LA EUCARISTÍA Y LA
MUERTE DEL SALVADOR
Quotiescumque enim
manducabitis panem hunc, mortem Domini annuntiabitis dono veniat
“Cuantas veces
comiereis este pan, anunciaréis la muerte del Señor” (1Co 11, 26)
I
La Sagrada Eucaristía, desde cualquier aspecto que se la considere,
nos recuerda de una manera patente la muerte del Señor.
Fue instituida la víspera de su muerte, la noche misma que fue
entregado Jesús: Pridie quam pateretur;
in qua nocte tradebatur.
El Señor le da el nombre de testamento que se funda en su sangre: Hic calix novum testamentum est in sanguine
meo.
El estado de Jesús en el santísimo Sacramento es un estado de muerte.
En las apariciones de Bruselas y de París, de 1290 y 1369, se dejó ver con las
cicatrices de sus llagas como nuestra víctima divina.
En la Hostia santa está sin voluntad y sin movimiento, como un muerto
que hay que llevar.
A su alrededor reina silencio mortal. Su altar es un sepulcro que
encierra huesos de mártires; la lámpara le alumbra como alumbra las sepulturas;
el corporal que envuelve la santa Hostia es nuevo sudario, novum sudarium. Cuando el sacerdote va a ofrecer el santo
sacrificio, lleva sobre sí insignias de muerte: no hay vestidura sagrada que no
esté marcada con la cruz, que lleva por delante y por detrás.
Siempre muerte, siempre cruz, es el estado de Jesús en la Eucaristía
en sí misma considerada.
II
Si la consideramos como sacrificio o como Sacramento que se recibe en
la Comunión, patentiza ese estado de muerte de Jesús de una manera todavía más
viva.
El sacerdote pronuncia separadamente las palabras de la consagración,
sobre la materia del pan y sobre la del vino, de modo que, en virtud de la
significación rigurosa de estas palabras, el cuerpo de Cristo debiera estar
separado de su sangre, es decir, muerto. Si no hay muerte real es porque a ello
se opone, después de su resurrección, el estado glorioso de Jesucristo; pero Él
toma de la muerte lo que puede, es decir, torna el estado de muerte y le vemos
así como Cordero inmolado por nosotros.
Jesucristo, por esta mística muerte, hace la ofrenda ritual del
sacrificio de la cruz, millares de veces, por los pecados del mundo.
En la Comunión se consuma esta muerte mística del Salvador. El corazón
del comulgante viene a ser su sepulcro, pues disueltas en su interior las
santas especies por la acción del calor natural, cesa el estado sacramental;
Jesús sacramentado ya no está corporalmente en nosotros, sino que muere
sacramentalmente, verificándose la consunción del holocausto.
En el corazón del justo halla Jesús una sepultura gloriosa, pero
ignominiosa en el del pecador. En el primero no pierde su estado sacramental
sin dejar algo de su divinidad, su Espíritu Santo, y por lo mismo un germen de
resurrección. En el segundo, esto es, en el culpable, no sobrevive Jesús,
quedan frustrados todos los fines de la Eucaristía. La Comunión en estas
condiciones es una verdadera profanación; es la muerte violenta e injusta de
nuestro Señor, crucificado por estos nuevos verdugos.
III
¿Por qué quiso Jesucristo establecer relaciones tan íntimas entre su
muerte y la Eucaristía?
Ante todo, para recordarnos cuánto le ha costado este Sacramento. La
Eucaristía es, en efecto, fruto de la muerte de Jesús.
La Eucaristía es un testamento, un legado, que no puede tener valor
sino por la muerte del testador. Jesús debía, por tanto, morir para
convalidarlo. Por eso, cuantas veces nos hallamos en presencia de la Eucaristía
debemos exclamar: Este precioso testamento ha costado la vida a Jesucristo y
nos da a conocer la inmensidad de su amor, ya que Él mismo dijo que la mayor
prueba de amor es dar la vida por sus amigos.
La prueba suprema del amor de Jesús es el haber muerto por
conquistarnos y dejarnos la Eucaristía. ¡Cuán pocos son los que tienen en
cuenta este precio de la Eucaristía! Y, sin embargo, bien a las claras nos lo
dice Jesús con su presencia. Pero nosotros, como hijos desnaturalizados, no
pensamos más que en sacar provecho y disfrutar de nuestras riquezas sin
acordarnos de Quien nos la adquirió a costa de su vida.
IV
Jesucristo quiso igualmente establecer estas relaciones señaladas para
significarnos incesantemente los efectos que debe producir la Eucaristía en
nosotros.
Los cuales son: primero, hacernos morir al pecado y a las
inclinaciones viciosas.
Segundo, hacernos morir al mundo y crucificarnos con Jesucristo, según
expresión de San Pablo: Mihi mundus
crucifixus est et ego mundo.
Tercero, hacernos morir a nosotros mismos, a nuestros gustos, a
nuestros deseos, a nuestros sentidos, para que podamos revestirnos de
Jesucristo, para que pueda Él vivir en nosotros y nosotros no ser otra cosa que
miembros suyos sumisos a su voluntad.
Por último, la Eucaristía nos hace partícipes de la resurrección
gloriosa de Jesús. Jesucristo es sembrado en nosotros y el Espíritu Santo se
encargará de vivificar este divino germen y nos concederá por él una vida
eternamente gloriosa.
Tales son algunas de las razones que indujeron a Jesucristo a rodear
con tantas señales de muerte este sacramento de vida, donde reside glorioso y
donde triunfa su amor.
Quiere ponernos continuamente a la vista el precio de nuestro rescate
y la manera de corresponder a su amor.
¡Oh, Señor, le diremos con la Iglesia, que nos dejaste en el admirable
Sacramento la memoria de tu pasión, concédenos que de tal manera veneremos los
sagrados misterios de tu cuerpo y sangre, que experimentemos continuamente en
nosotros los frutos de tu redención!
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