DIRECTORIO PRÁCTICO PARA LA ADORACIÓN
Semper
viven ad interpellandum pro nobis.
“Jesús vive siempre para interceder por
nosotros” (Hb 7, 25)
El
santo sacrificio de la misa es la más sublime de todas las oraciones, pues
Jesucristo se ofrece en él a su eterno Padre, le adora, le da gracias, le
ofrece digna reparación y ruega continuamente por su Iglesia, por todos los
hombres, sus hermanos y por los pobres pecadores.
¡Oración
sublime que no cesa un instante del día ni de la noche en virtud del estado de
víctima de Jesús en la Eucaristía! Ella sola es toda la religión, el ejercicio
acabado de todas las virtudes. Unamos nuestras oraciones con la de nuestro
Señor y oremos como Él por los cuatro fines del sacrificio.
I. – La adoración
El
objeto formal de los actos de adoración eucarística es la excelencia infinita
de Jesucristo, digna por sí misma de todo honor y gloria.
Uníos,
en espíritu, a los moradores de la corte celestial cuando, postrados al pie del
trono del Cordero, prorrumpen en alabanzas, exclamando:
“¡Al
que está sentado en el trono y al cordero, bendición y honra, gloria y potestad
por los siglos de los siglos!” (Ap 5, 13). Uníos a los veinticuatro ancianos
que, deponiendo las coronas de sus sienes, las rinden a los pies del Cordero. Y
después, puestos al pie del trono eucarístico, ofreced vuestra persona,
vuestras facultades y todas vuestras obras, diciéndole: “A Ti solo, honor y
gloria”.
Contemplad
la grandeza del amor de Jesús al instituir, multiplicar y perpetuar la divina
Eucaristía hasta el fin de los siglos; admirad su sabiduría infinita por una
invención tan divina, que llena de asombro a los mismos ángeles; reverenciad su
poder soberano triunfador de todos los obstáculos; ensalzad su divina bondad
que le sirve de norma en la distribución de sus dones.
Pensad
que vosotros mismos sois el fin de la institución del mayor y más santo de
todos los sacramentos, puesto que lo que ha hecho por todos, lo hubiera de
igual manera ejecutado si hubieseis sido solos en el mundo; ¡qué amor!...
Vuestra alma debería sentirse enajenada por inefables transportes de amor y
felicidad.
Reconoced
vuestra incapacidad para tributar a Jesús sacramentado la adoración que se
merece y buscad en el ángel de la guarda, vuestro fiel compañero durante la
vida, el mejor y más generoso auxiliar. ¡Con qué gozo desempeñará con vosotros
aquí en la tierra este oficio de adorador, que debe continuar en vuestra
compañía eternamente en la gloria!
Juntad
vuestra adoración con la de la Iglesia cuando estáis a los pies de Jesús
sacramentado, que ella os lo ha confiado y quiere que la representéis allí.
Ofreced,
con las vuestras, las adoraciones de todos los justos de la tierra y las de
todos los ángeles y santos del cielo; pero, sobre todo, las adoraciones de la
virgen María y de san José, cuando ellos solos, dueños de tan rico tesoro, eran
toda la familia y toda la corte de Dios escondido.
Adorad
a Jesús mediante Jesús mismo; esta es la más perfecta adoración; Él es, a la
vez, Dios y hombre, vuestro salvador y vuestro hermano.
Y
al Padre celestial adoradle mediante Jesús, su divino Hijo, en quien tiene
todas sus complacencias, y así vuestra adoración puede tener el mismo valor que
la de Jesús porque Él se la habrá apropiado.
II. – La acción de gracias
La
gratitud es el acto de amor más dulce al corazón y más agradable a Dios. Es el
tributo justísimo que debe pagar cada uno a su infinita bondad. Por eso la
Eucaristía, que significa “acción de gracias”, es por sí mismo perfecto
agradecimiento; es Jesús mostrándose agradecido por nosotros a su Padre
celestial; es nuestra propia acción de gracias.
Agradeced
de corazón a Dios Padre la donación que os ha hecho de su amado Hijo, no sólo
como vuestro Salvador en la Encarnación, como vuestro Redentor en la cruz y
como vuestro Maestro en cuanto a la verdad, sino, sobre todo,
por ser Él vuestro
pan de vida, vuestro cielo anticipado, vuestra Eucaristía.
Mostraos
igualmente reconocidos al Espíritu Santo, porque, mediante la voz del
sacerdote, continúa reproduciendo en el altar todos los días el misterio de la
Encarnación que comenzó en el seno virginal de María.
Y
como aroma de perfumado incienso, como la más hermosa armonía de vuestra alma,
como el más puro y delicado sentir de vuestro corazón, elévese hacia el trono
del Cordero, hacia el Dios oculto en la Hostia santa, la oración más agradecida
que puedan pronunciar vuestros labios.
Imitad
en vuestra acción de gracias la humildad de santa Isabel cuando recibe a María
llevando al Verbo encarnado; el estremecimiento de san Juan Bautista en
presencia de su Señor, oculto, como él, en el claustro materno; la alegría y
generosidad de Zaqueo al recibir la visita de Jesús; asociaos a la Iglesia y a
la corte celestial, y para que vuestra acción de gracias sea continua y cada
vez más fervorosa, haced lo que los bienaventurados en el cielo; contemplad la
belleza y la bondad, siempre antigua y siempre nueva de este Dios escondido que
en el altar continuamente muere y renace por nosotros.
Contempladle
en su estado sacramental. Para llegar a nosotros de esta manera, ¡cuántos
sacrificios ha tenido que imponerse desde el cenáculo!; ¡qué combates ha tenido
que sostener contra las exigencias de su propia gloria sacrificando su
libertad, su cuerpo, su persona, y rebajándose hasta el límite de la nada, sin
condiciones de tiempo ni lugar, abandonándose así al amor como al odio de sus
enemigos sin otra defensa que su propio amor!
A
la vista de tales excesos de bondad del Salvador para con los hombres, y
especialmente para con vosotros, que le poseéis, que gozáis de su presencia y
en Él y por Él vivís, haced que de vuestro corazón salga la acción de gracias
como sale la llama de un horno, que rodee el trono eucarístico y se junte, se
una y se confunda con la llama resplandeciente y devoradora que brota del
corazón de Jesús, como de foco de inextinguible caridad. Elévense estas dos
llamas al cielo hasta el solio de Dios Padre por habernos dado a su Hijo y en
Él y por Él la santísima Trinidad.
III. – La propiciación
A
la acción de gracias debe seguir la reparación, propiciación o desagravio.
Pase
vuestro corazón de la alegría a la tristeza, a los gemidos, a las lágrimas y al
más profundo dolor, al considerar la ingratitud, la indiferencia e impiedad de
la mayor parte de los hombres para con nuestro Salvador sacramentado. ¡Cuántos
hombres, en efecto, aún después de haberle amado y adorado, vuelven a
olvidarlo! Pero ¿es que Él ha dejado de ser amable o ha cesado un instante de
amarlos? ¡Qué ingratitud! Precisamente por ser Él demasiado amante no quieren
amarle ya; por ser demasiado amante no le quieren recibir; por haberse hecho
excesivamente pequeño, excesivamente humilde y casi nada, por los hombres, no
quieren verle; y huyen de Él, esquivan su presencia y desechan su recuerdo que
les importuna y apremia.
Además,
no faltan quienes, para vengarse del excesivo amor de Jesús, le insultan, le
blasfeman, y no pudiendo ignorarle reniegan de un padre tan bondadoso, de este
Señor tan amable. Cierran los ojos para no ver este sol de amor, y, ¡oh dolor!,
entre estos ingratos hay sacerdotes indignos, vírgenes sacrílegas, corazones apóstatas,
serafines y querubines caídos...
Llorar
a los pies de Jesús, menospreciado de los suyos, crucificado en tantos
corazones, abandonado en tantos lugares..., esto es vuestra herencia,
adoradores del santísimo Sacramento. Habéis de hacer lo posible por consolar el
corazón de este padre tan tierno, pues el demonio, su enemigo, le ha arrebatado
sus hijos y Él, prisionero eucarístico, no puede ya correr tras sus ovejas
descarriadas y expuestas a la voracidad de los lobos. Vuestra misión es
implorar gracia para los culpables, pagar por su rescate lo que la divina
misericordia requiera de vuestros corazones suplicantes; constituiros víctimas
propiciatorias con Jesús, quien, no pudiendo sufrir en su estado glorioso,
quiere padecer en vosotros y por vosotros.
IV. – La súplica
Finalmente,
como glorioso trofeo, debe ser la súplica o impetración la que corone todos los
actos de vuestra adoración. Puede decirse que toda la fuerza y eficacia de la
oración eucarística está en la impetración. No todos pueden predicar a
Jesucristo con la palabra ni trabajar directamente por la conversión de los
pecadores y santificación de las almas; pero sí pueden todos los adoradores
desempeñar, a los pies del trono de amor y misericordia, la misión de María a
los pies de Jesús, la misión apostólica de la oración, y de la oración
eucarística, entre los esplendores del culto. Orar es glorificar la infinita
bondad de Dios, es poner en acción su divina misericordia, es regocijar,
dilatar el amor de Dios para con sus criaturas, porque orar es llenar uno de
los requisitos exigidos por Dios para conceder sus favores. La oración es,
pues, la mayor glorificación de Dios por el hombre. La oración es la mayor
virtud del hombre: la que las comprende todas, porque todas las demás la
preparan y la forman; es la fe que cree, la esperanza que suplica, la caridad
que pide para dar, la humildad de corazón que la forma, la confianza que la
expresa, la perseverancia que triunfa del mismo Dios. La oración eucarística
tiene además otras excelencias: como dardo inflamado, va directa al corazón de
Jesús, ella le hace trabajar, obrar y revivir en su Sacramento. Aun más: el
adorador ruega por Jesucristo, cuando le pone en su trono de intercesión
delante del Padre como abogado de sus hermanos rescatados.
Pero
¿cuál habrá de ser el objeto de vuestras oraciones? La norma y el fin de todas
ellas están contenidos en la sentencia: Adveniat
regnum tuum.
Debéis
orar para que la luz de la verdad de Jesucristo alumbre a todos los hombres y
de una manera especial a los infieles, judíos, cismáticos y herejes; y pedir
que vuelvan a la verdadera fe y a la verdadera caridad.
También
debéis pedir que la santidad de Jesús reine en todos los fieles, en sus
sacerdotes y religiosos, para que Jesús viva siempre en ellos por el amor. Debéis
pedir sobre todo por el romano pontífice y por todas sus intenciones; por el
obispo de la diócesis y por todos los deseos que le inspire su celo; por todos
los sacerdotes de la diócesis para que Dios bendiga sus trabajos apostólicos y
los abrase de celo por su gloria y de amor a la santa Iglesia.
Para
mayor variedad, bien podéis parafrasear la oración del padrenuestro o la
bellísima plegaria que sigue:
“Alma
de Cristo, santifícame; cuerpo de Cristo, sálvame; sangre de Cristo,
embriágame; agua del costado de Cristo, lávame; pasión de Cristo, confórtame;
¡oh mi buen Jesús!, óyeme; dentro de tus llagas, escóndeme; no permitas que me
aparte de ti; del maligno enemigo, defiéndeme; en la hora de mi muerte,
llámame; y mándame ir a ti, para que con tus santos te alabe por los siglos de
los siglos. Amén”. Lo mismo podéis hacer con las letanías, tan piadosas, del
santo nombre de Jesús.
Terminada
vuestra adoración no os retiréis jamás de la presencia del Señor sin antes
mostrarle vuestro agradecimiento por la audiencia de amor que tuvo a bien
conceder, sin pedirle perdón de las distracciones e irreverencias que hayáis
tenido, ofreciéndole, como homenaje de fidelidad, alguna flor de virtud o algún
ramillete de pequeños sacrificios; después, salid de su presencia como saldrían
los apóstoles del cenáculo, como se aparta el ángel del solio augusto del Señor
para ir a cumplir sus soberanos mandamientos.
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