LA EUCARISTÍA Y
LA GLORIA DE DIOS
Ego honorifico Patrem meum
“Yo honro a mi
Padre” (Jn 8, 49)
Jesucristo, nuestro Señor, no ha querido permanecer con nosotros aquí
en la tierra sólo por medio de su gracia, de su verdad y de su palabra, sino,
que también quiso quedarse en persona.
Así que nosotros poseemos al mismo Jesucristo que vio la Judea, aunque
bajo otra forma de vida. Ahora viste el ropaje sacramental, es verdad; mas no
por eso deja de ser el mismo Jesucristo, el mismo hijo de Dios e hijo de María.
La gloria de Dios: eso es lo que Jesucristo procuró mientras vivió en
la tierra, y eso es lo que, en el augusto Sacramento, constituye el fin
principal de todos sus deseos. Puede decirse que Jesucristo tomó el estado
sacramental para seguir honrando y glorificando a su Padre.
I
El Verbo divino reparó, por la encarnación, y restauró la gloria del
creador, oscurecida en la creación por el pecado del primer hombre, a que le
arrastró la soberbia.
Para ello se humilló el Verbo eterno hasta unirse a la naturaleza
humana; tomó carne en el purísimo seno de María y se anonadó a sí mismo tomando
forma de esclavo.
Rescatado el hombre con el precio de su divina sangre, devuelta a su
Padre una gloria infinita con todos los actos de su vida mortal y purificada la
tierra con su presencia personal, Jesús subió glorioso al cielo, pues su obra
quedaba terminada.
¡Oh qué día más glorioso para la celestial Jerusalén el de la
triunfante ascensión del Salvador!
¡Pero día triste y muy triste para la tierra, porque se aleja de ella
su rey y su reparador! ¿No sería de temer que allá, en la patria de los
bienaventurados, se convirtiese bien pronto la tierra en objeto de mero
recuerdo, que no tardará en olvidarse y acaso en objeto de ira y de venganza?
Cierto que Jesús deja establecida su Iglesia entre los hombres, y en
ella buenos y santos apóstoles; ¡pero éstos no son el divino maestro!
En la Iglesia habrá también muchos y muy santos imitadores de Jesús,
su divino modelo; pero al fin son hombres como los demás, con sus defectos e
imperfecciones, y nunca libres, mientras viven en la tierra, de caer en los
profundos abismos de la culpa.
Si la reparación obrada por Jesucristo y la gloria devuelta a su Padre
con tantos trabajos y sufrimientos las dejase en manos de los hombres, ¿no
habría que temer por su mal resultado? ¿No sería a todas luces arriesgado
encomendar la obra de la redención del mundo y de la glorificación de Dios a
hombres tan incapaces e inconstantes siempre?
No, no; ¡no se abandona así un reino conquistado a costa de tan
inauditos sacrificios como son la encarnación, pasión y muerte de un Dios!
¡No se expone a tales riesgos la ley divina del amor!
II
Entonces, ¿qué hará el Salvador?
Permanecerá sobre la tierra. Continuará para con su eterno Padre el
oficio de adorador y glorificador. Se hará Sacramento para la mayor gloria de
Dios.
¿No veis a Jesús sobre el altar... en el sagrario? Está allí... Y ¿qué
hace?
Adora a su Padre, le da gracias, intercede por los hombres, se ofrece
a Él como víctima, como hostia propiciatoria para reparar la gloria de Dios, que
sufre menoscabo continuamente. Allí está sobre su místico calvario repitiendo
aquellas sublimes palabras: “¡Padre, perdónalos...; te ofrezco por ellos mil
sangre..., mis llagas...!”
Se multiplica por todas partes; dondequiera sea preciso ofrecer alguna
expiación. En cualquier sitio que se establezca una familia cristiana, allá va
Jesús a formar con ella una sociedad de adoración, para glorificar a su Padre,
adorándole Él mismo y haciendo que le adoren todos en espíritu y en verdad.
Y el Padre, satisfecho y glorificado cuanto merece, exclama:
“Mi nombre es grande entre las naciones; desde el oriente al ocaso se
me ofrece una hostia de olor agradable”.
III
¡Oh maravilla de la Eucaristía! Jesús por su estado sacramental rinde
homenaje a su Padre de manera tan nueva y sublime que nunca jamás recibió otro
igual de criatura alguna, ni aun pudo hasta cierto punto recibirlo tan grande
del mismo redentor aquí en la tierra.
¿En qué consiste este homenaje extraordinario?
En que el rey de la gloria, revestido en el cielo de la infinita
majestad y poder de Dios, inmola exteriormente en el santísimo Sacramento, no
solamente su gloria divina, como en la encarnación, sino también su gloria
humana y las cualidades gloriosas de su cuerpo resucitado.
No pudiendo honrar a su Padre, en el cielo, con el sacrificio de su
gloria, Jesucristo desciende a la tierra y se encarna de nuevo sobre el altar;
el Padre puede contemplarle todavía tan pobre como en Belén; aunque continúe
siendo rey de cielo y tierra y tan humilde y obediente como en Nazaret, puede
verle sujeto no sólo a la ignominia de la cruz, sino a la más infamante de las
comuniones sacrílegas y sometido a la voluntad de sus amigos y profanadores...
Así procura la gloria de su Padre este mansísimo Cordero, inmolado sin
exhalar una queja; esta inocente víctima que no sabe murmurar; este glorioso
Salvador que jamás pide venganza.
Mas ¿para qué todo esto?
Para glorificar a su Padre, por la continuación mística de las más
sublimes virtudes; por el sacrificio perpetuo de su libertad, de su
omnipotencia y de su gloria inmoladas por puro amor, en el santísimo
Sacramento, hasta la última hora del mundo.
Presentando Jesucristo aquí en la tierra, con sus humillaciones, un
contrapeso eficaz al orgullo del hombre y rindiendo, por esta razón, una gloria
infinita a su Padre, le consuela vivamente. ¡Qué razón de la presencia
eucarística más digna del amor de Jesús a su eterno Padre!
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