XII. El modo como vivió la santísima
Virgen todo el tiempo que estuvo en el templo.
Jamás se vio un conjunto tan completo de prendas y de
virtudes, todas las más raras y las más eminentes. Todas las personas que
velaban sobre ella, estaban tan admiradas de lo que veían en ella, que la
miraban como un milagro de santidad, y como el más grande y más rico tesoro que
había habido jamás en el templo.
En efecto, jamás hubo en el templo una virgen más pura
que María, dice san Ambrosio en la excelente pintura que nos hizo de esta
Señora. Su modestia daba un nuevo brillo a su peregrina belleza, y su
mansedumbre un nuevo realce a su modestia; cada una de sus acciones tenía un
carácter particular de santidad: hasta en su profunda humildad se descubría un
aire majestuoso. Meditaba mucho, y hablaba poco, dice el mismo Padre; el amor
divino en que estaba abrasado su corazón la hacía amar el retiro, y no hallar
gusto sino en las íntimas comunicaciones que tenía continuamente con su amado.
Nunca se la vio ociosa: la oración, el trabajo de manos y la lectura de los
Libros santos, de los que tenía una inteligencia infusa y profunda, ocupaban
todo su tiempo. Su espíritu, siempre de acuerdo con su corazón, no perdía jamás
de vista a aquel a quien ella sola amaba más ardientemente y más perfectamente
que todos los Serafines juntos. Toda su vida no fue, propiamente hablando, sino
un ejercicio continuo del más puro amor de su Dios, en el que su corazón se
abrasaba más y más cada día. Ninguna cosa fue jamás capaz de interrumpir ni
turbar en nada este ejercicio. Si el sueño la embarazaba el uso de los
sentidos, su corazón velaba; de suerte, que ni aun el sueño interrumpía el hilo
de su oración; toda su conversación era en los cielos y de las cosas del cielo;
y esto era lo que hacía amar con tanta vehemencia el retiro. Su frecuencia en
el templo en una edad tan tierna daba a conocer bastantemente cuál era el
atractivo que la casa de Dios tenía para ella. San Ambrosio conviene en que
jamás criatura alguna fue dotada de un don tan sublime de contemplación, y que
toda su vida, hablando en rigor, no fue otra cosa que un éxtasis continuado.
Jamás se vio una pura criatura tan querida de Dios, añade el Santo, ni tan
perfecta. Quantæ in una virgine species
virtutum emicant! (S. Ambr. de Virg.
1.2). Imagina una virtud que no estuviese en esta incomparable niña en el
más alto grado de perfección; su pureza fue sin ejemplo, su humildad sin
medida, su caridad sin límites, su fe sin oscuridad, su piedad sin alteración.
Jamás persona llevó quizá a tan alto punto la abstinencia; si tomaba algún
alimento, solo era el que bastaba para no morir de hambre, y jamás buscó el
gusto en lo que comía. Su modestia tenía alguna cosa de sobrenatural, y su
mansedumbre realzaba todavía su modestia. Jamás persona viviente, dice el mismo
san Ambrosio, llenó mejor todos los oficios y deberes de la decencia y de la
cortesanía. Toda su vida fue un espejo fiel de todas las virtudes: Talis fuit Maria, ut ejus unius vita ómnium
sit disciplina.
Algunos otros santos Padres afirman que se tenía una
idea tan alta de su eminente santidad, que todo el mundo la miraba con
veneración, y que los sacerdotes, descubriendo en esta dichosa niña una virtud
tan extraordinaria, la permitían por un especial favor ir de tiempo en tiempo a
orar a aquella parte del templo que se llamaba el Sancta Sanctorum, o el Santo de los Santos; sitio sagrado a la
verdad; pero se puede decir que María le hacía todavía más santo por el fervor
con que oraba en él. Comprendamos, si podemos, cuál sería el ardor de aquel
divino fuego que abrasaba el corazón de María en aquel santo lugar; solo las
celestiales inteligencias, testigos ordinarios de su devoción, pudieron
formarse una idea justa del fervor de sus meditaciones, de la sublimidad de su
contemplación, del valor y del mérito de aquella infinidad de actos
multiplicados de las más heroicas virtudes, que fueron la ocupación ordinaria
de María en los once o doce años que estuvo en el templo.
Cuando el santo Rey profeta decía que serían llevadas
un gran número de vírgenes tras ella para servirla y hacerle, por decirlo así,
la corte (Psalm. XLIV): Adducentur regi virgines post eam;
parece no pudo tener otro objeto que la consagración que la santísima Virgen
había de hacer de sí misma a su Dios; la cual por su morada y su clausura en el
templo había de servir de modelo a aquel número infinito de doncellas jóvenes
que, renunciando al mundo a imitación de María, y consagrándose enteramente a
Dios, pasarían sus días en la clausura de los monasterios y en el templo. En
efecto, ¡cuántos millares de vírgenes han seguido a esta Reina de las Vírgenes,
y a ejemplo suyo se han consagrado al servicio de Dios en el claustro para
pasar toda su vida en los ejercicios continuos de la más alta devoción,
pudiendo decir: Todos nuestros días están dedicados a meditar y cumplir la ley
del Señor, a caminar por las sendas de la justicia y de la santidad, a amar a
nuestro Dios, y cantar día y noche sus alabanzas! ¿No hay sobrada razón para
decir que la presentación de la santísima Virgen, y su morada en el templo de
Jerusalén fueron como el sagrado prototipo, y por decirlo así, la primera época
de la institución de todas las religiosas? Esta Esposa, ¡oh Rey de la gloria!
Os traerá en su seguimiento o tras sí un número infinito de almas puras e inocentes,
una infinidad de vírgenes que pondrán todo su estudio en asemejarse a ella: Proximæ ejus afferentur tibi. Todas
vendrán alegres y placenteras a consagrarse a Vos en vuestro templo: In lætitia et exultatione adducentur in
templum regis. ¿No es esto lo que vemos todos los días en la vocación de
tantas doncellitas, que con tanta generosidad y alegría se meten en las casas
religiosas para seguir el ejemplo que les dio la santísima Virgen en la augusta
ceremonia de su presentación? Adducentur
regi virgines post eam.
Epifanio, presbítero de Constantinopla, y san Anselmo
dicen que la santísima Virgen tuvo perfecta inteligencia de la lengua hebrea,
aunque ya no estaba entonces en uso entre los judíos; pero que era la lengua
original de los Libros santos, de los que el Espíritu Santo le había dado una
inteligencia sobrenatural, como también de todos los sagrados misterios que
estos Libros santos contenían. El mismo Epifanio añade que nadie supo jamás
trabajar tan bien como María en obras de lino, de lana, de seda y de oro; pero
que nunca se sirvió de su arte y de su habilidad sino para emplearla en obras
destinadas al uso del altar y de sus ministros. Se deja comprender fácilmente
que con la plenitud de dones el Espíritu Santo recibió toda la ciencia y todos los
talentos propios de su sexo y de su estado; porque ¿cómo era posible que negara
Dios a la santísima Virgen las prerrogativas, los conocimientos, las
habilidades y dones naturales que concedió a Eva y Adán en el estado de la
inocencia?
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