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sábado, 23 de febrero de 2019

P. JEAN CROISSET SJ. VIDA DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA: XVIII. Ignora san José el misterio de la Encarnación, y advierte el preñado de la Santísima Virgen.

XVIII. Ignora san José el misterio de la Encarnación, y advierte el preñado de la Santísima Virgen.


La mayor parte de los santos Padres y de los intérpretes son de parecer que la Santísima Virgen no aguardó al parto de santa Isabel, sino que se volvió pocos días antes de él a Nazaret, su dulce y amado retiro. El viaje no entibió su amor a la soledad, ni la manifestación de su Maternidad Divina alteró en nada su profunda humildad. Lo que pasó en Hebron le hacía demasiado honor para no ocultárselo al mismo san José, ni pensaba en descubrirle lo que el Espíritu Santo le había ocultado hasta entonces; pero estaba demasiado adelantada en su preñado para que el casto esposo no lo echase de ver. La alta y justa idea que tenía este de la santidad y de la castidad de su esposa no le permitía sospechar que hubiese cometido la menor infidelidad: por otra parte estaba informado de su voto de virginidad, era testigo de su delicadeza extremada sobre una virtud que le era tan amable; y así no dudó que fuese aquella milagrosa virgen de que habla Isaías al capítulo VII, la cual sin dejar de ser virgen había de dar a luz al Salvador: Ecce virgo concipiet et pariet filium. Lo creyó, dice san Bernardo; y por un consentimiento de humildad y de respeto, semejante a aquel que después hizo decir a san Pedro: Apartaos de mí, Señor, porque soy un pecador; san José, que no era menos humilde que este Apóstol, pensó apartarse de la santísima Virgen, no dudando que estuviese preñada del Salvador: Accipe, et in hoc non meam sed Patrum sentetiam: no soy yo quien defiende esto, dice el santo Abad (hom. 2 sup. Miss. est), como que sale de mí, sino que es el sentir de los santos Padres.

Combatido el santo esposo de varias olas de pensamientos, no sabía a que determinarse. Por una parte no podía resolverse a dejarla, y por otra no se creía bastante santo para quedarse con ella. En esta perplejidad se le apareció un Angel, y le dijo: José, acuérdate que eres de la sangre real de David, de la cual debe descender el Mesías; no creas que es sin misterio el haberte dado el Señor a María por esposa. El niño de que está preñada, y que ha concebido milagrosamente por el Espíritu Santo, es el Salvador del mundo, el Hijo único del Padre eterno, el Mesías prometido: Dios te ha escogido para que seas su tutor, su ayo, y en este sentido su padre; y así no temas el quedarte con María tu esposa, pues eres el custodio, y como el Angel tutelar de su virginidad. Si María hubiese permanecido sin casarse, no hubiera podido ser madre sin infamarse. Cuando nazca el niño le pondrás por nombre Jesús, para dar a conocer a los hombres que este niño es el que los ha de redimir y salvar; y que viene al mundo para ofrecerse en sacrificio a su Padre, en calidad de víctima, por expiación de los pecados de todos los hombres.

Instruido a fondo san José del más grande de todos los misterios, en el cumplimiento del cual quería Dios que tuviese alguna parte, confirmado por el Angel del Señor en el alto pensamiento que había tenido de la sublime dignidad de su santísima esposa, y tranquilo al mismo tiempo contra los terrores, aunque santos, de su humildad; instruido de todo el misterio, penetrado de los más vivos sentimientos de estimación, de amor y de reconocimiento, no miró desde entonces a la Santísima Virgen sino como al templo vivo de la Divinidad, como a la Madre del Mesías y del Redentor, y como a la Reina de los Angeles y hombres. Su veneración hacia ella se aumentó con su ternura, y su amor a ella creció con su respeto. La admiraba como a la mayor de todas las maravillas; la reverenciaba como a la más santa que hubiese habido jamás en la tierra; la honraba como a la persona más respetable del universo; y sus cuidados, su atención y sus oficios correspondieron en todo a su estimación, a su veneración y a su ternura. La Santísima Virgen pasó de este modo con su casto esposo los seis meses de su preñado, viviendo entrambos en un perfecto recogimiento y en una continua meditación de un tan inefable misterio. Este era el asunto ordinario de sus conversaciones, las cuales eran todas espirituales. Más semejantes los dos esposos a los Angeles que a los hombres, pasaron su vida en una perpetua adoración, acompañada de los sentimientos del más vivo reconocimiento y del más puro amor. ¡Con qué profusión derramaba Dios sus más insignes favores y sus celestiales tesoros sobre estas dos almas privilegiadas! ¡Con qué ternura se comunicaba Dios a uno y a otro! No se duda que desde que se obró el inefable misterio de la Encarnación tuvo la Santísima Virgen continuamente un gran número de Angeles destinados únicamente a la conservación y custodia de su sagrada persona, como tan necesaria para la salvación de los hombres, como tan amada de Dios y tan respetada de todo el Cielo.


Se llegaba al término de los nueve meses del preñado de María, cuando queriendo el emperador Augusto tener un estado y razón puntual de las fuerzas y rentas del imperio, mandó hacer la descripción de todos sus súbditos, entre los cuales se comprendían los judíos; e impuso una capitación general, la cual era un tributo en que se pagaba un tanto por cada cabeza. Para ello hizo publicar un edicto en que se mandaba, que para evitar la confusión fuese cada uno al lugar de su origen, se hiciese matricular en los registros públicos, y se pagase por cabeza la suma señalada, como se dijo en la vida de Jesucristo. En todo esto no tenía el Emperador sino fines y motivos de ambición y de avaricia; pero la Providencia disponía así las cosas para que, precisados José y María a concurrir a Belén, viniese al mundo el Mesías en esta pequeña ciudad, en la cual estaba profetizado que había de nacer, y con esto se cumpliese la profecía. Aunque san José y la Santísima Virgen vivían de asiento en Nazaret, ciudad de Galilea, eran no obstante de la tribu de Judá, y de la casa y sangre de David; y por haber nacido David, y haberse criado en Belén, esta ciudad era como el tronco y solar de todos sus descendientes, y había retenido siempre el nombre de ciudad de David; y por lo mismo todos los descendientes de este santo Rey debían ir a matricularse en el registro público de dicha ciudad, según la orden del Príncipe.

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