DOMINGO
CUARTO DE CUARESMA
Dominica Laetare
Dominica Laetare
Isa., 66, 10 y 11; Salmo 121, 1
Epístola del Apóstol San Pablo a los Gálatas 4, 22-31
San Juan 6, 1-15
El cuarto
domingo de Cuaresma ha tenido siempre en la Iglesia una solemnidad mayor que
los tres antecedentes: era uno de los cinco domingos del año que llamaban principales, porque tenían oficio fijo,
el que nunca cedían al de ninguna otra fiesta. La razón de esta particular
solemnidad es porque en este día hace la Iglesia la fiesta del milagro de la
multiplicación de los cinco panes, que ha sido siempre mirado como uno de los
efectos más insignes del poder de Jesucristo, como se vio en que el pueblo
después de este prodigio pensó en hacerle rey, y ponerle sobre el trono. Antes
que se hubiese fijado a este domingo la fiesta de este milagro, la juntaban con
la del primer milagro de Jesucristo, y se celebraba su memoria el mismo día de
la Epifanía, porque se creía, sobre una antigua tradición, que la
multiplicación milagrosa de los cinco panes en el desierto había sucedido en
aquel mismo día.
Además del
nombre de domingo de los cinco panes,
se le da también en algunas partes el nombre del domingo Laetare, de la primera palabra del introito de la misa: Laetare Jerusalem, et conventum facite omnes
qui diligitis eam: Alégrate, Jerusalén, y congregaos todos los que la amáis
para juntar vuestra alegría con la suya; saltad de gozo los que habéis estado
de asiento en la tristeza y en dolor, y seréis colmados de delicias, y os
saciaréis de los consuelos que manan y brotan de su seno. Estas expresiones de
alegría se han tomado del capítulo LXVI de Isaías, donde el Profeta, después de
haber predicho de un modo claro y preciso la conversión de los gentiles a la fe
de Jesucristo, bajo la figura de los judíos, libres, en fin, de la cautividad,
y de vuelta a su país, convida a todo el pueblo escogido a hacer demostraciones
de alegría por la dichosa vuelta de la conversión de los gentiles para no hacer
sino una Iglesia. Quis audivit unquam
tale? ¿Quién oyó jamás cosa igual? dice el Profeta, Et quis vidit huic simile? ¿Quién jamás vio cosa semejante? ¿Quién
hubiera pensado jamás, añade, que Sion hubiera podido parir en tan poco tiempo
un pueblo tan numeroso? En efecto, ¿qué cosa más admirable y más pasmosa que la
prodigiosa conversión de los gentiles a la fe de Jesucristo? ¿Quién hubiera
jamás creído que doce pobres pescadores, gente grosera, sin letras, sin
fuerzas, sin opinión, habían de emprender reformar toda la tierra, y persuadir
a unos hombres nacidos en la disolución, criados en la licencia de las
costumbres, abandonados al libertinaje de los sentidos, que creyeran los
misterios más impenetrables al espíritu humano, y más inaccesibles a las luces
de la razón, y que se sometieran al yugo de una moral la más austera? Parece
increíble que hayan emprendido todo esto; pero más increíble parece que lo
hayan conseguido. Sin embargo, así ha sido. ¡Qué maravilla el que una religión
como ésta en menos de un siglo se haya derramado y extendido por casi todas las
partes del mundo; y que a pesar de las continuas oposiciones de la carne y del
espíritu, y que sin embargo de las más horribles persecuciones, esta religión
persevere sin la menor alteración en su moral y en su fe, no solo después de
dieciocho siglos, sino hasta el fin de los siglos! Esto es lo que anunciaba el
Profeta a la hija de Sion, y lo que le hacía decir, que se alegraran todos los
que amaban a Jerusalén, y que enjugaran sus lágrimas, porque vendría un tiempo
en que esta ciudad se vería llena de gloria, y en que toda la tierra
participaría de las delicias que corrieran de su seno. Parece que la Iglesia en
lo demás del oficio ha querido elegir de la Escritura los pasajes que hay más
propios para ejercitar en sus hijos un gozo todo espiritual: Laetatus sum in his, quae dicta sunt mihi:
in domum Domini ibimus. Me he llenado de gozo cuando me han dicho que
iremos a la casa del Señor: por estas palabras empieza el salmo CXXI, que
contiene los sentimientos de alegría del pueblo judaico, cuando se vio en
vísperas de salir de la cautividad de Babilonia; enseñándonos el Espíritu Santo
con estas figuras cuáles deben ser nuestros sentimientos por el cielo, nuestra
verdadera patria; y disponiéndonos la Iglesia por estos sentimientos de gozo
para la tristeza que debe producir en nosotros la pasión del Salvador, que se
empieza a celebrar el domingo siguiente, y para la alegría de la resurrección,
figurada en el fin de la cautividad de Babilonia, como también en la salida de
Egipto. Con el mismo fin de inspirar en este día estos sentimientos de alegría
a sus hijos, esparce la Iglesia el día de hoy flores sobre sus altares, y se
sirve del órgano para la celebridad de la fiesta; lo cual es una especie de
alivio, dicen los autores más críticos, que la Iglesia parece procurar a los
que han pasado felizmente la mitad de la carrera de los ayunos de Cuaresma.
Asimismo se ha elegido algunas veces en Roma este domingo para hacer la
ceremonia de la coronación de los emperadores cristianos. El papa Inocencio IV
en su sermón sobre este cuarto domingo dice que el oficio de este día está todo
lleno de sentimientos de alegría; los cardenales dejan en él el color morado;
pero la más vistosa de las señales y ceremonias que nos quedan de la fiesta de
este cuarto domingo es la de la rosa de oro, que se hace en Roma este día, y
que le ha dado también el nombre del domingo de la Rosa. Esta ceremonia consiste en la bendición solemne que hace
el papa de una rosa de oro en la iglesia de Santa Cruz de Jerusalén; después de
la misa, el Papa, acompañado de los cardenales en hábitos morados, vuelve
procesionalmente llevando la rosa de oro, la que envía después a algún
príncipe.
La Epístola de
la misa de este día contiene las instrucciones que de san Pablo a los fieles de
Galacia, donde contrapone la libertad de la ley nueva a la servidumbre de la
antigua bajo la figura de los hijos de Abraham; Ismael, nacido de Agar, e
Isaac, nacido de Sara: el primero, que era hijo de la esclava, nació según la
carne, sin que Dios lo hubiese prometido; el otro, que era hijo de la mujer
libre, nació en virtud de la promesa de Dios. Todo esto, dice el Apóstol, no es
otra cosa que una alegoría que bajo estas dos mujeres nos presenta las dos
alianzas, de las cuales la una es la de los esclavos, y la otra de las personas
libres. A la mujer libre, nuestra madre, figura de la Iglesia, es a quien se
dijo por el profeta Isaías: Alégrate, estéril que no pares, prorrumpe en gritos
de alegría tú que has estado tanto tiempo sin el consuelo de ser madre; porque
la que estaba abandonada y repudiada, tiene más hijos que la que tiene marido.
En cuanto a nosotros, hermanos míos, continúa el Apóstol, debemos estar ciertos
que somos los hijos de la promesa, como Isaac; luego no somos los hijos de la
esclava, esto es, de la Sinagoga, sino de la mujer libre; esto es, de la
Iglesia, que es la Esposa de Jesucristo, cuya libertad nos adquirió este
Salvador con su muerte.
Ismael nada
tiene que lo distinga. A la verdad es hijo de Abraham, nacido según el orden
natural y de una mujer esclava, la cual fue con el tiempo echada de casa con su
hijo, que fue después padre de doce hijos, de los cuales descienden los
ismaelitas, los árabes, los sarracenos y los otros pueblos que no tuvieron
parte en las promesas; pero Isaac había sido prometido a Abraham, y Dios le
había dicho que sería su verdadero heredero, en favor del cual se ejecutarían
las promesas que le había hecho. Se ve con bastante claridad por todo esto, que
en la historia de estos dos hijos hay una alegoría misteriosa y un sentido
místico y figurado; los mismos judíos han reconocido, no solo en Ismael y en
Isaac, sino también en Agar y en Sara, la figura de los dos testamentos o
alianzas: Agar esclava no puede ser madre del heredero, ni pudo parir sino
esclavos; también es figura de la Sinagoga, cuyos hijos, es a saber, los
judíos, estuvieron sujetos ser vilmente a la ley y a todas las ceremonias
legales; y así esta ley fue dad y como aparecida entre fuegos, truenos y
relámpagos, símbolos naturales del temor. El Apóstol continúa la alegoría hasta
el fin, siempre con el designio de persuadir a los gálatas que la nueva
alianza, esto es, la Iglesia de Jesucristo representada por Sara, madre de Isaac,
no tiene sino hijos libres de la servidumbre de la ley, a la cual la Sinagoga,
representada por Agar, madre de Ismael, había sujetado sus hijos hasta la
venida del Mesías. Sina, continúa el Apóstol, es un monte en la Arabia, cercano
a la Jerusalén de ahora, la cual es esclava con sus hijos. Todos saben que el
monte Sina o Sinaí está en la Arabia Pétrea. Este monte, como también Agar,
madre de los árabes o ismaelitas, es figura de los judíos carnales, sujetos
servilmente a la ley. La relación y semejanza entre la Jerusalén terrestre y
Agar consiste en que Agar era una esclava, y los judíos, representados por
Jerusalén, lo son también, siendo éstos tan esclavos en sus observancias de la
ley y en su culto, como Agar e Ismael lo eran respecto de Abraham; pero la
Jerusalén de arriba, la cual es nuestra madre, es libre. El Apóstol entiende
por estas dos Jerusalenes, una en la que vivían los judíos de su tiempo, ciudad
material, terrestre, perecedera, representada por la esclava Agar; y la otra
representada por Sara, la Iglesia de Jesucristo, su Esposa, a quien los
Profetas llaman la nueva Jerusalén, y le dan los epítetos de libre, celestial,
siempre resplandeciente, siempre adornada como la Esposa del Cordero, y eterna.
Esta Jerusalén venida de lo alto es la Esposa de Jesucristo, y madre de todos
los fieles. La Iglesia no tiene sino hijos libres, herederos de las promesas
hechas por Dios a Abraham en favor de su hijo Isaac. En solo este hijo de
Abraham, figura de Jesucristo, que es su hijo según la carne, debían ser
benditas todas las naciones. Agar, figura de la Sinagoga, no tuvo sino hijos
esclavos. Tales son los judíos servilmente sujetos a las observancias de la
ley; se puede decir que sus fines, su culto, su religión misma, todo era
material, todo natural, todo servil; solo los hijos de la Iglesia son
verdaderamente libres; el privilegio de un culto espiritual y sobrenatural, la
adoración en espíritu y en verdad eran propios de la nueva alianza; y si se han
encontrado en los Santos y justos del Antiguo Testamento, ha sido porque
pertenecían por la fe en Jesucristo y por la gracia el Testamento Nuevo. Se
puede decir que solo en la religión cristiana es adorado Dios en espíritu y en
verdad, y servido por amor, donde el temor que reina es un temor filial. Entre
los verdaderos hijos de la Iglesia no se conoce otra verdadera servidumbre que
la del pecado.
Está escrito,
continúa el Apóstol, alégrate, estéril que no pares. Estas palabras las tomó
san Pablo del profeta Isaías, de aquel Profeta a quien fueron revelados todos
los misterios del Mesías y de la redención, y que tenía presente el retrato de
la Iglesia, la felicidad de su dichosa fecundidad, cuya posteridad ha sido más
numerosa: está más extendida, es cien veces más permanente que la de la
Sinagoga, su primogénita, que se gloriaba de lo numeroso de sus hijos, y que a
los principios parecía echar en cara a la Iglesia su oscuridad y esterilidad: Quia multi filii desertae, magis quam ejus
quae habet virum. Por lo que toca a nosotros, hermanos míos, somos los hijos
de la promesa, figurados por Isaac; no seáis tan cobardes, tan insensatos, que
renunciéis esta gloriosa prerrogativa, y os hagáis voluntariamente hijos de
Ismael, metiéndoos otra vez en la esclavitud de que Jesucristo os libró,
sujetándoos por un error imperdonable a las ceremonias de la ley.
Pero así como el
que había nacido según la carne perseguía al que había nacido según el
espíritu, lo mismo sucede ahora. Así como Ismael perseguía al joven Isaac, así
también hoy los judíos carnales e incrédulos persiguen a los Cristianos.
Habiendo sido tratado tan mal el Salvador, no se debía esperar que los
discípulos tuviesen un tratamiento más favorable: Si me persecuti sunt, et vos persequentur. Pero ¿qué dice la
Escritura? Añade san Pablo. Echa de casa a la esclava y a su hijo, pues no debe
tener parte este en la herencia. Según el sentido literal y alegórico, el
Apóstol da a entender bastantemente a los gálatas, que deben echar de sí a los
verdaderos Ismaeles que los persiguen, y a los falsos apóstoles que los pervierten.
Según el sentido moral debemos echar de nosotros todo lo que es contrario a
nuestra salvación, como son las ocasiones próximas de pecado, y todo lo que
puede sernos motivo de caída, sin que en esto haya la menor reserva. Debemos
asimismo negarnos a las sugestiones del amor propio, y domar nuestras pasiones.
El Evangelio de
la misa de este día contiene, como ya se ha dicho, la historia de la
multiplicación de los cinco panes con que el Salvador dio a comer en el
desierto a más de cinco mil personas.
Jesucristo
acababa de curar al paralítico de treintaiocho años, que yacía junto a la
piscina. Este milagro, que había hecho gran ruido en Jerusalén y en los
alrededores, había dado motivo al Salvador de probar muy por extenso y de un
modo demostrativo y sin réplica la autenticidad de su misión, su divinidad, y
la santidad de su doctrina. Los fariseos, lejos de rendirse a una verdad tan
clara, solo buscaban cómo apoderarse de Él, resueltos a quitarle la vida; pero
como todavía no había llegado el tiempo determinado para este gran sacrificio,
el Salvador, que sabía todo lo que se tramaba contra Él, tuvo por conveniente
el retirarse. Comenzaba entonces el tercer año de su predicación. Sus
Apóstoles, a quienes había enviado a predicar, habiéndose juntado cerca de Él,
de vuelta de su misión, fueron en su seguimiento hasta la ribera del mar de
Tiberíades, así llamado por motivo de la ciudad de este nombre, edificada poco
tiempo había sobre este gran lago a honra del emperador Tiberio. Habiéndose
embarcado el Señor, pasó el lago y se retiró al desierto llamado de Betsaida,
porque estaba enfrente del pueblo de este nombre, queriendo hacer descansar
allí a sus Apóstoles de las fatigas de su postrera misión. Pero no pudo ser tan
secreta su partida que no fuese vista de algunos, los que habiéndolos visto
embarcar, la publicaron al instante; corrieron de todas partes a donde el Señor
se hallaba, y no hubo ciudad ni aldea en los alrededores de donde no saliese un
gran número de habitantes, a quienes el deseo de ver a Jesús, de oírle, de
hablarle, parecía hacía olvidar lo largo del camino y no sentir la fatiga.
El Salvador
había subido a lo alto de una colina, donde había hecho sentar a sus discípulos
alrededor de sí: viendo desde allí la gran multitud de personas que venían a Él
de todas partes, se enterneció y compadeció de ellas; y para ahorrarles la pena
de subir, se bajó al llano, donde los recibió con un rostro que mostraba bien
la tierna afición que les profesaba. La primera cosa que hizo fue
suministrarles el alimento espiritual, enseñándoles las máximas de la más alta
perfección, y arrojando en sus corazones las primeras semillas del
Cristianismo, que llamaba ordinariamente el reino de Dios, disponiéndolos así
para la gran fiesta de Pascua, que estaba ya próxima. Era ya tarde y el sol
empezaba a bajar: por este motivo los Apóstoles le rogaron que despachara a
todo el pueblo. Acababa de curar a todos los enfermos que se le habían
presentado, y era ya tiempo que el pueblo se retirase a las poblaciones vecinas
para buscar alojamiento y tomar algún alimento, porque la mayor parte estaban
aún en ayunas. Pero el Salvador pensaba todavía más en sus necesidades que
ellos mismos. Por lo que encarándose a uno de los doce, llamado Felipe, le
dijo: ¿De dónde compraremos pan para que coman éstos? Esto lo decía para
probarlo, dice el Evangelista, porque sabía muy bien lo que debía hacer. Felipe
le respondió, que aunque tuvieran doscientos denarios no bastarían para comprar
un bocado de pan para cada uno. Otro de sus Apóstoles, llamado Andrés, hermano
de Simón, al oír esto le dijo: Señor, aquí hay un mozo que tiene cinco panes de
cebada y dos peces. Pero ¿qué es esto, añadió, para tanta gente? En efecto,
había allí cerca de cinco mil hombres sin contar mujeres y niños. Pero ¿falta jamás
nada cuando se está al cuidado de la Divina Providencia? Haced sentar al pueblo
sobre el heno, dijo Jesús a sus discípulos, y no os dé pena por nada. Luego,
tomando aquel poco de pan y los dos peces, levantando los ojos al cielo y dando
gracias a su Padre, de quien había recibido el poder de obrar toda suerte de
milagros, los bendijo; y habiendo partido los panes y dividido los dos peces,
se multiplicaron de tal suerte los pedazos entre sus manos, que los discípulos,
a quienes los distribuía, tuvieron para repartir abundantemente a todo el
pueblo. Todos quedaron satisfechos de comida, y quedó después de todo para
llenar doce grandes canastas. Los discípulos juntaron estas preciosas sobras
por orden del mismo Jesucristo, que no quería se desperdiciase nada, y que
deseaba se conservara entre ellos la memoria de un tan grande milagro;
enseñándonos con esto, que todo lo que viene de Dios es precioso, y que la
memoria de los favores del cielo es de la mayor consecuencia. Se ve aquí, como
también en muchas partes del Evangelio, el cuidado del Salvador en persuadir a
sus Apóstoles la verdad de los milagros que obraba, y el cuidado de los
Evangelistas en notar las circunstancias de estos milagros.
Absorto y
admirado el pueblo al ver un prodigio tan asombroso, decía a voces: Este es el
Profeta que se nos ha prometido, y por el que suspiramos tantos siglos. Pobres
que gemís en la indigencia y carestía de todo, buscad a Jesucristo, no os
separéis de Él, como lo hacía este pueblo; poned en Él vuestra confianza, y Él os
aliviará; si juzga que no ha de ser para vuestro bien el sacaros de vuestra
necesidad, estad seguros que os la hará soportar con aquella suerte de gozo que
no se conoce bien sino cuando se experimenta. Como este milagro sensible
arrebataba siempre más a aquel pueblo, y lo tenía más atónito, formaron entre
sí la resolución de coger al Salvador y levantarlo por rey; pero conociendo el
Señor su designio, mandó a sus Apóstoles que se embarcaran cuanto antes y
repasaran la mar; hecho esto despidió al pueblo y se retiró solo a lo más
interior del desierto de Betsaida.
Se pregunta,
¿por qué habiendo hecho el Salvador otros muchos milagros, no pensaron los
judíos en hacerlo rey, ni en reconocerlo por Mesías, sino después de esta
milagrosa multiplicación de los panes? Es la razón, dice san Juan Crisóstomo,
porque siendo aquel pueblo tan carnal, y estando acostumbrado a no
representarse al Mesías sino bajo la idea de un príncipe temporal, bajo cuyo
imperio se imaginaban que habían de gozar de todos los placeres de los sentidos
y de todos los bienes de la tierra, creyeron que el milagro que acababa de
hacer era como una muestra y como el preludio de aquellos grandes bienes de que
intentaba colmarlos; ¿y qué no debía esperar de un Profeta que tenía tanta
bondad y poder cuando estuviera revestido de la autoridad soberana? Ellos
esperaban un Mesías que debía reinar sobre todo Israel, y alcanzarles una
perfecta libertad; y viéndose juntos tantos millares de hombres creyeron tal
vez, dice san León, que Jesucristo estaría pronto a ponerse a su frente luego
que supiese su resolución, y que ejecutaría sus grandes designios de monarquía
y de conquista; tal era la idea de toda la nación; y los mismos Apóstoles
estuvieron en esta preocupación hasta la venida del Espíritu Santo; entonces
empezaron a conocer que el reino de Jesucristo no era de este mundo. Dios había
resuelto desde la eternidad salvar a los hombres por la muerte del Mesías;
establecer la Iglesia por la paciencia y los trabajos; fundar el edificio
espiritual de la santidad sobre la humildad; sembrar el camino del cielo de
cruces y espinas; el lustre y resplandor de las grandezas mundanas y del
principado no convenía a quien había de ser la cabeza y el modelo de los hijos
de esta Iglesia. ¡Qué dulzura para el cristiano que vive de la fe, tener en
Vos, Señor, un Rey que sabrá contentar sus deseos por una eternidad entera!
FUENTE: P. Jean Croisset SJ, Año Cristiano ó ejercicios devotos para todos los domingos, cuaresma y fiestas móviles, TOMO II, Librería Religiosa. 1863. (Pag.103-111)
FUENTE: P. Jean Croisset SJ, Año Cristiano ó ejercicios devotos para todos los domingos, cuaresma y fiestas móviles, TOMO II, Librería Religiosa. 1863. (Pag.103-111)
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