XII. Jesucristo en el desierto.
Estando Jesús en
el desierto, pasó cuarenta días y otras tantas noches sin comer ni beber. Este
ayuno de cuarenta días antes de la predicación del Evangelio había sido
figurado por el ayuno de Moisés, el cual estuvo sin comer ni beber los cuarenta
días que precedieron a la promulgación de la ley antigua. Un ayuno tan
extraordinario y tan visiblemente sobre las fuerzas de la naturaleza puso en
armas a todo el infierno: Se imaginaba el espíritu de tinieblas por conjeturas,
todas las más bien fundadas, que un hombre de una vida tan ejemplar, tan santa,
y que era capaz de pasar cuarenta días y cuarenta noches sin comer ni beber,
podía muy bien ser el Hijo de Dios y el Mesías; pero no se hubiera atrevido a
tentarle, si Jesús, después de un ayuno tan riguroso, no hubiese querido sentir
el hambre, y caer en una extremada flaqueza para animar de este modo al
tentador, dejándole creer que aquel hombre, por más extraordinario que
pareciese, no era sino un hombre sujeto a las mismas enfermedades que los otros
hombres, y que podría muy bien estar igualmente sujeto a las mismas pasiones.
Alentado, pues, con esta opinión el demonio, se le presentó en figura humana, y
le dijo: Me parece que eres el Hijo de Dios; si es así, añadió, ¿cómo no haces
que estas piedras se conviertan en pan, y remedias la extremada flaqueza a que
te ha reducido el ayuno? Queriendo Jesús dejarle siempre en la duda en que
estaba acerca de su divinidad, se contentó con responderle estas palabras de la
Escritura: El hombre no vive con solo pan, sino con cualquier palabra que sale
de la boca de Dios, como si dijera: lo que da vida al hombre es una perfecta
obediencia a todo lo que Dios manda; sin duda en consecuencia de esto dijo
después el Salvador, que su alimento era el cumplimiento de la voluntad de su
Padre que le envió (Joan. IV).
Habiéndole
salido al demonio tan mal este artificio tan generoso, creyó que sería más
feliz si le tentaba por el lado de la presunción y vanagloria, la que entre
todas las tentaciones es la más delicada, y por lo común la más de temer para
aquellos que parece están sobre los placeres sensuales. Habiendo permitido el
Salvador que el demonio le tentase, le permitió también que le llevara a lo
alto del balaustre que rodeaba el techo del templo de Jerusalén. Los
intérpretes no dudan que una de las miras del demonio en este transporte fuese
hacer pasar al Hijo de Dios por hechicero; lo que le parecía conseguiría
llevándole por los aires a vista de todo el mundo, y poniéndole en lo alto del
templo a vista de todo el pueblo de Jerusalén; pero es cierto que Jesús se hizo
invisible, sin que el demonio lo advirtiese. Estando ya allí, tuvo este la
insolencia de decirle que si era el Hijo tan querido de Dios, como una voz
bajada del cielo lo había publicado en las riberas del Jordán después de su
bautismo, debía dar una prueba manifiesta de ello que confirmara lo que se
había oído: arrójate, pues, de aquí abajo, le dijo, no tienes que temer que
suceda el menor mal, porque la misma Escritura que citas, dice que Dios tiene
encargado a sus Ángeles el cuidado de la persona de su Hijo para que velen en
su conservación, y le lleven en sus manos por si acaso sus pies tropiezan en
alguna piedra; pero Jesús replicó, que esta misma Escritura decía en términos
formales: No tentarás al Señor tu Dios.
Una respuesta
tan precisa y tan sabia cubrió de confusión al tentador; pero no por eso
desistió de su empresa. Altivo el espíritu soberbio con el poder que Dios le
daba de transportar a su arbitrio a aquel hombre tan santo y tan prodigioso,
tuvo todavía la osadía de llevarle sobre la cima de uno de los más altos
montes; y mostrándole desde allí la inmensa extensión de país que comprendía
todo el horizonte, le dijo el impostor: Todos estos reinos son míos; yo reino y
soy adorado en todos estos pueblos, a excepción de la Judea; en todas las
naciones se me ofrecen víctimas e incienso; todos estos Estados están a mi
disposición, y los reparto entre los que me sirven; todo esto te lo daré si te
postras y me adoras. A una proposición tan insolente y tan impía, revistiéndose
Jesús de señor que manda con imperio, le dijo con indignación: Retírate de
aquí, Satanás; es decir, enemigo de Dios y de los hombres; y sabe que está
escrito: Adorarás al Señor tu Dios, y le
servirás a Él solo. Estas palabras fueron un rayo para el tentador, el cual
desapareció cubierto de confusión; y entonces los Ángeles, acercándose al
Salvador, le sirvieron la comida después de un ayuno tan largo, trayéndole que
comer. Con esto quiso Jesucristo enseñarnos que la victoria de las tentaciones es
siempre seguida de favores celestiales; que la tentación siempre va acompañada
de la ayuda de la gracia, y que la fidelidad en la tentación es siempre
premiada inmediatamente con una nueva gracia y con algún nuevo favor del cielo.
Pasma que el Salvador le permitiese al demonio llevarle y transportarle por los
aires; pero el poder que Jesucristo les dio después a los verdugos sobre su
persona no nos debe causar menos admiración que el que da aquí al espíritu
maligno.
Mientras que el
Salvador estaba en el desierto, Juan Bautista, que había pasado al otro lado
del Jordán, predicaba con admiración y con utilidad de todos la penitencia: su
modo de vida austero, su santidad y su predicación confirmaron la opinión que
se tenía de que Juan podía ser muy bien el Mesías; lo cual movió a los
principales de entre los judíos a que le enviaran una diputación de sacerdote y
levitas para preguntarle si era Cristo; les respondió Juan que no; le dijeron
si era Elías, o a lo menos algún profeta; a lo que respondió que no era ni lo
uno ni lo otro. Pues ¿quién eres, replicaron los diputados? Y si no eres ni
Cristo, ni Elías, ni profeta, ¿por qué bautizas? Yo soy, les dijo entonces el
Santo, aquel de quien habló Isaías cuando viendo en espíritu al Mesías, y a
aquel que era enviado para darle a conocer y mostrarle, dijo: Yo soy la voz del que clama en el desierto;
preparad el camino al Señor, hacedle senderos rectos, y llevad los valles,
allanad los montes para ver la salud que viene de Dios. Yo soy, pues, esta
voz que no cesa de gritar en el desierto: purificad vuestros corazones en el
bautismo de la penitencia; humillaos, enderezad vuestros caminos reformando
vuestras costumbres, y preparaos por este medio a recibir a aquel que es la
misma salud; por lo que a mí toca, si yo bautizo, no es sino con agua; pero
vosotros tenéis ya en medio de vosotros mismos, aunque no le conocéis, al que
esperáis, de quien yo soy el precursor; este es el único que purifica al alma
perdonando los pecados.
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