces es más dañoso que útil.
28 Ciertamente el Apóstol exhortaba a Timoteo: Arguye, exige, increpa, pero añadía, con toda paciencia [xxxvii].
También en esto Cristo nos dio ejemplo: Venid, así leemos que El dijo, venid a mí todos los que trabajáis y estáis cargados y Yo os aliviaré [xxxviii]. Entendía por los que trabajaban y estaban cargados no a otros sino a quienes están dominados por el pecado y por el error. ¡Cuánta mansedumbre en aquel divino Maestro! ¡Qué suavidad, qué misericordia con los atormentados! Describió exactamente Su corazón Isaías con estas palabras: Pondré mi espíritu sobre él; no gritará, no hablará fuerte; no romperá la caña cascada, ni apagará la mecha que todavía humea [xxxix].
29 Y es preciso que esta caridad, paciente y benigna [xl] se extienda hasta aquellos que nos son hostiles o nos siguen con animosidad. Somos maldecidos y bendecimos, así hablaba Pablo de sí mismo, padecemos persecución y la soportamos; difamados, con- solamos [xli]. Quizá parecen peores de lo que son. Pues con el trato, con los prejuicios, con los consejos y ejemplos de los demás, y en fin con el mal consejero amor propio se han pasado al campo de los impíos: sin embargo, su voluntad no es tan depravada como incluso ellos pretenden parecer.
30 ¿Cómo no vamos a esperar que el fuego de la caridad cristiana disipe la oscuridad de las almas y lleve consigo la luz y la paz de Dios? Quizás tarde algún tiempo el fruto de nuestro trabajo: pero la caridad nunca desfallece, consciente de que Dios no ha pro metido el premio a los frutos del trabajo, sino a la voluntad con que éste se realiza.

31 El deber insustituible de los Obispos
Pero, Venerables Hermanos, no es mi intención que, en todo este esfuerzo tan arduo para restituir en Cristo a todas las gentes, no contéis vosotros y vuestro clero con ninguna ayuda. Sabemos que Dios ha dado mandatos a cada uno referentes al prójimo [xlii].
Así que trabajar por los intereses de Dios y de las almas es propio no sólo de quienes se han dedicado a las funciones sagradas, sino también de todos los fieles: y ciertamente cada uno no de acuerdo con su iniciativa y su talante, sino siempre bajo la guía y las indicaciones de los Obispos; pues presidir, enseñar, gobernar la Iglesia a nadie ha concedido sino a vosotros, a quienes el Espíritu Santo puso para regir la Iglesia de Dios [xliii].
32 Que los católicos formen asociaciones, con diversos propósitos pero siempre para bien de la religión. Nuestros Predecesores desde ya hace tiempo las aprobaron y las sancionaron dándoles gran impulso. Y Nos no dudamos de honrar esa egregia institución con nuestra alabanza y deseamos ardientemente que se difunda y florezca en las cuida- des y en los medios rurales. Sin embargo, de semejantes asociaciones Nos esperamos ante todo y sobre todo que cuantos se unen a ellas vivan siempre cristianamente.
De poco sirve discutir con sutilezas acerca de muchas cuestiones y disertar con elocuencia sobre derechos y deberes, si todo eso se separa de la acción. Pues acción piden los tiempos; pero una acción que se apoye en la observancia santa e íntegra de las leyes divinas y los preceptos de la Iglesia, en la profesión libre y abierta de la religión, en el ejercicio de toda clase de obras de caridad, sin apetencias de provecho propio o de ventajas terrenas. Muchos ejemplos luminosos de éstos por parte de los soldados de Cristo, tendrán más valor para conmover y arrebatar las almas que las exquisitas disquisiciones verbales: y será fácil que, rechazado el miedo y libres de prejuicios y de dudas, muchos vuelvan a Cristo y difundan por doquier su doctrina y su amor; todo esto es camino para una felicidad auténtica y sólida.
33 Por supuesto, si en las ciudades, si en cualquier aldea se observan fielmente los mandamientos de Dios si se honran las cosas sagradas, si es frecuente el uso de los sacramentos, si se vive de acuerdo con las normas de vida cristiana, Venerables Hermanos, ya no habrá que hacer ningún esfuerzo para que todo se instaure en Cristo.
34 Y no se piense que con esto buscamos sólo la consecución de los bienes celestiales; también ayudará todo ello, y en grado máximo, a los intereses públicos de las naciones. Pues, una vez logrados esos objetivos, los próceres y los ricos asistirán a los más débiles con justicia y con caridad, y éstos a su vez llevarán en calma y pacientemente las angustias de su desigual fortuna; los ciudadanos no obedecerán a su ambición sino a las leyes; se aceptará el respeto y el amor a los príncipes y a cuantos gobiernan el Estado, cuyo poder no procede sino de Dios [xliv].
35 ¿Qué más? Entonces, finalmente, todos tendrán la persuasión de que la Iglesia, por cuanto fue fundada por Cristo, su creador, debe gozar de una libertad plena e íntegra y no estar sometida a un poder ajeno; y Nos al reivindicar esta misma libertad, no sólo defendemos los derechos sacrosantos de la religión, sino que velamos por el bien común y la seguridad de los pueblos. Es evidente que la piedad es útil para todo [xlv]: con ella incólume y vigorosa el pueblo habitará en morada llena de paz [xlvi].

Exhortación final
Que Dios, rico en misericordia [xlvii], acelere benigno esta instauración de la humanidad en Cristo Jesús; porque ésta es una tarea no del que quiere ni del que corre sino de Dios que tiene misericordia [xlviii] y nosotros, Venerables Hermanos, con espíritu humilde[xlix], con una oración continua y apremiante, pidámoslo por los méritos de Jesucristo. Utilicemos ante todo la intercesión poderosísima de la Madre de Dios: Nos queremos lograrla al fechar esta carta en el día establecido para conmemorar el Santo Rosario; todo lo que Nuestro Antecesor dispuso con la dedicación del mes de octubre a la Virgen augusta mediante el rezo público de Su rosario en todos los templos, Nos igualmente lo disponemos y lo confirmamos; y animamos también a tomar como intercesores al castísimo Esposo de la Madre de Dios, patrono de la Iglesia católica, ya San Pedro y San Pablo, príncipes de los apóstoles.
Para que todos estos propósitos se cumplan cabal mente y todo salga según vuestros deseos, imploramos la generosa ayuda de la divina gracia. y en testimonio del muy tierno amor de que os hago objeto a vosotros ya todos los fieles que la providencia divina ha querido encomendarnos, os impartimos con todo cariño en el Señor la bendición apostólica a vosotros, Venerables Hermanos, al clero y a vuestro pueblo.

 Dado en Roma junto a San Pedro, el día 4 de octubre de 1903, primer año de Nuestro Pontificado.
PÍO PAPA X
REFERENCIAS
[i]Epp. 1. III. ep. 1
 [vi] Salm. 2, 1
[vii] Job, 21, 14
[viii] 2 Tes. 2,3
[ix] 2 Tes. 2, 4
[x] Sab. 11, 24
[xi] Salm. 77, 65
[xii] Salm. 67, 22
[xiii] Salm. 46, 7
[xiv] Salm. 9, 20.
[xv] Salm. 9, 19
 [xxi] Hom. de capto Eutropio, n. 6
[xxii] Apc. 12, 10
[xxiii] Gal. 4, 19
[xxiv] Gal. 4, 19 
[xxv] Gal. 2, 20
[xxvi] Filip 1, 21
[xxvii] Efes. 4, 13 
[xxviii] I Tim. 5, 22
[xxix] I Tim. 5, 22   
[xxx] I Tim. 6, 20 s.  
[xxxi] Rom. 9, 2  
[xxxii] Tren 4, 4
[xxxiii] Lc. 4, 18-19 
[xxxiv] Jud. 10 
[xxxv] Mt. 28, 19 
[xxxvi] 3 Rey 19, 11
[xxxvii] 2 Tim. 4, 2
[xxxviii] Mt. 11, 28
[xxxix] Is. 42, 1 s. 
[xl] I Cor. 13, 4
[xli]I Cor. 4, 12 s.
[xlii] Ecli. 17, 12
[xliii] Hech 20, 28
[xliv] Rom. 13, 1
[xlv] I Tim. 4, 8
[xlvi] Is. 32, 18
[xlvii] Efes. 2, 4
[xlviii] Rom. 9, 16

[xlix] Dam. 3, 39

jueves, 8 de mayo de 2014

SAN PEDRO JULIÁN EYMARD: LA EUCARISTÍA Y LA GLORIA DE DIOS

LA EUCARISTÍA Y LA GLORIA DE DIOS

Ego honorifico Patrem meum
“Yo honro a mi Padre” (Jn 8, 49)

Jesucristo, nuestro Señor, no ha querido permanecer con nosotros aquí en la tierra sólo por medio de su gracia, de su verdad y de su palabra, sino, que también quiso quedarse en persona.
Así que nosotros poseemos al mismo Jesucristo que vio la Judea, aunque bajo otra forma de vida. Ahora viste el ropaje sacramental, es verdad; mas no por eso deja de ser el mismo Jesucristo, el mismo hijo de Dios e hijo de María.
La gloria de Dios: eso es lo que Jesucristo procuró mientras vivió en la tierra, y eso es lo que, en el augusto Sacramento, constituye el fin principal de todos sus deseos. Puede decirse que Jesucristo tomó el estado sacramental para seguir honrando y glorificando a su Padre.

I
El Verbo divino reparó, por la encarnación, y restauró la gloria del creador, oscurecida en la creación por el pecado del primer hombre, a que le arrastró la soberbia.
Para ello se humilló el Verbo eterno hasta unirse a la naturaleza humana; tomó carne en el purísimo seno de María y se anonadó a sí mismo tomando forma de esclavo.
Rescatado el hombre con el precio de su divina sangre, devuelta a su Padre una gloria infinita con todos los actos de su vida mortal y purificada la tierra con su presencia personal, Jesús subió glorioso al cielo, pues su obra quedaba terminada.
¡Oh qué día más glorioso para la celestial Jerusalén el de la triunfante ascensión del Salvador!
¡Pero día triste y muy triste para la tierra, porque se aleja de ella su rey y su reparador! ¿No sería de temer que allá, en la patria de los bienaventurados, se convirtiese bien pronto la tierra en objeto de mero recuerdo, que no tardará en olvidarse y acaso en objeto de ira y de venganza?
Cierto que Jesús deja establecida su Iglesia entre los hombres, y en ella buenos y santos apóstoles; ¡pero éstos no son el divino maestro!
En la Iglesia habrá también muchos y muy santos imitadores de Jesús, su divino modelo; pero al fin son hombres como los demás, con sus defectos e imperfecciones, y nunca libres, mientras viven en la tierra, de caer en los profundos abismos de la culpa.
Si la reparación obrada por Jesucristo y la gloria devuelta a su Padre con tantos trabajos y sufrimientos las dejase en manos de los hombres, ¿no habría que temer por su mal resultado? ¿No sería a todas luces arriesgado encomendar la obra de la redención del mundo y de la glorificación de Dios a hombres tan incapaces e inconstantes siempre?
No, no; ¡no se abandona así un reino conquistado a costa de tan inauditos sacrificios como son la encarnación, pasión y muerte de un Dios!
¡No se expone a tales riesgos la ley divina del amor!

II
Entonces, ¿qué hará el Salvador?
Permanecerá sobre la tierra. Continuará para con su eterno Padre el oficio de adorador y glorificador. Se hará Sacramento para la mayor gloria de Dios.
¿No veis a Jesús sobre el altar... en el sagrario? Está allí... Y ¿qué hace?
Adora a su Padre, le da gracias, intercede por los hombres, se ofrece a Él como víctima, como hostia propiciatoria para reparar la gloria de Dios, que sufre menoscabo continuamente. Allí está sobre su místico calvario repitiendo aquellas sublimes palabras: “¡Padre, perdónalos...; te ofrezco por ellos mil sangre..., mis llagas...!”
Se multiplica por todas partes; dondequiera sea preciso ofrecer alguna expiación. En cualquier sitio que se establezca una familia cristiana, allá va Jesús a formar con ella una sociedad de adoración, para glorificar a su Padre, adorándole Él mismo y haciendo que le adoren todos en espíritu y en verdad.
Y el Padre, satisfecho y glorificado cuanto merece, exclama:
“Mi nombre es grande entre las naciones; desde el oriente al ocaso se me ofrece una hostia de olor agradable”.

III
¡Oh maravilla de la Eucaristía! Jesús por su estado sacramental rinde homenaje a su Padre de manera tan nueva y sublime que nunca jamás recibió otro igual de criatura alguna, ni aun pudo hasta cierto punto recibirlo tan grande del mismo redentor aquí en la tierra.
¿En qué consiste este homenaje extraordinario?
En que el rey de la gloria, revestido en el cielo de la infinita majestad y poder de Dios, inmola exteriormente en el santísimo Sacramento, no solamente su gloria divina, como en la encarnación, sino también su gloria humana y las cualidades gloriosas de su cuerpo resucitado.
No pudiendo honrar a su Padre, en el cielo, con el sacrificio de su gloria, Jesucristo desciende a la tierra y se encarna de nuevo sobre el altar; el Padre puede contemplarle todavía tan pobre como en Belén; aunque continúe siendo rey de cielo y tierra y tan humilde y obediente como en Nazaret, puede verle sujeto no sólo a la ignominia de la cruz, sino a la más infamante de las comuniones sacrílegas y sometido a la voluntad de sus amigos y profanadores...
Así procura la gloria de su Padre este mansísimo Cordero, inmolado sin exhalar una queja; esta inocente víctima que no sabe murmurar; este glorioso Salvador que jamás pide venganza.
Mas ¿para qué todo esto?
Para glorificar a su Padre, por la continuación mística de las más sublimes virtudes; por el sacrificio perpetuo de su libertad, de su omnipotencia y de su gloria inmoladas por puro amor, en el santísimo Sacramento, hasta la última hora del mundo.

Presentando Jesucristo aquí en la tierra, con sus humillaciones, un contrapeso eficaz al orgullo del hombre y rindiendo, por esta razón, una gloria infinita a su Padre, le consuela vivamente. ¡Qué razón de la presencia eucarística más digna del amor de Jesús a su eterno Padre!

sábado, 3 de mayo de 2014

P. JEAN CROISSET SJ. VIDA DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA: XIV. La Santísima Virgen se desposa con San José.

XIV.  La Santísima Virgen se desposa con San José.


Luego que la santísima Virgen hubo cumplido los quince años, se juntaron sus parientes más cercanos, todos de la tribu de Judá, y de la familia de David con ella. Entre todos los que estaban en estado de casarse con María, se eligió a san José, a quien la Divina Providencia había destinado desde la eternidad para ser el tutor y el padre legal y putativo del Salvador, como esposo de María, madre natural y verdadera de Jesús. algunos son de parecer que era tío de la santísima Virgen, o a lo menos su primo hermano; lo cierto es, que era uno de sus parientes más cercanos, de la misma tribu y de la misa sangre Real que ella, aunque la fortuna le había reducido a la humilde condición de artesano, pues era carpintero; pero, por más oscura que fuese su condición, ningún hombre, dice san Epifanio, fue jamás, ni más noble, ni más rico que él a los ojos de Dios; ninguno llegó con mucho al mérito, a la pureza y a la eminente santidad de este gran Patriarca; el mismo santo Padre añade, que san José era entonces de una edad muy avanzada, y que prevenido desde su primera juventud en una gracia especial, casi desconocida en aquel tiempo entre los judíos, no había querido jamás casarse, resuelto a guardar perpetua virginidad toda su vida; que si asintió a la caída de la edad al casamiento con María, su parienta, fue porque conociendo su eminente virtud y su extraordinario amor a la castidad, se prometió vivir siempre virgen en el matrimonio, también se cree que entrambos se habían convenido en ello antes de desposarse.

Se efectuó el matrimonio en Jerusalén. No tanto fueron, dice el célebre Gerson, dos esposos los que contrajeron, cuanto una virginidad que se enlazó con otra: Virginitas nupsit. Jamás vio el cielo esponsales tan santos, ni más dignos de ser honrados con la asistencia de toda la corte celestial; y es probable que lo fueron de la de todos los espíritus bienaventurados. Muchas iglesias celebran fiesta particular a los Desposorios de María con José el 22 de enero, que se cree haber sido el día de esta augusta ceremonia (En España se celebra el 26 de noviembre). Jamás se vio casamiento más digno ni más feliz, porque jamás hubo casamiento tan santo; si María recibió un custodio y un protector de su virginidad, José, dice san Juan Damasceno, recibió con ser esposo de María la más augusta cualidad que se puede imaginar sobre la tierra: Virum Mariæ; nihil præterea dici potest. Santo Tomás es de parecer que a poco tiempo de haberse celebrado este dichoso matrimonio, san José y la santísima Virgen hicieron de mutuo consentimiento voto de virginidad, o le renovaron. Este acto de religión, dice el santo Doctor, es demasiado perfecto, para que dos personas tan santas se descuidasen de hacerle; y sus inclinaciones sobre este particular estaban demasiado conformes para no convenir en la práctica de una tan admirable virtud, estando animados entrambos de un mismo Espíritu Santo, que es el que tiene un cuidado particular de las almas castas.


El voto de perpetua castidad había sido hasta entonces inaudito, porque había sido desconocido; pues aunque había habido santos personajes en el Antiguo Testamento que había vivido celibatos, como Elías, Eliseo, Daniel y los tres jóvenes que fueron conservados milagrosamente en el horno encendido de Babilonia, no nos consta se hubiesen obligado por voto a vivir en un estado tan perfecto. María, dice san Ambrosio, es la primera que ha dado ejemplo de esta virtud, y la que por el voto que hizo de perpetua virginidad levantó sobre la tierra el estandarte, digámoslo así, de la virginidad; y la que por su ejemplo ha atraído tras sí aquella infinidad de vírgenes que siguen al Esposo celestial, y componen su brillante corte, según las palabras ya citadas de real Profeta: Adducentur regi virgines post eam. Esta Esposa tan querida, esta Madre tan digna, ¡oh Rey de gloria! Te traerá tras sí una infinidad de almas puras e inocentes, un sinnúmero de vírgenes que, siguiendo su ejemplo, te consagrarán su virginidad, y vendrán alegres y gozosas a consagrarse a ti en tu templo: in lætitia et exultatione adducentur in templum regis. ¿Por ventura novemos cumplida a la letra esta profecía en todas esas santas y numerosas comunidades de religiosas, de quienes debe ser el modelo, según el espíritu de su instituto? Quiso Dios que esta Virgen purísima, que había de ser Madre de su Hijo sin dejar de ser virgen, se casara, dice san Jerónimo, lo primero, para que se pudiese saber que era de la tribu de Judá y de la raza de David, porque no se podía tejer la genealogía de las mujeres entre los judíos sino por medio de las de sus maridos: Ut per generationem Joseph origo Mariæ monstraretur. Lo segundo, para que su milagroso preñado no se la imputase a delito; lo que no hubiera podido evitar si no se hubiera casado. Lo tercero, para que en su huida a Egipto, para librar al niño Jesús de la crueldad de Herodes, tuviese el socorro y alivio de su esposo, tanto en el viaje como en la detención que había de hacer en aquella tierra extranjera: Ut in ægyptum fugiens, haberet solatium. San Ignacio, mártir, añade todavía otra razón, dice el mismo san Jerónimo, para que el demonio, dice el Santo, ignorase la milagrosa concepción del Mesías, pareciéndole que no podía haber nacido de una virgen habiendo nacido de una mujer casada: Ut partus ejus celaretur diabolo, dum eum putat non de virgine sed de uxore generatum. Fácilmente se deja comprender cuál sería la vida santa y edificante de los dos santos Esposos; ¡qué paz, qué virtud, qué mutua veneración en esta augusta familia! Nazaret admiraba la eminente santidad y las pasmosas virtudes del uno y del otro; pero ignoraba el valor del tesoro que poseías; sola la celestial Jerusalén conocía todo el mérito de ambos; sola ella sabía que María era el templo vivo del Espíritu Santo y el santuario de la Divinidad, como la llaman los santos Padres. Vivió esta Señora con gran retiro todo el tiempo que estuvo en Nazaret; su ocupación ordinaria era la oración y la contemplación. Como no perdía jamás a Dios de vista, ni el trabajo de manos interrumpía su oración, ni el cuidado de su corto ajuar su íntima unión con Dios; jamás se vio modestia tan perfecta ni tan respetable; con solo dejarse ver, infundía un respeto y una veneración sin igual. Rara vez se la veía en público, dice san Ambrosio; el retiro tenía para ella atractivos maravillosos. Conversaba poco con los hombres, porque toda su conversación era en los cielos; la caridad reglaba todas sus visitas, y todos experimentaban los efectos de su misericordia: Eos solos solita cætus virorum invisere, quos misericordia non erubesceret.

viernes, 2 de mayo de 2014

P. JEAN CROISSET SJ. VIDA DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO SACADA DE LOS CUATRO EVANGELISTAS: XIV. El primer milagro que hace Jesucristo en público.

XIV.  El primer milagro que hace Jesucristo en público.



Hasta aquí no había hecho el Hijo de Dios cosa que por lo estupendo diese golpe a los hombres: los cinco discípulos que se le habían juntado, habían sido atraídos solamente por los lazos secretos de la gracia, por la virtud todopoderosa de su palabra, y por la unción de sus conversaciones; pero habiendo llegado a Nazaret, fue convidado con su Madre y sus discípulos a una boda que se celebraba en Caná, pequeño pueblo de Galilea poco distante de Cafarnaúm. Jesucristo nunca hacía nada que no fuese con algún fin y por algún motivo sobrenatural; todo era perfecto en este Señor, aun en sus acciones las más comunes: convidado a la boda, se dignó asistir a ella. A mitad de la comida, habiendo faltado el vino, la santísima Virgen, que estaba puesta a la mesa junto a Él, advirtiendo la turbación en que se hallaban aquellos a cuyo cargo estaba la función, y queriendo ahorrarles a los que les habían convidado la confusión que les iba a causar esta falta, dio a conocer sencillamente al Salvador el deseo que tenía de que se sirviese en esta ocasión de su omnipotencia para remediar milagrosamente una tan urgente necesidad; le respondió Jesús: Mujer, ¿qué te va a ti ni a mí en esto? (Joan. II). (La palabra mujer, de que se sirve Jesucristo en esta ocasión, no es un término de arrogancia, y mucho menos de menosprecio: la voz mujer era entre los hebreos un término político y de respeto, como lo es entre los franceses el de madama, y entre los españoles el de señora). Todavía no ha llegado mi hora; quiere decir, que sin que la Virgen se lo hubiera rogado, no hubiera empezado tan pronto a manifestarse al mundo con milagros públicos. No tenía necesidad la santísima Virgen de una respuesta más positiva; sabía demasiado bien que su Hijo no era capaz de negarle nada, y que bastaba mostrarle su inclinación para ser oída al mismo instante; así se vio que llamó luego a los criados, y les dijo que hicieran puntualmente cuanto Jesús les dijese. Había en la casa seis tinajas de piedra; es decir, de aquella especie de alabastro que con facilidad se deja trabajar del cincel, y aun se puede tornear: estas tinajas estaban muy en uso entre los judíos; se servían de ellas para lavar los vasos en que bebían, y los cuchillos y otras cosas de que se servían a la mesa; como también por si alguno quería lavarse las manos y la cara, que es lo que llamaban los judíos purificación; cabía en cada una de estas tinajas sesenta u ochenta azumbres de agua, que es lo que hacen las dos o tres metretas que dice el Evangelio. Dijo Jesús a los que le servían que llenaran de agua las tinajas; y al instante aquella agua se convirtió en un excelente vino. Este fue el primer milagro estupendo que hizo en público el Salvador, cuya vida fue después un continuo tejido de prodigios. Todo es lección, todo es misterio en la vida de Jesucristo; a ruegos de la santísima Virgen hace el Salvador su primer milagro; la transustanciación del agua en vino, por medio de este primer milagro, es figura de la que había de hacer el Señor al fin de su vida; la que debía renovarse continuamente hasta el fin de los siglos en la adorable Eucaristía por la transustanciación del pan y del vino en su cuerpo y en su sangre. La fama de este prodigio se extendió bien pronto por toda la comarca.

No tardaron mucho en oírse en Cafarnaúm, que no distaba sino dos o tres leguas de Caná, las alabanzas que le daban al nuevo Profeta. Era Cafarnaúm una ciudad de mucho tráfico junto al mar de Tiberíades, en la parte donde recibe las aguas del Jordán. En esta ciudad hizo Jesucristo su principal mansión; y con este motivo vino a ser bien presto este pueblo el teatro de su predicación y de sus prodigios. Sin embargo, como la fiesta de Pascua estaba cerca, marchó a Jerusalén, y se fue en derechura al templo; encontró en el atrio o pórtico de Salomón una especie de feria, en que se vendían animales para los sacrificios; se veían también allí cambiantes sentados al mostrador que prestaban dinero a grandes intereses, o bajo de caución, a los que les faltaba para comprar las cosas necesarias durante la feria. Indignado el Salvador de aquella profanación que los sacerdotes habían dejado introducir, y de que sacaban su lucro, y animado del más vivo celo de la gloria de su Padre, habiendo hecho como un azote de cordeles delgados, echó del templo todos los animales, arrojó a tierra el dinero de los cambiantes y sus mesas; y a los que vendían palomas les dijo: Quitad esto de aquí, y no hagáis de la casa de mi Padre una casa de negociación. ¿Qué hubiera hecho el Salvador, dice el venerable Beda, si hubiera visto que había contiendas y riñas en el templo; que muchos se abandonaban en él a risotadas disolutas, que se hablaba de bagatelas? ¿Qué hubiera hecho con los tales el que echó del templo a los que en él compraban lo necesario para ofrecer sus sacrificios? ¿Y qué hubiera hecho si hubiera visto las irreverencias y profanaciones que vemos en el día de hoy?

La sumisión con que recibieron todos esta corrección de una persona que parecía no tener ningún derecho para hacer un acto tan expreso de autoridad, y que todavía no se había manifestado con milagros, ha parecido a los santos Padres un milagro particular; lo cierto es que aquel hombre, tan poco conocido hasta entonces, vino a ser desde aquel punto la admiración de toda la Judea.


Todo el tiempo que Jesucristo se detuvo en Jerusalén fue una continua serie de prodigios. Las enfermedades más incurables desaparecían delante de Él; los demonios no podían sufrir su presencia; no había energúmeno que no quedase libre a la menor insinuación de su voluntad; las olas se endurecían debajo de sus pies; el mar, los vientos, las tempestades, todo obedecía a su voz; los cielos, la tierra, los infiernos, todo cedía, todo estaba sujeto a sus órdenes; al menor de sus preceptos toda la naturaleza olvidaba su armonía, sus reglas y sus leyes; mandaba a todas las criaturas, no como oficial subalterno, ni tampoco como ministro del Altísimo, sino como dueño absoluto, y con un pleno y supremo poder; en todo obraba como Dios-Hombre. Si resucitaba los muertos y curaba todas las enfermedades, era en su propio nombre; cuando hacía milagros, no suplicaba, sino mandaba; todos los milagros que obraba tenían un carácter de autoridad soberana que le era personal; este poder supremo no le era extraño, ni le venía de afuera; hablaba el lenguaje de los hombres; pero obraba como Dios. Un Elías, un Eliseo y otros muchos grandes profetas habían hecho milagros; pero haciéndolos, habían hecho ver que solo eran ministros de la autoridad suprema. Solo Jesucristo obra con autoridad propia en cuantos prodigios hace. Levantaos, dice a los muertos: yo os lo mando, sanad, dice a los que iban a espirar: yo soy quien os lo dice; y cuando hasta los mismos Ángeles se contentan con decir al demonio: el Señor ejerza su imperio sobre ti: Jesucristo, que los echaba de los cuerpos en su propio nombre, habla de una manera mucho más terminante y precisa: Sal de ese cuerpo, dice, espíritu maligno, yo te lo mando. Hasta los menores de sus discípulos se hacen obedecer de estos espíritus soberbios desde el punto que les mandan en nombre de Jesucristo.

jueves, 1 de mayo de 2014

SAN PEDRO JULIÁN EYMARD: LA EUCARISTÍA, NECESIDAD DE NUESTRO CORAZÓN

LA EUCARISTÍA, NECESIDAD DE NUESTRO CORAZÓN


Fecisti nos ad Te, Deus!
¡Oh Dios mío, para ti has hecho nuestro corazón!

¿Por qué está Jesucristo en la Eucaristía? Muchas son las respuestas que pudieran darse a esta pregunta; pero la que las resume todas es la siguiente: porque nos ama y desea que le amemos. El amor, este es el motivo determinante de la institución de la Eucaristía.
Sin la Eucaristía el amor de Jesucristo no sería más que un amor de muerto, un amor pasado, que bien pronto olvidaríamos, olvido que por lo demás sería en nosotros casi excusable.
El amor tiene sus leyes y sus exigencias. La sagrada Eucaristía las satisface todas plenamente. Jesucristo tiene perfecto derecho de ser amado, por cuanto en este misterio nos revela su amor infinito.
Ahora bien, el amor natural, tal como Dios lo ha puesto en el fondo de nuestro corazón, pide tres cosas: la presencia o sociedad de vida, comunidad de bienes y unión consumada.

I
El dolor de la amistad, su tormento, es la ausencia. El alejamiento debilita los vínculos de la amistad, y por muy arraigada que esté, llega a extinguirla si se prolonga demasiado.
Si nuestro señor Jesucristo estuviese ausente o alejado de nosotros, pronto experimentaría nuestro amor los efectos disolventes de la ausencia.
Está en la naturaleza del hombre, y es propio del amor el necesitar para vivir la presencia del objeto amado.
Mirad el espectáculo que ofrecen los pobres apóstoles durante aquellos tres días que permaneció Jesús en el sepulcro.
Los discípulos de Emaús lo confiesan, casi han perdido la fe: claro, ¡cómo no estaba con ellos su buen maestro!
¡Ah! Si Jesús no nos hubiera dejado otra cosa por ofrenda de su amor que Belén y el calvario, ¡pobre Salvador, cuán presto le hubiéramos olvidado! ¡Qué indiferencia reinaría en el mundo!
El amor quiere ver, oír, conversar y tocar.
Nada hay que pueda reemplazar a la persona amada; no valen recuerdos, obsequios ni retratos... nada: todo eso no tiene vida.
¡Bien lo sabía Jesucristo! Nada hubiera podido reemplazar a su divina persona: nos hace falta Él mismo.
¿No hubiera bastado su palabra? No, ya no vibra; no llegan a nosotros los acentos tan conmovedores de la voz del Salvador.
¿Y su evangelio? Es un testamento.
¿Y los santos sacramentos no nos dan la vida? Sí, mas necesitamos al mismo autor de la vida para nutrirla.
¿Y la cruz? ¡La cruz... sin Jesús contrista el alma!
Pero ¿la esperanza...? Sin Jesús es una agonía prolongada. Los protestantes tienen todo eso y, sin embargo, ¡qué frío es el protestantismo!, ¡qué helado está!
¿Cómo hubiera podido Jesús, que nos ama tanto, abandonarnos a nuestra triste suerte de tener que luchar y combatir toda la vida sin su presencia?
¡Oh, seríamos en extremo desventurados si Jesús no se hallara entre nosotros! ¡Míseros desterrados, solos y sin auxilio, privados de los bienes de este mundo y de los consuelos de los mundanos, que gozan hasta saciarse de todos los placeres..., una vida así sería insoportable!
¡En cambio, con la Eucaristía, con Jesús vivo entre nosotros y, con frecuencia, bajo el mismo techo, siempre a nuestro lado, tanto de noche como de día, accesible a todos, esperándonos dentro de su casa siempre con la puerta abierta, admitiendo y aun llamando con predilección a los humildes! ¡Ah, con la Eucaristía, la vida es llevadera! Jesús es cual padre cariñoso que vive en medio de sus hijos. De esta suerte, formamos sociedad de vida con Jesús.
¡Cómo nos engrandece y eleva esta sociedad! ¡Qué facilidad en sus relaciones, en el recurso al cielo y al mismo Jesucristo en persona!
Esta es verdaderamente la dulce compañía de la amistad sencilla, amable, familiar e íntima. ¡Así tenía que ser!

II
El amor requiere comunidad de bienes, la posesión común; propende a compartir mutuamente así las desgracias como la dicha. Es de esencia del amor y como su instinto el dar, y darlo todo con alegría y regocijo.
¡Con qué prodigalidad nos comunica Jesús sus merecimientos, sus gracias y hasta su misma gloria en el santísimo Sacramento! ¡Tiene ansia por dar! ¿Ha rehusado dar alguna vez? ¡Jesús se da a sí mismo y se da a todos y siempre! Ha llenado el mundo de hostias consagradas.
Quiere que lo posean todos sus hijos. De los cinco panes multiplicados en el desierto sobraron doce canastos. Ahora la multiplicación es más prodigiosa, porque es preciso que participen todos de este pan.
Jesús sacramentado quisiera envolver toda la tierra en una nube sacramental; quisiera que las aguas vivas de esta nube fecundasen todos los pueblos, yendo a perderse en el océano de la eternidad después de haber apagado la sed de los elegidos y haberlos confortado.
Cuán verdadera y enteramente nuestro es, por tanto, Jesús sacramentado.

III
La tendencia del amor, su fin, es unir entre sí a los que se aman, es fundir a dos en uno, de modo que sean un solo corazón, un solo espíritu, una sola alma.
Oíd a la madre expresar esta idea, cuando abrazando al hijo de sus entrañas, le dice: “Me lo comería”.
Jesús se somete también a esta ley del amor por Él establecida. Tras haber convivido con nosotros y compartido nuestro estado, se nos da a sí mismo en Comunión y nos funde en su divino ser.
Unión divina de las almas, la cual es cada vez más perfecta y más íntima, según la mayor o menor intensidad de nuestros deseos: In me manet et ego in illo. Nosotros permanecemos en Él y Él permanece en nosotros. Ahora somos una sola cosa con Jesús, y después esta unión inefable, comenzada aquí en la tierra por la gracia, y perfeccionada por la Eucaristía, se consumará en el cielo, trocándose en eternamente gloriosa.
El amor nos hace vivir con Jesús, presente en el santísimo Sacramento; nos hace partícipes de todos los bienes de Jesús; nos une con Jesús.

Todas las exigencias de nuestro corazón quedan satisfechas; ya no puede tener otra cosa que desear.