Miércoles del Cuarto Domingo de Cuaresma. Reflexiones.
(Lección del profeta Ezequiel 36, 23-28)
Después de esto, venid y acusadme. ¿Podía servirse el Señor de una expresión más amable, más capaz de obligarnos, y que significase mejor la ternura de su corazón? Doleos verdaderamente de haberme ofendido: detestad vuestras culpas pasadas, haced un firme propósito de no desagradarme más: procurad que vuestra contrición sea verdadera, y eficaz vuestro propósito. Dad pruebas de ser perfecta vuestra contrición: y después de esto, yo os doy licencia para que me acuséis de que falto a mis promesas, para que desconfiéis de mis palabras, para que dudéis de mi bondad, si no os perdono vuestros pecados, si no os vuelvo a admitir a mi amistad: Venite, et arguite me. Cuando vuestros delitos excediesen el número de vuestros cabellos, aunque su enormidad hubiese puesto vuestra alma más negra que la carne de un etíope, más horrorosa que la de un leproso, más distante de la blancura que el rojo de la púrpura y del bermellón, quedará tan tersa como la carne de un niño, tan blanca como la nieve de mayor blancura. Mi gracia os volverá la inocencia, y seréis del número de mis más íntimos amigos. El padre mas afectuoso, la madre más tierna, el esposo más apasionado, ¿Podían explicar más eficazmente su indulgencia y su amor? Pero ¿Qué hijo habrá tan mal nacido, qué esposa tan insensata, que no se rinda a una ternura tan señalada, a un motivo tan grande de confianza? Es un Dios el que habla así, y es a hombres pecadores a quienes este Dios dirige estos testimonios de tanto consuelo, estas ofertas tan ventajosas de una indulgencia tan capaz de obligar a los corazones más de piedra. ¡Ah, Señor, qué monstruo tan horrendo es el corazón del hombre, si se resiste a una tan incomprensible ternura, si rehusa convertirse, si os rehusa su amor!
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