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jueves, 28 de febrero de 2019

SAN PEDRO JULIÁN EYMARD: EL MISTERIO DE FE

EL MISTERIO DE FE


Hoc est opus Dei ut credatis in eum
“La obra de Dios es que creáis en Jesucristo” (Jn 4, 29)

I
Nuestro señor Jesucristo quiere que recordemos continuamente todo lo que ha hecho por nosotros aquí en la tierra, y que honremos su presencia en el santísimo Sacramento por la meditación de todos los misterios de su vida mortal.
Para reproducirnos más al vivo el misterio de la última cena no sólo nos ha conservado el relato de los evangelistas, sino que además se ha constituido Él mismo en recuerdo vivo y personal, dejándonos su divina persona.
Aunque nuestro señor Jesucristo se halla en medio de nosotros, claro está que no podemos verle, ni representarnos el modo como se encuentra en la Eucaristía. Con todo, nuestro Señor se ha aparecido frecuentemente.
¿Por qué no habrá permitido que se sacasen y guardasen algunos retratos de estas augustas apariciones?
¡Ah!, es que Jesucristo sabía muy bien que todos estos retratos no servirían, en definitiva, más que para ocasionar el olvido de su actual y real presencia, oculta bajo los santos velos de la Eucaristía.
Sin embargo –parece decir alguno–, si yo viera, ¿no se aumentaría mi fe? ¿No se aman mejor las cosas que uno ve por sus propios ojos?
Sí; los sentidos pueden servir para confirmar mi fe vacilante, pero Jesucristo resucitado no quiere ponerse al alcance de estos pobres órganos del cuerpo: exige una fe más pura.
Como en Él no solamente hay cuerpo, sino también alma, no quiere que le amemos con un amor sensible, sino que lleguemos hasta su alma por medio de nuestro espíritu y de nuestro corazón sin descubrirle con los sentidos.
Porque, aunque Jesucristo está verdaderamente presente en cuerpo y alma, en el santísimo Sacramento lo está a la manera de los espíritus: los espíritus no se analizan ni se disecan, están fuera del alcance de los sentidos.

II
¿Qué razón podemos tener, por lo demás, para quejarnos? ... Jesucristo ha sabido muy bien armonizarlo todo. Las santas especies, que no le tocan ni forman parte de su divino ser, a pesar de estar a Él inseparablemente unidas, sirven para indicarnos el lugar donde se halla: le localizan y vienen a ser como una condición sin la cual no puede estar presente.
Jesucristo hubiera podido adoptar un estado puramente espiritual; pero entonces, ¿cómo le hubiéramos encontrado?
¡Demos gracias a este nuestro buen Salvador! No está propiamente escondido, sino velado. Cuando una cosa está escondida, no se sabe dónde se halla, y es como si no existiese; mas si está velada, puede decirse que se la posee, que está uno seguro de tenerla, aunque no la vea.
Es mucho para un amigo saber con seguridad que tiene a su lado al amigo íntimo.
Esta seguridad la podemos tener todos: todos podemos ver con claridad el lugar donde está el Señor; miremos la Hostia santa, y estemos seguros de que allí se encuentra.

III
Nuestro señor Jesucristo ha querido ocultarse de esta manera por nuestro bien, por interés nuestro, para que nos veamos obligados a estudiar en Él mismo sus intenciones y sus virtudes.
Si le viéramos con los ojos corporales, cautivaría toda nuestra atención su belleza exterior y no tendríamos para Él más que amor puramente sentimental, mientras que Jesús quiere que le amemos con amor de sacrificio.
¿Quién duda que cuesta mucho trabajo a nuestro Señor ocultarse de esta manera? Preferiría manifestar sus divinas perfecciones y atraerse así los corazones de todos los hombres, pero no lo hace por nuestro bien.
Con este procedimiento consigue que nuestro espíritu ejercite su actividad en la consideración de este misterio augusto, y aguijoneada la fe con estas consideraciones, nosotros penetramos en nuestro señor Jesucristo.
En vez de aparecer visible a los ojos del cuerpo se da a conocer a nuestra alma, iluminándola con su luz divina. Se manifiesta a nosotros por su propia luz. Él mismo se muestra luz y objeto de nuestra contemplación, el objeto y medio de nuestra fe.
Sucede aquí que el que más ama y el que es más puro, ve más claramente.
El mismo Jesucristo lo ha dicho: “El que me ama será amado de mi Padre y yo le amaré y me manifestaré a él yo mismo” (Jn 14, 23).
A las amas que se dan a la oración les comunica Jesucristo luces abundantísimas sobre sí mismo, y de esta manera se hace conocer por ellas sin peligro de inducir a error.
Esta luz divina tiene variadísimas fases, según que nuestro señor Jesucristo quiere alumbrarnos con ella, ya acerca de una circunstancia de su vida, ya acerca de otra, de modo que por la meditación de la Eucaristía, que es la glorificación de todos los misterios de la vida de Jesucristo, viene a ser Él, siempre, el objeto de nuestras meditaciones, cualquiera que sea el punto elegido para meditar.

IV
Por esto, ¡cuánto más fácil es meditar en presencia del santísimo Sacramento que en nuestra propia casa o celda!
En casa estamos en presencia de la inmensidad divina; delante del sagrario, en presencia de Jesucristo mismo, que está muy cerca de nosotros.
Y como el corazón va siempre a donde le lleva el espíritu, y el afecto a donde va el pensamiento, resulta más fácil amar delante del santísimo Sacramento. El amor que aquí tenemos es un amor actual, puesto que se dirige a Jesús vivo, presente y renovador en la Eucaristía de todos los misterios de su vida. Quien medite esos misterios en sí mismos, sin darles vida relacionándolos con la Eucaristía, notará en su corazón, a pesar suyo, un grande vacío y sentirá cierta pena. ¡Quién los hubiera podido presenciar!, exclamará.
Pero en presencia de Jesús sacramentado, ¿qué podemos echar de menos? ¿Qué más podemos desear? Todos sus misterios recobran nueva vida en el Salvador allí presente.
Nuestro corazón experimenta las satisfacciones de un gozo actual. Sea que pensemos en su vida mortal o en su vida gloriosa, sabemos que Jesucristo está aquí con su cuerpo, alma y divinidad.
Penetrémonos de estos pensamientos. Podemos representarnos todos los misterios de la vida de Jesús que nos plazcan; pero el pensamiento de su real presencia en la Eucaristía sea siempre el que dé fortaleza y vida a todas nuestras representaciones.
Tengamos muy presente que Jesús está en esa Hostia con todo su ser, y que todos los estados de su vida pasada tienen allí realidad actual. Quien esto ignora puede decirse que anda en nieblas y con una fe lánguida, incapaz de hacerle feliz.

Activemos en nosotros la fe y procuremos llegar hasta la delicadeza de la misma: puede decirse que en esto estriba nuestra felicidad. Nuestro señor Jesucristo quiere hacernos bienaventurados, por sí mismo. Ya sabemos cuán incapaces son los hombres de proporcionarnos la felicidad. Tampoco nos la puede proporcionar la piedad por sí sola, si no va apoyada en la Eucaristía. La verdadera felicidad consiste en la posesión de Dios, y la Eucaristía es Dios totalmente nuestro.

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