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miércoles, 20 de marzo de 2019

REFLEXIONES CUARESMALES PARA CADA DÍA. Miércoles del Segundo Domingo de Cuaresma.

Miércoles del Segundo Domingo de Cuaresma. Reflexiones.
(Lección del libro de Ester 13, 8-11 y 15-17)

A fin de que empleemos la vida que nos conservareis en alabar vuestro santo Nombre. La vida no se nos concede más que para emplearla en amar, en servir, en alabar a Dios; no es otro el fin de nuestra creación, ni tampoco nuestra conservación tiene otro. Dios podía muy bien no habernos creado, pero no podía crearnos para otro fin. Dios puede enviarnos la muerte en cada momento, pero no puede conservarnos la vida sino para emplearla en su servicio; hacer otro uso de ella es alejarnos de nuestro fin. No hay en esto prescripción que temer. El desarreglo de nuestras costumbres puede muy bien hacernos olvidar nuestra obligación, pero no puede mudar nuestro fin último. Por más desarreglados que seamos, será siempre verdad que no estamos en el mundo para juntar en él grandes bienes, para adquirir honor, para gozar muchos placeres, ni para hacer una gran fortuna; nosotros no estamos en él, Dios no nos deja en él, sino para servirle. Los reyes y los pueblos, los sabios y los ignorantes, los ricos y los pobres, no tienen vida sino con este fin. Es esta una verdad fundamental de nuestra Religión, y Dios no podría dispensarnos de esta obligación ni una sola hora. ¡Buen Dios! ¿A cuántas gentes hará el proceso esta verdad eterna? Dios no nos prolonga nuestros días, no nos libra de aquel accidente, no nos conserva la vida sino para su gloria. ¿Es este el motivo por que la ordenamos nosotros? ¿No vivimos más que para la gloria de Dios? ¿Empleamos nuestra vida, pasamos a lo menos la mayor parte de nuestros días en su servicio? Si no hubiese habido más que un solo día, una sola hora en este día mal empleada, seremos examinados por ello, se nos pedirá cuenta de este tiempo perdido: ¿Y de cuántos días, de cuántos meses, de cuántos años perdidos serán responsables a la Justicia Divina esas gentes de placeres, esos ociosos de profesión, esas gentes de negocios? ¿Cuántos al fin de una vida larga se encontrarán en la muerte sin haber dado al servicio de Dios dos días enteros? ¿Qué espanto, qué sentimiento no experimenta en una enfermedad peligrosa aquella persona, cuyos primeros años se han consumido en los desórdenes y en los placeres, cuya edad más avanzada no ha sido tampoco más cristiana, cuya salud se ha gastado por una multiplicidad disipadora de negocios? ¡Qué tristeza, digamos mejor, qué temor, qué tribulación, qué desesperación la de aquella mujer del gran mundo, la de aquel joven libertino, abrasados por el ardor de una calentura, a punto de concluir una vida que Dios no les había concedido sino para Él, y que ellos no han empleado y consumido sino para sí; al fin de una carrera que no ha sido más que un continuo extravío; en la víspera de ir a presentarse delante de un Dios a quien se ha ofendido, y a quien se ha despreciado toda su vida; a la puerta de una eternidad o feliz o desdichada, según el buen o mal uso que se ha hecho del tiempo! ¿Quién puede entonces aquietar una conciencia justamente alarmada? ¿Qué pena no se siente, y qué propósitos no se hacen? El decreto está a punto de pronunciarse, una alma va a ser precipitada a las llamas eternas. Pero Dios se deja ablandar de las lágrimas de este moribundo, de las oraciones de las gentes buenas, Dios le conserva todavía la vida, vuelve a la salud; ¿Y vuelve a obrar mejor? Esa sanidad recobrada casi por milagro ¿Es siempre seguida de una verdadera conversión? ¿Es uno más cristiano después de haber estado largo tiempo enfermo? ¿De cuántos se puede decir después de su convalecencia, la última condición de este hombre es peor que la primera? ¡Dios mío! ¡Cuán temible es la corrupción del corazón humano! ¡A qué pocos convierte la enfermedad!

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