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viernes, 7 de marzo de 2014

P. JEAN CROISSET SJ. VIDA DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO SACADA DE LOS CUATRO EVANGELISTAS: VIII. La Purificación de la santísima Virgen después del parto, o la Presentación de Jesús en el templo de Jerusalén.

VIII.  La Purificación de la santísima Virgen después del parto, o la Presentación de Jesús en el templo de Jerusalén.



Cumplidos los cuarenta días va la santísima Virgen a Jerusalén; y llevando a su Hijo en los brazos, entra en el templo, ofrece al Señor dos pichones, como lo ordenaba la ley a las mujeres pobres, en cuya clase se contaba la santísima Virgen. Es verdad, dicen los Padres, que teniendo la ventaja de presentar a Dios el cordero sin mancha en la persona de su Hijo, no hubiera sido oportuno ofrecer el cordero, que era una simple figura, cuando se ofrecía la realidad. No obstante esto, fue preciso rescatar por dinero, según la ley, al que había venido a rescatar al mundo; para lo cual dio María cinco siclos, que hacen como unas cinco o seis libras de la moneda de Francia, que equivalen a otras tantas pesetas en España. Toda esta ceremonia legal no fue, digámoslo así, sino la corteza del misterio; el sacrificio del Hijo y de la Madre era todo interior; el Salvador se ofrecía ya al sacrificio de la Cruz, y se ofrecía por las manos de su Madre; como si no habiendo querido hacerse hombre sin el consentimiento de su Madre, no hubiese querido tampoco ofrecerse en sacrificio sobre la cruz por la salvación de los hombres sin consentimiento. Así se reconocen dos sacrificios que hizo en este día la Madre de Dios en una sola ceremonia: el primero, como virgen por su purificación legal; el segundo, como madre por la presentación de su Hijo, el cual se obligaba desde entonces a morir en la cruz por nuestra salvación.

Apenas la santísima Virgen hubo entrado en el templo con el niño Jesús en sus brazos, llegó un venerable viejo llamado Simeón: era este un santo hombre, que suspiraba desde mucho tiempo por la venida del Redentor; y el Espíritu Santo, del cual estaba lleno, le había dado una secreta seguridad de que vería antes de su muerte al Mesías, y el mismo Espíritu Santo que le condujo al templo, le reveló que el Niño que veía en los brazos de aquella jovencita mujer era el Salvador. Entonces el santo viejo, arrebatado de un transporte de gozo y de amor, acompañado de un sentimiento del más vivo reconocimiento, tomando al Niño en sus brazos y levantando los ojos al cielo, exclamó: Ahora, Señor, no tenéis ya que hacer otra cosa con vuestro siervo que disponer de su vida; moriré en paz, según la promesa que me habéis hecho. No tengo ya que desear, ni mis ojos no tienen ya nada que ver sobre la tierra después que han visto al Salvador del universo. Vos le habéis destinado para que esté expuesto a la vista de todos los pueblos, como el objeto de su respeto y de su amor; Él ha de ser la luz de las naciones, y la gloria de vuestro pueblo Israel. José y María estaban en una profunda admiración viendo lo que pasaba, cuando encarándose a ellos el santo viejo, les dio la enhorabuena por la dicha de tener por hijo al Salvador del mundo: los bendijo, y a María su Madre le dijo: que aunque aquel Divino Niño no había venido al mundo sino a salvar a todos los hombres; con todo muchos no se aprovecharían, por su culpa, del beneficio de la redención, los cuales en lugar de hallar en Él un salvador misericordioso, no hallarían sino un juez severo, que lejos de ser recibido con respeto por los que le habían deseado con tanta impaciencia, sería el objeto de su odio mortal; que sería maltratado, perseguido y hecho el blanco de la contradicción; y tú misma, por más que seas la más dichosa de todas las madres, serás también la más afligida; tendrás parte y no poca en sus dolores; los ultrajes que harán a tu querido Hijo, serán para ti como otras tantas puñaladas que te traspasarán el corazón; tú le ofreces en este día a Dios como una víctima que debía inmolarse un día por la salvación del mundo; te cabrá a ti una gran parte en aquel puro sacrificio; y todo lo que tu Hijo padecerá en su cuerpo, lo padecerás tú en tu corazón.

Sobrevino al mismo tiempo al templo una santa viuda, llamada Ana, de edad de ochenta y cuatro años, que estaba dotada del don de profecía, y que lo más del tiempo estaba en el templo pasando los días y las noches en ayunos y en oración, derramando su corazón delante del Señor. Viendo al niño Jesús, conoció quién era, dándoselo a conocer la misma luz interior que se lo había dado a conocer a Simeón; y lo mismo fue verle, que prorrumpir al instante en alabanzas y en acciones de gracias al Señor por el favor que hacía al mundo en darle, en fin, un Salvador en la persona de aquel Niño; y no cesó de hablar del prodigio que había visto a todos los que como ella aguardaban la redención de Israel.

Habiendo cumplido la santísima Virgen y san José con todo lo que estaba mandado por la ley, se volvieron a Nazaret, que era el lugar de su residencia, pero no permanecieron en él mucho tiempo. Las persecuciones contra el Salvador, predichas por el santo viejo, no tardaron en verificarse; la fama de lo que acababa de suceder en el templo se extendió bien presto por Jerusalén: en todas partes no se hablaba de otra cosa que de estas predicciones, las que parecía solo podían convenir al Mesías. Llegó este ruido hasta la corte; se asustó Herodes; y ajustando lo que acaba de suceder con lo que le habían dicho los Magos, se afirmó en que aquellos extranjeros le habían burlado: se inflamó entonces toda su crueldad; y viendo su furiosa ambición que su primer designio se había frustrado, tomó entonces mismo la bárbara resolución de hacer degollar a todos los niños de sus Estados, de dos años abajo, pareciéndole que no podía menos de envolver en esta general matanza al que hacía el asunto de su temor; pero ¿qué puede toda la industria contra los designios de la Providencia de Dios?

El Ángel del Señor avisó en sueños a san José el bárbaro designio de aquel impío Rey, y le mandó tomar al instante Niño y Madre, y retirarse prontamente a Egipto, y permanecer allí hasta que se le mandase volver. No se detuvo José un momento en obedecer; aquella misma noche partió para Egipto, en donde permaneció con Jesús y María hasta después de la muerte del tirano. Como la santísima Virgen y san José estaban perfectamente instruidos del misterio que se encerraba en aquella huida, no se sorprendieron ni se alteraron; estaban demasiado bien dispuestos a toda suerte de acontecimientos para que se asustasen de nada de cuanto les sucedía.

La antigua tradición de los griegos, citada por san Atanasio y por Sozomeno, dice, que al punto que el Salvador entró en Egipto, todos los ídolos del país se hicieron pedazos y quedaron mudos, sin que se supiese por entonces la causa de este accidente. Se cree que aquella santa Familia fijó su domicilio en la ciudad de Hermópolis; y todavía se muestra el día de hoy entre el Cairo y Heliópolis un lugar llamado Mátara, donde hay una fuente, en la cual se pretende que la santísima Virgen lavó los pañales que servían al niño Jesús; y este lugar está todavía al presente en gran veneración entre los Cristianos, y aun entre los infieles.


El retiro del Salvador a Egipto y su detención santificaron aquella afortunada región de tal manera, que con el tiempo vino a ser la habitación de los Santos, y el retiro de tantos millares de ilustres anacoretas.

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