EL DIOS DE BONDAD
Quam bonus Israel Deus
“¡Cuán bueno es el Dios de Israel!” (Ps 82, 1)
Este era el grito del pueblo judío, que repetía el real Profeta al recordar los beneficios de que Dios les había rodeado sin cesar.
¿Cuál será aquél en que deberían prorrumpir todos los cristianos más favorecidos que el pueblo judío? ¿Por ventura no tenemos los cristianos muchas y más poderosas razones para exclamar como ellos: “Quam bonus Israel Deus; qué bueno es el Dios de Israel”?
Los judíos habían recibido de Dios bastante menos que nosotros, puesto que nosotros hemos recibido los bienes del cielo, la redención, la gracia, la Eucaristía; el don que a nosotros nos ha concedido es Jesús mismo, la Eucaristía.
La índole especial que la bondad de Dios para con nosotros reviste en el don de la Eucaristía le hace mucho más acreedor todavía a nuestra gratitud. Sin duda que nada más que el dar es ya algo; pero darlo bien, es todo.
I
Jesucristo se nos da en la Eucaristía sin aparato ninguno de dignidad. En el mundo se procura siempre, más o menos, dar a conocer la persona que da y el valor de lo que se da: así lo exigen, además, el mutuo respeto y honor de los hombres en sus relaciones sociales.
Nuestro señor Jesucristo nada quiere de todo esto, a fin de presentarse más amable y ponerse más a nuestro alcance; sin embargo, su sagrado cuerpo está glorioso como en el cielo. Él reina y los ángeles le hacen la corte. Oculta su gloria, su cuerpo, alma y divinidad y sólo deja ver el velo de su bondad.
Se rebaja, se humilla y anonada, para que no le temamos.
En los días de su vida mortal era ya tan dulce en su trato y tan humilde en sus acciones, que todas las gentes se le acercaban confiadamente: los niños, las mujeres, los pobres, los leprosos..., todos acudían a Él sin temor.
Ahora su cuerpo, como glorioso que es, no podría presentarse a nosotros sin deslumbrarnos, y por eso se cubre con un velo. Por lo cual nadie tiene miedo en venir a la iglesia, que está abierta para todos, porque todos saben que al ir a ella van a la casa de un buen padre, el cual nos está esperando para hacernos algún bien y conversar familiarmente con nosotros. “Quam bonus Israel Deus! ¡Qué bueno es el Dios de Israel!”.
II
Jesucristo se nos da a todos sin reserva. Con una paciencia y una longanimidad admirables espera, siempre, que vamos a recibirle, dándose a todos sin excepción.
Espera lo mismo al pobre que al pecador. El pobre va por la mañana antes de dirigirse al trabajo y recibe para aquel día su dulce bendición. El maná caía en el campo de los israelitas antes de amanecer, para que no se hiciese esperar el celestial alimento.
Siempre está sobre el altar nuestro señor Jesucristo, adelantándose al visitante por mucho que éste madrugue para ir a verle. ¡Feliz aquel que recibe la primera bendición del Salvador! Por lo que hace a los pecadores, Jesús sacramentado les espera semanas enteras..., durante meses..., aun años; quién sabe si durante cuarenta, sesenta o más años no ha estado con los brazos abiertos esperando a alguno que termine por rendirse a sus instancias.
Venite ad me omnes: “Venid a mí todos”. ¡Ah, si pudiésemos comprender la alegría que experimenta nuestro Señor cuando vamos hacia Él! ¡Se diría que está muy interesado en ello y que es Él quien sale ganando!
¿Estará bien que hagamos esperar tanto tiempo a este buen Salvador? Algunos, triste es decirlo, jamás se le acercarán, o solamente cuando, ya difuntos, sean llevados por otros; pero entonces será demasiado tarde y no encontrarán en Él sino a un juez irritado.
III
Jesús se da sin ostentación; sus dones son invisibles: si los viésemos, nos aficionaríamos a ellos y olvidaríamos al que los dispensa, y si oculta su mano cuando da, es para que no pensemos sino en su corazón, en su amor.
Con su ejemplo nos enseña a dar secretamente, y a ocultarnos cuando hayamos hecho algún beneficio, para que la acción de gracias se le tribute únicamente a Dios que es el autor de todo bien.
La bondad de Jesús llega hasta mostrarse Él agradecido; se contenta con lo que se le da y además se muestra regocijado. Pudiera decirse que tiene necesidad de nuestras cosas...; hasta nos pide, nos suplica: ¡Hijo mío, Yo te pido...! Dame tu corazón.
IV
La bondad que nos muestra en la Eucaristía llega hasta la debilidad.
¡Oh! No nos escandalicemos por ello...; es el triunfo de la bondad eucarística.
Fijaos en una madre, cuya ternura sólo termina con la muerte.
Ved al padre del hijo pródigo corriendo al encuentro de su hijo y llorando de alegría al ver de nuevo aquel hijo ingrato que ha disipado su fortuna... El mundo considera esto como una debilidad. Es, sin embargo, el heroísmo del amor.
¿Qué decir ahora de la bondad del Dios de la Eucaristía?
¡Ah, Señor! Es preciso contestar que tal bondad vuestra da ocasión para escandalizarse.
Jesús aparenta tal debilidad en el santísimo Sacramento que se deja insultar, deshonrar, despreciar, profanar..., y a su vista, en su propia presencia, al pie de los altares...
¿Y el ángel no hiere a los nuevos Heliodoros, a estos traidores Judas? Nada de eso.
¿Y el Padre celestial permite tales ultrajes a su hijo amado?
Porque aquí es peor que en el calvario. Allí, al menos, se oscureció el sol en señal de horror; los elementos lloraban a su manera la muerte de su Criador; aquí... nada.
El calvario de la Eucaristía se levanta en todas partes. Principió en el cenáculo; está erigido en todos los lugares de la tierra y aquí ha de permanecer hasta el último momento de la vida del mundo.
¡Oh, Señor! ¿Por qué llegáis a tal exceso?
Se ve que es el combate de la bondad contra la ingratitud. Jesús quiere tener más amor que el hombre odio; quiere amar al hombre aun a pesar suyo: hacerle bien, mal que le pese. Por todo pasará antes que vengarse; quiere rendir al hombre por su bondad.
Esta es la bondad de Jesús, sin gloria, sin esplendor, toda debilidad..., pero rebosante de amor para los que tengan ojos y quieran ver.
Quam bonus Israel Deus: “¡Señor mío Jesucristo, Dios de la Eucaristía, qué bueno sois!”.
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