II.
Cumplimiento de las profecías en la
persona de Jesucristo.
Profeta Isaías |
* * *
No hubo uno de
los demás Profetas que no anunciase al Mesías, ninguno que no descubriese en sí
algunos rasgos tan expresos y tan circunstanciados del nacimiento, la vida, de
la muerte, de la resurrección del Salvador, que se puede decir que su retrato
estaba acabado muchos siglos antes de su nacimiento.
David, aquel rey
profeta, aquel hombre según el corazón de Dios, da en sus Salmos la historia
profética del Mesías; y no hay nadie que en la pintura que hace de Él no
reconozca la historia abreviada, o un compendio histórico de Jesucristo. En
ellos se ven las promesas de la venida del Redentor, de la vocación de los
gentiles a la fe, del establecimiento de la Iglesia. El salmo II se refiere
únicamente al Mesías: en él habla el Profeta de la divinidad de Jesucristo, de
la extensión de su imperio, de su poder, de la conspiración de sus enemigos, y
del castigo que deben temer los que rehúsen someterse a sus leyes. El III
contiene una figura de Jesucristo en su pasión. El XXI su oración sobre la
cruz. El XXVII la persecución de la Iglesia. El XXXIX es la figura de
Jesucristo, glorificado después de haber padecido; y el XL es una figura de la
traición del pérfido apóstol. El LXVII es una profecía visible de la venida de
Jesucristo, de sus victorias, de los misterios que se cumplieron en su persona,
y del establecimiento de la Iglesia por sus Apóstoles. El LXXI predice la
adoración de los Magos. El LXXXVII es una figura sensible de Jesucristo que ora
a su Padre en el tiempo de su pasión. En el XCVI describe David la segunda
venida de Jesucristo a juzgar a los vivos y muertos; y en el CVI la vocación de
los gentiles y el establecimiento de la Iglesia. El CXXVIII nos representa
visiblemente la Iglesia victoriosa de las persecuciones; y se puede decir que
todo cuanto el Rey profeta cuenta de los malos tratamientos, y de las
sangrientas persecuciones que padeció de parte de Saúl y de su propio hijo Absalón,
es una alegoría continuada de lo que Jesucristo padeció debajo de su propio
pueblo; y aunque parece que David habla de su propia persona, es evidente que
lo que dice no puede aplicarse a otro que a Jesucristo, del que el mismo David
era figura. Dice en el salmo XXI: Foderunt
manus meas et pedes meos: Me agujerearon los pies y las manos, tendieron
tan violentamente mi cuerpo, y tiraron tan reciamente todos mis miembros, que
era muy fácil contar todos mis huesos. En este lastimoso estado, añade el Profeta,
les sirvo de un dulce y alegre espectáculo, apacientan sus ojos y divierten su
vista mirando mis dolores; finalmente, para no perdonarme ningún género de
suplicio, se repartieron a mis ojos mis vestidos, y echaron suerte sobre mi
túnica: Et super vestem meam miserunt
sortem. Es más claro que el sol, que nada de todo esto conviene al Profeta,
y que todo este salmo se debe entender a la letra de Jesucristo, a quien David
hace hablar sobre la cruz.
No hay cosa, aun
entrando la ciudad en que debía nacer el Salvador, que no haya sido predicha.
El profeta
Miqueas, después de haber anunciado a Judá las calamidades que le habían de
suceder, consuela a su pueblo y le promete un nuevo libertador en el Mesías que
debe nacer en Belén de Efrata, en la tribu de Judá: Et tu Bethlehem Ephrata parvulus es in millibus Juda: ex te mihi
egredietur qui sit dominator in Israel, et egressus eius ab initio, a deibus
æternitatis (Mich. V):
Y tú, Belén de Efrata, eres pequeña entre las
ciudades de Judá; sin embargo, saldrá de ti el que debe reinar en Israel, cuya
generación es desde el principio y desde toda la eternidad, aunque no se deje
ver sobre la tierra sino en el tiempo. Distingue el Profeta a Belén de Efrata,
de donde era la familia de David, de otro Belén que estaba en otra tribu
diferente. Estaban los judíos tan persuadidos a que el Mesías había de nacer en
Belén, que cuando el rey Herodes, sobresaltado a la llegada de los Magos,
preguntó a los sacerdotes y doctores de la nación en donde debía nacer el
Mesías, no se detuvieron en citar esta profecía, y responder que debía nacer en
Belén de Judá.
La profecía de
Isaías no deja circunstancia de la vida, pasión y muerte de Jesucristo de que
no hable; y el retrato que hace de Él es tan parecido, que san Jerónimo tuvo
razón de decir que Isaías parece mas bien un evangelista que refiere lo que ha
sucedido, que un profeta que anuncia simplemente lo que ha de suceder en
adelante. Anuncia este Profeta el modo milagroso como el Mesías había de ser
concebido: Ecce virgo concipiet, et
pariet filium, dice, et vocabitur nomen eius Emmanuel (Isaí. VII). Mirad el
prodigio que ha de suceder: una virgen concebirá y parirá un hijo que se
llamará Emmanuel (en nuestro idioma Manuel),
que significa Dios con nosotros.
La pintura que
nos hace de la pasión de Jesucristo en el capítulo LIII, parece ser casi de los
Evangelistas. Vidimus eum, dice, et non erat aspectus: Le vimos, y
estaba tan desfigurado, que no se conocía. Los profetas veían lo por venir de
una manera tan clara y tan positiva, que hablan de ello ordinariamente como de
un hecho ya pasado. A planta pedis usque
ad verticem non est in eo sanitas: todo su cuerpo desde la planta del pie
hasta la coronilla de la cabeza no es sino una llaga: ha sido tan maltratado,
añade el Profeta, que nos ha parecido el último de los hombres, y un varón de
dolores: Novissimun vivorum, virum
dolorum. Haciendo después hablar al Salvador, dice: Entregué mi cuerpo a
los que me herían; y no aparte mi cara de los que me ultrajaban y me llenaban
de salivas. Luego volviendo a tomar Él mismo la palabra, dice: Tomó sobre sí
nuestras miserias, y se cargó voluntariamente de nuestras iniquidades: Ipse vulneratus est propter iniquitates
nostras: fue cubierto de heridas por nuestros pecados, quiso padecer toda
la pena que merecían nuestras culpas; y si hemos sido curados, se lo debemos a
su sangre derramada por nosotros: Cujus
livore sanati sumus. Por lo demás, continua el Profeta, si fue inmolado por
nosotros, fue porque quiso serlo: Oblatus
est quia ipse voluit. Ninguna cosa fue más libre que su sacrificio; y así,
ni aun abrió la boca para quejarse. Será llevado a la muerte como una oveja que
van a degollar, y guarda un profundo silencio: será semejante a un cordero que
está mudo delante del que le trasquila: Et
quasi agnus coram tondente se, obmulescet. Pero como sin embargo de las
iniquidades ajenas, de que se dignó cargarse, y de que se halla inocente, es
santo y justo por excelencia y por naturaleza, justificará con su muerte un
gran número de criminales: Justificabit ipse
justus multos; y por cuanto se entregó a la muerte por la expiación de los
pecados, y oró por los mismos que le quitaban la vida, verá una numerosa
posteridad, y reinará en todo el universo, y más allá de todos los siglos: si posuerit pro peccato animam suam, videbit
semen longævum. ¿Quién no conoce en esta pintura alegórica el verdadero
retrato de Jesucristo muriendo?
Todos los demás
profetas no se proponen otro blanco que a Jesucristo. Él es el principal objeto
de aquella multitud de predicciones que manifiestan los rasgos más vivos y más
naturales de su vida. Entre todos los Profetas no hay uno que no sea como el
rey de armas de este Hombre-Dios, cuya santidad y divinidad publican al mismo
tiempo que predicen su venida. Él es nuestro Dios, dice el profeta Baruc, y
ningún otro subsistirá delante de Él: Hic
est Deus noster, et non æstimabitur alius adversus eum (Baruch, III). Él es
el que encontró los caminos de la verdadera ciencia, y el que la dio a Jacob su
siervo, y a su querido Israel. Después de esto fue visto sobre la tierra, y
conversó con los hombres: Post hæc in
terris visus est, et cum hominibus conversatus est. Quiere decir, que este
Dios, cuya bondad es tan incomprensible, como infinita su misericordia, después
de haber instruido y preparado a su pueblo en la escuela de los Profetas,
después de haberle hecho con estas pinturas alegóricas y con estas predicciones
multiplicadas capaz de un misterio tan sobre la capacidad del espíritu humano,
se hizo visible sobre la tierra por su encarnación; y hecho hombre, se dignó
conversar familiarmente con los hombres, y hacerse semejante a ellos.
Se puede decir
que todo el Viejo Testamento es una continua alegoría de los misterios
contenidos en el Nuevo, y singularmente del de la encarnación del Verbo, bajo
los nombres figurativos de Cristo o Ungido del Señor, de Libertador, de
Caudillo, de Rey, de Enviado, de Conductor, de Mesías, de Salvador. Por medio
de estas pinturas alegóricas quiso el Espíritu Santo familiarizar, por decirlo
así, el espíritu humano con una verdad, contra la cual se revolvía naturalmente
toda su razón, y hacerle poco a poco capaz de la fe de un misterio tan sobre
los sentidos y la razón.
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