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viernes, 22 de marzo de 2019

P. JEAN CROISSET SJ. VIDA DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO SACADA DE LOS CUATRO EVANGELISTAS: XXI. Elige Jesucristo los doce Apóstoles.

XXI. Elige Jesucristo los doce Apóstoles.

A la verdad, no me parece podía Jesucristo declarar más positivamente y en términos más claros que era el Mesías prometido, que era el Hijo de Dios, que era Dios, que era igual en todo a Dios su Padre, ni probarlo más invenciblemente que haciendo tan estupendo milagros en confirmación de esta gran verdad: lo comprendió bastantemente toda la gente; pero esta gran verdad no hizo el mismo efecto en el espíritu de todos: los fariseos, los sacerdotes y los doctores de la ley, preocupados siempre con su falsa idea del Mesías, en lugar de reconocer al Mesías en la persona de Jesucristo, salieron del congreso más irritados que nunca contra Él; y entregados desde entonces a sus pasiones de odio y envidia, juraron que le habían de perder. Conociendo el Hijo de Dios su mala voluntad, se retiró hacia el mar de Tiberíades, acompañado de una infinidad de enfermos, a todos los cuales sanó inmediatamente (Luc. VI): después se retiró solo con sus discípulos a lo alto del monte, y escogió doce de entre ellos, a los que dio el nombre de apóstoles, que quieren decir enviados o delegados; porque los destinaba a predicar su Evangelio por todo el mundo, y para que le llevasen a todas las naciones de la tierra.

Estos doce primeros ministros, por decirlo así, de Jesucristo, de los cuales Pedro era la cabeza: Princeps Apostolorum; fueron Simón, por sobrenombre Pedro, Andrés, su hermano, Santiago el Mayor y Juan, hijos del Zebedeo, Felipe y Bartolomé, el que se cree ser Natanael, Tomás y Mateo, Santiago el Menor, hijo de Alfeo, y Judas su hermano, llamado Tadeo, Simón el Cananeo, y Judas Iscariotes, que después vendió y entregó al Salvador. Estos fueron los primeros oficiales que escogió Jesús para conquistarle todo el universo, y para ser las columnas incontrastables de la Iglesia y la luz del mundo: todos gente grosera, tímidos, ignorantes, de un entendimiento rudo, de un corazón flojo y todo material: gente pobre, sin educación, sin letras, sin nombre; todos gente sacada de la hez del pueblo. Y estos hombres tan despreciables, tan pobres, tan ignorantes, convirtieron todas las naciones a la fe, le conquistaron a Jesucristo toda la Grecia, todo el Imperio Romano, todo el universo; e hicieron todas estas maravillas en el solo nombre de Jesucristo, sin armas, sin socorros, sin apoyo, sin salir jamás de su estado humilde, pobre y abatido; todo esto predicando una doctrina superior a todas las luces de la razón, una moral enteramente opuesta a las inclinaciones naturales del corazón humano, enemiga de los sentidos, y contraria en todo a los deseos del amor propio. Imaginad si puede haber una prueba más clara, más convincente, más irrefutable, más concluyente de la Divinidad de Jesucristo, y de la verdad de la religión cristiana.

Al bajar el Salvador de lo alto del monte con sus Apóstoles y muchos de sus discípulos, uno de ellos le pidió le permitiese ir a dar sepultura a su padre; esto es, ir a asistirle en su vejez, y hacerle en su muerte las últimas exequias; pero Jesús le respondió: Sígueme, y deja a los muertos que entierren a sus muertos; y tú ve a anunciar el Reino de Dios (Luc. IX). Por el término muertos entendía el Salvador en un sentido figurado las gentes del siglo: bella lección para las personas religiosas que todavía están presas con los lazos de la carne y de la sangre; pero la que se sigue no es menos instructiva. Habiéndole dicho uno de sus discípulos: Señor, yo os seguiré, pero permitidme que me deshaga antes de lo que hay en mi casa, le respondió Jesús: Ningún hombre que echa la mano al arado y mira atrás, es apto para el Reino de Dios; queriendo dar a entender con esto que para seguirle verdaderamente es necesario olvidar todo lo que se era, y todo lo que se tenía en el mundo.


Habiendo llegado el Salvador a la falda del monte, curó todos los enfermos que le aguardaban en el llano a vista de la infinidad de gentes que se habían juntado. Como uno de sus mayores cuidados era instruir y formar a los que debían ser la luz del mundo y la sal de la tierra, habiendo despedido toda aquella multitud, se retiró Jesús con sus Apóstoles y discípulos a un sitio de aquella campiña; sentado allí sobre un montecillo, y habiéndoles hecho sentar alrededor de sí, les descubrió los tesoros de la ciencia de la salvación y toda la santidad de su doctrina: empezó por enseñarles en qué consiste la verdadera felicidad aun en esta vida; sabiendo muy bien que la inclinación más natural del hombre es querer ser feliz.

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