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domingo, 6 de abril de 2014

DOMINGO DE PASIÓN: Disputa con los Doctores del Templo.

DOMINGO DE PASIÓN



Salmo 42, 1-2
Epístola del Apóstol San Pablo a los Hebreos 9, 11-15
San Juan 8, 46-59

El domingo de Pasión ha sido siempre en la Iglesia uno de los más solemnes y más clásicos por lo tocante al oficio, el que no cede jamás al de ninguna otra solemnidad. Como no hay en nuestra religión misterio que dé más golpe, y donde el amor de Jesucristo para con nosotros se manifieste más al vivo; tampoco hay otro que más nos interese, y que pida de nosotros un más vivo reconocimiento, y un más justo tributo de compasión, de imitación, de ternura y de amor.

Desde hoy empieza la Iglesia a ocuparnos y a llenar nuestro espíritu de los preparativos de la muerte de Jesucristo por la consideración particular del misterio de su pasión: objeto que se propone en cuanto hace durante toda la Cuaresma; pero singularmente en estos quince últimos días; de suerte que puede decirse que las cuatro primeras semanas de Cuaresma están destinadas particularmente para llevar al pecador a hacer penitencia de sus pecados, y las dos últimas a hacerle honrar y venerar el misterio de la pasión del Salvador por la participación, por decirlo así, de sus penas y tormentos. Como este fue con poca diferencia el tiempo en que los pontífices, los doctores de la ley, llamados escribas, y los fariseos, confundidos y desconcertados por la resurrección de Lázaro, la que había atraído un gran número de nuevos discípulos a Jesucristo, el que en todas partes ya no se conocía sino bajo el nombre del Mesías, empezaron a maquinar su muerte; y como se cree que fue decretada en este día, la Iglesia toma hoy el luto, quita de sus oficios todo cántico de alegría, cubre sus altares para manifestar su tristeza, y todas sus oraciones indican el dolor y aflicción de que está penetrada. Por el mismo motivo y con el mismo fin se emplea en los Maitines la profecía de Jeremías, figura, al parecer, la más propia, tanto de los dolores de Jesucristo en su pasión, como de las desdichas causadas por los pecados de aquellos a quienes este divino Salvador había venido a redimir con su muerte. En algunos pasajes usa la Iglesia de ornamentos negros para hacer todavía más sensible su duelo a los ojos de los pueblos, e inspirarles por medio de este lúgubre aparato los sentimientos de compunción y de tristeza que convienen a los misterios que celebra en este santo tiempo. Pero si la Iglesia, dicen los Padres, está poseída de tristeza y de llanto en estos días, ¿deberán sus hijos correr tras las alegrías y gozos del siglo? ¡Qué extravagancia más escandalosa, qué impiedad no sería presentarse en público los hijos con un equipaje brillante y magnífico, divertirse y holgarse sin miramiento alguno, mientras que su madre gime en la aflicción, y tiene el corazón anegado en la amargura! Antiguamente se hubiera mirado como a un apóstata a un cristiano que en el tiempo de pasión se hubiera dejado ver en público en hábitos ricos y ostentosos, o que hubiera osado asistir a las diversiones y fiestas mundanas.

Se llamaban estas dos últimas semanas de Cuaresma, las dos semanas de la Xerophagias; es decir, las semanas en que estaba prohibido todo uso, no solo de lacticinios, sino también de pescado, y en que el alimento se reducía todo a viandas secas. El ayuno era en estas dos semanas más riguroso que en los demás de la Cuaresma; y todo respiraba mortificación y penitencia. Se hallan autores que llaman a este día el domingo de la Neomenia, que quiere decir de la nueva luna pascual; porque, en efecto, nunca deja de caer después de la nueva luna de marzo, así como el domingo de Pascua cae siempre después de la luna llena del mismo mes. Siempre se han distinguido los dos últimos domingos de Cuaresma de los cuatro primeros: a aquellos se les ha dado siempre el nombre de domingo de Pasión y de Ramos; y a estos el de domingo de Cuaresma.

Asimismo las dos últimas semanas de Cuaresma se han distinguido siempre por los santos Padres de las cuatro precedentes: aquellas las llamaban las semanas de pasión, por estar la Iglesia todo el tiempo que duraban en un duelo mayor de lo regular, y los fieles en los ejercicios de una devoción más tierna, y de una más austera penitencia. Las cuatro primeras se han llamado simplemente semanas de Cuaresma: en ellas la penitencia y el ayuno se observaban con un poco menos de rigor. Esta distinción se ve manifiestamente en los sermones de san León, de los cuales unos se intitulan, para las cuatro semanas de Cuaresma; y otros, para el tiempo de pasión; hay doce para la Cuaresma, y diecinueve para el tiempo de pasión. Es evidente que se predicaba con más frecuencia los catorce días últimos de Cuaresma, que los ejercicios de devoción y las buenas obras eran asimismo más frecuentes, y que se ayunaba con más rigor y austeridad; eran también más frecuentes las instrucciones que se hacían y daban a los competentes o catecúmenos, que en el último examen que se les había hecho se habían hallado bastante instruidos para recibir el Bautismo la vigilia de Pascua; y nada se omitía para disponerlos a recibir dignamente este gran Sacramento.

El introito de la misa de este día es del salmo XXIV, en que David, desterrado y perseguido por Saúl, suspira por su vuelta, y por la vista del tabernáculo. Pide al Señor le conceda esta gracia, y se consuela con la esperanza de alcanzarla; pero al mismo tiempo pide al Señor haga patente su inocencia. Este salmo fue compuesto por David en el tiempo que Jonatás le declaró que Saúl había tomado la última resolución de quitarle la vida. Esto, sin duda, fue lo que obligó a la Iglesia a escogerlo para el tiempo en que la muerte del Salvador fue decretada por los pontífices, escribas y fariseos.

La Misa de este día se empieza por el primer versículo del salmo: Judica me Deus, et discerne causam meam de gente non sancta, ab homine iniquo et doloso erue me. Quia tu es Deus fortitudo mea: Júzgame, Dios mío; y contra lo que una liga criminal pública para infamarme, haz patente a todo el mundo mi inocencia, líbrame del odio de un perseguidor igualmente injusto que artificioso, porque Tú eres todo mi apoyo y mi fortaleza. No deja de conocerse la relación y semejanza que hay entre lo que le pasaba a David, y el misterio de este día: Emitte lucem tuam et veritatem tuam. Haz que yo vea y experimente que sois fiel en vuestras promesas, y de este modo caminaré sin temor por entre los más evidentes riesgos hasta llegar a vuestro santo monte, donde está vuestro tabernáculo: Ipsa me deduxerunt, et adduxerunt in montem sanctum tuum, et in tabernacula tua. Por la luz y la verdad entienden los Padres a Jesucristo: san Cirilo entiende por la luz al Hijo, y por la verdad al Espíritu Santo. Hasta los rabinos, explicando este texto, entienden del Mesías las palabras la luz y la verdad: lo que no tiene duda es que el monte santo en el sentido místico es la Iglesia de Jesucristo.

Pocos Santos se hallarán a quienes la meditación de la pasión de Jesucristo no haya sido familiar, y que no hayan encontrado en este gran misterio un fondo inagotable de fortaleza, de confianza, y aun de gozo en las adversidades. Fácilmente se consuela una persona en sus aflicciones y en sus penas, cuando ve con los ojos de la fe y con un corazón cristiano a un Dios muriendo por nosotros en la cruz. Si Jesucristo padeció, dice el apóstol san Pedro, fue para darnos ejemplo; y por el ejemplo mismo que nos dio, nos proveyó de un poderoso motivo que nos anima a padecer, y nos mereció las gracias que nos ayudan a llevar con paciencia los trabajos de la vida. El Padre eterno dice a cada cristiano, poniéndole delante a su Hijo sobre el Calvario, lo que dijo antiguamente a Moisés: Inspice, et fac secndum exemplar quod tibi in monte mostratum est. Mira este modelo que se te propone sobre este monte, y procura imitarlo. Es imposible que seas predestinado, si no eres la copia de este divino original, y si no te pareces a Jesucristo crucificado; porque en la cruz fue principalmente donde este Señor mereció nuestra predestinación. Falta alguna cosa, dice san Pablo, a la pasión de Jesucristo por lo tocante a nosotros: es menester que cada uno de nosotros le añada lo que le falta, que es la aplicación; y no puede seros útil, si no se os puede aplicar; es necesario estar clavado en la cruz con Jesucristo, como este Apóstol: Christo confixus sum cruci, es preciso estar unidos con Jesucristo padeciendo.

Que un Dios, en cuanto Dios, obre como dueño y como soberano, dice uno de los más célebres oradores cristianos; que haya creado el cielo y la tierra con una sola palabra; que haga prodigios en el universo, y que nada resista a su poder, es una cosa tan natural, que casi no debe causarnos admiración. Pero que un Dios padezca, que un Dios espire en los tormentos, que un Dios guste la muerte, como habla la Escritura, poseyendo como posee la inmortalidad, es una cosa que los Ángeles ni los hombres no comprenderán jamás. El misterio de la pasión de Jesucristo es quien obliga al Profeta a exclamar: Obstupescite cæli. Cielos, pasmaos y aturdíos; porque es una cosa que excede la capacidad de nuestro entendimiento, y que pide toda sumisión y obediencia de nuestra fe; pero al mismo tiempo nuestra fe ha triunfado del mundo en este gran misterio: ¿cuándo llegará el caso que triunfe de nosotros mismos? Esta fe ha triunfado de nuestro entendimiento, ¿cuándo triunfará de nuestro corazón y de nuestras pasiones? Pasma el que en el tiempo mismo que todo nos predica la pasión del Salvador, un tiempo especialmente consagrado a honrar sus humillaciones y sus tormentos, ame un cristiano el fausto, alimente un fondo de orgullo y ambición, y viva entre gustos y deleites. La Iglesia nada omite para inspirarnos el espíritu de humildad, de compunción, de mortificación, y de una santa tristeza en todo el espacio de estas dos últimas semanas de Cuaresma: sus oficios, su luto, sus oraciones, todo se dirige a hacernos sensibles a los tormentos y a la muerte de Jesucristo.

La Epístola de la Misa de este día es del capítulo IX de la admirable carta de san Pablo a los hebreos, en la que el santo Apóstol demuestra con toda la fuerza y elocuencia imaginable la superioridad y la excelencia infinita de la nueva ley sobre la antigua, y hace ver por los términos mismos de la ley la infinita desproporción del sacerdocio de Aarón y de las ceremonias legales, con el sacerdocio eterno y el sacrificio de infinito valor de Jesucristo. Como el santo Apóstol escribía a los judíos sabios en su ley, y adictos porfiadamente a sus ritos y ceremonias, no se sirve sino de su misma ley para demostrar que no era sino la sombra de la ley nueva; que todos sus sacrificios de expiación, acciones de gracias, de propiciación, no eran otra cosa que una débil e imperfecta figura de la muerte de Jesucristo sobre la cruz, quien fue la sola víctima capaz de borrar y quitar los pecados del mundo. Todo el raciocinio del Apóstol está fundado sobre la misma Escritura: su estilo es fuerte, alegórico, y todo figurado, conforme al genio y uso de los orientales.

Después de haber mostrado san Pablo, por un razonamiento sin réplica, la impotencia, la debilidad, el vacío de todo lo que la ley antigua tenía de más respetable, de más religioso y de más sagrado; después de haber demostrado que nada en ella era santo, sino con una santidad puramente legal, pues nada era capaz de santificar el alma, de destruir el pecado, ni de abrir el cielo cerrado a todo el linaje humano después del pecado del primer hombre, hace ver cuán inferior era el sacerdocio levítico al de Jesucristo. Toda la virtud del ministerio de aquel se reducía a ciertas purificaciones legales, a procurar algunos bienes temporales, y el sumo sacerdote no entraba más de una vez al año en el Sancta Sanctorum, que era la parte más sagrada de un tabernáculo material, hecho por manos de hombres, cuya entrada estaba cerrada a todos los demás. Estas eran en sustancia y por mayor la virtud y las prerrogativas del antiguo sacerdocio. Christus assistens pontifex futurorum bonorum, dice el Apóstol, introivit semel in Sancta: Jesucristo, haciendo de pontífice de los bienes futuros; esto es, de los bienes eternos, de los bienes espirituales y celestiales, de los bienes sobrenaturales, entró una vez en el santuario; es decir, en el cielo, y por la triunfante ascensión de su humanidad nos abrió a todos la puerta. Por eso el velo que cerraba e impedía la entrada del santuario del templo se rasgó en la muerte del Salvador. El tabernáculo, por el cual o con el cual entró Jesús, según el Apóstol, en el santuario del cielo, es la naturaleza humana de que se vistió, y con la cual subió al cielo para prepararnos un puesto, y para tomar posesión de él, dice san Juan Crisóstomo, en nombre de todos. Per amplius, et perfectius tabernaculum, dice el Apóstol: por un tabernáculo mucho más excelente, más perfecto y más santo: en efecto, la carne, la humanidad del Salvador es el verdadero tabernáculo del Verbo encarnado: este hombre es el sujeto en quien reside corporalmente toda la plenitud de la Divinidad; el cual no nació ni fue concebido del modo ordinario: Non manufactum. El Espíritu Santo lo formó de un modo sobrenatural en el vientre de la santísima Virgen: Non hujus creationis, no fue el hombre quien lo formó, fue todo obra del Espíritu Santo: Neque per sanguinem hircorum, aut vitulorum. El sumo sacerdote no entraba en el santuario sino el día de la expiación, en que llevaba la sangre de las víctimas, que eran los machos de cabrío y los becerrillos que habían sacrificado por sus pecados y por los del pueblo; pero Jesús, único pontífice eterno, no entró en la mansión de los bienaventurados con la sangre de los animales sacrificados, sino con su propia sangre, voluntariamente derramada, no por Él, que era la misma inocencia, sino por los pecados de todos los hombres generalmente: Sed per proprium sanguinem. Y por este divino sacrificio, por esta sangre adorable vertida sobre el altar de la cruz, por esta sangre de la nueva alianza entró en el santuario eterno no una vez cada año, como el sumo sacerdote de los judíos, ni una sola vez para siempre: æterna redemptione inventa. El efecto de este sacrificio no se limita a purificarnos de algunas inmundicias legales y pasajeras, como sucedía con los sacrificios de la ley antigua, sino que se extiende a expiar nuestros pecados, y abrirnos las puertas del cielo, a purificarnos de todas nuestras manchas interiores, a darnos la gracia, la justicia, la inocencia, a librarnos de la muerte eterna, y hacernos hijos de Dios. El santuario del tabernáculo se llamaba el Sancta Sanctorum, esto es, el lugar santo, la santa habitación de los Santos; lo que no conviene propiamente sino al cielo, que es la estancia de los bienaventurados, el solo verdadero lugar santo de los Santos; cuya entrada nos abrió Jesucristo, entrando primero en él, y de que el santuario del tabernáculo y del templo de Jerusalén era solamente figura y representación.

Si la sangre de los cabritos y de los toros, prosigue el Apóstol; si la aspersión hecha con la ceniza de una becerrilla santifica a los que están manchados, purificándolos según la carne; ¿cuánto más purificará nuestra conciencia de la impureza de las obras muertas la sangre de Jesucristo, el cual se ofreció Él mismo a Dios por el Espíritu Santo, siendo inocente, y estando sin mancha alguna propia que purificar?

Se lee en el libro de los Números, que una de las ceremonias legales era sacrificar solemnemente una vaquita o becerra roja. Después de haberla degollado en presencia del pueblo la quemaban: el sacerdote tomaba sus cenizas, y las distribuía al pueblo para que hiciese con ellas una agua de aspersión: In aquam aspersionis; quiere decir, que esta ceniza echada en agua servía para purificar de las manchas contraídas en los funerales, o por haber tocado algún cadáver; todo esto era misterioso. Los israelitas, nacidos y criados en medio de las supersticiones paganas de los egipcios, necesitaban de esta especie de ceremonias materiales y sensibles que pudiesen hacerles perder las ideas de las supersticiones a que estaban acostumbrados. Una de las más religiosas entre los egipcios era no matar jamás vacas. Este animal era sagrado entre ellos por el motivo de adorar a la diosa Isis en él. Sin duda quiso el Señor inspirar a los israelitas un grande horror a las ceremonias y supersticiones de los gitanos, ordenándoles que ofreciesen en sacrificio la vaca, diosa de los egipcios, y que sus cenizas echadas en agua sirviesen para la expiación de las inmundicias legales. Pues si la aspersión de la sangre de los toros y machos de cabrío; si la aspersión hecha con la ceniza de una vaca santifica a los que están manchados purificándolos según la carne; es decir, los hace capaces de acercarse y llegarse a las cosas santas, y de participar del culto del Señor, ¿cuánto más la sangre de Jesucristo Dios y hombre, derramada voluntariamente para redimirnos, nos purificará de nuestras manchas y de nuestros pecados, que es lo que el Apóstol llama obras muertas? Emundabit conscientiam nostram ab operibus mortuis. La fuerza de esta consecuencia se saca de que los animales no se ofrecían ellos mismos. El Espíritu Santo tampoco era el motor interior de esta oblación, ni ellos servían sino para un culto figurado. Pero Jesucristo se ofreció Él mismo por inspiración del Espíritu Santo como una víctima sin mancha, y nos hace dar a Dios vivo un verdadero culto. Como si dijera, la oblación de Jesucristo era voluntaria, santa, espiritual, y de un valor infinito; cualidades que faltaban a los sacrificios de los animales, y a todas las ceremonias legales; y por este motivo es el mediador del Nuevo Testamento: Et ideo Novi Testamenti mediator est. Moisés fue como el mediador y ministro de la antigua alianza entre el Señor y los israelitas, la cual se confirmó con la sangre de las víctimas sacrificadas a la falda del monte Sinaí; pero Jesucristo es el mediador de la nueva alianza por su propia sangre, la que derramó para expiar nuestros pecados, reconciliarnos con su Padre, y merecernos la cualidad de hijos de Dios.

Leídas todas las ordenanzas de la ley, y las promesas hechas a los que las observasen, mojó Moisés en la sangre de las víctimas sacrificadas un ramo de hisopo, y roció con ella el libro, el pueblo, el tabernáculo, y todos los vasos que servían al culto de Dios, pronunciando estas palabras: Esta es la sangre del Testamento y de la alianza que Dios ha hecho hoy con vosotros. Y como la verdad debe corresponder a la figura, era menester que el pueblo cristiano, figurado por el pueblo judaico, fuese rociado interiormente con la sangra de Jesucristo, de la cual era figura la sangre de los animales, y que por consiguiente Jesucristo derramase su propia sangre. Ningún heredero entra en posesión de la herencia hasta haber puerto el testador. Era, pues, necesario que Jesucristo muriese para que nosotros pudiésemos entrar y poseer la herencia que nos había prometido.

El Evangelio de la Misa de este día no conviene menos que la Epístola al gran misterio de la pasión, cuya solemnidad empieza este domingo, y continúa hasta Pascua.

Estando el Salvador en el templo, cinco o seis meses antes de su muerte, hizo un largo y admirable discurso a una multitud de gentes que lo estaban oyendo, en el cual les explicó su unión con su Padre, el carácter y el poder que había recibido de Él, la autoridad y autenticidad de su divina misión, la deplorable ceguedad de los que rehusaban conocerlo y recibirlo, y finalmente la excelencia y la verdad de su doctrina. Las vivas reconvenciones que había hecho a los judíos sobre que no querían creer en Él, habiéndole visto obrar tantos milagros, los amargaron y excandecieron, porque bien conocían que un raciocinio tan seguido los hacía inexcusables. Porque en fin, les decía Jesucristo, solo podéis tener dos pretextos para paliar vuestra obstinada incredulidad, o los defectos que advertís en mi conducta, o los errores que descubrís en mi doctrina. Pero yo os desafío a que no halláis nada que reprender, ni en mi doctrina, ni en mi vida, aunque ha tanto tiempo que me observáis con tanta malignidad; porque ¿quién de vosotros me podrá convencer del menor defecto? Y si no sois capaces de acusarme de nada, si mis obras y mis leyes son igualmente irreprensibles, si no os predico sino la pura verdad, si además de esto autorizo todo cuanto digo con la pureza de mis costumbres y con lo estupendo de los mayores milagros, ¿por qué no creéis lo que os digo? Quare non creditis mihi? Considerad aquí, hermanos míos, exclama san Gregorio, la extrema mansedumbre de un Dios que se baja hasta mostrar que no es pecador el que por su divino poder puede justificar a todos los pecadores.

El que es de Dios, añadió el Salvador, oye las palabras de Dios: yo no os diré cuál es la causa de vuestra incredulidad; solo os diré, que todo hombre que está animado del espíritu de Dios, oye gustoso su palabra; la razón por que vosotros no oís con gusto la palabra de Dios, es porque no sois hijos de Dios. Esta reconvención tan bien fundada y tan caritativa exasperó a los judíos, los que no respondieron sino con injurias y blasfemias, tratando al Salvador de samaritano y de endemoniado. Tal es y ha sido siempre el agradecimiento de los libertinos: mostradles sus desbarros, y no os responderán sino con un torbellino de injurias. Los judíos tenían un odio y un desprecio extremado contra los samaritanos, a quienes miraban como enemigos de su religión y de la ley de Moisés. Dan el nombre de samaritano al Salvador porque no se negaba al trato de este pueblo con tanta escrupulosidad como los judíos; se habían detenido algunos días en Siquem, les había predicado la palabra de Dios, no los excluía de la salvación, y tenía tan en el corazón su conversión como la de los otros. Por eso el Salvador no responde a la primera injuria; se contenta con decirles con su acostumbrada mansedumbre que no estaba poseído del demonio; que si les decía las verdades con más viveza de la que ellos deseaban, no por eso debían tener por furor lo que no era sino un celo lleno de caridad; que no se proponía otro fin en todo que la gloria de su Padre y la salvación de los hombres; que bien podían cargarle de injurias; pero que no por eso dejaría de proseguir su obra, sin mostrar contra ellos el menor resentimiento; que en cuanto hombre no buscaba su propia gloria, que dejaba todo el cuidado de ella a aquel sobre quien recaían los ultrajes que le hacían, el cual, siendo el soberano Juez, no dejaría de vengarle de sus calumniadores. Queriendo el Salvador templar, por decirlo así, esta terrible amenaza con una agradable promesa, añadió: Os aseguro que cualquiera que observare mis preceptos no morirá jamás: Mortem non videbit in æternum.

Los judíos, que despreciaban no menos sus promesas que sus amenazas, le respondieron con indignación: Ahora conocemos más bien que nunca que es el demonio quien te hace hablar de esta suerte. Abraham murió, los Profetas también murieron, tú te atreves a decir que los que guardaren tus preceptos no morirán. ¿Por ventura eres mayor que nuestro padre Abraham? ¿Eres mejor que todos los Profetas, a quienes no perdonó la muerte? ¿Quién piensas ser tú? Todo este razonamiento estriba sobre un falso principio: suponen que Jesucristo habla de una vida temporal, y no es sino de la vida del alma, de la vida eterna de la que habla el Salvador.


Vosotros pensáis, continúa el Señor, que lo que digo es una vanagloria que me atribuyo. Yo no tengo cuidado de glorificarme; mi Padre me glorifica bastante delante de vosotros con tantos prodigios como habéis visto: Él es quien hace que su poder resplandezca en Mí por las maravillas que he obrado a vuestros ojos, y por la verdad que os anuncio. Y no digáis que este Padre os es desconocido, y que lo que yo os hablo es un enigma. Este Padre es el Dios que vosotros adoráis, y cuyo testimonio no queréis recibir: se puede asimismo decir que es para vosotros un Dios desconocido, pues no conoceréis las obras que obra por mí. Si vosotros lo conocierais, descubriríais en mi persona todas las señales que caracterizan al Mesías, y me reconoceríais por su Hijo. Yo lo conozco perfectamente, y haría traición a la verdad si fuera capaz de decir lo contrario. Pueblo ingrato, no conoces a tu Dios, ni a aquel que te ha enviado para hacértelo conocer; en cuanto a Mí, conozco a Dios que es mi Padre; y si os dijera que no lo conozco, sería tan mentiroso como lo sois vosotros diciendo que lo conocéis. Si le conocierais, guardarais fielmente sus preceptos; yo los guardo con una fidelidad suma porque lo conozco. Es evidente que Jesucristo habla aquí como hombre. ¿Qué honor os hacéis por tener a Abraham por padre, añadió el Señor? ¿No sabéis que este gran Patriarca, ilustrado por Dios, conoció el día feliz en que yo había de venir al mundo? Vio este día como lo había deseado, y se alegró con esta vista. Los judíos que no habían entendido el pensamiento del Salvador, le dijeron sonriéndose, y como despreciándolo: Todavía no tienes cincuenta años, y quieres hacernos creer que eres del tiempo de Abraham. Al oír esto el Hijo de Dios, tomando un tono de maestro, y queriendo darles a conocer sin alegoría y sin figuras que Él existía desde la eternidad en cuanto Dios, les respondió: En verdad os digo, y os lo vuelvo a repetir, que Yo soy, y existo antes que Abraham estuviese en el mundo. Los judíos comprendieron muy bien que el Salvador decía que era tan eterno como su Padre; y teniendo la proposición del Salvador por una blasfemia, cogieron piedras para apedrearle como a blasfemo; pero Jesús, que quería morir en cruz y no bajo una tempestad de piedras, se les desapareció haciéndose invisible, y se salió del templo, reservando el sacrificio de su vida para el tiempo que su Padre le había señalado.

FUENTE: P. Jean Croisset SJ, Año Cristiano ó ejercicios devotos para todos los domingos, cuaresma y fiestas móviles, TOMO II, Librería Religiosa. 1863. (Pag.195-205)

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