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viernes, 17 de enero de 2014

P. JEAN CROISSET SJ. VIDA DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO SACADA DE LOS CUATRO EVANGELISTAS: I. El misterio de la Encarnación del Verbo divino.

VIDA DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO SACADA DE LOS CUATRO EVANGELISTAS

Jesucristo, el Verbo encarnado, o el Verbo hecho carne, como habla san Juan, Hijo único de Dios, verdadero Dios, y como tal igual en todo a su Padre, la imagen de su sustancia, el resplandor de su gloria, principio y fin de todas las cosas creadas, sin el cual no se ha hecho nada de todo lo que ha sido hecho (Joan. X); Jesucristo, autor y consumador de la fe, fuente única de la salud, principio de toda santidad, no solo es el Salvador y el remunerador de los Santos, sino también el modelo; pues lo que Dios previó por su eterna ciencia que habían de corresponder fielmente a sus gracias, los predestinó por su pura misericordia para que fuesen conformes a la imagen de su Hijo, a fin de que este Hijo sea el primogénito entre muchos hermanos, los que por esta conformidad se hacen coherederos suyos. A los méritos de Jesucristo deben los Santos su santidad, pues ninguno llega a conseguir la honra de ser hijo de Dios, sino por la adopción que nos mereció este divino Salvador; y ningún merece la herencia celestial sino imitando a este divino Salvador, que es el modelo perfecto y único de todos los Santos. La vida de todos los Santos es una copia que nos representa fielmente la pintura de la vida de Jesucristo; y esto es lo que nos ha obligado a dar en particular historia de la vida y muerte de Nuestro Señor Jesucristo, después de haber dado la colección de las vidas de estos héroes del Cristianismo.

I.               El misterio de la Encarnación del Verbo divino.

Profeta Daniel
* * *

Creó Dios en la inocencia al primer hombre; pero habiendo este abusado de su libertad, e incurrido por su desobediencia en desgracia de Dios, y hecho incurrir a toda su posteridad, perdió para sí y para sus descendientes todos los derechos que la justicia original le daba a la felicidad: quedó esclavo del demonio, sumergido en este abismo sin fondo de miserias, que son los tristes efectos del pecado original; y atrajo este diluvio de males que ha inundado toda la tierra.

Dios, que desde su eternidad había previsto esta infeliz caída, había igualmente resuelto desde su eternidad repararla de un modo conveniente a su bondad y a su grandeza; pero como ninguna pura criatura, por perfecta que fuese, podía plenamente satisfacer a la justicia divina por la infinita desproporción que hay entre la satisfacción siempre limitada de una pura criatura, y la majestad infinita de un Dios ofendido; este Padre de las misericordias resolvió la encarnación de la segunda Persona de la adorable Trinidad; es decir, del Verbo eterno, el cual, haciéndose carne, venía a ser Dios y hombre a un mismo tiempo, y estaba con proporción y en estado de satisfacer como hombre, y de satisfacer plena y dignamente como Hombre-Dios que era juntamente.

Siendo este misterio tan sobre las luces y capacidad del espíritu humano, era necesario hacerlo accesible y creíble por medio de pruebas y señales sensibles, y proporcionadas a la capacidad del espíritu de los hombres: lo hizo Dios esto. Como la profecía es entre todos los signos sensibles el que lleva más visiblemente en sí un carácter de verdad, y el que da más golpe, se sirvió Dios de ella para domesticar, digámoslo así, el espíritu humano, y hacerle creíble lo que le era incomprensible; y no contento con esto, por una sobreabundancia de convencimiento, se dignó añadir a la predicción la prueba de los milagros, que son otro medio seguro y sensible para hacer creíble un misterio; pues son unos hechos incontestables, que por más incomprensibles que sean a las luces de la razón, ningún hombre racional puede no conocer en ellos la mano de un poder sobrenatural. Apenas hubo salido el mundo de las manos del Creador, apenas hubo sucedido la caída del primer hombre, cuando ya se le habla de un libertador, de un salvador: se le muestra de lejos este Hombre-Dios, este Mesías, por cuya virtud y poder había de ser quebrantada la cabeza de la serpiente que le había engañado, y su esclavo había de recobrar la libertad. Se pasaron algunos siglos, la inundación general hizo un nuevo universo: se acuerda Dios de su palabra; piensa hacerse un pueblo agradable a sus ojos; le escoge entre la multitud de las naciones que estaban esparcidas sobre la tierra; su amor se complace en hacer resplandecer sobre él sus más abundantes misericordias. Se digna el Señor tratar, por decirlo así, con sus siervos, y hablando con Abraham, le dice: En tu posteridad serán benditos todos los pueblos. En esta alianza tan santamente jurada empiezan, digámoslo así, a desenvolverse los designios de Dios, y todo parece ser un anuncio y un preludio del nacimiento del Mesías, del cual predice y anuncia hasta las menores circunstancias. Todos los hombres grandes del pueblo judaico no son menos figuras de este divino Salvador, que lo fueron sus padres: le copian, y nos le pintan cada uno a su modo; y todos juntos nos le representan tal cual debe parecer sobre la tierra. Todos los sucesos conducen a Él; y los hombres, a pesar de la diversidad de sus miras y de sus designios, a pesar de la inconstancia de sus proyectos, no hacen otra cosa que disponer, sin saberlo, las circunstancias preliminares de su nacimiento.

No se contenta Dios con esta predicción general, sino que envía de tiempo en tiempo profetas para anunciar a Israel su Redentor:
señalan el tiempo preciso de su venida, su concepción milagrosa en el seno de una virgen, el lugar de su nacimiento, y todas las circunstancias de su vida y de su muerte; y todos hacen de Él un retrato tan verdadero, tan propio, tan parecido, que no es posible equivocarse ni equivocarle.

No saldrá de Judá el cetro, dice Jacob, cerca de diecisiete siglos antes de Jesucristo: se verán siempre capitanes, magistrados y jueces oriundos de su raza, hasta que venga el que ha de ser enviado, y el que será la expectación de las gentes (Genes. XLIX). En efecto, vino este anunciado Mesías; y no fue, según la predicción, sino después que el cetro hubo salido de Judá, y cuando ya eran extranjeros los que gobernaban el pueblo. El efecto verificó la profecía en la persona de Jesucristo; no es menester más que leerla para reconocer visiblemente al Mesías en la persona de Jesucristo.

La profecía de Daniel determina todavía más fijamente la época de su venida, y da una idea todavía más individual de las circunstancias de ella.

Los tiempos que Dios ha fijado en favor de vuestro pueblo y de vuestra ciudad, dijo el ángel Gabriel al profeta Daniel, son setenta semanas de años, que hacen cuatrocientos noventa años, para que las prevaricaciones sean abolidas, para que el pecado tenga su fin, para que la iniquidad sea borrada, para que la justicia eterna venga a la tierra, para que las profecías sean cumplidas, y el Santo de los Santos reciba la sagrada unción; es decir, para que el Verbo se haga carne, y se llame el Cristo, o el ungido del Señor. Después de setenta y dos semanas matarán al Cristo, y el pueblo que le ha de negar no será mas su pueblo. Un pueblo con su caudillo, habla de los romanos mandados por Tito, destruirá la ciudad y su santuario. Acabará esta con una entera ruina, y después de finalizada la guerra sucederá la desolación que ha sido predicha. El Cristo confirmará su alianza con muchos en una semana, y a mitad de la semana quedarán abolidas las hostias y los sacrificios antiguos. La abominación de la desolación estará en el templo, y durará la desolación hasta la consumación y hasta el fin (Dan. IX).


Era tan terminante, y estaba tan clara esta profecía, que cuando Jesucristo vino al mundo toso los judíos estaban persuadidos que había llegado ya el término de su libertad y de sus esperanzas, señalado por Daniel. Tanto los doctores como el pueblo estaban en expectación: se contaban, por decirlo así, las horas; y se hubiera dicho que se buscaba cada día con los ojos a aquel que el cielo había prometido desde el nacimiento del mundo, y que, según el cálculo del Profeta, debía dejarse ver en aquellos días. Esto fue también lo que obligó a los doctores y al pueblo, luego que san Juan empezó a predicar, a persuadirse que el nuevo predicador podría ser muy bien el Mesías: Ne forte ipse esset Christus.

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