VIDA
DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA, MADRE DE DIOS
* * *
Escribir la vida de la santísima Virgen María, Madre
de Dios, es hacer un compendio y resumen de todas las maravillas del Señor; es
reunir bajo un punto de vista todas las más brillantes virtudes; es hacer una
pintura de la obra más perfecta que ha salido de las manos de Dios; y por
consiguiente, es hacer el retrato de la más santa, de la más excelente, y de la
más perfecta de todas las puras criaturas. Ninguna cosa, decía san Bernardo, me
espanta más que el tener que hablar de la santísima Virgen; para hacerlo
dignamente no sería bastante tomar de sobre el altar un carbón encendido, y
purificar con él mi lengua, como en otro tiempo se hizo con Isaías; sería
menester un globo de fuego que, consumiendo toda la herrumbre, me hiciese
bastante elocuente, bastante hábil para poder decir algo que no desdijese de la
grandeza y perfecciones de la Madre de Dios: Non quidem carbo unus, sed ingens globus, et igneus afferatur.
I.
Idea general de las prerrogativas de la santísima Virgen.
No hay que extrañar el que una mujer vestida de sol,
que tiene la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas en la cabeza,
deslumbre con el resplandor que despide de sí; los mismos Ángeles quedan absortos
de admiración de admiración desde el primer instante que se deja ver sobre la
tierra: Quæ ascendit de deserto deliciis
affluens? ¿Quién es esta que sube del desierto, llena de las más suaves
delicias, y despidiendo de sí un resplandor que deslumbra? ¿Quién es esta? Es
la Reina del cielo y de la tierra, se les responde con toda la Iglesia. Es la
Hija querida del Altísimo; es aquella Virgen sin mancha, bendita entre todas
las mujeres; aquella Virgen bienaventurada que ha logrado la dicha de ser madre
sin dejar de ser virgen; es el arca de la nueva alianza; la estrella de la
mañana, como canta la Iglesia, que nos anuncia el próximo nacimiento del sol;
es la madre de la misericordia, el asilo de los pecadores, nuestra vida,
nuestro consuelo, nuestra esperanza: Vita,
dulcedo, spes nostra. Es nuestra fiadora para con Dios, dice san Agustín;
nuestra mediadora para con el soberano Mediador, dice san Bernardo: nuestra
abogada, nuestra paz, nuestro gozo, dice san Efrén; en una palabra, es la Madre
de Dios: esta sola cualidad, dicen los Padres, encierra en sí todos los más
pomposos y magníficos títulos. Solo Dios, dice san Andrés de Creta, puede hacer
el digno elogio y el verdadero retrato de la santísima Virgen; porque ¿qué cosa
hay en el cielo o en la tierra, dice san Agustín, más augusta, más grande, más
respetable después de Dios, que la Madre del mismo Dios? La vida de esta divina
Madre es la que voy a escribir: ninguna historia debe interesar más a todos los
fieles: ninguna puede serles más útil después de la de Jesucristo.
Habiendo determinado Dios desde la eternidad que el Verbo
se hiciese hombre para satisfacer plenamente a la justicia divina ofendida e
irritada por el pecado del primer hombre, le escogió para madre una virgen, en
cuyo seno debía obrarse este misterio: esta bienaventurada criatura fue María,
hija de Joaquín y de Ana, de la tribu de Judá, descendiente de la sangre Real
de David (Joan. XXI); la cual, como
habla san Bernardo, debía ser la obra más excelente y más cabal que había de
ver todos los siglos.
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