DOMINGO DE
PASIÓN
Salmo 42, 1-2
Epístola del Apóstol San Pablo a los Hebreos 9, 11-15
San Juan 8, 46-59
El domingo de
Pasión ha sido siempre en la Iglesia uno de los más solemnes y más clásicos por
lo tocante al oficio, el que no cede jamás al de ninguna otra solemnidad. Como
no hay en nuestra religión misterio que dé más golpe, y donde el amor de
Jesucristo para con nosotros se manifieste más al vivo; tampoco hay otro que
más nos interese, y que pida de nosotros un más vivo reconocimiento, y un más
justo tributo de compasión, de imitación, de ternura y de amor.
Desde hoy
empieza la Iglesia a ocuparnos y a llenar nuestro espíritu de los preparativos
de la muerte de Jesucristo por la consideración particular del misterio de su
pasión: objeto que se propone en cuanto hace durante toda la Cuaresma; pero
singularmente en estos quince últimos días; de suerte que puede decirse que las
cuatro primeras semanas de Cuaresma están destinadas particularmente para
llevar al pecador a hacer penitencia de sus pecados, y las dos últimas a
hacerle honrar y venerar el misterio de la pasión del Salvador por la
participación, por decirlo así, de sus penas y tormentos. Como este fue con
poca diferencia el tiempo en que los pontífices, los doctores de la ley,
llamados escribas, y los fariseos, confundidos y desconcertados por la
resurrección de Lázaro, la que había atraído un gran número de nuevos
discípulos a Jesucristo, el que en todas partes ya no se conocía sino bajo el
nombre del Mesías, empezaron a maquinar su muerte; y como se cree que fue
decretada en este día, la Iglesia toma hoy el luto, quita de sus oficios todo
cántico de alegría, cubre sus altares para manifestar su tristeza, y todas sus
oraciones indican el dolor y aflicción de que está penetrada. Por el mismo
motivo y con el mismo fin se emplea en los Maitines la profecía de Jeremías,
figura, al parecer, la más propia, tanto de los dolores de Jesucristo en su
pasión, como de las desdichas causadas por los pecados de aquellos a quienes
este divino Salvador había venido a redimir con su muerte. En algunos pasajes
usa la Iglesia de ornamentos negros para hacer todavía más sensible su duelo a
los ojos de los pueblos, e inspirarles por medio de este lúgubre aparato los
sentimientos de compunción y de tristeza que convienen a los misterios que
celebra en este santo tiempo. Pero si la Iglesia, dicen los Padres, está
poseída de tristeza y de llanto en estos días, ¿deberán sus hijos correr tras
las alegrías y gozos del siglo? ¡Qué extravagancia más escandalosa, qué
impiedad no sería presentarse en público los hijos con un equipaje brillante y
magnífico, divertirse y holgarse sin miramiento alguno, mientras que su madre
gime en la aflicción, y tiene el corazón anegado en la amargura! Antiguamente
se hubiera mirado como a un apóstata a un cristiano que en el tiempo de pasión
se hubiera dejado ver en público en hábitos ricos y ostentosos, o que hubiera
osado asistir a las diversiones y fiestas mundanas.
Se llamaban
estas dos últimas semanas de Cuaresma, las dos semanas de la Xerophagias; es decir, las semanas en
que estaba prohibido todo uso, no solo de lacticinios, sino también de pescado,
y en que el alimento se reducía todo a viandas secas. El ayuno era en estas dos
semanas más riguroso que en los demás de la Cuaresma; y todo respiraba
mortificación y penitencia. Se hallan autores que llaman a este día el domingo
de la Neomenia, que quiere decir de
la nueva luna pascual; porque, en
efecto, nunca deja de caer después de la nueva luna de marzo, así como el
domingo de Pascua cae siempre después de la luna llena del mismo mes. Siempre
se han distinguido los dos últimos domingos de Cuaresma de los cuatro primeros:
a aquellos se les ha dado siempre el nombre de domingo de Pasión y de Ramos; y
a estos el de domingo de Cuaresma.
Asimismo las dos
últimas semanas de Cuaresma se han distinguido siempre por los santos Padres de
las cuatro precedentes: aquellas las llamaban las semanas de pasión, por estar
la Iglesia todo el tiempo que duraban en un duelo mayor de lo regular, y los
fieles en los ejercicios de una devoción más tierna, y de una más austera
penitencia. Las cuatro primeras se han llamado simplemente semanas de Cuaresma:
en ellas la penitencia y el ayuno se observaban con un poco menos de rigor.
Esta distinción se ve manifiestamente en los sermones de san León, de los
cuales unos se intitulan, para las cuatro
semanas de Cuaresma; y otros, para el
tiempo de pasión; hay doce para la Cuaresma, y diecinueve para el tiempo de
pasión. Es evidente que se predicaba con más frecuencia los catorce días
últimos de Cuaresma, que los ejercicios de devoción y las buenas obras eran
asimismo más frecuentes, y que se ayunaba con más rigor y austeridad; eran
también más frecuentes las instrucciones que se hacían y daban a los
competentes o catecúmenos, que en el último examen que se les había hecho se
habían hallado bastante instruidos para recibir el Bautismo la vigilia de
Pascua; y nada se omitía para disponerlos a recibir dignamente este gran
Sacramento.
El introito de
la misa de este día es del salmo XXIV, en que David, desterrado y perseguido
por Saúl, suspira por su vuelta, y por la vista del tabernáculo. Pide al Señor
le conceda esta gracia, y se consuela con la esperanza de alcanzarla; pero al
mismo tiempo pide al Señor haga patente su inocencia. Este salmo fue compuesto
por David en el tiempo que Jonatás le declaró que Saúl había tomado la última
resolución de quitarle la vida. Esto, sin duda, fue lo que obligó a la Iglesia
a escogerlo para el tiempo en que la muerte del Salvador fue decretada por los
pontífices, escribas y fariseos.
La Misa de este
día se empieza por el primer versículo del salmo:
Judica me Deus, et discerne causam meam
de gente non sancta, ab homine iniquo et doloso erue me. Quia tu es Deus
fortitudo mea: Júzgame, Dios mío; y contra lo que una liga criminal pública
para infamarme, haz patente a todo el mundo mi inocencia, líbrame del odio de
un perseguidor igualmente injusto que artificioso, porque Tú eres todo mi apoyo
y mi fortaleza. No deja de conocerse la relación y semejanza que hay entre lo
que le pasaba a David, y el misterio de este día: Emitte lucem tuam et veritatem tuam. Haz que yo vea y experimente
que sois fiel en vuestras promesas, y de este modo caminaré sin temor por entre
los más evidentes riesgos hasta llegar a vuestro santo monte, donde está
vuestro tabernáculo: Ipsa me deduxerunt,
et adduxerunt in montem sanctum tuum, et in tabernacula tua. Por la luz y
la verdad entienden los Padres a Jesucristo: san Cirilo entiende por la luz al Hijo, y por la verdad al Espíritu Santo. Hasta los
rabinos, explicando este texto, entienden del Mesías las palabras la luz y la verdad: lo que no tiene duda
es que el monte santo en el sentido místico es la Iglesia de Jesucristo.
Pocos Santos se
hallarán a quienes la meditación de la pasión de Jesucristo no haya sido
familiar, y que no hayan encontrado en este gran misterio un fondo inagotable
de fortaleza, de confianza, y aun de gozo en las adversidades. Fácilmente se
consuela una persona en sus aflicciones y en sus penas, cuando ve con los ojos
de la fe y con un corazón cristiano a un Dios muriendo por nosotros en la cruz.
Si Jesucristo padeció, dice el apóstol san Pedro, fue para darnos ejemplo; y
por el ejemplo mismo que nos dio, nos proveyó de un poderoso motivo que nos
anima a padecer, y nos mereció las gracias que nos ayudan a llevar con
paciencia los trabajos de la vida. El Padre eterno dice a cada cristiano,
poniéndole delante a su Hijo sobre el Calvario, lo que dijo antiguamente a
Moisés: Inspice, et fac secndum exemplar
quod tibi in monte mostratum est. Mira este modelo que se te propone sobre
este monte, y procura imitarlo. Es imposible que seas predestinado, si no eres
la copia de este divino original, y si no te pareces a Jesucristo crucificado;
porque en la cruz fue principalmente donde este Señor mereció nuestra
predestinación. Falta alguna cosa, dice san Pablo, a la pasión de Jesucristo
por lo tocante a nosotros: es menester que cada uno de nosotros le añada lo que
le falta, que es la aplicación; y no puede seros útil, si no se os puede
aplicar; es necesario estar clavado en la cruz con Jesucristo, como este
Apóstol: Christo confixus sum cruci,
es preciso estar unidos con Jesucristo padeciendo.
Que un Dios, en
cuanto Dios, obre como dueño y como soberano, dice uno de los más célebres
oradores cristianos; que haya creado el cielo y la tierra con una sola palabra;
que haga prodigios en el universo, y que nada resista a su poder, es una cosa
tan natural, que casi no debe causarnos admiración. Pero que un Dios padezca,
que un Dios espire en los tormentos, que un Dios guste la muerte, como habla la
Escritura, poseyendo como posee la inmortalidad, es una cosa que los Ángeles ni
los hombres no comprenderán jamás. El misterio de la pasión de Jesucristo es quien
obliga al Profeta a exclamar: Obstupescite
cæli. Cielos, pasmaos y aturdíos; porque es una cosa que excede la
capacidad de nuestro entendimiento, y que pide toda sumisión y obediencia de
nuestra fe; pero al mismo tiempo nuestra fe ha triunfado del mundo en este gran
misterio: ¿cuándo llegará el caso que triunfe de nosotros mismos? Esta fe ha
triunfado de nuestro entendimiento, ¿cuándo triunfará de nuestro corazón y de
nuestras pasiones? Pasma el que en el tiempo mismo que todo nos predica la
pasión del Salvador, un tiempo especialmente consagrado a honrar sus
humillaciones y sus tormentos, ame un cristiano el fausto, alimente un fondo de
orgullo y ambición, y viva entre gustos y deleites. La Iglesia nada omite para
inspirarnos el espíritu de humildad, de compunción, de mortificación, y de una
santa tristeza en todo el espacio de estas dos últimas semanas de Cuaresma: sus
oficios, su luto, sus oraciones, todo se dirige a hacernos sensibles a los
tormentos y a la muerte de Jesucristo.
La Epístola de la Misa de este día es del
capítulo IX de la admirable carta de san Pablo a los hebreos, en la que el
santo Apóstol demuestra con toda la fuerza y elocuencia imaginable la
superioridad y la excelencia infinita de la nueva ley sobre la antigua, y hace
ver por los términos mismos de la ley la infinita desproporción del sacerdocio
de Aarón y de las ceremonias legales, con el sacerdocio eterno y el sacrificio
de infinito valor de Jesucristo. Como el santo Apóstol escribía a los judíos
sabios en su ley, y adictos porfiadamente a sus ritos y ceremonias, no se sirve
sino de su misma ley para demostrar que no era sino la sombra de la ley nueva;
que todos sus sacrificios de expiación, acciones de gracias, de propiciación,
no eran otra cosa que una débil e imperfecta figura de la muerte de Jesucristo
sobre la cruz, quien fue la sola víctima capaz de borrar y quitar los pecados
del mundo. Todo el raciocinio del Apóstol está fundado sobre la misma
Escritura: su estilo es fuerte, alegórico, y todo figurado, conforme al genio y
uso de los orientales.
Después de haber
mostrado san Pablo, por un razonamiento sin réplica, la impotencia, la
debilidad, el vacío de todo lo que la ley antigua tenía de más respetable, de
más religioso y de más sagrado; después de haber demostrado que nada en ella
era santo, sino con una santidad puramente legal, pues nada era capaz de
santificar el alma, de destruir el pecado, ni de abrir el cielo cerrado a todo
el linaje humano después del pecado del primer hombre, hace ver cuán inferior
era el sacerdocio levítico al de Jesucristo. Toda la virtud del ministerio de
aquel se reducía a ciertas purificaciones legales, a procurar algunos bienes
temporales, y el sumo sacerdote no entraba más de una vez al año en el Sancta Sanctorum, que era la parte más
sagrada de un tabernáculo material, hecho por manos de hombres, cuya entrada
estaba cerrada a todos los demás. Estas eran en sustancia y por mayor la virtud
y las prerrogativas del antiguo sacerdocio. Christus
assistens pontifex futurorum bonorum, dice el Apóstol, introivit semel in Sancta: Jesucristo, haciendo de pontífice de los
bienes futuros; esto es, de los bienes eternos, de los bienes espirituales y
celestiales, de los bienes sobrenaturales, entró una vez en el santuario; es
decir, en el cielo, y por la triunfante ascensión de su humanidad nos abrió a
todos la puerta. Por eso el velo que cerraba e impedía la entrada del santuario
del templo se rasgó en la muerte del Salvador. El tabernáculo, por el cual o
con el cual entró Jesús, según el Apóstol, en el santuario del cielo, es la naturaleza
humana de que se vistió, y con la cual subió al cielo para prepararnos un
puesto, y para tomar posesión de él, dice san Juan Crisóstomo, en nombre de
todos. Per amplius, et perfectius
tabernaculum, dice el Apóstol: por un tabernáculo mucho más excelente, más
perfecto y más santo: en efecto, la carne, la humanidad del Salvador es el
verdadero tabernáculo del Verbo encarnado: este hombre es el sujeto en quien
reside corporalmente toda la plenitud de la Divinidad; el cual no nació ni fue
concebido del modo ordinario: Non
manufactum. El Espíritu Santo lo formó de un modo sobrenatural en el
vientre de la santísima Virgen: Non hujus
creationis, no fue el hombre quien lo formó, fue todo obra del Espíritu
Santo: Neque per sanguinem hircorum, aut
vitulorum. El sumo sacerdote no entraba en el santuario sino el día de la
expiación, en que llevaba la sangre de las víctimas, que eran los machos de
cabrío y los becerrillos que habían sacrificado por sus pecados y por los del
pueblo; pero Jesús, único pontífice eterno, no entró en la mansión de los
bienaventurados con la sangre de los animales sacrificados, sino con su propia
sangre, voluntariamente derramada, no por Él, que era la misma inocencia, sino
por los pecados de todos los hombres generalmente: Sed per proprium sanguinem. Y por este divino sacrificio, por esta
sangre adorable vertida sobre el altar de la cruz, por esta sangre de la nueva
alianza entró en el santuario eterno no una vez cada año, como el sumo
sacerdote de los judíos, ni una sola vez para siempre: æterna redemptione
inventa. El efecto de este sacrificio no se limita a purificarnos de
algunas inmundicias legales y pasajeras, como sucedía con los sacrificios de la
ley antigua, sino que se extiende a expiar nuestros pecados, y abrirnos las
puertas del cielo, a purificarnos de todas nuestras manchas interiores, a
darnos la gracia, la justicia, la inocencia, a librarnos de la muerte eterna, y
hacernos hijos de Dios. El santuario del tabernáculo se llamaba el Sancta Sanctorum, esto es, el lugar
santo, la santa habitación de los Santos; lo que no conviene propiamente sino
al cielo, que es la estancia de los bienaventurados, el solo verdadero lugar
santo de los Santos; cuya entrada nos abrió Jesucristo, entrando primero en él,
y de que el santuario del tabernáculo y del templo de Jerusalén era solamente
figura y representación.
Si la sangre de
los cabritos y de los toros, prosigue el Apóstol; si la aspersión hecha con la
ceniza de una becerrilla santifica a los que están manchados, purificándolos
según la carne; ¿cuánto más purificará nuestra conciencia de la impureza de las
obras muertas la sangre de Jesucristo, el cual se ofreció Él mismo a Dios por
el Espíritu Santo, siendo inocente, y estando sin mancha alguna propia que
purificar?
Se lee en el
libro de los Números, que una de las ceremonias legales era sacrificar
solemnemente una vaquita o becerra roja. Después de haberla degollado en
presencia del pueblo la quemaban: el sacerdote tomaba sus cenizas, y las
distribuía al pueblo para que hiciese con ellas una agua de aspersión: In aquam aspersionis; quiere decir, que
esta ceniza echada en agua servía para purificar de las manchas contraídas en
los funerales, o por haber tocado algún cadáver; todo esto era misterioso. Los
israelitas, nacidos y criados en medio de las supersticiones paganas de los egipcios,
necesitaban de esta especie de ceremonias materiales y sensibles que pudiesen
hacerles perder las ideas de las supersticiones a que estaban acostumbrados.
Una de las más religiosas entre los egipcios era no matar jamás vacas. Este
animal era sagrado entre ellos por el motivo de adorar a la diosa Isis en él.
Sin duda quiso el Señor inspirar a los israelitas un grande horror a las
ceremonias y supersticiones de los gitanos, ordenándoles que ofreciesen en
sacrificio la vaca, diosa de los egipcios, y que sus cenizas echadas en agua
sirviesen para la expiación de las inmundicias legales. Pues si la aspersión de
la sangre de los toros y machos de cabrío; si la aspersión hecha con la ceniza
de una vaca santifica a los que están manchados purificándolos según la carne;
es decir, los hace capaces de acercarse y llegarse a las cosas santas, y de
participar del culto del Señor, ¿cuánto más la sangre de Jesucristo Dios y
hombre, derramada voluntariamente para redimirnos, nos purificará de nuestras
manchas y de nuestros pecados, que es lo que el Apóstol llama obras muertas? Emundabit conscientiam nostram ab operibus
mortuis. La fuerza de esta consecuencia se saca de que los animales no se
ofrecían ellos mismos. El Espíritu Santo tampoco era el motor interior de esta
oblación, ni ellos servían sino para un culto figurado. Pero Jesucristo se
ofreció Él mismo por inspiración del Espíritu Santo como una víctima sin
mancha, y nos hace dar a Dios vivo un verdadero culto. Como si dijera, la
oblación de Jesucristo era voluntaria, santa, espiritual, y de un valor
infinito; cualidades que faltaban a los sacrificios de los animales, y a todas
las ceremonias legales; y por este motivo es el mediador del Nuevo Testamento: Et ideo Novi Testamenti mediator est.
Moisés fue como el mediador y ministro de la antigua alianza entre el Señor y
los israelitas, la cual se confirmó con la sangre de las víctimas sacrificadas
a la falda del monte Sinaí; pero Jesucristo es el mediador de la nueva alianza
por su propia sangre, la que derramó para expiar nuestros pecados,
reconciliarnos con su Padre, y merecernos la cualidad de hijos de Dios.
Leídas todas las
ordenanzas de la ley, y las promesas hechas a los que las observasen, mojó
Moisés en la sangre de las víctimas sacrificadas un ramo de hisopo, y roció con
ella el libro, el pueblo, el tabernáculo, y todos los vasos que servían al
culto de Dios, pronunciando estas palabras: Esta es la sangre del Testamento y
de la alianza que Dios ha hecho hoy con vosotros. Y como la verdad debe
corresponder a la figura, era menester que el pueblo cristiano, figurado por el
pueblo judaico, fuese rociado interiormente con la sangra de Jesucristo, de la
cual era figura la sangre de los animales, y que por consiguiente Jesucristo
derramase su propia sangre. Ningún heredero entra en posesión de la herencia
hasta haber puerto el testador. Era, pues, necesario que Jesucristo muriese
para que nosotros pudiésemos entrar y poseer la herencia que nos había
prometido.
El Evangelio de la Misa de este día no
conviene menos que la Epístola al gran misterio de la pasión, cuya solemnidad
empieza este domingo, y continúa hasta Pascua.
Estando el
Salvador en el templo, cinco o seis meses antes de su muerte, hizo un largo y
admirable discurso a una multitud de gentes que lo estaban oyendo, en el cual
les explicó su unión con su Padre, el carácter y el poder que había recibido de
Él, la autoridad y autenticidad de su divina misión, la deplorable ceguedad de
los que rehusaban conocerlo y recibirlo, y finalmente la excelencia y la verdad
de su doctrina. Las vivas reconvenciones que había hecho a los judíos sobre que
no querían creer en Él, habiéndole visto obrar tantos milagros, los amargaron y
excandecieron, porque bien conocían que un raciocinio tan seguido los hacía
inexcusables. Porque en fin, les decía Jesucristo, solo podéis tener dos
pretextos para paliar vuestra obstinada incredulidad, o los defectos que
advertís en mi conducta, o los errores que descubrís en mi doctrina. Pero yo os
desafío a que no halláis nada que reprender, ni en mi doctrina, ni en mi vida,
aunque ha tanto tiempo que me observáis con tanta malignidad; porque ¿quién de
vosotros me podrá convencer del menor defecto? Y si no sois capaces de acusarme
de nada, si mis obras y mis leyes son igualmente irreprensibles, si no os
predico sino la pura verdad, si además de esto autorizo todo cuanto digo con la
pureza de mis costumbres y con lo estupendo de los mayores milagros, ¿por qué
no creéis lo que os digo? Quare non
creditis mihi? Considerad aquí, hermanos míos, exclama san Gregorio, la
extrema mansedumbre de un Dios que se baja hasta mostrar que no es pecador el
que por su divino poder puede justificar a todos los pecadores.
El que es de
Dios, añadió el Salvador, oye las palabras de Dios: yo no os diré cuál es la
causa de vuestra incredulidad; solo os diré, que todo hombre que está animado
del espíritu de Dios, oye gustoso su palabra; la razón por que vosotros no oís
con gusto la palabra de Dios, es porque no sois hijos de Dios. Esta
reconvención tan bien fundada y tan caritativa exasperó a los judíos, los que
no respondieron sino con injurias y blasfemias, tratando al Salvador de
samaritano y de endemoniado. Tal es y ha sido siempre el agradecimiento de los
libertinos: mostradles sus desbarros, y no os responderán sino con un
torbellino de injurias. Los judíos tenían un odio y un desprecio extremado
contra los samaritanos, a quienes miraban como enemigos de su religión y de la
ley de Moisés. Dan el nombre de samaritano al Salvador porque no se negaba al
trato de este pueblo con tanta escrupulosidad como los judíos; se habían
detenido algunos días en Siquem, les había predicado la palabra de Dios, no los
excluía de la salvación, y tenía tan en el corazón su conversión como la de los
otros. Por eso el Salvador no responde a la primera injuria; se contenta con
decirles con su acostumbrada mansedumbre que no estaba poseído del demonio; que
si les decía las verdades con más viveza de la que ellos deseaban, no por eso
debían tener por furor lo que no era sino un celo lleno de caridad; que no se
proponía otro fin en todo que la gloria de su Padre y la salvación de los
hombres; que bien podían cargarle de injurias; pero que no por eso dejaría de
proseguir su obra, sin mostrar contra ellos el menor resentimiento; que en
cuanto hombre no buscaba su propia gloria, que dejaba todo el cuidado de ella a
aquel sobre quien recaían los ultrajes que le hacían, el cual, siendo el
soberano Juez, no dejaría de vengarle de sus calumniadores. Queriendo el
Salvador templar, por decirlo así, esta terrible amenaza con una agradable
promesa, añadió: Os aseguro que cualquiera que observare mis preceptos no
morirá jamás: Mortem non videbit in
æternum.
Los judíos, que
despreciaban no menos sus promesas que sus amenazas, le respondieron con
indignación: Ahora conocemos más bien que nunca que es el demonio quien te hace
hablar de esta suerte. Abraham murió, los Profetas también murieron, tú te
atreves a decir que los que guardaren tus preceptos no morirán. ¿Por ventura
eres mayor que nuestro padre Abraham? ¿Eres mejor que todos los Profetas, a
quienes no perdonó la muerte? ¿Quién piensas ser tú? Todo este razonamiento
estriba sobre un falso principio: suponen que Jesucristo habla de una vida
temporal, y no es sino de la vida del alma, de la vida eterna de la que habla
el Salvador.
Vosotros
pensáis, continúa el Señor, que lo que digo es una vanagloria que me atribuyo.
Yo no tengo cuidado de glorificarme; mi Padre me glorifica bastante delante de
vosotros con tantos prodigios como habéis visto: Él es quien hace que su poder
resplandezca en Mí por las maravillas que he obrado a vuestros ojos, y por la
verdad que os anuncio. Y no digáis que este Padre os es desconocido, y que lo
que yo os hablo es un enigma. Este Padre es el Dios que vosotros adoráis, y
cuyo testimonio no queréis recibir: se puede asimismo decir que es para
vosotros un Dios desconocido, pues no conoceréis las obras que obra por mí. Si
vosotros lo conocierais, descubriríais en mi persona todas las señales que
caracterizan al Mesías, y me reconoceríais por su Hijo. Yo lo conozco
perfectamente, y haría traición a la verdad si fuera capaz de decir lo
contrario. Pueblo ingrato, no conoces a tu Dios, ni a aquel que te ha enviado
para hacértelo conocer; en cuanto a Mí, conozco a Dios que es mi Padre; y si os
dijera que no lo conozco, sería tan mentiroso como lo sois vosotros diciendo
que lo conocéis. Si le conocierais, guardarais fielmente sus preceptos; yo los
guardo con una fidelidad suma porque lo conozco. Es evidente que Jesucristo
habla aquí como hombre. ¿Qué honor os hacéis por tener a Abraham por padre,
añadió el Señor? ¿No sabéis que este gran Patriarca, ilustrado por Dios,
conoció el día feliz en que yo había de venir al mundo? Vio este día como lo
había deseado, y se alegró con esta vista. Los judíos que no habían entendido
el pensamiento del Salvador, le dijeron sonriéndose, y como despreciándolo:
Todavía no tienes cincuenta años, y quieres hacernos creer que eres del tiempo
de Abraham. Al oír esto el Hijo de Dios, tomando un tono de maestro, y queriendo
darles a conocer sin alegoría y sin figuras que Él existía desde la eternidad
en cuanto Dios, les respondió: En verdad os digo, y os lo vuelvo a repetir, que
Yo soy, y existo antes que Abraham estuviese en el mundo. Los judíos
comprendieron muy bien que el Salvador decía que era tan eterno como su Padre;
y teniendo la proposición del Salvador por una blasfemia, cogieron piedras para
apedrearle como a blasfemo; pero Jesús, que quería morir en cruz y no bajo una
tempestad de piedras, se les desapareció haciéndose invisible, y se salió del
templo, reservando el sacrificio de su vida para el tiempo que su Padre le
había señalado.
FUENTE: P. Jean Croisset SJ, Año Cristiano ó ejercicios devotos para todos los domingos, cuaresma y fiestas móviles, TOMO II, Librería Religiosa. 1863. (Pag.195-205)
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