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martes, 14 de enero de 2014

SANTOS Y HÉROES DE LA CARIDAD: Santa Isabel de Hungría

LA PRINCESA DE HUNGRÍA


* * *

“Ahora su mayor alegría era remediar necesidades. Daba todo lo que había en el castillo: dinero, alhajas, ropas, provisiones, su alimento, sus adornos, sus vestidos. Recorría las viviendas de sus vasallos, entraba en las casas más necesitadas, las proveía de las cosas necesarias y consolaba a los enfermos que había e en ellas. Con frecuencia había recepciones y convites en el palacio, y sucedía que la duquesa Isabel se veía en la imposibilidad de asistir porque le faltaba el manto, el collar, el ceñidor o los zapatos. Se lo había dado a los pobres. Pero alguna vez un manto más precioso aparecía de repente en la habitación, traído por los ángeles. Un día caminaba Isabel por la ciudad de Eisenach, regiamente vestida y coronada de perlas. Pronto se vió rodeada de pobres que gritaban: “¡Madre! ¡Madre!” Ella, siempre misericordiosa, les dió su plata y todas las joyas que llevaba, y no teniendo más que dar, sacó de la mano su guante, adornado de una hermosa amatista, y se la dió a un pordiosero. Viendo esto un gentilhombre que la acompañaba, corrió al afortunado, y, comprando el guante, lo ató a su casco a guisa de cimera, como prenda de protección divina. Desde este momento, observaba él más tarde, siempre salió vencedor en los combates y en los torneos.

En otra ocasión, estando el duque ausente, su mujer dejó exhaustos los graneros, las bodegas y todos los almacenes ducales. Al llegar su amo, los intendentes salieron a su encuentro indignados de aquel despilfarro.

–Bueno–dijo él–, ¿está bien la duquesa?

Y como le contestasen que sí, añadió:

–Pues eso me basta.

Pero apenas había caminado unos pasos, cuando se encontró con su madre, que gritaba furiosa:

–Ven, ven y verás cómo te quiere tu mujer.

Llevóle a su habitación y, acercándole al lecho conyugal, le decía:

–¿Ves? ¡La asquerosa!

Y sucedió una cosa extraordinaria: que el duque no vió al gafo repugnante que Isabel había puesto allí para cuidarle, y acariciarle, y sanarle, sino al mismo Cristo crucificado” (cf. Fray Justo Pérez de Urbel, Año Cristiano t.4 p.316-317: Santa Isabel de Hungría).

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