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viernes, 8 de marzo de 2019

P. JEAN CROISSET SJ. VIDA DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO SACADA DE LOS CUATRO EVANGELISTAS: XIX. Otros milagros de Jesucristo.

XIX. Otros milagros de Jesucristo.
Simón Pedro se postra ante N.S.J.C. tras la pesca milagrosa

A cada paso se veía un nuevo milagro: al salir de la sinagoga Jesús entró en la casa de Simón Pedro; encontró a su suegra enferma de peligro, y de repente le dio una salud tan perfecta, que se levantó y le sirvió a la mesa. Por la tarde, luego que hubo pasado la solemnidad del sábado, se vio a la puerta de la casa un número prodigioso de enfermos y de endemoniados que habían ido de los alrededores a buscar en El el alivio de sus miserias: les impone Jesús las manos a todos, y todos se vuelven a sus casas perfectamente sanos. El día siguiente al amanecer, habiéndose retirado solo a un lugar desierto, le avisaron sus discípulos que una infinidad de gentes le buscaban para tener el consuelo de verle y oírle. En efecto, vio llegar al instante aquella muchedumbre hambrienta de su palabra, les consoló y  les instruyó; y despidiéndoles después, les dijo: que no habiendo sido enviado para un pueblo solo, era preciso que fuese a anunciar a otros muchos el Reino de Dios; es decir, la nueva ley, y los caminos de la salvación. Habiendo dejado a Cafarnaum corrió a la Galilea predicando, curando enfermos, resucitando muertos, librando energúmenos, haciendo bien en todos los parajes por donde pasaba, y llevando en todas partes el carácter de Hijo de Dios y de Mesías.

A su vuelta, habiendo llegado junto al lago de Genesaret, se vio de tal modo oprimido por el tropel de gente que le seguía, que le fue preciso entrar en la barca de Simón Pedro, desde donde se puso a enseñar al pueblo; y habiéndole despedido, dijo a Pedro que hiciese andar la barca a un paraje más profundo, y que tendiese las redes para pescar: ¡Ah Señor! Le respondió Pedro, toda la noche nos hemos fatigado sin haber cogido nada; pero pues Vos lo mandáis, echaré la red. Habiéndolo hecho así, cogieron una cantidad tan grande de peces, que se rompía la red; y fue menester que los que estaban en la otra barca fuesen a ayudarles; jamás habían hecho pesca tan abundante: llenaron de ella las dos barcas, de modo que entrambas casi se iban a fondo. Atónito Pedro de esta maravilla, se arroja los pies de Jesús, y sobrecogido de un transporte de amor, de humildad y de respeto, exclama: Apartaos de mí, Señor, porque soy un pecador, y Tú eres el Santo de Dios, el Todopoderoso, el árbitro de toda la naturaleza. (Luc. V). Embelesado Jesús de este sentimiento afectuoso de humildad, le dice: No temas; pues, como ya te he dicho, lo que cogerás de hoy en más no serán peces, sino hombres, y esta pesca, de que la de ahora no es sino una figura, será toda milagrosa: todos los que han venido antes de mí han trabajado en vano toda la noche: solo tú, y los que yo enviaré tendrán poder para ganar para Dios todo el mundo. De este modo formaba el Salvador a su discípulo para hacerle cabeza visible de su Iglesia, de la que aquella barca y aquella pesca eran figura; y quizá por lo mismo dice el Evangelista que aquella barca era de Pedro, sin hacer mención de su hermano Andrés, como tampoco de Santiago ni de Juan sus compañeros.

Pocos días después, habiendo visto un leproso al Salvador, se postró delante de El, diciendo: Señor, Vos podéis librarme de mi lepra solo con que queráis. Yo lo quiero, respondió el Salvador, sin aguardar a que le suplicase por más tiempo: yo lo quiero, límpiate de ella, y en el mismo instante quedó todo su cuerpo sin la menor mácula.

Habiendo vuelto Jesús a Cafarnaum, no bien se había sabido su llegada, cuando toda la casa se llenó de gente; entre otros había muchos fariseos y doctores de la ley que habían ido a Jerusalén por oírle. Apenas había empezado a hablar, cuando se vio puesto a sus pies un paralítico, al cual le llevaban cuatro hombres; los que no habiendo podido romper por entre la muchedumbre, les había ocurrido subirle a lo alto de la casa sobre el tejado, y bajarle por el techo, juntamente con la camilla en que estaba tendido: admirado Jesús de la fe de aquellos hombres, le dijo al paralítico: Hijo, tus pecados te son perdonados. (Luc. V). Al oír esto los escribas y fariseos que estaban presentes, se escandalizaron. Este hombre blasfema, decían dentro de sí mismos; porque ¿Quién puede perdonar los pecados sino solo Dios? Jesús, que veía claramente sus pensamientos, les dijo: Para hacerlos ver por la curación de este paralítico que tengo poder para perdonar pecados, y que me es tan fácil decir: tus pecados te son perdonados, como decir a un paralítico de todo el cuerpo: levántate, y vete al instante; para que sepáis que tengo este poder, el que verdaderamente es propio y privativo de solo Dios, como vosotros lo pensáis, digo al paralítico: Levántate, yo te lo digo: toma tu lecho, y vete a tu casa. Dicho esto, se levanta el paralítico, se pone el lecho sobre sus hombros, y se va a su casa publicando las grandezas de Dios, dándole mil gracias. Al ver esto quedaron atónitos todos los circunstantes, y cada cual por su parte exclamaba: Un hombre que puede perdonar los pecados, y que para prueba de este poder cura a nuestra vista a un paralítico, no puede menos de ser Cristo Hijo de Dios. Este milagro no se publicó solamente en la comarca: la fama de El bien presto se esparció por toda la Siria; de modo que de todas partes venían las gentes en tropas a ver y a oír a Jesús.

Aumentándose la mies, fue menester aumentar el número de los operarios. Mateo, por sobrenombre Leví, era un publicano; esto es, un receptor o comisionado para la cobranza de los impuestos cargados sobre los judíos por los romanos; profesión muy infame en toda la Judea. Habiéndole visto el Salvador sentado a la mesa del despacho, le dijo que le siguiera. Se levanta al instante Mateo, deja su empleo a sus subalternos, lo abandona todo por seguir a Jesucristo; y para hacer más pública su conversión, le ruega vaya a comer a su casa. Todo es lección, todo es misterio, como dijimos ya, en la vida de Jesucristo: este divino Salvador, para hacer ver que había venido singularmente para los pecadores, acepta el convite, come en casa de su nuevo discípulo, y quiere que sea en compañía de muchos publicanos. Los fariseos no dejaron de escandalizarse de esto: lo había previsto Jesús, y como murmurasen de ello, en voz bastante alta les dijo: que los que estaban buenos no necesitaban de médicos, que los que le necesitaban eran los enfermos; y así añadió: Sabed que no son los justos a quienes yo he venido a buscar, sino a los pecadores para la penitencia: Non veni vocari justos, sed peccatores ad pænitentiam. (Luc. V).


Se aumentaba y crecía todos los días la opinión y fama del Salvador: en todas partes se hablaba con admiración de la santidad de su vida, de la prudencia de sus respuestas, de la pureza y sublime espiritualidad de su doctrina, de lo estupendo de sus milagros; y todo el mundo confesaba que así como el sol al mediodía hace desaparecer todos los demás astros, así la santidad y los prodigios de Jesucristo oscurecían y disipaban todo cuanto se había visto de prodigioso y extraordinario antes de El. Pero lo que hacía la admiración de todo el mundo, ocasionaba celos e irritaba la bilis de los sacerdotes, de los escribas y fariseos: esta raza de víboras, como los llama el Salvador (Matth. XXIII), austeros, modestos y aun religiosos a los ojos de los hombres, y en el fondo soberbios, llenos de hipocresía y de iniquidad, no podían ver sin despecho la distinción tan visible que había entre la santidad pasmosa de la vida de Jesús y la disolución e irregularidad de la de ellos. Como el pueblo tocaba esta diferencia, los miraba con el mayor desprecio; y ellos ponían el mayor estudio en ver cómo hallar algún pretexto para desacreditar a Jesucristo en la opinión del pueblo. Un nuevo milagro que hizo el Salvador un sábado les pareció una bella ocasión para exhalar su bilis, y desacreditarle.

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