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sábado, 2 de marzo de 2019

P. JEAN CROISSET SJ. VIDA DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA: XIX. La Santísima Virgen pare en Belén al Salvador del mundo.

XIX. La Santísima Virgen pare en Belén al Salvador del mundo.


Informada perfectamente la Santísima Virgen de todo lo que había de suceder, y sabiendo muy bien que pariría en Belén, había prevenido los pañales para envolver al Divino Niño luego que naciese. No nos detenemos ahora a contar todas las maravillas que pasaron en este admirable nacimiento, por haber referido toda la historia muy por menor en la vida de Jesucristo; nos contentamos con decir que habiendo ido María y José a Belén, encontraron que todas las posadas estaban ocupadas por los de la misma descendencia real, que habían acudido de todas partes, y siendo más ricos que ellos, se les había adelantado. No habiendo encontrado dónde alojarse la Santísima Virgen y san José, por razón de la multitud de extranjeros que el edicto del Príncipe había atraído a Belén, se vieron precisados a retirarse a una cueva hecha en una roca, la cual pertenecía a una posada que estaba junto a una de las puertas de la ciudad por la parte de afuera, la tal cueva servía de albergue a las bestias de carga, y era como una especie de establo o caballeriza pública. Aquí fue donde la más santa, la más augusta y la más pura de las vírgenes, sin sentir el más ligero dolor, y sin dejar de ser virgen, dio al mundo al Rey del cielo y de la tierra, al supremo Señor del universo, al Mesías por tanto tiempo esperado y tan ardientemente deseado, y en quien se cumplían perfectamente todas las promesas y profecías. Fue como a medianoche del 25 de diciembre del año 4000 del mundo cuando parió la Santísima Virgen; y desde entonces fue este dichoso día la primera época de la era cristiana.

No es posible comprender cuáles fueron los sentimientos de gozo, de veneración y de ternura de aquella dichosa madre al tener por la primera vez en sus brazos a aquel Divino Niño, a quien adoraba y reverenciaba como a su Dios, y a quien amaba como a su único Hijo. A la verdad, este gozo se hubiera disminuido en parte por la indignidad del lugar a que su pobreza la había reducido, si ilustrada de una luz sobrenatural, no hubiera descubierto todo el misterio de una Providencia tan extraordinaria. Pero como madre, y la más tierna de las madres, no dejó de sentir todo lo que su estado ocasionaba a su querido Hijo de incomodidad y humillaciones. Es verdad que la llegada de los pastores, y poco después la de los Reyes magos, la consolaron bastante, viendo que mientras que el mundo recibía tan indignamente al supremo Señor del universo, todo el cielo corría a tributarle sus adoraciones y sus homenajes; y que mientras que viniendo Dios a su propia heredad y a su propia casa, no era recibido de los suyos, unos príncipes extranjeros venían a adorarle y a reconocerle como a verdadero Dios, como a Rey de los judíos, y como al Mesías.

La Santísima Virgen quiso saber individualmente de los pastores y de los Reyes magos cuanto les había sucedido con motivo del nacimiento de su Divino Hijo, sin perder ni una circunstancia de todo lo que oía contar de milagroso y extraordinario; todo lo cual lo meditaba después interiormente, considerando con el mayor gozo como se habían cumplido perfectamente, y hasta las menores circunstancias, así las profecías que había meditado tan repetidas veces, como las promesas que el Angel Gabriel le había hecho.


Aunque la Santísima Virgen estaba plenamente ilustrada sobre todo lo que pertenecía al misterio de la encarnación del Verbo Divino, con todo, no dejaba de adquirir todos los días nuevas luces y un conocimiento experimental, a vista de las maravillas que cada día sucedían con motivo de estar ya en el mundo este Hombre-Dios, su querido Hijo. Pero lejos de derramar hacia fuera su gozo y su corazón en conversaciones que hubieran podido satisfacer el amor propio, encerraba todo su gozo y su admiración dentro de su alma, no hablando jamás de un misterio de que la resultaba una gloria y una honra tan grandes. Jamás se vio tanta prudencia, tanta reserva tanta modestia como las que se veían en la Santísima Virgen y en san José. Se contentaba con admirar y glorificar a Dios interiormente por todas las maravillas que obraba, sin cuidarse de hablar de ellas con los demás, dejando a la Divina Providencia el cuidado de manifestar a su tiempo el tesoro que poseían.

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