XI. La predicación de San Juan Bautista,
precursor de Jesucristo.
Llegado, en fin,
el tiempo en que el que era la luz que alumbra a todo hombre que viene al mundo
debía salir de su vida oculta y escondida, se vio comparecer su Precursor el
año decimoquinto del imperio de Tiberio, el treinta de Jesucristo, el treinta y
medio de san Juan; este fue el año en que este hombre extraordinario, este
profeta y más que profeta, a quien la Escritura había llamado el Ángel del
Señor destinado a preparar los caminos al Mesías, y a anunciar la venida de
aquel de quien él no era sino el precursor y rey de armas: en este tiempo,
vuelvo a decir, fue cuando Juan Bautista, que hasta entonces había vivido en el
desierto, salió de la soledad, y vino a las riberas del Jordán predicando un
bautismo de penitencia, que no daba la remisión de los pecados, sino solo
disponía a los hombres a recibirla, por cuanto no era sino figura del bautismo
que Jesucristo había de instituir más adelante. Haced penitencia, gritaba,
porque el reino de los cielos está cerca: él era el primero que daba ejemplo
con su vida austera, pues iba vestido de un cilicio hecho de pelo de camello
que se ceñía alrededor del cuerpo con un ceñidor o correa de cuero, no teniendo
otro alimento que langostas y miel silvestre.
Bien presto se
vio seguido el nuevo predicador de muchas gentes: vino a él todo el país, y los
pueblos, movidos a arrepentimiento de sus pecados, los confesaban, y recibían a
montones su bautismo. Habiéndose extendido su fama por toda la Judea, y estando
persuadido todo el Oriente que los días del Mesías habían ya llegado, la mayor
parte de los que iban a oírle creyeron que aquel hombre podía ser muy bien el
Mesías. Le preguntan si era el que esperaban; respondió que no lo era: que él
bautizaba solamente con agua para disponer el pueblo a la penitencia, y
preparar los caminos a aquel de quien no era digno ni aun de desatar las
correas de los zapatos; que por lo que miraba al Mesías esperado tanto tiempo
había, iba a venir bien presto; que este era quien les había de dar el bautismo
del Espíritu Santo y de la más encendida caridad, en virtud del cual sus almas
serían purificadas de todo pecado; y que ya tenía el cribo en la mano para
purgar su era, y arrojar la paja inútil al fuego que no se apaga. Esto era
hacer en pocas palabras el verdadero retrato del Salvador del mundo.
Mientras que
todas las gentes venían a Juan para ser bautizadas, vino también de Nazaret
Jesús a que Juan le bautizara. El Bautista, ilustrado interiormente con una luz
sobrenatural, le distinguió muy bien entre la muchedumbre, aunque jamás le
había visto: conoció que el que venía a él a ser bautizado era el Mesías
prometido, cuya venida había él mismo anunciado ya. Penetrado entonces del más
profundo respeto y de una secreta confusión, a vista de una humildad tan
pasmosa, rehusó al principio bautizar al que era el cordero sin mancha. ¿Qué es
esto, le dijo, Vos venís a que yo os bautice? ¿No es más justo que reciba yo de
Vos el bautismo? No duró mucho esta especie de contestación. Déjame hacer por
ahora este acto de humildad, le respondió el Salvador; conviene que yo parezca
públicamente entre los pecadores, pues he tomado la semejanza de pecador: debo
dar al público este ejemplo antes de darle lecciones de humildad con mis
palabras; entrambos debemos cumplir con todos los oficios de la justicia, y
practicar cuánto hay de más perfecto. Cualquier réplica hubiera sido superflua;
y así Juan obedeció, y bautizó a aquel que le había santificado a él mismo en
el seno de su madre Isabel.
Bien presto fue
ensalzada la pasmosa humildad del Salvador divino. Apenas había salido del
agua, cuando puesto en oración a la orilla del Jordán se abrió el cielo, el
Espíritu Santo bajó visiblemente sobre Él en figura de paloma, y se oyó una voz
que venía de lo alto, y decía: Éste es mi querido Hijo, en quien tengo todas
mis complacencias. Lo que apareció no fue una verdadera paloma, sino que el
Espíritu Santo quiso manifestarse y hacerse sensible bajo una figura que era
símbolo de la grande inocencia de aquel que siendo la misma inocencia se había
dignado y había querido confundirse con los pecadores.
Fue esta como
una declaración pública de la llegada del Mesías, y un testimonio auténtico de
su misión. Y así en lugar de volverse a Nazaret, el Espíritu Santo de que
estaba animado le llevó a la soledad. Se retiró Jesús al desierto para ser
tentado en él por el demonio, y para alcanzar del demonio una ilustre victoria;
no queriendo el Hijo de Dios empezar los ejercicios de su vida pública sino
después de haber vencido al enemigo que tenía a los hombres esclavos desde el
pecado de Adán.
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