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viernes, 28 de marzo de 2014

P. JEAN CROISSET SJ. VIDA DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO SACADA DE LOS CUATRO EVANGELISTAS: XI. La predicación de San Juan Bautista, precursor de Jesucristo.

XI.   La predicación de San Juan Bautista, precursor de Jesucristo.


Llegado, en fin, el tiempo en que el que era la luz que alumbra a todo hombre que viene al mundo debía salir de su vida oculta y escondida, se vio comparecer su Precursor el año decimoquinto del imperio de Tiberio, el treinta de Jesucristo, el treinta y medio de san Juan; este fue el año en que este hombre extraordinario, este profeta y más que profeta, a quien la Escritura había llamado el Ángel del Señor destinado a preparar los caminos al Mesías, y a anunciar la venida de aquel de quien él no era sino el precursor y rey de armas: en este tiempo, vuelvo a decir, fue cuando Juan Bautista, que hasta entonces había vivido en el desierto, salió de la soledad, y vino a las riberas del Jordán predicando un bautismo de penitencia, que no daba la remisión de los pecados, sino solo disponía a los hombres a recibirla, por cuanto no era sino figura del bautismo que Jesucristo había de instituir más adelante. Haced penitencia, gritaba, porque el reino de los cielos está cerca: él era el primero que daba ejemplo con su vida austera, pues iba vestido de un cilicio hecho de pelo de camello que se ceñía alrededor del cuerpo con un ceñidor o correa de cuero, no teniendo otro alimento que langostas y miel silvestre.

Bien presto se vio seguido el nuevo predicador de muchas gentes: vino a él todo el país, y los pueblos, movidos a arrepentimiento de sus pecados, los confesaban, y recibían a montones su bautismo. Habiéndose extendido su fama por toda la Judea, y estando persuadido todo el Oriente que los días del Mesías habían ya llegado, la mayor parte de los que iban a oírle creyeron que aquel hombre podía ser muy bien el Mesías. Le preguntan si era el que esperaban; respondió que no lo era: que él bautizaba solamente con agua para disponer el pueblo a la penitencia, y preparar los caminos a aquel de quien no era digno ni aun de desatar las correas de los zapatos; que por lo que miraba al Mesías esperado tanto tiempo había, iba a venir bien presto; que este era quien les había de dar el bautismo del Espíritu Santo y de la más encendida caridad, en virtud del cual sus almas serían purificadas de todo pecado; y que ya tenía el cribo en la mano para purgar su era, y arrojar la paja inútil al fuego que no se apaga. Esto era hacer en pocas palabras el verdadero retrato del Salvador del mundo.

Mientras que todas las gentes venían a Juan para ser bautizadas, vino también de Nazaret Jesús a que Juan le bautizara. El Bautista, ilustrado interiormente con una luz sobrenatural, le distinguió muy bien entre la muchedumbre, aunque jamás le había visto: conoció que el que venía a él a ser bautizado era el Mesías prometido, cuya venida había él mismo anunciado ya. Penetrado entonces del más profundo respeto y de una secreta confusión, a vista de una humildad tan pasmosa, rehusó al principio bautizar al que era el cordero sin mancha. ¿Qué es esto, le dijo, Vos venís a que yo os bautice? ¿No es más justo que reciba yo de Vos el bautismo? No duró mucho esta especie de contestación. Déjame hacer por ahora este acto de humildad, le respondió el Salvador; conviene que yo parezca públicamente entre los pecadores, pues he tomado la semejanza de pecador: debo dar al público este ejemplo antes de darle lecciones de humildad con mis palabras; entrambos debemos cumplir con todos los oficios de la justicia, y practicar cuánto hay de más perfecto. Cualquier réplica hubiera sido superflua; y así Juan obedeció, y bautizó a aquel que le había santificado a él mismo en el seno de su madre Isabel.

Bien presto fue ensalzada la pasmosa humildad del Salvador divino. Apenas había salido del agua, cuando puesto en oración a la orilla del Jordán se abrió el cielo, el Espíritu Santo bajó visiblemente sobre Él en figura de paloma, y se oyó una voz que venía de lo alto, y decía: Éste es mi querido Hijo, en quien tengo todas mis complacencias. Lo que apareció no fue una verdadera paloma, sino que el Espíritu Santo quiso manifestarse y hacerse sensible bajo una figura que era símbolo de la grande inocencia de aquel que siendo la misma inocencia se había dignado y había querido confundirse con los pecadores.


Fue esta como una declaración pública de la llegada del Mesías, y un testimonio auténtico de su misión. Y así en lugar de volverse a Nazaret, el Espíritu Santo de que estaba animado le llevó a la soledad. Se retiró Jesús al desierto para ser tentado en él por el demonio, y para alcanzar del demonio una ilustre victoria; no queriendo el Hijo de Dios empezar los ejercicios de su vida pública sino después de haber vencido al enemigo que tenía a los hombres esclavos desde el pecado de Adán.

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