Restaurarlo todo en Cristo
Programa del pontificado del papa san Pío X
San Pio X y el Cardenal Rafael Merry del Val |
En memoria de los 100 años de su muerte
1914-2014
E SUPREMI APOSTOLATUS
SOBRE LA FALTA DE DOCTRINA Y EL DEBER DE DARLA A CONOCER
Por el papa San Pío X
Venerables
hermanos: Salud y bendición apostólica
El peso del Pontificado
1 Al dirigirnos por primera vez a vosotros desde
la suprema cátedra apostólica a la que hemos sido elevados por el
inescrutable designio de Dios, no es necesario recordar con cuántas lágrimas y
oraciones hemos intentado rechazar esta enorme carga del Pontificado.
Podríamos, aunque Nuestro mérito es absolutamente inferior, aplicar a Nuestra
situación la queja de aquel gran santo, Anselmo, cuando a pesar de su
oposición, incluso de su aversión, fue obligado a aceptar el honor del
episcopado. Porque Nos tenemos que recurrir a las mismas muestras de
desconsuelo que él profirió para exponer con qué ánimo, con qué actitud hemos
aceptado la pesadísima carga del oficio de apacentar la grey de Cristo. Mis
lágrimas son testimonio -esto dice-, así como mis quejas y los suspiros de
lamento de mi corazón; cuales en ninguna ocasión y por ningún dolor recuerdo
haber derramado hasta el día en que cayó sobre mí la pesada suerte del
arzobispado de Canterbury. No pudieron dejar de advertirlo todos aquellos que
en aquel día contemplaron mi rostro Yo con un color más propio de un muerto que
de una persona viva, palidecía con doloroso estupor. A decir verdad, hasta ese
momento hice todo lo posible por rechazar lejos de mí esa elección, o por mejor
decir esa extorsión. Pero ya, de grado o por fuerza, tengo que confesar que a
diario los designios de Dios resisten más y más a mis planes, de modo que
comprendo que es absolutamente imposible oponerme a ello. De ahí que, vencido
por la fuerza no de los hombres sino de Dios, contra la que no hay defensa
posible, entendí que mi deber era adoptar una única decisión: después de haber
orado cuanto pude y haber intentado que, si era posible, ese cáliz pasara de mí
sin beberlo entrégueme por completo al
sentir ya la voluntad de Dios, dejando de lado mi propio sentir y mi voluntad [i].
Los hombres
están hoy apartados de Dios
2 Y
efectivamente no Nos faltaron múltiples y graves motivos para rehusar el
Pontificado. Ante todo el que de ningún modo, por nuestra insignificancia, nos
considerábamos dignos del honor del pontifica do; ¿a quién no le conmovería ser
designado sucesor de aquel que gobernó la Iglesia con extrema prudencia durante casi
veintiséis años, sobresalió en tanta agudeza de ingenio, tanto resplandor de
virtudes que convirtió incluso a sus enemigos en admiradores y consagró la
memoria de su nombre con hechos extraordinarios? Luego, dejando aparte otros
motivos, Nos llenaba de
temor sobre todo la tristísima situación en que se encuentra la humanidad. Quién ignora, efectivamente, que la sociedad actual, más que
en épocas anteriores, está afligida por un íntimo y gravísimo mal que,
agravándose por días, la devora hasta la raíz y la lleva a la muerte?
Comprendéis, Venerables Hermanos, cuál es el mal; la
defección y la separación de Dios: nada más unido a la muerte que esto,
según lo dicho por el Profeta (Salmo 72, 26).
Pues he aquí que quienes se alejan de ti,
perecerán. Detrás de la misión pontificia que se me ofrecía, Nos veíamos el deber de salir al paso de tan gran mal:
Nos parecía que recaía en Nos el mandato del Señor: Hoy te doy sobre pueblos
y reinos poder de destruir y arrancar, de edificar y plantar (Jer.
1, 10); pero, conocedor de Nuestra propia debilidad, Nos
espantaba tener que hacer frente a un problema que no admitía ninguna dilación y sí tenía
muchas dificultades.
«¡Instaurar
todas las cosas en Cristo!»
3 Sin embargo, puesto que agradó a la divina voluntad elevar nuestra
humildad a este supremo poder, descansamos el espíritu en aquel que Nos
conforta y poniendo manos a la obra, apoyados en
la fuerza de Dios, manifestamos que en la gestión de Nuestro pontificado
tenemos un sólo propósito, instaurarlo todo en Cristo (Efes. 1,
10), para que efectivamente todo y en todos sea
Cristo (Col. 3, 11).
Habrá
indudablemente quienes, porque miden a Dios con categorías humanas, intentarán
escudriñar Nuestras intenciones y achacarlas a intereses y afanes de parte.
Para salirles al paso, aseguramos con toda firmeza que Nos nada queremos ser, y
con la gracia de Dios nada seremos ante la humanidad sino Ministro de
Dios, de cuya autoridad somos instrumentos. Los
intereses de Dios son Nuestros intereses; a ellos hemos decidido consagrar
nuestras fuerzas y la vida misma. De ahí que si alguno Nos pide una frase simbólica, que
exprese Nuestro propósito, siempre le daremos sólo esta: ¡instaurar todas las cosas en Cristo!
Los hombres
contra Dios
4 Ciertamente,
al hacernos cargo de una empresa de tal envergadura y al intentar sacarla
adelante Nos proporciona, Venerables Hermanos, una extra ordinaria alegría el hecho de
tener la certeza de que todos vosotros seréis unos esforzados aliados para
llevarla a cabo. Pues si lo dudáramos os
calificaríamos de ignorantes, cosa que ciertamente no sois, o de negligentes
ante este funesto ataque que ahora en todo el mundo se promueve y se fomenta
contra Dios; puesto que verdaderamente contra su Autor se han amotinado las
gentes y traman las naciones planes vanos (Salm. 2, 1); parece que de todas
partes se eleva la voz de quienes atacan a Dios: Apártate de nos otros (Job, 21, 14).
5 Por eso, en la mayoría se ha extinguido el temor al Dios eterno y
no se tiene en cuenta la ley de su poder supremo en las costumbres ni en
público ni en privado: aún más, se lucha con denodado esfuerzo y con todo tipo
de maquinaciones para arrancar de raíz incluso el mismo recuerdo y noción de
Dios.
6 Es indudable que quien considere todo esto tendrá que admitir de plano
que esta perversión de las almas es como una muestra, como el prólogo de los
males que debemos esperar en el fin de los tiempos; o incluso pensará
que ya habita en este mundo el hijo de la perdición de quien habla el Apóstol
(2 Tes. 2,3). En
verdad, con semejante osadía, con este desafuero de la virtud de la religión,
se cuartea por doquier la piedad, los documentos de la fe revelada son
impugnados y se pretende directa y obstinadamente apartar, destruir cualquier
relación que medie entre Dios y el hombre. Por el contrario -esta es
la señal propia del Anticristo según el mismo Apóstol-, el hombre mismo con temeridad extrema ha invadido el
campo de Dios, exaltándose por encima de todo aquello que recibe el nombre de
Dios; hasta tal punto que -aunque no es capaz de borrar dentro de sí la noción
que de Dios tiene-, tras el rechazo de Su majestad, se ha consagrado a sí mismo
este mundo visible como si fuera su templo, para que todos lo adoren. Se
sentará en el templo de Dios, mostrándose como si fuera Dios (2 Tes. 2, 4).
Efectivamente, nadie en su sano juicio puede dudar de cuál es la batalla
que está librando la humanidad contra Dios. Se permite ciertamente el hombre,
en abuso de su libertad, violar el derecho y el poder del Creador; sin embargo,
la victoria siempre está de la parte de Dios; incluso tanto más inminente es la
derrota, cuanto Con mayor osadía se alza el hombre esperando el triunfo. Estas
advertencias nos hace el mismo Dios en las Escrituras Santas. Pasa por alto, en
efecto, los pecados de los hombres [x], como olvidado de su poder y majestad:
pero luego, tras simulada indiferencia, irritado como un borracho lleno de
fuerza [xi], romperá la cabeza a sus enemigos [xii] para que todos reconozcan
que el rey de toda la tierra es Dios [xiii] y sepan las gentes que no son más
que hombres [xiv].
7 Todo esto, Venerables Hermanos, lo mantenemos y lo esperamos con fe
cierta. Lo cual, sin embargo, no es impedimento para que, cada uno por su
parte, también procure hacer madurar la obra de Dios: y eso, no sólo pidiendo
Con asiduidad: Alzate, Señor , no prevalezca al hombre [xv], sino -lo que es
más importante- con hechos y palabras, abiertamente a la luz del día, afirmando
y reivindicando para Dios el supremo dominio sobre los hombres y las demás
criaturas, de modo que Su derecho a gobernar y su poder reciba culto y sea
fielmente observado por todos.
8 El deseo de
paz: dónde encontrarla
Esto es no
sólo una exigencia natural, sino un beneficio para todo el género humano. ¿Cómo
no van a sentirse los espíritus invadidos, Hermanos Venerables, por el temor y
la tristeza al ver que la mayor parte de la humanidad, al mismo tiempo que se
enorgullece, con razón, de sus progresos, se hace la guerra tan atrozmente que
es casi una lucha de todos contra todos? El deseo de paz conmueve sin duda el
corazón de todos y no hay nadie que no la reclame con vehemencia. Sin embargo, una vez rechazado Dios, se busca
la paz inútilmente porque la justicia está desterrada de allí donde Dios está
ausente; y quitada la .justicia, en vano se espera la paz. La paz es obra de la
justicia (Is. 32, 17).
Sabemos que no son pocos los que, llevados por sus ansias de paz, de
tranquilidad y de orden, se unen en grupos y facciones que llaman «de orden».
9 ¡Oh, esperanza y preocupaciones vanas! El partido del orden que
realmente puede traer una situación de paz después del desorden es uno sólo: el
de quienes están de parte de Dios. Así pues, éste es necesario
promover ya él habrá que atraer a todos, si son impulsados por su amor a la
paz.
10 Y
verdaderamente, Venerables Hermanos, esta vuelta de todas las naciones del mundo a la majestad y
el imperio de Dios, nunca se producirá, sean cuales fueren nuestros esfuerzos,
si no es por Jesús el Cristo. Pues advierte el Apóstol: Nadie puede poner otro fundamento, fuera del que está ya
puesto, que es Cristo Jesús (I Cor. 3, 11).
11 Evidentemente es el mismo a quien el Padre santificó y envió al mundo
[xviii]; el esplendor del Padre y la imagen de su sustancia [xix] , Dios
verdadero y verdadero hombre: sin el cual nadie podría conocer a Dios como se
debe; pues nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiera
revelárselo [xx].
Que los hombres
vuelvan a Dios, por la Iglesia
12 De lo cual se concluye que instaurar todas las cosas en Cristo
y hacer que los hombres vuelvan a someterse a Dios es la misma cosa. Así, pues, es ahí a donde conviene dirigir nuestros
cuidados para someter al género humano al poder de Cristo: con El al frente,
pronto volverá la humanidad al mismo Dios. A un Dios, que no es aquel despiadado, despectivo para los humanos que
han imaginado en sus delirios los materialistas, sino el Dios vivo y verdadero,
uno en naturaleza, trino en personas, creador del mundo, que todo lo prevé con
suma sabiduría, y también legislador justísimo que castiga a los pecadores y
tiene dispuesto el premio a los virtuosos.
13 Por lo demás, tenemos ante los ojos el camino por el que llegar a
Cristo: la Iglesia. Por
eso, con razón, dice el Crisóstomo: Tu esperanza la Iglesia , tu salvación la Iglesia , tu refugio la
Iglesia [xxi]: Pues para eso la ha fundado Cristo, y la ha conquistado al
precio de su sangre; y a ella encomendó su doctrina y los preceptos de sus
leyes, al tiempo que la enriquecía con los generosísimos dones de su
divina gracia para la santidad y la salvación de los hombres.
14 El deber
concreto de los Pastores
Ya veis, Venerables Hermanos,
cuál es el oficio que en definitiva se confía tanto a Nos como a vosotros: que hagamos volver a la sociedad humana, alejada de la
sabiduría de Cristo, a la doctrina de la Iglesia. Verdaderamente
la Iglesia es
de Cristo y Cristo es de Dios. Y si, con la ayuda de Dios, lo logramos, nos
alegraremos porque la iniquidad habrá cedido ante la justicia y escucharemos
gozosos una gran voz del cielo que dirá: Ahora llega la salvación, el poder, el
reino de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo [xxii].
15 Ahora bien, para que el éxito responda a los deseos, es preciso
intentar por todos los medios y con todo esfuerzo arrancar de raíz ese
crimen cruel y detestable, característico de esta época: el afán que el hombre
tiene por colocarse en el lugar de Dios; habrá que devolver su antigua dignidad
a los preceptos y consejos evangélicos; habrá que proclamar con más firmeza las
verdades transmitidas por la
Iglesia. Toda su doctrina sobre la santidad del
matrimonio. La educación doctrinal de los niños, la propiedad de bienes y su
uso. Los deberes para y con quienes administran el Estado; en fin, deberá
restablecerse el equilibrio entre los distintos órdenes de la sociedad, la ley
y las costumbres cristianas.
16 Los medios:
formar buenos sacerdotes
Nos, por
supuesto, secundando la voluntad de Dios, nos proponemos intentarlo en nuestro
pontificado y lo seguiremos haciendo en la medida de nuestras fuerzas. A
vosotros, Venerables Herma nos, os corresponde secundar Nuestros afanes con
vuestra santidad, vuestra ciencia, vuestras vidas y vuestros anhelos, ante todo
por la gloria de Dios; sin esperar ningún otro premio sino el hecho de que en
todos se forme Cristo [xxiii].
17 FORMAR BUENOS SACERDOTES Y ya apenas es necesario hablar de los medios que nos
pueden ayudar en semejante empresa, puesto que están tomados de la doctrina
común. De vuestras preocupaciones, sea la primera formar a Cristo en
aquellos que por razón de su oficio están destinados a formar a Cristo en los
demás. Pienso en los sacerdotes, Venerables Hermanos. Que todos aquellos
que se han iniciado en las órdenes sagradas sean conscientes de que, en las
gentes con quienes conviven, tienen asignada la provincia que Pablo declaró
haber recibido con aquellas palabras llenas de cariño: Hijitos míos, por
quienes sufro de nuevo dolores de parto hasta ver a Cristo formado en vos otros
[xxiv]. Pues, ¿quiénes serán capaces de cumplir su
misión si antes no se han revestido de Cristo? y revestido de tal
manera que puedan hacer suyo lo que también decía el Apóstol: ya no vivo yo, es
Cristo quien vive en mí [xxv]. Para mí la vida es Cristo [xxvi]. Por eso, si
bien a todos los fieles se dirige la exhortación que lleguemos a varones
perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo [xxvii], sin embargo se refiere
sobre todo a aquel que desempeña el sacerdocio; pues se le denomina otro Cristo
no sólo por la participación de su potestad, sino porque imita sus hechos, y de
este modo lleva impresa en sí mismo la imagen de Cristo.
18 En esta situación, ¡qué cuidado debéis poner, Venerables Hermanos, en la
formación del clero para que sean santos! Es necesario que todas las
demás tareas que se os presentan, sean cuales fueren, cedan ante ésta. 19
Por eso, la parte mejor de vuestro celo debe emplearse en la organización y el
régimen de los seminarios sagrados de modo que florezcan por la integridad
de su doctrina y por la santidad de sus costumbres.
20 Cada uno de vosotros tenga en
el Seminario las delicias de su corazón, sin omitir para su buena marcha nada
de lo que estableció con suma prudencia el Concilio de Trento.
21 Cuando llegue el momento de tener que iniciar a los candidatos en las
órdenes sagradas, por favor no olvidéis la prescripción de Pablo a Timoteo: A nadie impongas
las manos precipitadamente [xxviii]; considerad con atención que de
ordinario los fieles serán tal cual sean aquellos a quienes destinéis al
sacerdocio. Por tanto no
tengáis la mira puesta en vuestra propia utilidad, mirad únicamente a Dios, a la Iglesia y la felicidad
eterna de las almas, no sea que, como advierte el Apóstol, tengáis parte en los
pecados de otros [xxix].
22 Cuidar a los
sacerdotes jóvenes
Otra cosa: que los sacerdotes principiantes y los recién salidos del
seminario no echen de menos vuestros cuidados. A éstos -os lo pedimos con toda
el alma-, atraedlos con frecuencia hasta vuestro corazón, que debe alimentarse
del fuego celestial, encendedlos, inflamad los de manera que
anhelen sólo a Dios y el bien de las almas. Nos ciertamente,
Venerables Hermanos, proveeremos con la mayor diligencia para que estos hombres
sagrados no sean atrapados por las insidias de esta ciencia nueva y engañosa
que no tiene el buen olor de Cristo y que, con falsos y astutos argumentos,
pretende impulsar los errores del racionalismo y el semirracionalismo; contra
esto ya el Apóstol precavía a Timoteo cuando le escribía: Guarda el depósito
que se te ha confiado, evitando las novedades profanas y las contradicciones de
la falsa ciencia que algunos profesan
extraviándose de la fe [xxx]. Esto no impide que Nos estimemos dignos de
alabanza los sacerdotes jóvenes, que siguen estudios de ciencias útiles en
cualquier campo de la sabiduría, para hacerse mas instruid os en la guarda de
la verdad y rechazar mejor las calumnias de los odiadores de la fe. Sin
embargo, no podemos ocultar, antes al contrario lo manifestamos abiertamente,
que serán siempre Nuestros predilectos quienes, sin menospreciar las
disciplinas sagradas y profanas, se dedican ante todo al bien de las almas
buscando para sí los dones que con vienen a un sacerdote celoso por la gloria
de Dios. Nos tenemos una gran tristeza y un dolor continuo en el corazón [xxxi],
al comprobar que es aplicable a nuestra época aquella lamentación de Jeremías:
Los pequeños pidieron pan y no había quien se lo repartiera [xxxii]. No faltan en
el clero quienes, de acuerdo con sus propias cualidades, se afanan en cosas de
una utilidad quizá no muy definida, mientras, por el contrario, no son tan
numerosos los que, a ejemplo de Cristo, aceptan la voz del Profeta: El Espíritu
me ungió, me envió para evangelizar a los pobres, para sanar a los contritos de
corazón, para predicar a los cautivos la libertad y a los ciegos la
recuperación de la vista [xxxiii].
23 La falta de doctrina: enseñar
con caridad
¿A quién se le oculta, Venerables
Hermanos, ahora que los hombres se rigen sobre todo por la razón y la libertad,
que la
enseñanza de la religión es el camino más importante para replantar el reino de
Dios en las almas de los hombres? ¡Cuántos son los que odian a
Cristo, los que aborrecen a la
Iglesia y al Evangelio por
ignorancia más que por maldad! De ellos podría decirse con razón:
Blasfeman de todo lo que desconocen [xxxiv].
24 Y este hecho se da no sólo entre el
pueblo o en la gente sin formación que, por eso, es arrastrada fácilmente al
error, sino también en las clases más cultas, e incluso en quienes sobresalen
en otros campos por su erudición. Precisamente de aquí procede la falta
de fe de muchos.
Pues no hay que
atribuir la falta de fe a los progresos de la ciencia, sino más bien a la falta
de ciencia;
de manera que
donde mayor es la ignorancia, más evidente es la falta de fe.
Por eso Cristo
mandó a los Apóstoles: Id y enseñad a todas las gentes [xxxv].
25 Y ahora, para que el trabajo y los
desvelos de la enseñanza produzcan los esperados frutos y en todos se forme
Cristo, quede bien grabado en la memoria, Venerables Hermanos, que nada es más eficaz que la caridad. Pues el
Señor no está en la agitación [xxxvi].
26 Es un error esperar atraer las almas a
Dios con un celo amargo: es más, increpar con acritud los errores, reprender
con vehemencia los vicios, a veces es más dañoso que útil.
28 Ciertamente el Apóstol exhortaba a Timoteo: Arguye, exige, increpa,
pero añadía, con toda paciencia [xxxvii].
También en esto Cristo nos dio ejemplo: Venid, así leemos que El dijo, venid
a mí todos los que trabajáis y estáis cargados y Yo os aliviaré [xxxviii]. Entendía por los que trabajaban y estaban cargados no a otros sino a
quienes están dominados por el pecado y por el error. ¡Cuánta mansedumbre en aquel
divino Maestro! ¡Qué suavidad, qué misericordia con los atormentados! Describió
exactamente Su corazón Isaías con estas palabras: Pondré mi espíritu sobre él;
no gritará, no hablará fuerte; no romperá la caña cascada, ni apagará la mecha
que todavía humea [xxxix].
29 Y es preciso que esta caridad, paciente y benigna [xl] se extienda
hasta aquellos que nos son hostiles o nos siguen con animosidad. Somos
maldecidos y bendecimos, así hablaba Pablo de sí mismo, padecemos persecución y
la soportamos; difamados, con- solamos [xli]. Quizá parecen peores de lo que
son. Pues con el trato, con los prejuicios, con los consejos y ejemplos de los
demás, y en fin con el mal consejero amor propio se han pasado al campo de los
impíos: sin embargo, su voluntad no es tan depravada como incluso ellos
pretenden parecer.
30 ¿Cómo no vamos a esperar que el fuego de la caridad
cristiana disipe la oscuridad de las almas y lleve consigo la luz y la paz de
Dios? Quizás tarde algún tiempo el fruto de nuestro
trabajo: pero la caridad nunca desfallece, consciente de que Dios no ha pro
metido el premio a los frutos del trabajo, sino a la voluntad con que éste se
realiza.
31 El deber
insustituible de los Obispos
Pero,
Venerables Hermanos, no es mi intención que, en todo este esfuerzo tan arduo para restituir en Cristo a todas las gentes, no
contéis vosotros y vuestro clero con ninguna ayuda. Sabemos que Dios ha dado
mandatos a cada uno referentes al prójimo [xlii].
Así que trabajar
por los intereses de Dios y de las almas es propio no sólo de quienes se han
dedicado a las funciones sagradas, sino también de todos los fieles: y
ciertamente cada uno no de acuerdo con su iniciativa y su talante, sino siempre
bajo la guía y las indicaciones de los Obispos; pues presidir, enseñar, gobernar
la Iglesia a
nadie ha concedido sino a vosotros, a quienes el Espíritu Santo puso para regir
la Iglesia de
Dios [xliii].
32 Que los católicos formen asociaciones, con diversos
propósitos pero siempre para bien de la religión. Nuestros Predecesores desde ya hace tiempo las
aprobaron y las sancionaron dándoles gran impulso. Y Nos no dudamos de honrar
esa egregia institución con nuestra alabanza y deseamos ardientemente que se
difunda y florezca en las cuida- des y en los medios rurales. Sin embargo, de
semejantes asociaciones Nos esperamos ante todo y sobre todo que cuantos se
unen a ellas vivan siempre cristianamente.
De poco sirve discutir
con sutilezas acerca de muchas cuestiones y disertar con elocuencia sobre
derechos y deberes, si todo eso se separa de la acción. Pues acción
piden los tiempos; pero una acción que se apoye en la observancia santa e
íntegra de las leyes divinas y los preceptos de la Iglesia , en la profesión
libre y abierta de la religión, en el ejercicio de toda clase de obras de
caridad, sin apetencias de provecho propio o de ventajas terrenas. Muchos
ejemplos luminosos de éstos por parte de los soldados de Cristo, tendrán más
valor para conmover y arrebatar las almas que las exquisitas disquisiciones
verbales: y será fácil que, rechazado el miedo y libres de prejuicios y de
dudas, muchos vuelvan a Cristo y difundan por doquier su doctrina y su amor;
todo esto es camino para una felicidad auténtica y sólida.
33 Por supuesto, si en las ciudades, si en cualquier
aldea se observan fielmente los mandamientos de Dios si se honran las cosas
sagradas, si es frecuente el uso de los sacramentos, si se vive de acuerdo con
las normas de vida cristiana, Venerables Hermanos, ya no habrá que hacer ningún
esfuerzo para que todo se instaure en Cristo.
34 Y no se piense que con esto buscamos sólo la
consecución de los bienes celestiales; también ayudará todo ello, y en grado
máximo, a los intereses públicos de las naciones. Pues, una vez logrados esos objetivos, los próceres y los ricos
asistirán a los más débiles con justicia y con caridad, y éstos a su vez
llevarán en calma y pacientemente las angustias de su desigual fortuna; los
ciudadanos no obedecerán a su ambición sino a las leyes; se aceptará el respeto
y el amor a los príncipes y a cuantos gobiernan el Estado, cuyo poder no
procede sino de Dios [xliv].
35 ¿Qué
más? Entonces, finalmente, todos tendrán la persuasión de que la Iglesia , por cuanto fue
fundada por Cristo, su creador, debe gozar de una libertad plena e íntegra y no
estar sometida a un poder ajeno; y Nos al reivindicar esta misma libertad, no
sólo defendemos los derechos sacrosantos de la religión, sino que velamos por
el bien común y la seguridad de los pueblos. Es evidente que la piedad
es útil para todo [xlv]: con ella incólume y vigorosa el pueblo habitará en
morada llena de paz [xlvi].
Exhortación
final
Que Dios, rico en misericordia [xlvii], acelere benigno esta
instauración de la humanidad en Cristo Jesús; porque ésta es una tarea no del
que quiere ni del que corre sino de Dios que tiene misericordia [xlviii] y
nosotros, Venerables Hermanos, con espíritu humilde[xlix], con una oración
continua y apremiante, pidámoslo por los méritos de Jesucristo. Utilicemos ante
todo la intercesión poderosísima de la
Madre de Dios: Nos queremos lograrla al fechar esta carta en
el día establecido para conmemorar el Santo Rosario; todo lo que Nuestro
Antecesor dispuso con la dedicación del mes de octubre a la Virgen augusta mediante el
rezo público de Su rosario en todos los templos, Nos igualmente lo disponemos y
lo confirmamos; y animamos también a tomar como intercesores al castísimo
Esposo de la Madre
de Dios, patrono de la Iglesia
católica, ya San Pedro y San Pablo, príncipes de los apóstoles.
Para que todos estos propósitos se cumplan cabal mente y todo salga
según vuestros deseos, imploramos la generosa ayuda de la divina gracia. y en
testimonio del muy tierno amor de que os hago objeto a vosotros ya todos los
fieles que la providencia divina ha querido encomendarnos, os impartimos con
todo cariño en el Señor la bendición apostólica a vosotros, Venerables
Hermanos, al clero y a vuestro pueblo.
Dado en Roma junto a San Pedro,
el día 4 de octubre de 1903, primer año de Nuestro Pontificado.
PÍO PAPA X
REFERENCIAS
[i]Epp.
1. III. ep. 1
[vi]
Salm. 2, 1
[vii]
Job, 21, 14
[viii] 2 Tes. 2,3
[ix] 2 Tes. 2, 4
[x] Sab. 11, 24
[xi]
Salm. 77, 65
[xii]
Salm. 67, 22
[xiii]
Salm. 46, 7
[xiv]
Salm. 9, 20.
[xv]
Salm. 9, 19
[xxi] Hom. de capto Eutropio, n. 6
[xxii]
Apc. 12, 10
[xxiii]
Gal. 4, 19
[xxiv]
Gal. 4, 19
[xxv]
Gal. 2, 20
[xxvi]
Filip 1, 21
[xxvii]
Efes. 4, 13
[xxviii]
I Tim. 5, 22
[xxix]
I Tim. 5, 22
[xxx]
I Tim. 6, 20 s.
[xxxi]
Rom. 9, 2
[xxxii]
Tren 4, 4
[xxxiii]
Lc. 4, 18-19
[xxxiv]
Jud. 10
[xxxv]
Mt. 28, 19
[xxxvi]
3 Rey 19, 11
[xxxvii]
2 Tim. 4, 2
[xxxviii]
Mt. 11, 28
[xxxix]
Is. 42, 1 s.
[xl]
I Cor. 13, 4
[xli]I
Cor. 4, 12 s.
[xlii]
Ecli. 17, 12
[xliii]
Hech 20, 28
[xliv]
Rom. 13, 1
[xlv]
I Tim. 4, 8
[xlvi]
Is. 32, 18
[xlvii]
Efes. 2, 4
[xlviii]
Rom. 9, 16
[xlix]
Dam. 3, 39
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