DOMINGO
2º. DESPUÉS DE EPIFANÍA. D. – VERDE
Salmo 65
Rom. 12, 6-10
Io. 2, 1-11
La Iglesia comienza la misa de este día por las
palabras del tercer versículo del Salmo LV, donde David convida a toda la
tierra a adorar y bendecir al Señor. Toda la tierra os adore y os bendiga:
entone cánticos a la gloria de vuestro nombre, ¡oh Altísimo! David hace hablar
en este salmo al pueblo judío, que agradece a Dios su libertad, y convida a
toda la tierra a que se una a él para dar gracias al Señor. Los judíos libres
de su cautividad son la figura de los gentiles libertados de la esclavitud del
demonio por el Bautismo. Puede también entenderse que el Profeta habla en
nombre de todos los hombres rescatados por Jesucristo.
La Epístola de la misa está tomada del capítulo XII de
la carta del apóstol san Pablo a los romanos, donde les advierte que renuncien
a la vanidad del siglo para consagrarse enteramente a Dios, sin engreírse por
los dones que han recibido, y sin pasar los límites de estos dones, aplicándose
cada uno a las funciones de su ministerio, y a cumplir las obligaciones de su
estado; refiriéndolo todo a la utilidad
del prójimo, con el cual deben hacer un todo, como hacen los miembros de un
mismo cuerpo, sin que el uno se ingiera en las funciones del otro. La comparación
de que aquí se sirve el santo Apóstol es expresiva. Como todos nosotros no
formamos más que un solo cuerpo de Jesucristo, todos recíprocamente somos
miembros los unos de los otros, para aliviarnos por aquella función que es
propia a cada miembro particular. Así como todos tenemos dones diferentes, según
la gracia que se nos ha dado, es preciso
que cada uno emplee sus talentos para el bien común. A la manera que en un
solo cuerpo cada miembro tiene sus funciones particulares, que ejerce sin celos
de parte de los otros miembros, así en la Iglesia cada fiel ha recibido de Dios
el don que le es propio, y no debe
envidiar a los demás el que ellos han recibido, sino contentarse con la medida
de gracia que le ha sido acordada. La caridad debe
hacernos comunes los favores que se han hecho a nuestros hermanos, y no debemos
envidiárselos, así como la mano no envidia al ojo la facultad de ver, ni al pie
la de caminar. Es preciso que haya una subordinación de los unos a
los otros, y una comunicación de servicios semejantes a la que se ve en los
diferentes miembros de un mismo cuerpo. El
que está autorizado para predicar el Evangelio, y para interpretar la
Escritura, hágalo, no según las luces de su propio juicio, sino según las de la fe,
del espíritu de Dios y de la Iglesia, a cuyas luces debe estar sometido todo
espíritu particular; y guárdese de dogmatizar aquellos a quienes Dios no ha
escogido para este ministerio. El que ha recibido
el don de enseñar, hágalo con solicitud; y el que está encargado de la conducta
de los demás, compórtese con ellos con mucha dulzura y caridad. El Apóstol,
después de haber instruido a los que ocupan los empleos, pasa a dar lecciones
generales y propias para todos los fieles. No seáis tardos, añade, en hacer en
favor de vuestros hermanos todos los buenos oficios que pudiereis, no hagáis desear vuestros servicios; mucho
menos los hagáis comprar demasiado caros. Sed fieles en cumplir con puntualidad todas vuestras obligaciones. Tened siempre un
nuevo fervor en el servicio de Dios. Preveníos con
urbanidad los unos a los otros; el agasajo, la cortesanía aun, sin afectación y
sin artificio, honran la piedad, y le son ordinarias. La esperanza cristiana debe inspirarnos siempre alegría. Perseverad
en la oración y en el ejercicio de las buenas obras. Tomad parte
en las necesidades de los fieles, y ayudadlos con vuestras obras de
misericordia. Ejercitad con gusto la hospitalidad. La paciencia es la virtud de los pobres, la caridad debe ser la
virtud de los ricos; ellos no han recibido más bienes que los otros,
sino para socorrer las necesidades de los que viven en la pobreza, y
frecuentemente carecen de todo. Haced bien hasta a
vuestros enemigos; hasta aquí debe ir el heroísmo y la perfección de la caridad
cristiana; esta virtud heroica es la que debe hacer sentir al cristiano
todos los bienes y todos los males que suceden a sus hermanos. Aumenta la alegría
en el tiempo de su prosperidad por la parte que le ven tomar en ella; y endulza
sus lágrimas mezclando las suyas con las que ellos derraman. No alterquéis; la diversidad de pareceres
agría tanto el corazón como los espíritus. Al paso que se acalora la disputa, se resfría la caridad. No penséis presuntuosamente
de vosotros mismos. La presunción es una
vanidad necia, que nace de la ceguedad en que estamos con respecto a nosotros
mismos; nada hay más opuesto al espíritu del Cristianismo que esta ridícula
vanidad. Sed humildes, compasivos,
dulces y modestos; no seáis sabios a vuestros propios ojos, porque
nos engañan siempre sobre lo que a nosotros nos interesa. Puede decirse que
esta Epístola es el compendio de toda la moral cristiana.
El Evangelio no es menos instructivo. Contiene la
historia del primer milagro de Jesucristo, verificado en las bodas de Caná a
ruegos de la santísima Virgen. He aquí como lo refiere san Juan:
Había ya comenzado el Salvador a predicar, después de
haber concluido su ayuno de cuarenta días en el desierto, donde se había
retirado después que san Juan Bautista dio de Él un testimonio tan brillante. Acababa
también de elegir algunos discípulos; san Pedro, san Andrés, san Felipe y
Natanael habían sido ya llamados, y se habían agregado a Él, cuando fue
convidado a una boda que se celebraba en Caná de Galilea, que era una aldea a
tres jornadas pequeñas de Betabara, en donde a la sazón se hallaba el Salvador.
La santísima Virgen estaba también allí, y a lo que parece era alguno de sus
parientes el que se casaba. Según el parecer de san Epifanio, se presume que
estaba ya entonces viuda, pues en todo el resto de la historia de Jesucristo no
se dice ya una palabra de san José. Algunos han creído que estas bodas se
celebraban en la casa de Alfeo o de Cleofás, que casaba a su hijo Simón,
llamado el Cananeo. Otros han pretendido que era san Bartolomé, llamado
Natanael; pero el venerable Beda, santo Tomás y muchos otros creen que era san
Juan Evangelista, a quien el Salvador llamó del estado del matrimonio al
apostolado, y permaneció siempre virgen, habiendo dejado a su esposa el día mismo
de sus bodas. Sea, pues, de esto lo que quiera, lo que sí es cierto, que el Hijo de Dios quiso hacer ver en esta ocasión que se le puede
hallar no solo en el retiro, sino también en las reuniones, cuando los deberes
o la beneficencia lo exigen, y todo lo que hay en ellas es cristiano. Se pregunta ¿por
qué Jesucristo concurrió a estas bodas con su Madre y sus discípulos? Parece que
la vida austera y retirada que siempre había llevado, apenas podía convenir con
la alegría y la diversión que ordinariamente acompañan a esta especie de
fiestas. La mayor parte de los Padres
dicen que fue a fin de aprobar con su presencia el matrimonio. Como por su
ejemplo y por sus discursos debía aconsejar a todos sus discípulos el celibato,
y exhortar a todos los Cristianos a guardar la castidad, de la cual hacía en
todas ocasiones tan magníficos elogios, quería
también hacer ver que no desaprobaba el matrimonio, que debía elevar aun a
Sacramento. Es bastante creíble que, como allí se encontraban muchos
parientes suyos y los discípulos que hasta entonces había reunido, quiso hacer
en su presencia su primer milagro con el fin de afirmar la creencia de los que
ya le reconocían por el Mesías, y de darse a conocer de los que no creían todavía
en Él.
Hacia el fin de la comida notó la santísima Virgen que
faltaba vino, y comprendió fácilmente el embarazo en que esto tenía a los que
servían, y el sentimiento que ocasionaba a los que celebraban la boda esta
falta de previsión. Como era la caridad mas bien que el acompañarles lo que la había
traído allí, resolvió excusarles esta confusión, y proveer a la necesidad, sin
ruido, pero de un modo eficaz. El camino que tomó, fue dirigirse a Jesús, que
estaba colocado cerca de ella. Sabía bien que no tenía menos bondad que poder,
y que bastaba para obligarle a hacer un milagro el manifestarles solamente la
necesidad y la turbación en que se encontraban. Volviéndose, pues, a Él, se
contentó con decirle: Les falta el vino.
El Salvador, que respondiendo a su Madre
quería instruirnos, y hacernos conocer que Él no obraba más que por motivos
sobrenaturales, y de ningún modo por mira alguna humana, le dijo con un
tono grave, que conocía bien la necesidad que tenía, y que ella no tenía por
qué apurarse por ella, que Él haría todo lo que fuese necesario a su tiempo;
pero el de manifestar mi poder y mi gloria, añadió, no ha llegado todavía. San Agustín, san Juan Crisóstomo y muchos
otros Padres dicen que el Salvador esperaba que el vino faltase absolutamente,
a fin de que no se creyese que había simplemente aumentado aquel licor, o que
solo había mezclado el agua con el vino. Quería que su primer milagro fuese
incontestable, y que toda la boda fuese testigo de él. Jesucristo quiso también
dar a conocer por esta respuesta, que si no había hecho hasta entonces brillar
su poder por medio de los milagros, no era por falta de poder, sino porque aún
no había llegado el tiempo determinado por su sabiduría. También parece que quiso dar a conocer cuán eficaz era la intercesión
de su Madre, y el poder que tenía sobre Él, pues habiendo dicho que
su hora de hacer milagros no había llegado todavía, no por eso dejó de hacer
uno de los más brillantes tan pronto como ella le manifestó que lo deseaba.
Esto lo comprendió también perfectamente la santísima
Virgen. Porque sin insistir, ni explicarse más con Él, llamó a los que servían,
y les dijo que hiciesen todo lo que Jesús les ordenase. Muchos habían ya
advertido que no había vino, el mismo esposo lo había notado, cuando Jesucristo
mandó a los que servían que llenasen de agua seis tinajas de piedra, esto es,
seis vasijas de una especie de alabastro, o de piedra serpentina, destinadas a
las purificaciones de los judíos, los cuales antes de la comida acostumbraban
lavarse los pies, las manos, desde el codo hasta la punta de los dedos, los
vasos para beber, los cuchillos y otras cosas de que se servían en la mesa. Cada
una de estas vasijas cogía dos o tres medidas de agua, esto es, cincuenta o
sesenta azumbres. Luego que estuvieron llenas hasta arriba, mudó inmediatamente
el agua de color y de naturaleza, y se convirtió en un vino excelente por la
virtud de aquel que por un solo acto de su voluntad ha hecho todas las cosas de
nada. Entonces dijo Jesús a los que servían: Sacad ahora, y llevad para que lo
guste el director del festín; el que presidía el festín era ordinariamente, si
se cree a las tradiciones judaicas, uno de sus sacerdotes; el cual tenía
cuidado de arreglarlo todo, e impedir que se hiciese nada contrario a la
honestidad y a la decencia. A este sacerdote, pues, fue a quien se presentó, según
la orden del Salvador, el vino nuevo. Le gustó; pero, como ocupado en muchas
más cosas, no sabía nada de lo que había pasado, quedó sorprendido de la
excelencia del nuevo vino. Llamó inmediatamente al esposo que, según la
costumbre, al ir a las mesas daba orden de que todo fuese servido a tiempo, y
que en nada se faltase. ¿Con qué de este modo nos engañáis? Le dijo sonriéndose;
siempre se ha usado en los demás convites, que el buen vino se sirva al
principio de la comida, y el peor cuando se ve que ya se ha bebido bastante; pero
vos lo habéis hecho al contrario, habéis guardado el bueno para el fin. No dejó
de advertirse esta reconvención, y cada uno reconoció en el gusto, que un vino
hecho inmediatamente por el Creador es mejor sin comparación que el que la
naturaleza produce. En este prodigio, que fue el primero de sus milagros
públicos, comenzó el Salvador a hacer brillar su poder; pues, como siente
Maldonado, no puede dudarse que el Salvador no hubiese hecho ya otros
innumerables, solo conocidos de la santísima Virgen y de san José; mas como no
había llegado aún el tiempo determinado para darse a conocer, permanecían desconocidos
del público estos milagros; y fue este el primero por el cual el Salvador
manifestó su gloria, y no sirvió poco para darle a conocer y afirmar sus
discípulos en la fe.
Los
discípulos de Jesucristo habían creído en Él desde que tuvieron la dicha de
verle y de oírle: una
prueba de su creencia es que le habían seguido, y se habían agregado a Él, habiéndose
hecho discípulos suyos; pero este milagro, de que fueron testigos, les afianzó
en su fe.
Si esta maravilla manifestó la gloria y el poder del
Salvador sobre todas las criaturas; si ella dio a conocer a aquella numerosa compañía
lo que Él era, no debe servir menos para
dar a conocer a todos los fieles el poder que tiene la santísima Virgen para
con su querido Hijo, y la deferencia que este Hijo divino tiene a la voluntad
de su muy amada Madre. Algunos han creído
que el Salvador no quiso hacer el primero de todos sus milagros sino a ruegos
de su Madre, y aun que quiso, al parecer, adelantar el tiempo de manifestar
su poder, desde luego que la santísima Virgen le manifestó el deseo que tenía
de que obrase esta maravilla. Motivo grande de
confianza en la Madre de Dios, dicen los santos Padres, el saber cuán dichosos
son aquellos por quienes María se interesa. Sabemos, dice san Anselmo,
que la bienaventurada Virgen tiene tanto valimiento con Dios, que no puede
dejar de tener su efecto todo lo que ella quiere.
FUENTE: P. Jean
Croisset SJ, Año Cristiano ó ejercicios
devotos para todos los domingos, cuaresma y fiestas móviles, TOMO I, Librería
Religiosa. 1863. (Pag.86-91) [Marcaciones hechas por este blog]
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