VIDA
DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO SACADA DE LOS CUATRO EVANGELISTAS
Jesucristo, el
Verbo encarnado, o el Verbo hecho carne, como habla san Juan, Hijo único de
Dios, verdadero Dios, y como tal igual en todo a su Padre, la imagen de su
sustancia, el resplandor de su gloria, principio y fin de todas las cosas
creadas, sin el cual no se ha hecho nada de todo lo que ha sido hecho (Joan.
X); Jesucristo, autor y consumador de la fe, fuente única de la salud,
principio de toda santidad, no solo es el Salvador y el remunerador de los
Santos, sino también el modelo; pues lo que Dios previó por su eterna ciencia
que habían de corresponder fielmente a sus gracias, los predestinó por su pura
misericordia para que fuesen conformes a la imagen de su Hijo, a fin de que
este Hijo sea el primogénito entre muchos hermanos, los que por esta
conformidad se hacen coherederos suyos. A los méritos de Jesucristo deben los
Santos su santidad, pues ninguno llega a conseguir la honra de ser hijo de
Dios, sino por la adopción que nos mereció este divino Salvador; y ningún merece
la herencia celestial sino imitando a este divino Salvador, que es el modelo
perfecto y único de todos los Santos. La vida de todos los Santos es una copia
que nos representa fielmente la pintura de la vida de Jesucristo; y esto es lo
que nos ha obligado a dar en particular historia de la vida y muerte de Nuestro
Señor Jesucristo, después de haber dado la colección de las vidas de estos
héroes del Cristianismo.
I.
El misterio de la Encarnación del Verbo
divino.
Profeta Daniel |
* * *
Creó Dios en la
inocencia al primer hombre; pero habiendo este abusado de su libertad, e
incurrido por su desobediencia en desgracia de Dios, y hecho incurrir a toda su
posteridad, perdió para sí y para sus descendientes todos los derechos que la
justicia original le daba a la felicidad: quedó esclavo del demonio, sumergido
en este abismo sin fondo de miserias, que son los tristes efectos del pecado
original; y atrajo este diluvio de males que ha inundado toda la tierra.
Dios, que desde
su eternidad había previsto esta infeliz caída, había igualmente resuelto desde
su eternidad repararla de un modo conveniente a su bondad y a su grandeza; pero
como ninguna pura criatura, por perfecta que fuese, podía plenamente satisfacer
a la justicia divina por la infinita desproporción que hay entre la
satisfacción siempre limitada de una pura criatura, y la majestad infinita de
un Dios ofendido; este Padre de las misericordias resolvió la encarnación de la
segunda Persona de la adorable Trinidad; es decir, del Verbo eterno, el cual, haciéndose
carne, venía a ser Dios y hombre a un mismo tiempo, y estaba con proporción y
en estado de satisfacer como hombre, y de satisfacer plena y dignamente como
Hombre-Dios que era juntamente.
Siendo este
misterio tan sobre las luces y capacidad del espíritu humano, era necesario
hacerlo accesible y creíble por medio de pruebas y señales sensibles, y
proporcionadas a la capacidad del espíritu de los hombres: lo hizo Dios esto. Como
la profecía es entre todos los signos sensibles el que lleva más visiblemente
en sí un carácter de verdad, y el que da más golpe, se sirvió Dios de ella para
domesticar, digámoslo así, el espíritu humano, y hacerle creíble lo que le era
incomprensible; y no contento con esto, por una sobreabundancia de
convencimiento, se dignó añadir a la predicción la prueba de los milagros, que
son otro medio seguro y sensible para hacer creíble un misterio; pues son unos
hechos incontestables, que por más incomprensibles que sean a las luces de la
razón, ningún hombre racional puede no conocer en ellos la mano de un poder
sobrenatural. Apenas hubo salido el mundo de las manos del Creador, apenas hubo
sucedido la caída del primer hombre, cuando ya se le habla de un libertador, de
un salvador: se le muestra de lejos este Hombre-Dios, este Mesías, por cuya
virtud y poder había de ser quebrantada la cabeza de la serpiente que le había engañado,
y su esclavo había de recobrar la libertad. Se pasaron algunos siglos, la inundación
general hizo un nuevo universo: se acuerda Dios de su palabra; piensa hacerse
un pueblo agradable a sus ojos; le escoge entre la multitud de las naciones que
estaban esparcidas sobre la tierra; su amor se complace en hacer resplandecer
sobre él sus más abundantes misericordias. Se digna el Señor tratar, por
decirlo así, con sus siervos, y hablando con Abraham, le dice: En tu posteridad
serán benditos todos los pueblos. En esta alianza tan santamente jurada
empiezan, digámoslo así, a desenvolverse los designios de Dios, y todo parece
ser un anuncio y un preludio del nacimiento del Mesías, del cual predice y
anuncia hasta las menores circunstancias. Todos los hombres grandes del pueblo
judaico no son menos figuras de este divino Salvador, que lo fueron sus padres:
le copian, y nos le pintan cada uno a su modo; y todos juntos nos le
representan tal cual debe parecer sobre la tierra. Todos los sucesos conducen a
Él; y los hombres, a pesar de la diversidad de sus miras y de sus designios, a
pesar de la inconstancia de sus proyectos, no hacen otra cosa que disponer, sin
saberlo, las circunstancias preliminares de su nacimiento.
No se contenta
Dios con esta predicción general, sino que envía de tiempo en tiempo profetas
para anunciar a Israel su Redentor:
señalan el tiempo preciso de su venida, su concepción
milagrosa en el seno de una virgen, el lugar de su nacimiento, y todas las
circunstancias de su vida y de su muerte; y todos hacen de Él un retrato tan
verdadero, tan propio, tan parecido, que no es posible equivocarse ni
equivocarle.
No saldrá de
Judá el cetro, dice Jacob, cerca de diecisiete siglos antes de Jesucristo: se verán
siempre capitanes, magistrados y jueces oriundos de su raza, hasta que venga el
que ha de ser enviado, y el que será la expectación de las gentes (Genes.
XLIX). En efecto, vino este anunciado Mesías; y no fue, según la predicción,
sino después que el cetro hubo salido de Judá, y cuando ya eran extranjeros los
que gobernaban el pueblo. El efecto verificó la profecía en la persona de
Jesucristo; no es menester más que leerla para reconocer visiblemente al Mesías
en la persona de Jesucristo.
La profecía de
Daniel determina todavía más fijamente la época de su venida, y da una idea
todavía más individual de las circunstancias de ella.
Los tiempos que Dios ha fijado en favor de vuestro
pueblo y de vuestra ciudad, dijo el ángel Gabriel al profeta Daniel, son setenta semanas de años, que hacen
cuatrocientos noventa años, para que las
prevaricaciones sean abolidas, para que el pecado tenga su fin, para que la
iniquidad sea borrada, para que la justicia eterna venga a la tierra, para que
las profecías sean cumplidas, y el Santo de los Santos reciba la sagrada unción;
es decir, para que el Verbo se haga carne, y se llame el Cristo, o el ungido
del Señor. Después de setenta y dos
semanas matarán al Cristo, y el pueblo que le ha de negar no será mas su
pueblo. Un pueblo con su caudillo, habla de los romanos mandados por Tito, destruirá la ciudad y su santuario. Acabará esta
con una entera ruina, y después de finalizada la guerra sucederá la desolación que
ha sido predicha. El Cristo confirmará su alianza con muchos en una semana, y a
mitad de la semana quedarán abolidas las hostias y los sacrificios antiguos. La
abominación de la desolación estará en el templo, y durará la desolación hasta
la consumación y hasta el fin (Dan. IX).
Era tan
terminante, y estaba tan clara esta profecía, que cuando Jesucristo vino al
mundo toso los judíos estaban persuadidos que había llegado ya el término de su
libertad y de sus esperanzas, señalado por Daniel. Tanto los doctores como el
pueblo estaban en expectación: se contaban, por decirlo así, las horas; y se
hubiera dicho que se buscaba cada día con los ojos a aquel que el cielo había
prometido desde el nacimiento del mundo, y que, según el cálculo del Profeta,
debía dejarse ver en aquellos días. Esto fue también lo que obligó a los
doctores y al pueblo, luego que san Juan empezó a predicar, a persuadirse que
el nuevo predicador podría ser muy bien el Mesías: Ne forte ipse esset Christus.
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