LUNES
DE PASIÓN
Jonás y el Pez |
Como esta es la
semana que la Iglesia llama de Pasión, todo concurre a excitar también en
nosotros reflexiones sobre este doloroso misterio, y todo el oficio de la Misa
dice relación a él. El introito de la Misa de este día es del salmo LV, que es una fervorosa oración
de un hombre afligido que se halla rodeado de enemigos crueles, que buscan
todos los medios de perderlo.
Noticioso David
de que Saúl con sus cortesanos había jurado su pérdida, se retiró a los
dominios de Aquis, rey de Get; pero fue conocido, como era el mayor enemigo de
los filisteos; y su asilo vino a ser para él el mayor peligro en que se vio en
su vida. Se retiró a la cueva de Odolán, donde se cree compuso este salmo:
Miserere mihi, Domine, quoniam conculcavit me homo:
tota die bellans tribulavit me: Señor, tened misericordia de mí, ya veis con qué
indignidad me tratan los hombres, y que no cesan ni descansan de hacerme la
guerra y perseguirme. Conculcaverunt me
inimici mei tota die: quoniam multi bellantes adversum me: Mis enemigos me
hacen sentir sin cesar los efectos de su desprecio y de su odio, y su número se
aumenta todos los días. Es fácil de advertir la relación que dicen estas
palabras con que empieza la Misa de este día, a los días en que los escribas,
los fariseos y los pontífices de los judíos, encarnizados, por decirlo así,
contra Jesucristo, no buscaban en sus juntas sino pretextos y medios para
quitarle la vida.
La Iglesia ha
elegido para la Epístola de la Misa
de este día la historia de la predicación de Jonás a los habitantes de Nínive,
y la de su conversión.
Era Nínive una
de las más antiguas y más populosas ciudades del mundo. Fue fundada por Asur,
hijo de Sem y nieto de Noé, sobre el rio Tigris, poco después del diluvio; pero
quien la aumentó considerablemente fue Nino, uno de sus reyes, quien le puso su
nombre. Tenía más de veinte leguas de circuito y como unas siete de largo, y
poco menos de ancho, pues era de figura oblonga. La Escritura dice que había en
ella más de ciento veinte mil niños de pecho, y por consiguiente debía tener
más de ochocientas mil personas. A esta populosa ciudad fue enviado Jonás por
orden de Dios para anunciar a sus habitantes lo que el Señor le mandaba que les
dijese. Fuera de que esta gran ciudad estaba en una profunda ignorancia del
verdadero Dios, estaba horriblemente sumergida en toda suerte de abominaciones
y de maldades: Ascendit malitia ejus
coram me. La pronta conversión de los ninivitas y su penitencia confundirán
un día a los judíos y a un gran número de cristianos.
Sorprendido y
asustado Jonás de un mandato como el que Dios le imponía, ya sea que no llevase
a bien el ver que Dios quisiese transportar su misericordia de su pueblo a los
extranjeros y gentiles, ya sea que considerase las dificultades y peligros que
habían de ocurrir en la ejecución de una comisión tan nueva, resolvió no hacer
nada de cuanto se le mandaba, y se embarcó para irse a Tarsis, es decir, muy
lejos, y pasar más allá del mar Mediterráneo hasta la España, o a la
Mauritania. Habiéndose embarcado en Jope y pagado el flete, sin otro designio
que el de alejarse de su país, se puso entre las gentes el equipaje. Pero el
Señor, de quien huía, supo muy bien seguirle, enviando de repente un viento
impetuoso que excitó una terrible tempestad; la nave corría riesgo a todo
momento de estrellarse o sumergirse por las olas, y todo prometía un triste y
pronto naufragio. La vista del peligro hizo que cada cual invocase a su Dios:
sin duda habría entre los pasajeros gente de varias naciones, así como las
había de diferentes religiones. Jonás, cuando todos los demás trabajaban para
librar la vida, se bajó a lo más profundo de la nave, donde dormía con un sueño
muy pesado: habiéndolo advertido el piloto, le despertó, y le dijo que
suplicase como los demás a su Dios que tuviese misericordia de ellos. Los marineros,
viendo que la tempestad se aumentaba, creyeron que había alguna cosa extraordinaria
que la excitaba, y que podría haber alguno de los de la comitiva que la hubiese
atraído por algún delito secreto; y así determinaron aclararlo por la suerte,
la que cayó sobre Jonás. Le preguntaron de dónde era y adónde iba, y qué había
hecho para haber atraído sobre todos una tan furiosa tempestad. Jonás les dijo
que era hebreo, que servía al Señor, creador del cielo, de la tierra y del mar,
dueño y árbitro soberano de todas las cosas. Les declaró ingenuamente el motivo
de su embarco, y les dijo que no dudaba que aquella tempestad fuese efecto del
enojo de su Dios, que quería con ella castigar su desobediencia y su fuga. Toda
la comitiva se estremeció al oír a Jonás, le preguntaron qué podían hacer para
aplacar a un Dios tan poderoso y tan irritado. Pues solo yo, respondió Jonás,
soy la causa de esta tempestad, arrojadme al mar, y al punto cesará. Los marineros
movidos a compasión no se atrevían a condescender; pero aumentándose el peligro
por momentos, protestaron que estaban inocentes en su muerte; y habiéndolo
arrojado al mar, aunque con dolor y contra su voluntad, al mismo instante se
echó el viento, y la mar quedó en calma. Pero el Señor, que quería sacar su
gloria del castigo de Jonás, y hacer que fuese la más perfecta y más parecida
figura de la muerte y de la resurrección del Salvador del mundo, dispuso que al
mismo instante que Jonás fue arrojado al mar se hallase un pez de una grandeza
enorme (se cree que fuese una ballena o una lamia) que se lo tragó. Tres días y
tres noches estuvo en el vientre de este monstruoso animal sin ahogarse. Al cabo
de tres días mandó el Señor al pez que vomitase a Jonás, y por un prodigio
nunca oído le echó sano y salvo sobre la ribera, en la cual Jonás fue figura de
la sepultura y de la resurrección de Jesucristo, que salió del sepulcro al
tercer día después de su muerte, como este divino Salvador quiso dárnoslo a
entender por su propia boca.
Después de esta
maravilla mandó el Señor por segunda vez a Jonás que fuese a Nínive y predicase
lo que le inspiraría que dijera a los habitantes del pueblo. Jonás no se
atrevió a resistir otra vez a la orden de Dios: el peligro en que se había
visto le enseñó a ser obediente y dócil. Partió, pues, al punto, y sin
detenerse un solo momento se plantó en aquella gran ciudad adonde el Señor lo
enviaba. Había sido hasta entonces Nínive la corte de la primera monarquía del
mundo y la capital del imperio de los asirios. Habiendo entrado Jonás en la
ciudad anduvo un día entero gritando por las calles: Adhuc quadraginta dies, et Ninive subvertetur: Dentro de cuarenta días
será destruida Nínive. Una predicación tan positiva hecha en un tono de profeta
por un extranjero que se decía enviado de Dios, causó una conmoción general en
el espíritu y en el corazón de los habitantes. Se turbó y alborotó la ciudad de
tal modo, que el susto se comunicó a todos los cuarteles y barrios desde el
primer día, antes que el Profeta hubiese recorrido aun la tercera parte. No hubo
quien no se estremeciese al oír las amenazas de aquel predicador extranjero. El
ruido llegó el mismo día hasta el palacio: avisaron al rey de lo que pasaba, y
le representaron que las desdichas que aquel hombre desconocido venía a anunciar
a la ciudad podrían muy bien ser castigo de la corrupción general que reinaba
tanto en la corte como entre el pueblo. El rey, que se cree era Ful, padre de
Sardanápalo, aterrado de una predicción que amenazaba tan terrible castigo,
bajó del trono sin detenerse a deliberar, se despojó de la púrpura y de la
diadema, se cubrió de un saco, se tendió en la ceniza pidiendo a gritos
misericordia al Señor. Como los delitos eran universales, quiso el Rey fuese
general la penitencia. Mandó publicar por toda la ciudad una orden que intimaba
un ayuno universal sin excepción de personas. El edicto decía, que se hiciese
ayunar a los hombres, a los caballos, a los bueyes y a las ovejas, sin que
comiesen ni bebiesen en el espacio de tres días seguidos; y que todos los
hombres, sin excepción de sexo ni de edad clamasen al Señor con toda su fuerza,
implorando su misericordia; que cada cual se convirtiese, que todos dejasen su
mala vida y renunciasen la iniquidad que había inundado hasta entonces toda la
ciudad. ¿Quién sabe, decía aquel Rey, si Dios se convertirá hacia nosotros y
nos perdonará, si se aplacará su furor y su enojo, y si revocará el decreto que
ha pronunciado de nuestra pérdida y destrucción? Los santos Padres aseguran que
se hizo también ayunar a los niños de pecho, y que separaron a los animales
pequeños de sus madres en aquellos tres días para que no mamasen. ¡Oh, y cómo
este ejemplo confundirá a los judíos y a muchos cristianos que criados en el
conocimiento del verdadero Dios, los unos advertidos por tantos profetas, los
otros por tantos celosos predicadores, y todos amenazados tantas veces con el
enojo de un Dios irritado por tantos delitos como han cometido, se han hecho
sordos a la voz del Señor, han perseverado en el pecado y han muerto en la
impenitencia: Viri Ninivitæ surgent in judicio
cum generatione ista, et condemnabunt eam! Los ninivitas, decía el
Salvador, se presentarán en el juicio con esta nación y la condenarán; porque
al punto que oyeron predicar a Jonás hicieron penitencia; y ved aquí a uno que
es más que Jonás: Et ecce plusquam Jonas,
hic. ¡Cuántos celosos predicadores durante la Cuaresma hablan por su boca!
Mas ha de cuarenta días que predican, que anuncian la palabra de Dios, que
amenazan por su orden, ¿y cuántas conversiones se ven?
Una penitencia
tan pronta, tan general, tan rigurosa, de que el rey y los magnates dieron
ejemplo los primeros, aplacó la indignación del Señor y detuvo los golpes de su
justicia. Et vidit Deus opera eorum, quia
conversi sunt de via sua mala: Vio Dios sus obras, y que se habían
convertido y dejado su mala vida, y tuvo misericordia de ellos, y los perdonó. Notad
que la Escritura no dice simplemente, que Dios vio las señales de su
penitencia, porque podían muy bien ser equívocas, sino que añade, que Dios vio
y consideró que se habían convertido de sus desórdenes: que no solo habían
detestado sus pecados, sino que habían mudado también de conducta. De todos
esos propósitos, de todas esas confesiones, de esas lágrimas que se derraman a
veces por los pecados hace Dios poco caso, como también de los ayunos y austeridades,
sino se muda de vida, si se persevera en el vicio, si no se deja la mala vida
pasada, todo lo reputa por falsa penitencia, como en efecto lo es. Es verdad
que el Señor perdonó a este pueblo; pero habiendo recaído en sus primeros
desordenes algunos años después en el reinado de Sardanápalo, hijo de Ful, Dios
no les envió otro profeta, y descargó sobre ellos su indignación de un modo
bien terrible. Toda la ciudad fue destruida, su infame rey fue abrasado dentro
de su palacio con toda su familia y todas sus riquezas. Las recaídas son
siempre funestas. Rara vez se abusa de la misericordia de Dios que no se
experimenten bien presto los terribles efectos de su justicia. Una conversión
sin perseverancia es seguida siempre de la última infelicidad.
El Evangelio es el capítulo VII de san
Juan, donde se ve que cuanto más se empeñaba el Salvador en probar a los judíos
con sus palabras y sus milagros que era el Mesías, tanto más aumentaba el odio
y la malicia de los principales del pueblo contra el Salvador. Recelosos y
sobresaltados los fariseos de haber oído decir públicamente a muchas gentes que
les parecía que Cristo, esto es, el Mesías, no sería capaz de hacer más
milagros que los que hacía Jesús, corrieron a decírselo a los príncipes de los
sacerdotes, y añadieron, que si no se deshacían cuanto antes de aquel
milagrero, toda la nación creería muy pronto en Él. ¡Buen Dios, qué injusta e
irracional es la pasión! Si se hubiera acusado al Salvador de que era un hombre
de malas costumbres, un sedicioso, un homicida feroz, astuto y atrevido, se
hubiera obrado consiguientemente queriéndolo prender para estorbarle el que
hicieran más daño. Pero ¿de qué acusaban a Jesucristo? De que hace tan grandes
milagros y en tan gran número, que no se cree que el Mesías pueda hacerlos
mayores; y sobre esta querella, sobre esta deposición se envían alguaciles para
cogerlo y traerlo preso. No bien hubieron recibido los alguaciles una orden tan
violenta y tan injusta, cuando creyeron debían ejecutarla sin intermisión; pero
lo mismo fue ver a aquel Hombre-Dios, que quedar atónitos y penetrados de
veneración y de respeto. Su aire majestuoso, su mansedumbre, su modestia, en
una palabra, su sola presencia los paró y los desarmó. Encantados al oír las
palabras divinas que salían de su boca, se olvidaron del fin a que habían sido
enviados.
El Salvador, a
quien nada se le ocultaba, y que conocía todo cuanto pasaba en la mente y en el
corazón de sus enemigos, encarándose a ellos les dijo: Ya es poco el tiempo que
he de vivir con vosotros; mi vida temporal de hoy en mas no debe ser muy larga;
el tiempo de mi misión va a acabarse, y yo me vuelvo a aquel que me ha enviado.
Todos los perniciosos designios que formáis contra Mí antes del tiempo
destinado por mi Padre para que yo cumpla su obra son inútiles; no tenéis que
causaros, porque antes de este tiempo nada podréis ejecutar contra Mí. Me perseguís
sin razón y sin motivo; no me podéis sufrir, aunque no os hago sino bien; mi
presencia inflama vuestro odio contra Mí e irrita vuestra envidia; pero tiempo
vendrá en que me echaréis de menos, en que me buscaréis, pero no me hallaréis. No
sois capaces de venir adonde yo estaré.
Esta palabra los
sorprendió, y fue para ellos un enigma. ¿Adónde irá, se decían unos a otros,
que nosotros no podemos ir? ¿Por ventura piensa ir a predicar a los judíos que están
dispersos entre los gentiles, o a los gentiles mismos? ¿Qué quiere decir cuando
nos amenaza, que por más que le buscaremos no le hallaremos, porque estará en
un lugar inaccesible para nosotros? ¿Qué lugar puede ser este? Ved aquí, dicen
los Padres, lo que produce la ceguedad espiritual, y como impide el que una
verdad, terrible por su naturaleza, no haga impresión. La amenaza del Salvador
deja atónitos a los judíos; pero en lugar de entenderla a la letra buscan en
ella un sentido que no tiene: en lugar de aplicársela a sí mismos como debían,
encuentran hasta en sus dudas con que aquietarse. ¿No es esto lo que hacen aun
el día de hoy todos los herejes?
En las grandes
fiestas de los judíos, que tenían octava, el primero y último día eran los más
solemnes, y por lo regular había en estos días ciertas ceremonias particulares
y extraordinarias. En la fiesta de los Tabernáculos, en la cual sucedió todo
esto, se acostumbraba llevar al templo con gran solemnidad al son de
instrumentos músicos dos vasos o urnas de plata, una llena de agua y la otra de
vino. El agua era de la fuente de Siloé, la que se derramaba sobre el altar
pidiendo a Dios la fecundidad y abundancia de los frutos de la tierra. Sin duda
que el Salvador hacía alusión a esta ceremonia cuando decía en voz alta el
último día de la octava: Si alguno tiene sed venga a Mí y beba; yo os aseguro
que cualquiera que crea en Mí tendrá dentro de sí, según dice la Escritura, una
fuente de agua viva que saldrá de su seno y no se secará jamás. El Espíritu
Santo, fuente inagotable de gracia, de luz y de bienes espirituales, era de
quien hablaba Jesucristo. Compara aquí Jesús una alma llena de dones del
Espíritu Santo al depósito de una fuente, cuya capacidad explicada por la
palabra seno, o vientre, derrama el agua en abundancia por todas partes sin
vaciarse jamás. Esto es, dicen los intérpretes, lo que significa esta
expresión. Flumina de ventre ejus fluent:
del vientre del que cree en Mí, dice el Salvador, manarán ríos de agua viva,
según dice la Escritura. Las palabras del Salvador no se encuentran término por
término en la Escritura, pero se encuentra el sentido de ellas en muchos
parajes, especialmente en los Profetas. Effundam
aquas, dice Dios por Isaías, super
sitientem, et fluenta super aridam; effundam spiritum meum super seme tuum.
Derramaré las aguas sobre la tierra seca, y haré que corran ríos sobre la que
está árida; derramaré mi Espíritu sobre vuestra posteridad.
FUENTE: P. Jean Croisset SJ, Año Cristiano ó ejercicios devotos para todos los domingos, cuaresma y fiestas móviles, TOMO II, Librería Religiosa. 1863. (Pag.212-218)
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