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jueves, 21 de febrero de 2019

SAN PEDRO JULIÁN EYMARD: EL VELO EUCARÍSTICO

EL VELO EUCARÍSTICO


Cur faciem tuam abscondis?
“¿Por qué ocultas tu rostro?” (Job 13, 24)

I
¿Por qué se oculta nuestro señor Jesucristo en el santísimo Sacramento, bajo las sagradas especies?
Cuesta bastante trabajo acostumbrarse uno a contemplar a Jesús en ese estado de ocultación. Por lo cual, hay que volver con frecuencia sobre esta misma verdad, porque es preciso que creamos firme y prácticamente que Jesucristo, aunque invisible a los ojos corporales, se encuentra verdadera, real y substancialmente presente en la santa Eucaristía.
En presencia de Jesús, que guarda un silencio tan profundo y, a la vista de ese velo impenetrable, nos sentimos frecuentemente tentados a exclamar: “¡Señor, muéstranos tu rostro!”
El Señor, aun sin verle, nos hace sentir los efectos de su poder, nos atrae y hace que le respetemos; pero ¡sería tan dulce y tan agradable oír las palabras salidas de la boca del Salvador!
¡Qué consuelo tan grande si le pudiésemos ver, y qué seguridad tendríamos entonces de su amistad!, porque no se muestra, dirían, más que a los que ama.

II
Pues bien: Jesucristo, permaneciendo oculto, es más amable que si se manifestase visiblemente; silencioso..., más elocuente que si hablase; y lo que pudiera interpretarse como signo de un castigo no es sino efecto de su infinito amor y bondad.
Sí, si Jesucristo se dejase ver de nosotros nos sentiríamos desgraciados; el contraste de sus virtudes y de su gloria con nuestra suma imperfección nos humillaría sobremanera. “¡Cómo –diríamos entonces– un Padre tan bueno y unos hijos tan miserables!” No tendríamos ánimos para acercarnos a Él, ni para comparecer en su presencia. Ahora, al menos, no conociendo más que su bondad, nos llegamos a Él sin temor.
Así, todos se acercan a Jesús. Supongamos que nuestro Señor se mostrase solamente a los buenos, porque, una vez resucitado, no puede dejarse ver de los pecadores; ¿quién se tendría por bueno a sí mismo?, y ¿quién no temblaría al entrar en la iglesia, temiendo siempre que Jesús no le encontrase bastante bueno para mostrársele?
De aquí nacerían los celos y la envidia. Únicamente los orgullosos, confiados en sus pretendidos méritos, se atreverían a presentarse delante de Jesús.
Mientras que de este modo, todos tenemos los mismos derechos y todos podemos creernos amados.

III
Quizá piense alguno que si viésemos la gloria de Jesús, esto nos convertiría.
No, no; la gloria no convierte a nadie. Los judíos, al pie del monte Sinaí envuelto en llamas, se hicieron idólatras. Los Apóstoles disparataban en el Tabor.
La gloria asusta y enorgullece, pero no convierte. El pueblo judío no se atrevía a llegarse ni hablar a Moisés, porque brillaba en su frente un rayo luminoso de la divinidad. ¡Jesús mío, permanece así..., quédate oculto! Más vale esto, porque yo puedo aproximarme a ti y confiar en que me amas, puesto que no me rechazas.
Pero su palabra, tan poderosa, ¿no tendría suficiente eficacia para convertirnos?
Los judíos estuvieron oyendo a Jesús durante tres años, y ¿cuántos se convirtieron? Solamente algunos; muy pocos.
La palabra que convierte no es la palabra humana, no es la palabra del Señor, que se percibe con los oídos, sino la palabra interior, la voz de la gracia, y Jesucristo, en el santísimo Sacramento, habla a nuestro corazón, y esto debe bastarnos porque es realmente su palabra.

IV
Si al menos –dirán otros– me fuese concedido sentir alguna vez los latidos de su corazón amante o percibir algún calor del fuego que arde en su divino pecho, yo le amaría muchísimo más y mi corazón quedaría transformado y abrasado en su amor.
Nosotros confundimos el amor con el sentimiento del amor.
Cuando pedimos a nuestro Señor que nos encienda en su amor, lo que deseamos en realidad es que nos haga sentir que le amamos, y esto, ciertamente, sería una verdadera desgracia. El amor es el sacrificio, la renuncia de nuestra voluntad y entera sumisión a la de Dios.
¿Qué es lo que necesitamos para luchar contra las seducciones del mundo y contra nosotros mismos? ¿Fortaleza? Pues por medio de la contemplación de la Eucaristía y de la Comunión, que es la unión perfecta con Jesús, conseguimos esta fortaleza. La dulzura que podemos sentir es una cosa pasajera, mientras que la fortaleza es cosa permanente. La fuerza es paz.
¿No experimentáis cierta paz y calma delante de nuestro Señor? Es prueba de que le amáis; ¿qué más queréis?
Cuando dos amigos están juntos, pierden mucho tiempo mirándose uno a otro y diciendo que se aman, sin que esto acreciente su amistad; pero separadles algún tanto y veréis cómo el uno piensa en el otro: se forman en la memoria la imagen de su amigo y cómo se desean.
Lo mismo pasa con nuestro Señor.
Tres años vivieron los apóstoles en compañía de Jesús y bien poco adelantaron en su amor a Él.
Jesucristo se ha ocultado para que nosotros, una vez conocida su bondad y sus virtudes, las rumiemos, por decirlo así, y le tengamos un amor formal y sincero, un amor que saliendo de la esfera de los sentidos se conforme con la fortaleza y con la paz de Dios.

V
Digamos, para terminar, que Jesucristo está allí verdaderamente bajo los velos del sacramento; pero oculta su cuerpo a nuestra vista para que sólo pensemos en su adorable persona y en su amor. Si permitiese que un rayo de luz de la gloria de su sacratísimo cuerpo escapase fugaz hasta nosotros, o que percibiésemos algún rasgo de su faz divina, le dejaríamos a Él por fijarnos únicamente en esta gloria exterior que nos absorbería por completo. Mas Él ya ha dicho que su cuerpo no es nuestro fin, sino más bien un medio para llegar al conocimiento de su alma y por ésta al de su divinidad, cuyo cometido le está encomendado al amor.
Nuestra fe llegará a una certeza absoluta con la fuerza que le comunique el amor; paralizada la acción de los sentidos, nuestra alma entra rauda en comunicación con Jesucristo; y como Jesucristo es la dicha, el reposo y la alegría, cuanto mayor sea nuestra intimidad con Jesús, tanto mayores serán nuestra ventura y felicidad.

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