PASCUA
DE RESURRECCIÓN
Este es, dice el
Profeta, el día feliz que hizo el Señor: Hæc
est dies quam fecit Dominus: celebrémosle con todo el gozo y alegría de que
somos capaces: Exultemus, et lætemur in
ea. ¿Hubo jamás motivo más justo para alegrarnos que la resurrección del
Salvador? Este misterio es la prueba invencible de todos los otros; es el
fundamento de nuestra Religión, la prenda segura de nuestra felicidad, la basa
de nuestra fe y el áncora de nuestra esperanza. Jesucristo resucitado, dice san
Atanasio, ha hecho que la vida de los hombres sea una fiesta continua; ningún
dolor, ningún temor debe turbar ya nuestra esperanza, nada tiene ya de vacilante,
ni de incierto; pues nuestro Maestro resucita para nunca más morir; nosotros no
podemos ya morir sino para volver a vivir. Hemos llorado a Jesucristo, y así es
justo que habiendo sentido los dolores e ignominias de su muerte, tengamos
parte en la gloria y en el gozo de su triunfo. Manifieste su alegría todo el
universo, dicen los Profetas: manifieste todo el mundo en este día afortunado
los gritos y cánticos de gozo para celebrar un triunfo que debe hacernos a
todos dichosos: Noli timere terra, exulta,
et lætare (Joel, II). La muerte es vencida, el infierno deja escapar sus
más ilustres cautivos; la tierra antes del tiempo de la restitución general se
ve forzada a volverles a muchos Santos los despojos de sus cuerpos para honrar
la pompa de su victoria. El cielo envía sus Ángeles a anunciar a todos los
fieles la gloriosa y triunfante resurrección de su Redentor; los Apóstoles
salen en fin de las tinieblas de su ignorancia y de su incredulidad para
reconocer y adorar la divinidad de su Salvador, a quien ven en este día
victorioso de la misma muerte.
Todo el
Cristianismo está fundado sobre la creencia de este misterio, todo estriba
sobre esta verdad fundamental: Si
Christus non resurrexit (dice san Pablo, I Cor. XV), inanis est prædicatio nostra, inanis est et fides vestra: Si Jesucristo
no ha resucitado, en vano me canso en predicaros, y en vano creéis lo que os
predicamos. Si Jesucristo no ha resucitado, dicen los Padres, todas sus
promesas son vanas, toda nuestra esperanza se seca y se cae, nuestra fe se
desvanece y se apaga. Aunque la divinidad de Jesucristo hubiese sido
suficientemente establecida, ya por las obras sobrenaturales que había hecho en
el discurso de su vida mortal, ya por los oráculos de los Profetas, que se
referían todos tan exactamente a las diversas circunstancias de su vida, de su
pasión y de su muerte; los demonios arrojados, los ciegos curados, los muertos
de cuatro días resucitados; tantos prodigios lo autorizaban al parecer
bastantemente en la calidad que tomaba de Hijo de Dios; sin embargo era
necesario que resucitase para poner una verdad tan importante fuera de todo
tiro de la calumnia; puede decirse que la revelación de la divinidad de
Jesucristo estaba sobre todo aligada y como pendiente de su resurrección. Esta era
la prueba que daba Él mismo de que era Dios. El Evangelio está lleno de las
declaraciones expresas que hacía tan repetidas veces a sus discípulos, no solo
de los oprobios de su muerte, sino también de sus gloriosas consecuencias, y
singularmente de la resurrección de su cuerpo al tercer día: Quia oportet eum occidi, et tertia die
resurgere (Luc. XXIV; Marc. IX). De nada servía haberla confiado a sus
discípulos, si la hubiera ocultado enteramente a sus enemigos; por eso a cada
paso les hablaba a unos y a otros de su resurrección. Ya se servía de
expresiones misteriosas y figuradas para despertar su atención y su curiosidad.
Vosotros me preguntáis, les decía, ¿con qué autoridad arrojo a latigazos a los
que con un tráfico el más indigno profanan el templo? Destruid este templo, y
yo le reedificaré en tres días: Solvite
templum hoc, et in tribus deibus ædificabo illud. El templo de que hablaba,
era (dice san Juan, cap. II), su propio cuerpo. Después que hubiereis destruido
con una muerte cruel e ignominiosa este templo visible, que es mi cuerpo, yo le
volveré a poner al tercer día en el mismo estado, y en un estado todavía más
perfecto. Me pedís, les decía en otra ocasión, un milagro nuevo para convencer
vuestra incredulidad; los que he obrado, y de que la mayor parte de vosotros habéis
sido testigos, podrían bastaros; pero yo haré uno que les pondrá el sello a
todos los otros, y que ningún hombre, que no sea Dios, es capaz de hacerle. Este
milagro será aquel de que fue figura el profeta Jonás; es a saber, que después de
haber estado encerrado tres días en el seno de la tierra, esto es, en el
sepulcro, saldré de él, como Jonás salió con vida del vientre de la ballena. Por
más figuradas que fuesen estas expresiones, no obstante las comprendieron muy
bien los judíos, y penetraron tan bien su verdadero sentido, que inmediatamente
que espiró corrieron a decirle a Pilatos: Recordati
sumus, nos acordamos que aquel embaucador dijo muchas veces, durante su
vida, que resucitaría al tercer día: Quia
seductor ille dixit adhuc vivens: Post tres dies resurgam (Matth. XXVII); y
por consiguiente que era menester prevenir el error, y cerrar todos los caminos
a la impostura, tomando todas las precauciones posibles para embarazar el que
se le llevasen del sepulcro. En efecto se tomaron las precauciones; la
autoridad del gobernador, la desconfianza de los pontífices, los artificios de
los fariseos, la vigilancia de los guardias, el sello de los magistrados, todo
se empleó para impedir cualquier sorpresa; y todo sirvió, mal que les pesase, a
hacer más incontestable, más palpable la verdad de la resurrección. Si Pilatos
se hubiera contentado con enviar simplemente su guardia, y dar sus órdenes para
velar alrededor del sepulcro, los judíos, dice san Juan Crisóstomo, hubieran
podido desconfiar de unos soldados extranjeros que no les estaban sujetos;
pero, para quitar este pretexto a su incredulidad, quiere Dios que Pilatos lo
deje todo a la disposición de los judíos, tan obstinadamente empeñados en
querer abolir la memoria del Salvador, y tan interesados en hacer se
falsificase la predicción de su resurrección. Así se ve que nada omiten. Sola la
piedra con que tienen cuidado de cerrar la entrada del sepulcro hubiera bastado
a asegurarlos por su enorme peso. No contentos con haber puesto alrededor una
guardia de soldados aguerridos y de confianza, ponen su sello en la piedra. Veis
aquí el sepulcro cerrado, sellado, y por decirlo así, sitiado. ¿Qué aparato más
glorioso a la majestad del Salvador? Dice un santo Padre. Pero al mismo tiempo ¿hay
cosa en que brille más la gloria de la sabiduría y del poder de Jesucristo? Pues
en esta sutil y viva atención de los judíos en buscar cómo embarazar su
designio, encuentra modo de confundirlos, dice uno de los más famosos oradores
cristianos. Quiere el Señor que estos fariseos nada tengan que reprenderse de
parte de la vigilancia, para que nada tengan que reconvenirle de parte de la
verdad. Los guardias puestos para quitar a la resurrección el medio de
esparcirse por el mundo, les quitan a sus enemigos el medio de contestarla y
oponerse a ella; eran en la intención de los judíos otros tantos apoyos de la
verdad. Sin estos soldados hubiera sido preciso que los primeros denunciadores
de este prodigio hubiesen sido los Apóstoles, gente sospechosas e interesadas
en publicar este hecho; pero lo son los mismos soldados, los cuales, testigos
oculares de la resurrección, la denuncian a los pontífices, y confunden con
esto su malignidad. Porque acusar, como lo hicieron, la negligencia y el sueño
de los soldados, es una excusa ridícula, dice san Agustín, y que hace todavía
más incontestable la milagrosa resurrección del Salvador. Porque si los
soldados velaban, ¿cómo pudieron a sangre fría dejar romper el sello, levantar
y volver la piedra, y hurtar el cuerpo? Y si dormían, ¿son abonados para negar
el prodigio? La ficción es demasiado grosera para que tenga ni aun la menor
vislumbre de probabilidad. ¿Es verosímil que todo un cuerpo de guardia se haya
dormido? ¿Que ni uno de tantos soldados haya despertado al ruido que
necesariamente han debido hacer un gran número de personas para echar a un lado
la piedra, para sacar el cuerpo del sepulcro, y hacerle pasar por una abertura
muy estrecha a fuerza de brazos? ¿Qué letargo no cedería a aquel estruendo, a
aquel tumulto? Pero ¿quién pudo inspirar un valor tan repentino, una osadía tan
peligrosa a un puñado de pobres pescadores, que a la sola nueva de la prisión
del Salvador habían echado todos a huir, y de los cuales el más determinado, a
la simple acusación de una criada, había jurado no ser su discípulo? Aún más:
si los discípulos se redujeron a hurtar el cuerpo de su Maestro, es preciso
estén convencidos de que no puede resucitarse después de habérselo asegurado
tantas veces; y deben tener por evidente que es un insigne embustero. Y si es
un embustero sobre este artículo esencial, ¿qué quieren hacer de su cuerpo? ¿y
qué pueden esperar de las demás promesas que les han hecho? ¿Qué interesaban en
persuadir una mentira a toda su nación para sostener a un impostor que los
había engañado? ¿qué no interesaban en ganar a las potestades, y qué recompensa
no debían esperar de los escribas y fariseos, si descubrían ellos mismos el
engaño? No teniendo que esperar ya nada de un hombre muerto que los había
engañado, ¿se hubieran expuesto a los más terribles tormentos sin ninguna
utilidad? Dicite quia discipuli ejus
nocte venerunt, et furati sunt eum, nobis dormientibus (Matth. XXVIII). ¿Podían
los judíos servirse de un artificio más grosero, y de un enredo más mal
forjado? Una negra malicia cuanto más quiere disfrazarse, tanto más se manifiesta.
Porque en fin, si los soldados se durmieron, ¿quién no ve que deben ser
castigados por una negligencia tan culpable? Si los discípulos, es decir, si
esos pobres y tímidos pescadores han sido tan osados que han forzado la
guardia, si han tenido la osadía de robar un cuerpo puesto en depósito bajo el
sello público, ¿qué pesquisa, qué averiguación se hace sobre ello? ¿con qué
penas se castiga un delito tan enorme? Se premia larga y liberalmente el
pretendido descuido de los soldados: Pecuniam
copiosam dederunt militibus; y no se les dice una palabra a aquellos que
son acusados de un delito tan grande. ¡Oh, y cómo una conducta tan irregular, y
cómo estas contradicciones de artificios, de suposiciones y de sutilezas
inútiles, son unas pruebas bien claras, dicen los Padres, de la verdad de este
gran misterio! Así como la verdad de este gran misterio es una prueba sin
réplica de la divinidad de Jesucristo, y por consiguiente de la verdad, de la
santidad, de la infalibilidad de nuestra Religión, fundada y establecida
especialmente por Él; así también, en virtud de la seguridad y de la fe con que
se cree esta tan milagrosa resurrección del Salvador, se ha multiplicado el
Cristianismo, el Evangelio ha hecho en el mundo infinitos progresos, la
divinidad del Salvador, a pesar del infierno y de todas sus potestades, ha sido
creída hasta en las extremidades del mundo. Nunca predicaban los Apóstoles a
Jesucristo, que no produjesen su resurrección como una prueba sin réplica: Hunc Deus suscitavit tertia die. En el
primer sermón que predicó san Pedro en medio de Jerusalén, cincuenta días después
de haber resucitado Jesucristo, y en que convirtió tres mil judíos, no se habla
sino de este misterio, sin que ningún escriba, fariseo o pontífice se atreviese
a desmentirle. El que os predicamos, decían en voz alta los Apóstoles, es aquel
mismo que vosotros crucificasteis, que espiró en una cruz, y que tres días después
se resucitó a Sí mismo. La evidencia de esta resurrección es la prueba evidente
de todas las verdades de fe, y la demostración de todos los otros misterios. Y aún
puede decirse que en el nacimiento de la Iglesia toda la fuerza del celo de los
Apóstoles se reducía a dar testimonio al público de la resurrección del
Salvador: Virtute magna reddebant
Apostoli testimonium resurrectionis Jesu Christi (Act. IV). No se
preciaban, al parecer, ni se calificaban sino de testigos de la resurrección
del Señor: Cujus nos testes sumus. Si
es menester sustituir un nuevo discípulo en lugar del pérfido Judas, no se
busca sino uno que como ellos haya sido testigo de la resurrección de
Jesucristo: Testem resurrectionis ejus
nobiscum fieri unum ex istis (Act. I). En efecto, añade san Lucas, no había
quien no se rindiese a la fuerza de este testimonio. Toda la Religión, todo el
Evangelio se encierran, por decirlo así, en este solo artículo de nuestra fe. ¿Jesucristo
ha resucitado? Luego es Hijo de Dios; luego es Dios, como Él mismo nos lo ha asegurado;
sus palabras son oráculos de verdad; luego su Evangelio es la sola regla de las
costumbres; su Iglesia el solo camino de la salvación; su Religión la sola
verdadera religión que puede haber en el mundo.
Por la excelencia
de este misterio juzguemos de la solemnidad de la fiesta de este día. La fiesta
de Pascua es la primera y la más augusta de todas las fiestas de la religión
cristiana. La Iglesia la ha mirado siempre como el día del Señor por excelencia, y la ha hecho llevar el nombre
augusto de domingo: Dominica dies, después
de haber trasladado a este día todos los honores y obligaciones del día del
sábado, que hasta entonces había sido el día singularmente consagrado al Señor.
y no se contentó con limitar su solemnidad al día de su resurrección, ni a los
términos de una octava ordinaria; quiso que los regocijos espirituales de la
fiesta continuasen todos los cincuenta días que se llaman el tiempo pascual; y
que durante el año, el primer día de la semana, que por esto ha entrado a
ocupar el lugar del sábado, nos renovase la memoria del misterio de la
Resurrección, solemnizase en parte su celebridad, y que cada domingo fuese como
la octava perpetua de la fiesta de Pascua.
San Basilio dice
que la fiesta de Pascua es como el principio de la fiesta de la eternidad, o a
lo menos como la representación de la fiesta de la eternidad bienaventurada. Los
otros santos Padres la llaman la fiesta de las fiestas. La fiesta de la Pascua,
dice san Gregorio Nazianceno, es sobre las demás fiestas del Señor, cuanto
estas son sobre las fiestas de los Santos; y el papa san León, queriendo darnos
una justa idea de esta gran solemnidad, dice que entre todos los días que se
honran con un culto particular en la religión cristiana, no hay otro más
augusto ni más excelente que el de la fiesta de Pascua, de la cual todas las
otras solemnidades de la Iglesia reciben su dignidad, y por decirlo así, su
consagración. Por este motivo desde los ocho o nueve primeros siglos toda la
semana de Pascua se componía de tantas fiestas como días, y venía a ser,
digámoslo así, una sola fiesta solemne que duraba ocho días. El concilio II de
Macon, tenido en 585, renueva expresamente y encarga singularmente el que se
deje de trabajar, y cese toda obra servil en los seis días siguientes al
domingo de Pascua; no debiendo, dice, emplear los fieles todo este tiempo sino
en celebrar con devoción y con una santa alegría el triunfo de nuestro
Redentor, y en darle gracias por el beneficio de la redención: Ut illis sanctissimis sex diebus nullus
servile opus audeat facere, sed homines simul coadunati, etc. (Can. 2).
Ninguno, dice le Concilio, en estos seis días tan santos se atreva a hacer
ninguna obra servil, sino que todos juntos en la iglesia celebren alegres con
himnos y cánticos la fiesta de Pascua, y asistiendo todos los días al divino
sacrificio, no cesemos de alabar y dar gracias a nuestro Salvador,
especialmente por la mañana, al mediodía y a la tarde. Teodulfo, obispo de
Orleans en el siglo IX, después de haber ordenado en su capitular que se
comulgue el Jueves Santo, quiere que se comulgue también todos los días de la
semana de Pascua: Et ipsi dies Paschalis
hebdomadæ omnes æquali religione colendi sunt (Can. 41). El concilio de
Maguncia en 813 ordena casi lo mismo. El de Meaux en 835 amenaza hasta con
excomunión a los que violaren la santidad y solemnidad de estos ocho días. Finalmente,
el concilio de Engelheim, en Alemania, renueva en el siguiente siglo el mismo
decreto sobre la celebración de estos ocho días de fiesta: Ut Paschalis hebdómada festive tota celebretur (Can. 97). Hacia los
principios del siglo XI se redujeron a tres estos ocho días de fiesta.
Siendo la fiesta
de Pascua no solo la más solemne de las fiestas de la Iglesia, sino también la
famosa época que fija el tiempo de todas las otras, era necesario que se
celebrase en un mismo día en todo el mundo cristiano. Los judíos han celebrado
siempre su Pascua el 14 de la luna de marzo, en memoria de haber sido
libertados este día de la cautividad de Egipto. La Iglesia en memoria de la
resurrección del Salvador celebra la Pascua el domingo después de la luna llena
de marzo, la cual cae inmediatamente después del equinoccio de la primavera,
por disposición del concilio Niceno, a fin de no encontrarse con los judíos, ni
parecer que los imita.
Antes del
concilio Niceno, tenido el año 325, los cristianos de Asia celebraban la Pascua
el 14 de la luna, día en que Jesucristo había sido crucificado; pero los
cristianos de Occidente la celebraban todos en domingo. Esta diversidad de
disciplina excitó como a la mitad del siglo II grandes disputas entre los
occidentales y los asiáticos, pretendiendo estos que se debía celebrar la
Pascua el 14 de la luna de marzo, como lo hacían los judíos, lo que hizo se les
diera el nombre de cuartodecimanos; y sosteniendo aquellos que no debía
celebrarse sino el domingo, el papa Víctor amenazó separar de su comunión a las
iglesias de Asia que se obstinasen en conformarse con los judíos. Esta diferencia
se terminó, en fin, por el famosos concilio ecuménico de Nicea, que declaró
debía celebrarse la Pascua en toda la Iglesia el domingo después del 14 de la
luna de marzo; es decir, el domingo después de la luna llena, que cae
precisamente en el equinoccio de la primavera, o inmediatamente después de este
equinoccio, el cual se fijó desde entonces invariablemente al 21 de marzo; y de
aquí viene la variación del día de Pascua; pues la luna, cuyo día 14 cae en el
equinoccio, pertenece al mes antecedente; y la luna de marzo es siempre aquella
cuyo día 14 concurre en el equinoccio; pues para que el primer día de esta luna
se encuentre constante entre el 8 de marzo y el 5 de abril, la Pascua nunca
puede bajar más que al 22 de marzo, ni pasar más allá del 25 de abril; en este
intervalo es preciso que caiga siempre.
Se sabe que el
nombre de Pascua viene de la palabra hebrea pesak,
que significa tránsito o paso; y que entre los judíos significaba el paso del
mar Rojo a la salida de los israelitas de Egipto, y el paso del Ángel
exterminador, el cual viendo la sangre del Cordero pascual pasaba sin hacerles
ningún mal, al paso que entraba en las casas de los egipcios para matar todos
los primogénitos de los hombres y de las bestias. Entre los Cristianos la
palabra Pascua tiene la misma significación, pero en un sentido mucho más
espiritual, con relación al misterio de que aquel paso del Ángel y de los
hebreos no era sino figura. Significa propiamente el paso de la muerte a la
vida en la resurrección de Jesucristo, de la esclavitud del pecado a la dichosa
libertad de hijos de Dios en los Cristianos, de la ley antigua a la nueva, y
del desierto de esta vida, dicen los Padres, a la verdadera tierra de
promisión, que es el cielo, a la cual nos da derecho la muerte y la
resurrección del Salvador.
En muchas
iglesias, y sobre todo en muchas comunidades religiosas, se procura celebrar el
día de hoy el glorioso momento en que resucitó Jesucristo, con procesiones que
se hacen al amanecer alrededor de las iglesias, o en los baptisterios, y con la
Misa de Resurrección, que se dice en un altar que se levanta fuera de la iglesia,
para venerar la santa impaciencia y prontitud con que las tres Marías fueron al
sepulcro del Salvador antes del día. Los griegos y los orientales hacen una
especie de fiesta particular, que llaman la fiesta del triunfo de Jesucristo,
que sale glorioso del sepulcro. Al amanecer, luego que empieza a rayar la
aurora, van a la iglesia, y después de algunas oraciones y lecciones se canta
un himno o cántico de la resurrección, a cuyo tiempo el preste que oficia besa
la imagen de Jesucristo resucitado, luego besa el más respetable del concurso,
el cual besa al que está inmediato a él, y así pasan de unos a otros. Las mujeres
hacen lo mismo unas con otras, y hasta los niños practican esta santa
ceremonia. El que da el ósculo dice: Jesucristo
ha resucitado; y el que le recibe responde: Ha resucitado verdaderamente. Esta señal de alegría cristiana no se
estilaba solo en la iglesia; no había otro modo de saludarse los Cristianos
estos tres días en las calles y casas. En el Occidente se observaba la misma
ceremonia: Surrexit Dominus vere,
decían al saludarse; el Señor ha resucitado verdaderamente; y se respondía: Deo gratias, démosle a Dios eternas
gracias. Se valían ordinariamente de esta ocasión para reconciliarse por este
ósculo de paz, que estaba tan en uso. Con el tiempo vino a no darse sino en la
Misa, hasta que en fin se ha reducido únicamente a los ministros del altar y a
los clérigos. El himno o cántico de regocijo que se cantaba más ordinariamente
en las procesiones que se hacían al amanecer, era aquel que comienza por estas
palabras: Salve festa dies, cuyo
primer dístico era intercalar, por decirlo así, el estribillo como el Gloria, Laus, el domingo de Ramos, y el Crux fidelis del Viernes Santo. Finalmente,
todo está lleno de una santa alegría; todo en el oficio pascual inspira aquel
santo gozo de que la Iglesia está toda penetrada: salmos, himnos, cánticos,
antífonas, versículos, todo concurre a celebrar con solemnidad el triunfo del
Salvador en este día, y el más interesante y más tierno de los misterios. Esto es
lo que hizo decir a san Gregorio que la fiesta de Pascua es, no solo la primera
y la más importante de todas, sino también la solemnidad de las solemnidades;
porque abriéndonos el cielo, nos hace gozar con anticipación por la fe, por la
esperanza y por la caridad de los gozos celestiales.
No debe
admirarnos el que la Iglesia celebre con tanta solemnidad un misterio que mira
no solo como el fundamento de nuestra fe, sino también como la causa y el
símbolo de la vida eterna y bienaventurada, que es el objeto de nuestra
esperanza. La Cuaresma, que ha servido de preparación a esta fiesta, era figura
de la vida penitente y laboriosa que debemos tener en este lugar de destierro;
y la fiesta de Pascua representa aquella vida gloriosa que debe ser la
recompensa de la vida presente. Por eso la Iglesia en todo el oficio de esta
semana entra ya en espíritu en la celestial patria. No quiere ya alabar a su
Dios con himnos ordinarios, sino que repite sin cesar en lugar de himno la Alleluia, que los bienaventurados, dice
san Juan (Apoc. XIX) cantan eternamente en la gloria: Vocem turbarum multarum in cælo dicentium: Alleluia. Oí como la voz
de muchas tropas de gente en el cielo, que decían Alleluia: la gloria y el poder sean dados a nuestro Dios, al cual
pertenece la cualidad de Salvador. Dad sin cesar alabanzas a nuestro Dios todos
los que sois sus siervos: Alleluia:
laudem dicite Deo nostro omnes servi ejus; y todos repetían: Alleluia. Porque el Señor nuestro Dios
todopoderoso ha tomado posesión de su reino: Quoniam regnavit Dominus Deus noster omnipotens. Alegrémonos,
saltemos de gozo, y glorifiquémosle: Gaudeamus
et exultemus et demus gloriam ei. Ved aquí lo que pasa en el cielo, según
san Juan, y lo que la Iglesia procura imitar sobre la tierra, por la frecuente
repetición de la palabra Alleluia
durante el tiempo pascual.
El introito de
la Misa de este día es del salmo CXXXVIII: Resurrexi,
et adhuc tecum sum, alleluia; quien dice esto es Jesucristo, que en el día
de su triunfo dice a su Padre: Yo he resucitado sin haber dejado jamás de estar
contigo; sea alabado nuestro Dios. Posuisti
super me manum tuam, alleluia: Extendiste tu mano sobre mí, nunca tu
infinito poder se manifestó conmigo más glorioso que en el triunfo de mi
resurrección; seas glorificado eternamente. Mirabilis
facta est scientia tua, alleluia, alleluia: Tu ciencia se ha hecho admirar;
alabad a Dios, y no ceséis de cantar a honra suya cánticos de alabanzas. Domine probasti me, et cognovisti me:
Como tú solo, Señor, me conoces perfectamente, dice el Salvador, y como solo yo
conozco perfectamente lo que tú eres, tu infinito poder, tus divinas
perfecciones y tu esencia; has hecho conocer en este día lo que soy yo. Tu cognovisti sessionem meam, et
resurrectionem meam: Tú conociste mi muerte y mi resurrección. Conociste el
fin, la causa y el mérito de mi muerte, por la cual he satisfecho plenamente a
tu justicia; y no ignoras tampoco que por el poder divino, que me es común
contigo, he resucitado glorioso y triunfante de la muerte y del sepulcro.
La Epístola de la Misa de este día se tomó
de la primera carta que escribió san Pablo a los corintios. Hermanos míos, les
dice, deshaceos de la antigua levadura, para que vengáis a ser una nueva masa. Acababa
el santo Apóstol de reprender a los fieles de Corinto el que tolerasen entre
ellos un incestuoso público, al cual le entrega el Santo a Satanás, para que
estando cortado del cuerpo de la Iglesia como un miembro podrido, no tengan en
adelante ningún comercio con él. ¿Ignoráis, les dice, que un poco de levadura
corrompe toda la masa? Y tomando de aquí ocasión de hacerles comprender la
pureza e inocencia que pide Dios a todos los Cristianos, les dice al cortar de
la Iglesia este miembro podrido: Sabed que debéis apartar de vuestro corazón
toda inmundicia, para que seáis puros e inmaculados; y reengendrados por el
Bautismo, tengáis la dicha de celebrar una Pascua continua, en que el mismo
Jesucristo es la víctima: Etenim Pascha
nostrum immolatus est Christus. Pongámonos en estado de participar de este
celestial banquete por medio de una vida pura e inocente, enteramente distinta
de la que teníamos antes de nuestra regeneración: Itaque epelemur; non in fermento veteri, neque in fermento malitiæ: sed
in azymis sinceritatis et veritatis. El Apóstol, dice un sabio intérprete,
hace aquí una alusión continua a lo que practicaban los judíos antes de comer
el cordero pascual. Tenían un escrupuloso cuidado de echar de su casa toda la
levadura, y todo lo que estaba fermentado. Por la levadura debe entenderse aquí
el pecado, y todo lo que mancha el alma. Los judíos tenían por manchada toda
una masa, por poca que fuese la levadura que entrase en ella, mientras duraban
los siete días de Pascua; de modo que
esto había pasado a proverbio, para significar que las compañías más santas
perdían su reputación, y se exponían a ver bien presto introducido en ellas el
desorden desde el momento que sufrían impunemente consigo personas de malas
costumbres y de una vida escandalosa. Esta expresión epulemur, comamos o hagamos un banquete, no significa un banquete o
una acción particular, por lo cual les pida san Pablo a los Cristianos esta
virtud y esta exacta pureza; significa y denota todo el tiempo de la vida, el
cual se debe pasar en la inocencia y santidad. También puede entenderse de la
comunión pascual. Epulemur:
celebremos la Pascua cristiana, recibiendo y comiendo la Divina Eucaristía, que
es el verdadero Cordero pascual, no con la antigua levadura, esto es, no con
aquellas disposiciones viciosas en que estabais antes que hubieseis abrazado la
fe, y os hubieseis despojado del hombre viejo para vestiros del nuevo; llegaos
a la santa mesa, comed el Divino Cordero que se inmoló por nosotros; comedle
con las disposiciones que pide un alimento tan santo con un corazón puro, con
una fe viva, con una conciencia limpia, y con aquel vestido de boda que denota
una tan gran pureza.
El Evangelio de la Misa de este día
contiene en compendio toda la historia del misterio.
Después del día
sábado, que había empezado el Viernes Santo a las seis de la tarde, y había
durado hasta las seis de la tarde del sábado, María Magdalena, María, madre de
Santiago el Menor, y Salomé, madre de los hijos de Zebedeo, no habiendo podido
acabar de preparar la tarde del viernes todos los bálsamos que necesitaban para
embalsamar el cuerpo del Salvador, según era costumbre entre los judíos; no
bien hubo pasado el sábado, cuando fueron la tarde del sábado a acabar de
proveerse de lo que habían menester para ir la mañana siguiente al sepulcro. Ansiosas
e impacientes por tributar este último obsequio al Salvador, parten de
Jerusalén al rayar el alba, y llegan al sepulcro como al salir el sol. Conforme
se iban acercando se decían unas a otras: ¿Quién nos quitará la piedra que está
antes de la entrada del sepulcro? Decían esto porque habían visto con sus
propios ojos el trabajo que les había costado a muchos hombres el moverla, y
llevarla arrastrando hasta la boca del sepulcro. Si estas santas mujeres
hubieran tenido menos amor a Jesucristo, la dificultad que se proponían las
hubiera hecho estarse en su casa; pero cuando se ama verdaderamente al Señor,
no se encuentra imposible cosa alguna en su servicio. Se sabe que su
providencia tiene infinitos medios y recursos, y que nuestra confianza se los
hace emplear. Las menores dificultades detienen a un alma floja en el camino de
la virtud; pero un alma fervorosa no encuentra cosa que no supere y venza
fácilmente con la ayuda de la gracia. ¿De qué consuelo, de qué favores no se
hubieran privado, si dando oídos a la razón natural se hubieran espantado y
amilanado a vista de una dificultad tan puesta en razón? En el servicio de Dios
no es menester sino una generosa resolución para ver aplanarse, y aun
desaparecer todos los obstáculos. Se advirtió de repente un gran temblor de
tierra; y dejándose ver en la primera bóveda donde estaban los soldados de
guardia un Ángel bajado del cielo, les inspiró tanto terror, que todos echaron
a correr. A este tiempo, volviendo el Ángel la piedra, se sentó encima. Poco después
llegaron estas santas mujeres, las que quedaron agradablemente sorprendidas al
no encontrar soldados; pero se sorprendieron mucho más cuando, presentándose a
la puerta de la primera cueva, advirtieron que estaba abierta la entrada de la
segunda en que había sido puesto el cuerpo del Salvador, y vieron a un Ángel
sentado sobre la piedra que se había puesto desde el principio para cerrarla. El
excesivo resplandor de aquel espíritu celestial en figura de un joven bizarro
las paró, y aun las inspiró algún terror. Su rostro era tan resplandeciente,
que despedía unos rayos como relámpagos, y sus vestidos parecían tan blancos
como la nieve. Conociendo el Ángel que estaban asustadas y temerosas, les dijo:
Sosegaos, no tenéis que temer; vosotras venís a buscar el cuerpo del Salvador
para embalsamarlo, pero ¿para qué venís a buscar entre los muertos al que está
vivo, y es también autor de la vida? No está aquí, ha resucitado: Surrexit, non est hic (Marc. XVI).
Acordaos que os dijo un día, estando con vosotras en Galilea, que el Hijo del
Hombre había de ser entregado en manos de los pecadores, que había de ser
crucificado, y que tres días después de su muerte había de resucitar. Todo esto
ha sucedido, como lo predijo; podéis convenceros de ser esto así por vuestros
propios ojos. Veis aquí el lugar donde lo pusieron, no temáis entrar, no
encontraréis sino el sudario en que fue envuelto. Después que estéis
convencidas por vosotras mismas de su gloriosa resurrección, id y buscar a sus
discípulos, y dadles esta dichosa nueva, especialmente a Pedro, a quien ha
escogido por cabeza de su Iglesia, y que tiene grandes deseos de verte
resucitado. El Ángel, dicen los intérpretes, nombra a Pedro en particular: Dicite discipulis ejus, et Petro
(ibid.); así porque todos le reconocían como el primero de los doce, como
porque habiendo tenido la desgracia de negar a su buen Maestro, hubieran podido
imaginarse los demás discípulos que había caído de su primacía, o él mismo
hubiera podido creer que Jesucristo no le miraba ya sino como a un apóstata. Para
asegurarle, para consolarle, y para hacerle comprender, dice san Juan
Crisóstomo y san Gregorio, que su dolor y sus lágrimas no habían sido vanas,
hace el Hijo de Dios que le avisen a él en particular de su resurrección.
Quedaron las
santas mujeres tan atónitas de lo que veían y oían, que apenas podían hablar una
palabra. Vueltas de su espanto entran en el sepulcro y le hallan vacío. En esta
consternación se les presentan dos Ángeles, este objeto renueva su terror;
salen del sepulcro y van a decir a los discípulos lo que han visto. Pedro y
Juan corren al sepulcro para ver con sus propios ojos lo que les decían las
mujeres; estas los siguen, entran en él los dos discípulos, y no encuentran
sino los lienzos en que había sido amortajado el Salvador. Atónitos del
prodigio, agitado su corazón de varios pensamientos, y como suspensos entre el
dolor y el gozo, entre la admiración y el temor, toman la vuelta. Magdalena fue
la única que se quedó junto al sepulcro, no pudiéndose resolver a volverse sin
saber qué se había hecho del cuerpo de su Divino Maestro; su celo, su
inquietud, su ardiente amor a Jesucristo la ocupaban tan fuertemente, que no
pensaba en lo que le había dicho el Ángel. Ocupada toda del objeto de su amor,
se imagina que se le han hurtado, y quiere buscarle a cualquier costa; su
impaciencia y su inquietud la hacen desconfiar de sus propios ojos; cree no
haberse hecho bien cargo la primera vez, y vuelve a entrar hecha siempre un mar
de lágrimas; y habiéndose bajado para registrar y ver mejor el sepulcro, ve dos
Ángeles vestidos de blanco sentados en el sitio donde habían puesto el cuerpo
de Jesús, el uno a la cabeza y el otro a los pies. La vista de los Ángeles no
la resarce de la pérdida que cree haber tenido del que busca. Mujer, le dicen, ¿por
qué lloras? Porque me han llevado, les dice, a mi Señor, y no sé dónde le han
puesto. San Juan Crisóstomo cree que Magdalena notó a la sazón en los Ángeles
una improvisa y pronta veneración, como si adorasen a alguno. Se volvió para
ver qué era aquello, y vio a Jesús que estaba allí; pero no pensó que fuese el
Señor. Mujer, le dijo el Salvador, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Mulier, quid ploras? Quem quæris? (Joan.
XX). No lo ignoraba el Señor; pero gusta mucho que se le franquee el corazón,
dicen los Padres, y que se le diga que se le ama; quiere que se multipliquen y
se renueven las pruebas y testimonio de nuestro amor. Magdalena creyó desde
luego que era el hombre que cuidaba del huerto, y así le dijo: Señor, si tú te
le has llevado, dime dónde le has puesto, y yo le cogeré y me le llevaré. Cuando
uno está vivamente sentido y penetrado de dolor de alguna cosa, se imagina que
todos saben el motivo que le hace llorar. La impaciencia, el amor y la
perseverancia de Magdalena le robaron el corazón al Salvador de modo, que no se
atrevió a diferir más tiempo el manifestarse a una amante tan fina. Le dijo:
María, a esta sola palabra reconoce Magdalena al Salvador; y transportada del
más vivo gozo de que es capaz el corazón, exclama: ¡Ah Divino Maestro mío! Y postrándose
a sus pies, los aprieta fuertemente con sus brazos. Le dijo entonces Jesús: No
me toques: Noli me tangere; como si
dijera, en sentir de los Padres: No te pares a tocarme, como si jamás hubieras
de verme más sobre la tierra; sosiégate, y ten por cierto que tendrás tiempo de
verme y conversar conmigo despacio, pues todavía no estoy en disposición de
dejarte tan pronto para subir al cielo; todavía estaré visiblemente contigo
algún tiempo para consolarte, confortarte e instruirte. Y aunque me ves con el
mismo cuerpo que me viste antes de mi resurrección, no debes ya mirarme con los
mismos sentimientos naturales; elévate por la fe a unos sentimientos más
espirituales y a un conocimiento sobrenatural; de hoy en más debes pensar y
obrar de un modo mucho más perfecto; y no te imagines que he de vivir entre
vosotros, como viven aquellos que he resucitado. Me dejaré ver corporalmente
muchas veces entre vosotros; me manifestaré a vosotros; pero de un modo siempre
milagroso, hasta que habiéndoos instruido suficientemente, y habiéndoos enseñado
a no mirarme ya con ojos corporales, sino con los ojos de la fe, suba a los
cielos para estar sentado a la diestra de mi Padre, y prepararos el lugar que os
he merecido con mi muerte; ve aquí lo que te mando vayas a decir a mis
discípulos. Es digno de advertirse que en ninguna de las apariciones del
Salvador se habla una palabra de la santísima Virgen, porque inmediatamente que
resucitó Jesucristo, se le había aparecido; siendo muy justo que tuviese parte
la primera en el gozo y en la gloria de su triunfo; y por otra parte, estando
perfectamente instruida de estos misterios, no tenía necesidad de semejantes
lecciones. Noli me tangere, dice san
León. Nolo ut ad me corporaliter venias,
nec me sensu carnis cognoscas: No pienses tocarme de un modo puramente
corporal, y con el mismo sentimiento material que lo hacías antes de ahora. Ad sublimiora te differo: De hoy en más
debes obrar de un modo mucho más perfecto. Cuando hubiere subido a mi Padre,
pensarás de Mí de un modo más racional y más justo; entonces me reconocerás por
verdadero hombre, y me creerás verdadero Dios: Apprehensura quod tangis, et creditura quod non cernis. Esta fina
amante corrió al punto a contar a los discípulos lo que le había sucedido.
Jesucristo se apareció después a las otras santas mujeres en el camino. El mismo
día se manifestó el Salvador a los dos discípulos que iban a Emaús, y a san
Pedro antes de dejarse ver de los otros Apóstoles, queriendo darle esta señal
de distinción, como a cabeza de los Apóstoles y de toda la Iglesia. Finalmente la
tarde del mismo día de su resurrección se manifestó a todos los discípulos
juntos.
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