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jueves, 28 de febrero de 2019

SAN PEDRO JULIÁN EYMARD: EL MISTERIO DE FE

EL MISTERIO DE FE


Hoc est opus Dei ut credatis in eum
“La obra de Dios es que creáis en Jesucristo” (Jn 4, 29)

I
Nuestro señor Jesucristo quiere que recordemos continuamente todo lo que ha hecho por nosotros aquí en la tierra, y que honremos su presencia en el santísimo Sacramento por la meditación de todos los misterios de su vida mortal.
Para reproducirnos más al vivo el misterio de la última cena no sólo nos ha conservado el relato de los evangelistas, sino que además se ha constituido Él mismo en recuerdo vivo y personal, dejándonos su divina persona.
Aunque nuestro señor Jesucristo se halla en medio de nosotros, claro está que no podemos verle, ni representarnos el modo como se encuentra en la Eucaristía. Con todo, nuestro Señor se ha aparecido frecuentemente.
¿Por qué no habrá permitido que se sacasen y guardasen algunos retratos de estas augustas apariciones?
¡Ah!, es que Jesucristo sabía muy bien que todos estos retratos no servirían, en definitiva, más que para ocasionar el olvido de su actual y real presencia, oculta bajo los santos velos de la Eucaristía.
Sin embargo –parece decir alguno–, si yo viera, ¿no se aumentaría mi fe? ¿No se aman mejor las cosas que uno ve por sus propios ojos?
Sí; los sentidos pueden servir para confirmar mi fe vacilante, pero Jesucristo resucitado no quiere ponerse al alcance de estos pobres órganos del cuerpo: exige una fe más pura.
Como en Él no solamente hay cuerpo, sino también alma, no quiere que le amemos con un amor sensible, sino que lleguemos hasta su alma por medio de nuestro espíritu y de nuestro corazón sin descubrirle con los sentidos.
Porque, aunque Jesucristo está verdaderamente presente en cuerpo y alma, en el santísimo Sacramento lo está a la manera de los espíritus: los espíritus no se analizan ni se disecan, están fuera del alcance de los sentidos.

II
¿Qué razón podemos tener, por lo demás, para quejarnos? ... Jesucristo ha sabido muy bien armonizarlo todo. Las santas especies, que no le tocan ni forman parte de su divino ser, a pesar de estar a Él inseparablemente unidas, sirven para indicarnos el lugar donde se halla: le localizan y vienen a ser como una condición sin la cual no puede estar presente.
Jesucristo hubiera podido adoptar un estado puramente espiritual; pero entonces, ¿cómo le hubiéramos encontrado?
¡Demos gracias a este nuestro buen Salvador! No está propiamente escondido, sino velado. Cuando una cosa está escondida, no se sabe dónde se halla, y es como si no existiese; mas si está velada, puede decirse que se la posee, que está uno seguro de tenerla, aunque no la vea.
Es mucho para un amigo saber con seguridad que tiene a su lado al amigo íntimo.
Esta seguridad la podemos tener todos: todos podemos ver con claridad el lugar donde está el Señor; miremos la Hostia santa, y estemos seguros de que allí se encuentra.

III
Nuestro señor Jesucristo ha querido ocultarse de esta manera por nuestro bien, por interés nuestro, para que nos veamos obligados a estudiar en Él mismo sus intenciones y sus virtudes.
Si le viéramos con los ojos corporales, cautivaría toda nuestra atención su belleza exterior y no tendríamos para Él más que amor puramente sentimental, mientras que Jesús quiere que le amemos con amor de sacrificio.
¿Quién duda que cuesta mucho trabajo a nuestro Señor ocultarse de esta manera? Preferiría manifestar sus divinas perfecciones y atraerse así los corazones de todos los hombres, pero no lo hace por nuestro bien.
Con este procedimiento consigue que nuestro espíritu ejercite su actividad en la consideración de este misterio augusto, y aguijoneada la fe con estas consideraciones, nosotros penetramos en nuestro señor Jesucristo.
En vez de aparecer visible a los ojos del cuerpo se da a conocer a nuestra alma, iluminándola con su luz divina. Se manifiesta a nosotros por su propia luz. Él mismo se muestra luz y objeto de nuestra contemplación, el objeto y medio de nuestra fe.
Sucede aquí que el que más ama y el que es más puro, ve más claramente.
El mismo Jesucristo lo ha dicho: “El que me ama será amado de mi Padre y yo le amaré y me manifestaré a él yo mismo” (Jn 14, 23).
A las amas que se dan a la oración les comunica Jesucristo luces abundantísimas sobre sí mismo, y de esta manera se hace conocer por ellas sin peligro de inducir a error.
Esta luz divina tiene variadísimas fases, según que nuestro señor Jesucristo quiere alumbrarnos con ella, ya acerca de una circunstancia de su vida, ya acerca de otra, de modo que por la meditación de la Eucaristía, que es la glorificación de todos los misterios de la vida de Jesucristo, viene a ser Él, siempre, el objeto de nuestras meditaciones, cualquiera que sea el punto elegido para meditar.

IV
Por esto, ¡cuánto más fácil es meditar en presencia del santísimo Sacramento que en nuestra propia casa o celda!
En casa estamos en presencia de la inmensidad divina; delante del sagrario, en presencia de Jesucristo mismo, que está muy cerca de nosotros.
Y como el corazón va siempre a donde le lleva el espíritu, y el afecto a donde va el pensamiento, resulta más fácil amar delante del santísimo Sacramento. El amor que aquí tenemos es un amor actual, puesto que se dirige a Jesús vivo, presente y renovador en la Eucaristía de todos los misterios de su vida. Quien medite esos misterios en sí mismos, sin darles vida relacionándolos con la Eucaristía, notará en su corazón, a pesar suyo, un grande vacío y sentirá cierta pena. ¡Quién los hubiera podido presenciar!, exclamará.
Pero en presencia de Jesús sacramentado, ¿qué podemos echar de menos? ¿Qué más podemos desear? Todos sus misterios recobran nueva vida en el Salvador allí presente.
Nuestro corazón experimenta las satisfacciones de un gozo actual. Sea que pensemos en su vida mortal o en su vida gloriosa, sabemos que Jesucristo está aquí con su cuerpo, alma y divinidad.
Penetrémonos de estos pensamientos. Podemos representarnos todos los misterios de la vida de Jesús que nos plazcan; pero el pensamiento de su real presencia en la Eucaristía sea siempre el que dé fortaleza y vida a todas nuestras representaciones.
Tengamos muy presente que Jesús está en esa Hostia con todo su ser, y que todos los estados de su vida pasada tienen allí realidad actual. Quien esto ignora puede decirse que anda en nieblas y con una fe lánguida, incapaz de hacerle feliz.

Activemos en nosotros la fe y procuremos llegar hasta la delicadeza de la misma: puede decirse que en esto estriba nuestra felicidad. Nuestro señor Jesucristo quiere hacernos bienaventurados, por sí mismo. Ya sabemos cuán incapaces son los hombres de proporcionarnos la felicidad. Tampoco nos la puede proporcionar la piedad por sí sola, si no va apoyada en la Eucaristía. La verdadera felicidad consiste en la posesión de Dios, y la Eucaristía es Dios totalmente nuestro.

domingo, 24 de febrero de 2019

DOMINGO DE SEXAGÉSIMA. LA PARÁBOLA DEL SEMBRADOR.

DOMINGO DE SEXAGÉSIMA. D2cl.MORADO


Introito extraído del Salmo 42, 23-26
Primera Epístola de San Pablo a los Corintios 11, 19-33; 2, 1-9
Evangelio según San Lucas 8, 4-15

El domingo de la Sexagésima no tiene otro misterio en su nombre, como ya se ha dicho, que el número de seis semanas hasta el domingo de Pasión, y los cuarenta días de ayuno para los que no ayunaban los jueves o los sábados, y que por consiguiente comenzaban la Cuaresma al otro día del domingo de la Sexagésima.

La Iglesia en la semana de la Septuagésima toma por asunto de los oficios nocturnos la historia de la creación y de la caída del primer hombre, y en la de la Sexagésima ha elegido en la Escritura la historia de la reparación del género humano después del diluvio. La primera contiene la historia del Génesis desde Adán hasta Noé, y esta desde Noé hasta Abraham comprende la segunda edad del mundo.

La institución de la Sexagésima ha seguido casi en todas partes a la de la Septuagésima, y pueden las dos considerarse como de una misma antigüedad; mas habiéndose advertido en lo sucesivo que la dispensa del ayuno del jueves o el sábado, durante la Cuaresma, no tenía más objeto que el endulzar por esta interrupción la continuación del santo ayuno, lo Padres del cuarto concilio de Orleans, celebrado en el año de 541, miraron esta templanza como un abuso y una relajación en la disciplina, y establecieron un canon por el cual ordenaron la uniformidad en todas las iglesias del reino de Francia para la observancia del ayuno de Cuaresma, conforme al uso de la Iglesia Romana, y prohibieron a todo sacerdote u obispo el indicar o prescribir el principio de la santa cuarentena al otro día de la Sexagésima, queriendo que los cuarenta días de ayuno no fuesen interrumpidos mas que por el santo día del domingo, el cual siendo mirado en la Iglesia como la octava continua de la fiesta gloriosa de la Resurrección, es un día de regocijo, exento por consiguiente del ayuno.

Algunos consideran también el domingo de la Sexagésima como un día consagrado en parte en honor o a la memoria del apóstol san Pablo. La oración de la Misa está bajo de su invocación particular, esto es, es una súplica hecha a Dios por su intercesión; no se ve otra razón que pueda traerse para la elección que la Iglesia ha hecho en este día de la invocación de san Pablo, sino porque la estación de los fieles en Roma está asignada para este día a la Iglesia de este santo Apóstol.

La Epístola de la Misa no es otra cosa que la historia o descripción que el mismo san Pablo hace a los corintios de sus trabajos evangélicos, de sus sufrimientos, de su arrebatamiento al tercer cielo, de sus tentaciones, y de todo lo que ha creído que convenía decir de sí para oponerlo a la vanidad de los falsos apóstoles, que no omitían nada para hacerse valer y para desacreditar a san Pablo entre los corintios.

No bien hubo el Apóstol salido de Corinto, cuando el demonio, irritado por las prodigiosas conquistas que este Apóstol de las naciones había hecho para Jesucristo, envió inmediatamente allá sus emisarios. Eran estos unos cristianos en la apariencia muy celosos, los cuales, siendo judíos, querían mezclar las ceremonias de la ley con el Evangelio, y para desacreditar a san Pablo, cuya doctrina no concordaba con la suya, hablaban incesantemente con tanto desprecio de él, como ventajosamente de sí mismos. Se atrevían a sostener que san Pablo era relajado en su moral, y que bajo el pretexto de hacer valer la nueva ley, aniquilaba la antigua. Que no había recibido su misión ni de Jesucristo ni de los primeros apóstoles. Que tampoco había dado prueba alguna de su apostolado; que despreciable por su persona no lo era menos por sus talentos, y que debían tener por sospechosa su doctrina. Como estos impostores afectaban en lo exterior un aire modesto y estudiado, y se adornaban sin cesar con la máscara de la mortificación, de piedad y de reforma, imponían a los sencillos, y tenían admiradores y partidarios. Informado san Pablo de los artificios malignos de estos seductores, se creyó obligado a emplear todos los remedios propios para prevenir un tan gran mal, y hacer abrir los ojos a los que habían caído en el lazo. Se vio precisado a descubrir aquellos falsos profetas, y demostrar la autenticidad de su misión; y para esto, a pesar de su profunda humildad, a hacer su elogio, haciendo el compendio de la historia de su vida. Nada hay tan ingenioso como el rodeo que da a la necesidad en que se ve de referir hechos que le hacen tanto honor; nada más elocuente que la misma sencillez con que habla en su favor. Previene, por una humilde y sabia precaución, lo que pudiera disgustar en el testimonio ventajoso que se ve obligado a dar de sí mismo. Sé yo bien, dice, que no es propio de la sabiduría el elevarse; pero sé también que sois sobrados caritativos, y sufriréis un poco mi flaqueza. Porque vosotros que sois sabios sufrís de buena gana a los que no lo son; esto es, siendo, como sois, sabios y moderados, no os debe ser penoso el sufrir mis flaquezas. Vosotros que estáis acostumbrados a sufrir los aires imperiosos, las alternarías, las vejaciones de vuestros pretendidos apóstoles, ellos han tratado de exponer vuestra paciencia a pruebas mucho más duras que lo que os la expondremos por las alabanzas que nos concediéremos. Yo lo digo para mi confusión, y acaso para la vuestra: al tiempo que mostráis tanta deferencia hacia esos impostores, nos miráis a nosotros como gentes de poco valor y despreciables, porque no os hemos tratado con tanta altanería. Es solo propio de los herejes y de los falsos doctores el ser imperiosos, altivos, y el hablar siempre como gentes inspiradas; al paso que la dulzura, la modestia, la humildad forman el carácter de los verdaderos Apóstoles.

Como los falsos profetas se gloriaban de su nacimiento, de su celo y de los trabajos que se jactaban haber sufrido por Jesucristo, san Pablo les da en cara con el pormenor conciso de lo que ha hecho y sufrido en las funciones de su ministerio. Vuestros pretendidos apóstoles, dice, se alaban de que son judíos, yo también lo soy; se llaman hijos de Abraham, y yo también; se dicen ministros de Jesucristo, yo también lo soy aún más que ellos, porque he sufrido más trabajos y más prisiones, he sido maltratado con exceso, y en muchos lances me he visto a pique de perder la vida. Cinco veces he recibido de los judíos treintainueve azotes; tres veces he sido golpeado con varas, es decir, que los judíos me han hecho azotar cinco veces, y como la ley les prohibía el dar más de cuarenta golpes, para no ponerse en peligro de violarla no pasaban jamás del número de treintainueve por delicadeza de conciencia. He sido golpeado con varas por los romanos; porque éstos se servían con más frecuencia de varas, así como los judíos se servían ordinariamente de correas. En seguida continúa el santo Apóstol refiriendo todos los peligros que ha corrido, y lo que ha tenido que sufrir de parte de los falsos hermanos. Como el ministerio de Jesucristo y de sus Apóstoles es un misterio de trabajo, de persecución y de sufrimiento, san Pablo prueba por aquí la verdad de su misión y de su apostolado. Al dar el Hijo de Dios la misión a sus discípulos, les había dado el poder de hacer milagros, y les había predicho que tendrían que sufrir persecuciones (Mt. X). San Pablo presenta estas dos pruebas de su apostolado cuando dice a los corintios: Yo os he ofrecido las señales de mi apostolado por una paciencia a prueba de todo, por los milagros, los prodigios, otras tantas pruebas del poder divino. Forma luego un pormenor largo de los trabajos de su celo infatigable y de su caridad inmensa: he sido apedreado una vez; he naufragado tres veces; he estado un día y una noche en la profundidad del mar. San Juan Crisóstomo y santo Tomás creen que el Apóstol estuvo un día y una noche en medio del mar después de un naufragio, habiéndose visto obligado todo este tiempo o a nadar, o a sostenerse sobre algunos restos del navío, combatiendo contra las olas, los vientos y la muerte misma. Añadid a todo esto el cuidado de todas las iglesias y la multitud de negocios de que estoy como sitiado. Además lo que sufre mi corazón por el ardor de mi caridad con todos y de mi celo. ¿Quién hay que desfallezca, que no me haga a mí desfallecer? ¿Quién da una caída, un paso falso, que no me ocasione un dolor intenso?

Yo sé, continúa, que vuestros falsos profetas se vanaglorian eternamente de que son favorecidos de Dios, y tratan de sorprenderos con la relación pomposa de sus pretendidas revelaciones. Sabed, hermanos míos, que Dios no se comunica a aquellos que no tienen su espíritu, y que no se someten a la Iglesia. Pero pues que ellos tratan de sorprenderos con hechos supuestos, me veo obligado a descubrirme a vosotros, debiendo yo a Dios los favores singulares de que me ha colmado, y que yo había resuelto sepultar en un eterno silencio. Porque si yo hubiese de gloriarme, no lo haría por mi voluntad mas que de las cosas que me humillan. No me es decente, añade, el gloriarme; mas pues me veo precisado a ello por la necesidad de defenderme contra mis calumniadores, yo traeré aquí, con toda la sinceridad de que Dios es testigo, lo que pasó de extraordinario en mí hace catorce años, cuando fui elegido con Bernabé para predicar el Evangelio a las naciones ya los diferentes pueblos. Aquí la molestia y el trabajo que costaba a san Pablo el hablar de sus revelaciones le hacen hablar en tercera persona. Es una gran disposición para recibir de Dios las gracias más singulares el saberlas sepultar en un silencio tan largo. Y ciertamente, después de catorce años concedidos a la humildad, era muy justo que el Apóstol concediese también alguna cosa a la caridad, y a la edificación de sus hermanos y aun de toda la Iglesia.

Yo sé, dice, que un hombre consagrado a Jesucristo fue arrebatado hace catorce años hasta el tercer cielo: si esto fue con el cuerpo, o sin el cuerpo, es decir, en un éxtasis, esto es lo que yo no sé; Dios lo sabe. Yo solamente sé que él ha oído cosas llenas de misterios, de las que no es lícito a un hombre hablar. San Agustín y muchos santos Padres creen que las cosas misteriosas que san Pablo había visto u oído eran superiores al alcance del entendimiento humano, y que una lengua humana no hubiera jamás podido expresar ni dar una justa idea de ellas. Que el tercer cielo adonde fue arrebatado es la mansión de los bienaventurados, según los judíos, y que Dios le descubrió allí los más secretos misterios de la religión cristiana, que ciertamente son superiores al concepto y a las expresiones de los entendimientos más sublimes y más sutiles. Sin embargo, como en esta relación de los favores celestiales el santo Apóstol no perdía nunca de vista la humildad, su virtud favorita, añade que en medio de todos estos insignes favores, de que el Señor le ha colmado, le ha dejado el aguijón de la carne, que le ha hecho conocer su flaqueza, y que sirve de contraveneno a todos los sentimientos de la vanidad. El parecer más común es que por esta expresión metafórica ha querido el santo Apóstol indicar las rebeliones de la carne, de que los mayores Santos no siempre están exentos; queriendo Dios darles por medio de esta humillación un ejercicio de paciencia y de mérito, y poner su virtud, aun la más relevante, al abrigo del orgullo. Dios se sirve de la tentación para impedir que uno se infle con sus dones; y se sirve también de la humilde disposición de un alma a quien favorece, para confundir el orgullo del tentador y disipar sus esfuerzos. San Juan Crisóstomo y algunos antiguos han creído que el Apóstol ha pretendido hablar bajo de esta metáfora de las persecuciones, de las aflicciones y de las contradicciones que el demonio le suscitaba en la predicación del Evangelio; pero la primera interpretación es más universalmente seguida. San Pablo dice que ha rogado muchas veces al Señor que le librase de una tentación tan importuna, y que el Señor le ha respondido que le bastaba su gracia. Dios permite al demonio que nos tiente; pero no sufre jamás que seamos tentados sobre nuestras fuerzas, y siempre proporciona sus auxilios a los esfuerzos de nuestros enemigos. Dios no es fiel en la tentación combatiendo con nosotros, nos es fiel después de la tentación coronando nuestras victorias: seámosle fieles por nuestra parte, combatiendo con valor y atribuyéndole la gloria del combate; pero para experimentar el auxilio de la gracia, que Dios no niega jamás a nadie, no nos expongamos temerariamente a la tentación.

El Evangelio de la Misa de este día está tomado del capítulo VIII de san Lucas. Habiendo llegado el Salvador a la orilla del lago de Genesaret, que se llamaba el mar de Galilea, se reunió inmediatamente alrededor de Él una gran multitud que venía de todas las poblaciones vecinas, de tal modo que se vio precisado a entrar en una barca que estaba bogando, y habiéndose sentado en ella, comenzó a instruir a aquella muchedumbre de oyentes esparcidos por la ribera. Su modo de enseñarles, como ya se ha dicho, era el proponerles parábolas tan agradables como útiles; y por medio de estas comparaciones familiares les representaba como en un cuadro las diversas disposiciones y los estados diferentes de las almas, de una manera tan inteligible aun a los entendimientos más groseros, que cada uno comprendía lo que quería enseñarles. He aquí la primera parábola que propuso:

sábado, 23 de febrero de 2019

P. JEAN CROISSET SJ. VIDA DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA: XVIII. Ignora san José el misterio de la Encarnación, y advierte el preñado de la Santísima Virgen.

XVIII. Ignora san José el misterio de la Encarnación, y advierte el preñado de la Santísima Virgen.


La mayor parte de los santos Padres y de los intérpretes son de parecer que la Santísima Virgen no aguardó al parto de santa Isabel, sino que se volvió pocos días antes de él a Nazaret, su dulce y amado retiro. El viaje no entibió su amor a la soledad, ni la manifestación de su Maternidad Divina alteró en nada su profunda humildad. Lo que pasó en Hebron le hacía demasiado honor para no ocultárselo al mismo san José, ni pensaba en descubrirle lo que el Espíritu Santo le había ocultado hasta entonces; pero estaba demasiado adelantada en su preñado para que el casto esposo no lo echase de ver. La alta y justa idea que tenía este de la santidad y de la castidad de su esposa no le permitía sospechar que hubiese cometido la menor infidelidad: por otra parte estaba informado de su voto de virginidad, era testigo de su delicadeza extremada sobre una virtud que le era tan amable; y así no dudó que fuese aquella milagrosa virgen de que habla Isaías al capítulo VII, la cual sin dejar de ser virgen había de dar a luz al Salvador: Ecce virgo concipiet et pariet filium. Lo creyó, dice san Bernardo; y por un consentimiento de humildad y de respeto, semejante a aquel que después hizo decir a san Pedro: Apartaos de mí, Señor, porque soy un pecador; san José, que no era menos humilde que este Apóstol, pensó apartarse de la santísima Virgen, no dudando que estuviese preñada del Salvador: Accipe, et in hoc non meam sed Patrum sentetiam: no soy yo quien defiende esto, dice el santo Abad (hom. 2 sup. Miss. est), como que sale de mí, sino que es el sentir de los santos Padres.

Combatido el santo esposo de varias olas de pensamientos, no sabía a que determinarse. Por una parte no podía resolverse a dejarla, y por otra no se creía bastante santo para quedarse con ella. En esta perplejidad se le apareció un Angel, y le dijo: José, acuérdate que eres de la sangre real de David, de la cual debe descender el Mesías; no creas que es sin misterio el haberte dado el Señor a María por esposa. El niño de que está preñada, y que ha concebido milagrosamente por el Espíritu Santo, es el Salvador del mundo, el Hijo único del Padre eterno, el Mesías prometido: Dios te ha escogido para que seas su tutor, su ayo, y en este sentido su padre; y así no temas el quedarte con María tu esposa, pues eres el custodio, y como el Angel tutelar de su virginidad. Si María hubiese permanecido sin casarse, no hubiera podido ser madre sin infamarse. Cuando nazca el niño le pondrás por nombre Jesús, para dar a conocer a los hombres que este niño es el que los ha de redimir y salvar; y que viene al mundo para ofrecerse en sacrificio a su Padre, en calidad de víctima, por expiación de los pecados de todos los hombres.

Instruido a fondo san José del más grande de todos los misterios, en el cumplimiento del cual quería Dios que tuviese alguna parte, confirmado por el Angel del Señor en el alto pensamiento que había tenido de la sublime dignidad de su santísima esposa, y tranquilo al mismo tiempo contra los terrores, aunque santos, de su humildad; instruido de todo el misterio, penetrado de los más vivos sentimientos de estimación, de amor y de reconocimiento, no miró desde entonces a la Santísima Virgen sino como al templo vivo de la Divinidad, como a la Madre del Mesías y del Redentor, y como a la Reina de los Angeles y hombres. Su veneración hacia ella se aumentó con su ternura, y su amor a ella creció con su respeto. La admiraba como a la mayor de todas las maravillas; la reverenciaba como a la más santa que hubiese habido jamás en la tierra; la honraba como a la persona más respetable del universo; y sus cuidados, su atención y sus oficios correspondieron en todo a su estimación, a su veneración y a su ternura. La Santísima Virgen pasó de este modo con su casto esposo los seis meses de su preñado, viviendo entrambos en un perfecto recogimiento y en una continua meditación de un tan inefable misterio. Este era el asunto ordinario de sus conversaciones, las cuales eran todas espirituales. Más semejantes los dos esposos a los Angeles que a los hombres, pasaron su vida en una perpetua adoración, acompañada de los sentimientos del más vivo reconocimiento y del más puro amor. ¡Con qué profusión derramaba Dios sus más insignes favores y sus celestiales tesoros sobre estas dos almas privilegiadas! ¡Con qué ternura se comunicaba Dios a uno y a otro! No se duda que desde que se obró el inefable misterio de la Encarnación tuvo la Santísima Virgen continuamente un gran número de Angeles destinados únicamente a la conservación y custodia de su sagrada persona, como tan necesaria para la salvación de los hombres, como tan amada de Dios y tan respetada de todo el Cielo.


Se llegaba al término de los nueve meses del preñado de María, cuando queriendo el emperador Augusto tener un estado y razón puntual de las fuerzas y rentas del imperio, mandó hacer la descripción de todos sus súbditos, entre los cuales se comprendían los judíos; e impuso una capitación general, la cual era un tributo en que se pagaba un tanto por cada cabeza. Para ello hizo publicar un edicto en que se mandaba, que para evitar la confusión fuese cada uno al lugar de su origen, se hiciese matricular en los registros públicos, y se pagase por cabeza la suma señalada, como se dijo en la vida de Jesucristo. En todo esto no tenía el Emperador sino fines y motivos de ambición y de avaricia; pero la Providencia disponía así las cosas para que, precisados José y María a concurrir a Belén, viniese al mundo el Mesías en esta pequeña ciudad, en la cual estaba profetizado que había de nacer, y con esto se cumpliese la profecía. Aunque san José y la Santísima Virgen vivían de asiento en Nazaret, ciudad de Galilea, eran no obstante de la tribu de Judá, y de la casa y sangre de David; y por haber nacido David, y haberse criado en Belén, esta ciudad era como el tronco y solar de todos sus descendientes, y había retenido siempre el nombre de ciudad de David; y por lo mismo todos los descendientes de este santo Rey debían ir a matricularse en el registro público de dicha ciudad, según la orden del Príncipe.

viernes, 22 de febrero de 2019

P. JEAN CROISSET SJ. VIDA DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO SACADA DE LOS CUATRO EVANGELISTAS: XVII. La conversión de la Samaritana.

XVII. La conversión de la Samaritana.

Aguardaba allí el Salvador a una mujer de una condición demasiado baja, pero gran pecadora, que había de venir a aquel pozo a sacar agua: en efecto, mientras que los discípulos del Salvador iban a la ciudad a comprar que comer, fue la mujer a sacar agua del pozo; era la tal de la secta de los samaritanos, enemigos declarados de los judíos. Estas dos naciones se tenían un odio recíproco. Habiéndole pedido Jesús de beber, conoció fácilmente que era judío, y le dijo que extrañaba mucho que un judío pidiese de beber a una mujer samaritana; pero Jesús le respondió con la modestia y mansedumbre que acostumbraba: Si conocieras el don con que Dios te favorece, y quién es el que te pide de beber, quizá tú le hubieras pedido primero que apagara tu sed, y El le hubiera dado una agua viva. Tomando la mujer estas palabras a la letra, le dijo a Jesús: Señor, si Tú no tienes con que sacar el agua, y el pozo está hondo, ¿Dónde tienes esa agua viva? ¿Acaso eres más poderoso que nuestro padre Jacob que nos dio este pozo? Cualquiera que bebiere del agua de este pozo, respondió el Salvador, tendrá todavía sed; pero el que bebiere del agua que Yo le daré, no tendrá jamás sed, y el agua que Yo le daré se hará en él una fuente de agua que saltará hasta la vida eterna.

Dame de esa agua, Señor, replicó la mujer, para que jamás tenga sed, ni me vea en precisión de venir más a sacarla de este pozo. Anda, le dijo Jesús, llama a tu marido, y vuelve. No tengo marido, respondió la mujer. Tienes razón en decir que no tienes marido, replicó el Salvador; porque has tenido cinco, y el que ahora tienes no es tu marido. A estas palabras quedó corrida la mujer; y queriendo desviar con arte una conversación que no era de su gusto, le dijo: Me parece que eres profeta; y pues estás tan ilustrado, te ruego me digas: siendo así que nuestros padres los Patriarcas adoraron sobre el monte Garizim, donde nosotros tenemos nuestro templo, ¿De dónde viene que vosotros los judíos os encapricháis en decir que Dios quiere ser adorado en el templo de Jerusalén? Entonces Jesús, sin inmutarse, se aprovechó de esta ocasión para enseñarle una gran verdad, y disponerla a recibir las luces del Evangelio; le dijo pues: Mujer, ha llegado el tiempo en que vosotros no adoraréis ya al Padre sobre este monte, ni en Jerusalén, porque siendo Dios espíritu y verdad, quiere ser adorado de todo el mundo en espíritu y verdad; y este culto no está ligado a un lugar particular; porque estando Dios en todas partes, quiere que en todas partes le tributemos nuestros homenajes; y en todas partes está pronto a recibir nuestros respetos y nuestros votos. La mujer, admirada cada vez más de la sabiduría y ciencia profunda del que hablaba con ella, replicó: Sé que el Mesías ha de venir, cuando viniere nos instruirá, y desvanecerá todas nuestras dudas. Le dijo entonces Jesús, que El era el Mesías, y que no debía esperar otro que el que hablaba con ella.


Estando en esto llegaron los discípulos, y quedaron admirados de verle en conversación con aquella mujer; la cual, rindiéndose a las impresiones de la gracia, dejó su cántaro, se volvió en diligencia a la ciudad, y dijo a voces a los habitantes, que había encontrado un hombre que le había dicho todo cuanto había hecho de más secreto, y que no dudaba que el tal era el Mesías. Entre tanto los discípulos instaban al Señor para que comiese; pero les dijo que su alimento era hacer la voluntad del que le había enviado, y perfeccionar su obra. A este tiempo se vio venir una infinidad de gentes de Sicar por ver al nuevo Profeta: les dio golpe su sola presencia, se sintieron con una veneración extraordinaria hacia El, y le rogaron con muchas instancias, contra lo que acostumbraban, se dignase hacer alguna mansión en su país. El Salvador se detuvo dos días con ellos, y con sus conversaciones encendió tan bien la fe en aquellos corazones, que muchos creyeron en El, y decían a la mujer: ya no creemos en El por lo que tú nos has dicho, sino porque nosotros mismos le hemos oído, y sabemos que es el verdadero Salvador del mundo, y el Mesías que esperamos.

jueves, 21 de febrero de 2019

SAN PEDRO JULIÁN EYMARD: EL VELO EUCARÍSTICO

EL VELO EUCARÍSTICO


Cur faciem tuam abscondis?
“¿Por qué ocultas tu rostro?” (Job 13, 24)

I
¿Por qué se oculta nuestro señor Jesucristo en el santísimo Sacramento, bajo las sagradas especies?
Cuesta bastante trabajo acostumbrarse uno a contemplar a Jesús en ese estado de ocultación. Por lo cual, hay que volver con frecuencia sobre esta misma verdad, porque es preciso que creamos firme y prácticamente que Jesucristo, aunque invisible a los ojos corporales, se encuentra verdadera, real y substancialmente presente en la santa Eucaristía.
En presencia de Jesús, que guarda un silencio tan profundo y, a la vista de ese velo impenetrable, nos sentimos frecuentemente tentados a exclamar: “¡Señor, muéstranos tu rostro!”
El Señor, aun sin verle, nos hace sentir los efectos de su poder, nos atrae y hace que le respetemos; pero ¡sería tan dulce y tan agradable oír las palabras salidas de la boca del Salvador!
¡Qué consuelo tan grande si le pudiésemos ver, y qué seguridad tendríamos entonces de su amistad!, porque no se muestra, dirían, más que a los que ama.

II
Pues bien: Jesucristo, permaneciendo oculto, es más amable que si se manifestase visiblemente; silencioso..., más elocuente que si hablase; y lo que pudiera interpretarse como signo de un castigo no es sino efecto de su infinito amor y bondad.
Sí, si Jesucristo se dejase ver de nosotros nos sentiríamos desgraciados; el contraste de sus virtudes y de su gloria con nuestra suma imperfección nos humillaría sobremanera. “¡Cómo –diríamos entonces– un Padre tan bueno y unos hijos tan miserables!” No tendríamos ánimos para acercarnos a Él, ni para comparecer en su presencia. Ahora, al menos, no conociendo más que su bondad, nos llegamos a Él sin temor.
Así, todos se acercan a Jesús. Supongamos que nuestro Señor se mostrase solamente a los buenos, porque, una vez resucitado, no puede dejarse ver de los pecadores; ¿quién se tendría por bueno a sí mismo?, y ¿quién no temblaría al entrar en la iglesia, temiendo siempre que Jesús no le encontrase bastante bueno para mostrársele?
De aquí nacerían los celos y la envidia. Únicamente los orgullosos, confiados en sus pretendidos méritos, se atreverían a presentarse delante de Jesús.
Mientras que de este modo, todos tenemos los mismos derechos y todos podemos creernos amados.

III
Quizá piense alguno que si viésemos la gloria de Jesús, esto nos convertiría.
No, no; la gloria no convierte a nadie. Los judíos, al pie del monte Sinaí envuelto en llamas, se hicieron idólatras. Los Apóstoles disparataban en el Tabor.
La gloria asusta y enorgullece, pero no convierte. El pueblo judío no se atrevía a llegarse ni hablar a Moisés, porque brillaba en su frente un rayo luminoso de la divinidad. ¡Jesús mío, permanece así..., quédate oculto! Más vale esto, porque yo puedo aproximarme a ti y confiar en que me amas, puesto que no me rechazas.
Pero su palabra, tan poderosa, ¿no tendría suficiente eficacia para convertirnos?
Los judíos estuvieron oyendo a Jesús durante tres años, y ¿cuántos se convirtieron? Solamente algunos; muy pocos.
La palabra que convierte no es la palabra humana, no es la palabra del Señor, que se percibe con los oídos, sino la palabra interior, la voz de la gracia, y Jesucristo, en el santísimo Sacramento, habla a nuestro corazón, y esto debe bastarnos porque es realmente su palabra.

IV
Si al menos –dirán otros– me fuese concedido sentir alguna vez los latidos de su corazón amante o percibir algún calor del fuego que arde en su divino pecho, yo le amaría muchísimo más y mi corazón quedaría transformado y abrasado en su amor.
Nosotros confundimos el amor con el sentimiento del amor.
Cuando pedimos a nuestro Señor que nos encienda en su amor, lo que deseamos en realidad es que nos haga sentir que le amamos, y esto, ciertamente, sería una verdadera desgracia. El amor es el sacrificio, la renuncia de nuestra voluntad y entera sumisión a la de Dios.
¿Qué es lo que necesitamos para luchar contra las seducciones del mundo y contra nosotros mismos? ¿Fortaleza? Pues por medio de la contemplación de la Eucaristía y de la Comunión, que es la unión perfecta con Jesús, conseguimos esta fortaleza. La dulzura que podemos sentir es una cosa pasajera, mientras que la fortaleza es cosa permanente. La fuerza es paz.
¿No experimentáis cierta paz y calma delante de nuestro Señor? Es prueba de que le amáis; ¿qué más queréis?
Cuando dos amigos están juntos, pierden mucho tiempo mirándose uno a otro y diciendo que se aman, sin que esto acreciente su amistad; pero separadles algún tanto y veréis cómo el uno piensa en el otro: se forman en la memoria la imagen de su amigo y cómo se desean.
Lo mismo pasa con nuestro Señor.
Tres años vivieron los apóstoles en compañía de Jesús y bien poco adelantaron en su amor a Él.
Jesucristo se ha ocultado para que nosotros, una vez conocida su bondad y sus virtudes, las rumiemos, por decirlo así, y le tengamos un amor formal y sincero, un amor que saliendo de la esfera de los sentidos se conforme con la fortaleza y con la paz de Dios.

V
Digamos, para terminar, que Jesucristo está allí verdaderamente bajo los velos del sacramento; pero oculta su cuerpo a nuestra vista para que sólo pensemos en su adorable persona y en su amor. Si permitiese que un rayo de luz de la gloria de su sacratísimo cuerpo escapase fugaz hasta nosotros, o que percibiésemos algún rasgo de su faz divina, le dejaríamos a Él por fijarnos únicamente en esta gloria exterior que nos absorbería por completo. Mas Él ya ha dicho que su cuerpo no es nuestro fin, sino más bien un medio para llegar al conocimiento de su alma y por ésta al de su divinidad, cuyo cometido le está encomendado al amor.
Nuestra fe llegará a una certeza absoluta con la fuerza que le comunique el amor; paralizada la acción de los sentidos, nuestra alma entra rauda en comunicación con Jesucristo; y como Jesucristo es la dicha, el reposo y la alegría, cuanto mayor sea nuestra intimidad con Jesús, tanto mayores serán nuestra ventura y felicidad.