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miércoles, 5 de febrero de 2014

SAN FRANCISCO DE SALES. Perfección cristiana y la Caridad.

SAN FRANCISCO DE SALES


El reino de Dios en las almas está constituido por la gracia que Dios sembró en ellas desde el momento de la vocación. El hacerla crecer hasta convertirse en árbol frondoso es obra de Dios y de nuestra cooperación. San Francisco de Sales ciñe al tema de la caridad y de su crecimiento (cf. Tratado del amor de Dios 1.3 c.1 y 2 [ed. Apostolado de la Prensa, 1941] p.176-183].


A)   Obligación de crecer en la perfección

“El santo concilio de Trento (sess.6 c.15; DB 803) dice que los amigos de Dios, caminando de virtud en virtud, se renuevan de día (2 Cor. 4,16), esto es, crecen mediante sus buenas obras en la justicia, que han recibido por la gracia divina, y se justifican cada vez más, conforme a estas celestiales advertencias: El justo practique aún la justicia, y el santo santifíquese más (Apoc. 22,11). La senda de los justos es como la luz de aurora, que va en aumento hasta ser pleno día (Prov. 4,18). Abrazados a la verdad, en todo crezcamos en caridad, llegándonos a Aquel que es nuestra cabeza, Cristo (Eph. 4,15). Y, en fin, yo os ruego que vuestra caridad crezca más y más (Phil. 1,9)…”

“Y, en verdad, permanecer en un mismo estado mucho tiempo es imposible; el que no gana en este negocio, pierde; el que por esta escalera no sube, baja; el que no sale de este combate vencedor, resulta vencido. Vivimos en medio del riesgo de las batallas que nos dan nuestros enemigos; si no resistimos, perecemos; y no podemos resistir sin sobreponernos a ellos, ni conseguir esto sin alcanzar victoria. Porque, como dice el glorioso San Bernardo (cf. Epist. 254, ad Guarinum), se ha escrito, muy especialmente por lo que atañe al hombre, que jamás permanece en un mismo estado (Iob 14,12); es forzoso que avance o retroceda. Todos corren, dice San Pablo (1 Cor. 9,24), pero uno solo alcanza el premio; corred, pues, de modo que lo alcancéis. Y ¿cuál es el premio, sino Jesucristo? ¿Y cómo lo podremos ganar si no le seguimos? Pues si le seguimos, caminaremos y correremos siempre, porque Él no se detuvo nunca, sino que continuó la carrera de su amor y obediencia, hasta la muerte, y muerte de cruz (Phil. 2,8).

Caminad, pues, dice San Bernardo (cf. ibid.); caminad, digo yo con él, y no pongáis otro término que el de vuestra vida; y mientras ella durare, corred en pos del Salvador; pero corred veloz y ardientemente, porque ¿de qué os serviría seguirle si no tuvierais la dicha de alcanzarle? Oigamos al profeta (Ps. 118,112): Inclino mi corazón a cumplir tus mandamientos desde ahora para la eternidad. No dice que los guardará por un tiempo determinado, sino perpetuamente…

“…La verdadera virtud no tiene, pues, límites: va siempre más allá; pero sobre todo la caridad santa, que es la reina de las virtudes, la cual, teniendo un objeto infinito, sería capaz de llegar a ser infinita si encontrara un corazón infinitamente capaz, pues nada impide a este amor sino la condición de la voluntad que le recibe, y que debe obrar por él. Por esta misma condición de la voluntad, así como nadie verá a Dios cuanto es visible, así tampoco puede amarle cuanto es digno de ser amado. El corazón que pudiera amar a Dios con un amor igual a la bondad divina, tendría una voluntad infinitamente buena, la cual no puede darse más que en solo Dios…

... Es un favor grandísimo para nuestras almas poder crecer más y más e incesantemente en el amor de Dios, mientras se encuentran en esta vida perecedera, subiendo de virtud en virtud hasta la vida eterna (ibid., c.1 p.176-179).


B)    Todo acto procedente del amor aumenta la caridad

“¿Ves, oh Teótimo, el vaso de agua o el pequeño trozo de pan que un alma santa da al pobre por amor de Dios? Pequeña cosa es, ciertamente, en sí, y casi indigna de consideración según el juicio de los hombres; sin embargo, Dios la recompensa, y al punto concede por ella un aumento de caridad… Las pequeñas obras que proceden de la caridad son agradables a Dios y consideradas como méritos…

Y digo que es Dios quien hace esto, porque la caridad no produce sus grados de crecimiento a la manera del árbol, que echa sus ramas y las hace brotar por su propia virtud unas de otras, sino que, así como la fe, la esperanza y la caridad son virtudes que tienen su origen en la bondad divina, así también obtienen de ella su aumento y perfección, semejante a las abejas, que nacen de la miel y de ella toman su alimento…

Habiendo recibido nosotros la fe, la esperanza y la caridad de la Bondad divina, debemos tener siempre vueltos nuestros corazones a ella para impetrar la continuación y crecimiento de estas virtudes. ¡Oh Señor! –nos hace decir nuestra santa madre Iglesia (Orat. dom. 13 post Pent.)–, dadnos el aumento de la fe, la esperanza y la caridad, a imitación de aquellos que decían al Salvador (Lc. 17,5; Mc. 9,23): Acrecienta nuestra fe, y conforme al aviso de San Pablo (2 Cor. 9,8), según el cual, poderoso es Dios para acrecentar en nosotros todo género de gracias.

Así, pues, Dios es quien produce este crecimiento, en consideración al empleo que hacemos de su gracia, según está escrito (Mt. 13,12): Al que tiene, es decir, que emplea bien los favores recibidos, se le dará aún más, y abundará. De este modo se cumple la exhortación del Salvador (Mt. 6,20): Atesorad tesoros en el cielo. Como si dijera: Añadid siempre nuevas obras buenas a las precedentes, porque éstas son las monedas con que debe formarse vuestro tesoro: el ayuno, la oración, la limosna. Y así como en el tesoro del templo fueron estimadas las dos monedas de la pobre viuda (Lc. 21,1-4) y por la adición de pequeñas monedas crecen los tesoros y aumentan su valor, así las más insignificantes buenas obras, aunque hechas con alguna flojedad y no según todo el fervor de la caridad, no dejan de ser agradables a Dios y de tener su valor ante Él. De suerte que, aunque por sí mismas no puedan causar ningún crecimiento al amor precedente, siendo de menor vigor que él, con todo, la divina Providencia, que tiene cuenta de ellas y, por su bondad, las considera como mérito, las recompensa al punto con el crecimiento de la caridad, para el presente, y la asignación de una mayor gloria en el cielo para el futuro.

Las abejas, ¡Oh Teótimo!, fabrican la miel deliciosa, que es su obra de gran precio; mas la cera, que también hacen, no deja por eso de tener algún valor y hacer su trabajo estimable. Así el corazón debe tratar de producir sus obras con gran fervor y de elevada estima, a fin de aumentar poderosamente la caridad; mas si, con todo, las produce inferiores, no perderá su recompensa, porque Dios las mirará con agrado y nos amará por ellas un poco más. Pero Dios no ama más a un alma que tiene caridad, sin darle al mismo tiempo un aumento de ella, siendo nuestro amor hacia Él el propio y particular efecto de su amor hacia nosotros.

Cuanto más fijamente contemplamos nuestra imagen reflejada por la luna de un espejo, tanto más vivamente nos mira también ella; así, cuanto más amorosamente pone Dios sus dulces ojos sobre nuestra alma, que ha sido hecha a imagen y semejanza suya, más atenta y ardientemente mira, a su vez, nuestra alma a la divina Bondad, correspondiendo, según su pequeñez, a todos los aumentos de amor que esta soberana suavidad produce en nosotros. El santo concilio (ses.6 can.24: DB 834) dice: Si alguno dijere que la justicia recibida no se conserva y se aumenta delante de Dios por las obras buenas, sino que las obras son únicamente fruto y signo de la justificación adquirida, y no causa de su aumento, sea anatema.

Ve, pues, ¡oh Teótimo!, cómo la justificación que se obtiene por la caridad se aumenta con las buenas obras, y, lo que es preciso notar, por las obras buenas sin excepción; porque, como dice muy bien sobre otro asunto San Bernardo (cf. De consider. 1.2 c.8), “nada se exceptúa ni se hace distinción ninguna”. El concilio habla de las buenas obras indistintamente y sin restricción, dándonos a entender que no solamente las grandes y fervorosas, sino también las pequeñas y débiles, aumentan la caridad; mas las grandes, grandemente, y las pequeñas, en proporción menor.

Tal es el amor que Dios tiene a nuestras almas; tal el deseo de hacernos crecer en Él que nosotros debemos tenerle. Su divina Suavidad nos hace todas las cosas útiles, ordena todas las cosas para nuestro beneficio, hace valer para nuestro provecho todas nuestras obras, por humildes y endebles que sean. En el ejercicio de las virtudes morales, las obras pequeñas no dan crecimiento alguno a la virtud de que proceden, antes, si son muy pequeñas, la debilitan; así, una liberalidad grande viene a perecer cuando se entretiene en dar cosas de pequeña importancia, y de liberalidad se convierte en ruindad. Mas en la práctica de las virtudes que vienen de la misericordia divina, y, sobre todo, de la caridad, todas las obras producen crecimiento. No es, pues, maravilla, si el amor sagrado, como rey de las virtudes, no tiene cosa, ni pequeña ni grande, que no sea amable, pues el bálsamo, rey de los árboles aromáticos, no tiene corteza ni hoja que no sea olorosa. Por eso, ¿qué podría producir el amor, que no fuese digno de amor y no tendiese a él?” (ibid., c.2 p.179-183).

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