VIERNES
SANTO
El Viernes Santo, llamado también por antonomasia el
Viernes mayor, a causa del gran misterio de nuestra redención consumada en el
día de hoy, se ha mirado en todo tiempo como el más santo, el más augusto y el
más venerable de todos los días, y el que los Cristianos han celebrado siempre
con más religión y con una devoción más sensible. Es el gran día de las
misericordias del Señor, pues es el día en que este Divino Salvador quiso, por
un exceso de amor incomprensible a todo creado entendimiento, sufrir los más
crueles tormentos, espiar ignominiosamente en una cruz; para que, dice el
sagrado texto, fuésemos curados con sus llagas, lavados en su sangre,
justificados por la sentencia de su condenación, y para que en su muerte
hallásemos el principio de nuestra vida. Este es el gran día de las
expiaciones, pues es el día en que Jesucristo expió con su sangre todos los
pecados de los hombres: Anima quæ
afflicta non fuerit die hoc, peribit de populis suis. El hombre que no se
afligiere en este día de expiación, decía el Señor, perecerá en medio de su
pueblo. Quería Dios que en el día destinado para las expiaciones de su pueblo
cada uno se excitase a afectos de dolor; y si por desgracia había alguna alma
tan endurecida que no participase de la aflicción común, mandaba fuese
exterminada, y que no se la contase más entre los de su pueblo. Este es el gran
día de las expiaciones. ¿Por ventura no tiene Dios derecho para decir en este
día: Anima quæ afflicta non fueril die
hoc, peribit? ¿Y qué sería, si al paso que el amor de un Dios se muestra
tan sensible a nuestros intereses, nosotros fuéramos insensibles a sus penas?
Esta insensibilidad ¿no sería un carácter visible de reprobación?
Ningún día del año es más respetable, ninguno, por
decirlo así, más cristiano, ninguno más distinguido que el Viernes Santo. Su
celebridad nació con la Iglesia. Todo el mundo es de parecer que los Apóstoles
instituyeron aquellas fiestas cuyos misterios pasaron a sus ojos. ¿Quién no ve,
dice san Agustín, que la fiesta del Viernes Santo precedió a todas las demás
fiestas? Se puede decir que la Iglesia ha como consagrado todos los viernes del
año para que sean como la octava perpetua de la fiesta y del misterio del
Viernes Santo, así como todos los domingos son la octava del misterio de la
resurrección y del santo día de Pascua. Y este es el motivo por que los
príncipes cristianos prohibieron el que se hiciesen procesos y sentenciasen
pleitos el Viernes Santo, y aun quisieron que esta observancia se comunicase
del Viernes Santo a todos los viernes del año, por respeto y en memoria de la
pasión del Señor.
Este día es una doble época: es el fin de la antigua
alianza, y es el principio de la nueva. La muerte de Jesucristo fue el
nacimiento de la Iglesia, y la sepultura, por decirlo así, de la Sinagoga: su
sangre, como un diluvio de celestiales bendiciones, renovó toda la tierra,
levantando un nuevo pueblo de Dios, y reprobando el antiguo. Se le dio a este
día el nombre de Parasceve, que es
una palabra griega que significa preparación, por el motivo de que el sexto día
de la semana preparaban los judíos cuanto era necesario para celebrar el
sábado. Entre los griegos el Viernes Santo se llamó Pascua Staurossime, que quiere decir de Jesús crucificado, y el
domingo siguiente Pascua Anastassime,
que significa de Jesús resucitado. La fiesta de este día ha sido siempre en la
Iglesia una fiesta de lloros, de duelo y de penitencia; y aunque con el tiempo
se ha introducido algún alivio, por no decir relajación, en el ayuno de la
Cuaresma, se puede decir que nada ha alterado el rigor del ayuno del Viernes
Santo. Este es propiamente el único día en que se observa, especialmente en las
casas religiosas, y aun entre seglares, la xerophagia,
es decir, el ayuno reducido a viandas secas o a raíces y yerbas, y muchos
también ayunan hoy a pan y agua.
Desde los Apóstoles viene el no haber Misa en este
día. El gran duelo de la Iglesia y la muerte del Salvador hacen que no se
ofrezca el divino sacrificio. Antes que el oficio de la noche de Pascua se
adelantase al sábado, tampoco había Misa este día por la misma razón: Hoc biduo, dice el papa Inocencio I, Sacramenta non celebrantur. El concilio
IV de Toledo, tenido el año 633, dice que el Viernes Santo cerraban en España
todas las puertas de las iglesias, para significar la profunda tristeza y la
aflicción en que estaba sumergida la Iglesia; ordena no obstante que se celebre
el oficio y se predique la pasión. Antiguamente el clero y el pueblo comulgaban
el Viernes Santo; esta costumbre ya no se observa sino en algunas antiguas abadías.
El oficio de este día, que se ha sustituido en lugar
de la Misa, es uno de los más augustos y más tiernos; todo inspira compunción,
devoción y una religiosa tristeza; el espíritu del misterio y de la religión se
descubre y se hace sentir en todas las ceremonias y en todas las oraciones;
todo representa la triste solemnidad de un día, que es el día de la muerte del
Salvador, cuyas exequias celebra hoy la Iglesia.
Se tiende sobre el altar un mantel sin doblez, que es
la imagen de la sábana en que fue envuelto el cuerpo del Salvador después de
haberlo bajado de la cruz. El preste, postrado boca abajo, testifica por esta
postura la amargura en que está sumergido su corazón, la cual debe ser común en
este día a todos los fieles. Empieza leyendo dos Epístolas, la una del profeta
Oseas, y la otra del pasaje del Éxodo en que Moisés describe la ceremonia del
cordero pascual, como figura de Jesucristo inmolado en este día por todos los
hombres. El cordero pascual fue seguido del fin de la esclavitud de los israelitas
que vivían en Egipto; y la muerte de Jesucristo en este día nos libertó de la
servidumbre del pecado.
No hubo profecía más clara, más precisa y más expresa
de la muerte, de la resurrección del Salvador y del establecimiento de la
Iglesia que la del profeta Oseas, que hace el asunto de la primera Epístola de
este día, y por la que comienza el oficio, el cual tiene lugar de Misa: Hæc dicit Dominus: esto dice el Señor; In tribulatione sua mane consurgent ad me;
en el exceso de su aflicción se darán priesa de recurrir a Mí. Venid, dirán,
volvamos al Señor: Venite, et revertamur
ad Dominum; Nos ha castigado por nuestros pecados, esperemos que se ha de
compadecer de nosotros; su justicia nos ha herido, y su misericordia nos
sanará: Ipse cepit, et sanabit nos: percutiet,
et curabit nos. En el sentido alegórico, estos de quienes habla son todo el
género humano que por el pecado atrajo sobre sí aquel diluvio de males que por
más de cuatro mil años inundó toda la tierra, y no podía ser libertado de la
esclavitud del pecado por otro que por aquel que lo había condenado a ella. A
la verdad era menester la sangre de un Hombre-Dios para curar todas las llagas
del hombre; esto es lo que el Profeta nos predice, y se ha verificado en el
misterio que celebramos. Este divino Salvador nos vivificará en el misterio que
celebramos. Este Divino Salvador nos vivificará dentro de dos días, dice el
Profeta; y al tercero nos resucitará; y después viviremos delante de Él; y no
nos mirará ya sino con los ojos propicios; será nuestro Dios, y nosotros
seremos su pueblo; sabremos entonces por una fe viva quién es el Señor, y le
seguiremos con ansia y con fidelidad, conociéndolo más y más cada día. Él se
nos comunicará a nosotros, no ya entre rayos y truenos como en el monte Sinaí,
sino como un blando rocío de la primavera, o como una lluvia fecunda del otoño,
que no caen sobre la tierra sino para hacerla más fértil en flores y frutos; su
salida será semejante a la de la aurora que inspira alegría a todas las cosas: Vivificavit nos per duos dies; in die tertia
suscitavit nos. Esta profecía, tomada en su sentido propio y literal, no se
efectuó jamás rigurosamente entre los hebreos, dicen los intérpretes.
Inútilmente se buscaría en la historia el número de los días después de los
cuales el pueblo o algún particular había de recibir una nueva vida, y el
tercer día en que había de resucitar. En esto insinuaba Oseas la resurrección
de los fieles redimidos con la sangre de Jesucristo, y señalaba de la manera
más expresa la resurrección del mismo Salvador, que, como dice san Pablo, nos
dio la vida cuando estábamos muertos por nuestros pecados: Cum essemus mortui peccatis, convivificavit nos in Christo (Ephes.
II). También nos resucitó con Jesucristo y nos hizo sentar en el cielo en su
persona: Conresuscitavit, et consedere
fecit in cælestibus (Ibid.). A este lugar del Profeta hace, sin duda,
alusión el Apóstol cuando dice que el Salvador resucitó al tercer día conforme
a las Escrituras: Quia Christus
resurrexit tertia die, secundum Sripturas. Se dejará ver el Salvador,
continúa el Profeta, como la aurora; en su resurrección fue aquel sol saliente
que disipó todas las tinieblas del error y de la idolatría; vendrá a nosotros
como una lluvia que cae a tiempo sobre una tierra seca, que sin ellas jamás hubiera
llevado fruto. Quid faciam tibi Ephraim?
Quid faciam tibi Juda? La Judea estaba dividida en dos reinos desde la
muerte de Salomón; el de Judá, que solo comprendía dos tribus, y el de Israel,
que comprendía las otras diez, y porque Jeroboam, primer rey de las diez
tribus, era de la tribu de Efraín, se entiende habla Dios a todos los judíos
cuando a las dos tribus principales les dice por su Profeta: ¿Qué me podéis
pedir a vista de lo que acabo de hacer? Como si dijera: La muerte del Mesías
dará fin a vuestra cautividad, y su resurrección os dará una nueva vida: ¿qué
mayor maravilla podéis esperar de mi bondad? Si yo no hubiese mirado sino a
vuestras oraciones, a vuestras obras de caridad tan poco constantes y a vuestra
penitencia tan superficial, jamás hubiera resplandecido tanto mi misericordia y
mi compasión para con vosotros; a mi sola bondad debéis una tan grande
maravilla: Misericordia vestra, quasi
nubes matutina et quasi ros mane pertransiens. Por mas que os he amenazado
por mis Profetas, y os he predicho todos los males con que he resuelto castigar
vuestras impiedades, no por eso sois menos indóciles. Aprende, ingrato; sábete
que yo prefiero el sacrificio del corazón y la caridad a todos vuestros
sacrificios; y que la ciencia y el conocimiento que se tiene de Dios por la fe
me es más agradable que todos los holocaustos que me podéis ofrecer: Quia misericordiam volui, et non
sacrificium; et scientiam Dei plus quam holocausta.
La segunda Epístola está sacada del Éxodo. Gemían,
largo tiempo habían, los israelitas bajo la opresión de los egipcios, cuando
movido Dios de los clamores de su oprimido pueblo envió a Egipto a Moisés para
intimar de su parte al rey Faraón que pusiese en libertad a su pueblo. Moisés,
acompañado de su hermano Aarón, se presentó delante del Rey, le declaró la
orden de Dios; y habiéndose negado este a lo que se le mandaba, lo hirió a él y
a su reino con muchas plagas conforme al poder y orden que había recibido del
Señor. Habiéndose endurecido el Faraón, se obstinó en no dejar ir a los
israelitas; pero Dios, antes de descargar el último golpe que debía romper sus
cadenas, antes de hacerlos salir de aquella larga cautividad, mandó a Moisés
les dijese que se dispusieran para celebrar la Pascua, es decir, el tránsito o
el paso del Señor. Esta Epístola contiene lo que Dios ordenó a Moisés tocante a
esta famosa ceremonia.
El mes en que estáis será en adelante para vosotros el
primer mes del año, les dijo: esto era hacia el equinoccio de la primavera, al
cual se fijó desde entonces el principio del año santo de los israelitas, pues
el año civil empezaba siempre por el equinoccio de otoño como entre los
egipcios. El décimo día de este mes, dice el Señor, se tomará un cordero por
familia; y si la familia no es bastante numerosa para comerse un cordero, junte
de la parentela o de la vecindad el número de personas que sean bastantes para
cumplir con esta ceremonia. Este número se determinó que llegase por lo menos a
diez. El cordero pascual no debe tener más de un año, no ha de tener mancha ni
deformidad alguna. La palabra en hebreo significa perfecto. Los Apóstoles y los
Padres de la Iglesia nos hacen advertir la perfecta semejanza entre el cordero
pascual y Jesucristo, que es el solo cordero sin mancha, inmolado por nosotros
en la cruz, el cual por su sangre nos libró de la esclavitud del pecado, nos
puso a cubierto del Ángel exterminador, y sirve aun todos los días de alimento
a todos los fieles en el sacramento de la Eucaristía. Lo guardaréis, dice el
Señor, hasta el día catorce de este mes: se llamaba aquel mes Nisán, y
correspondía a nuestro mes de marzo; y toda la multitud de los hijos de Israel
lo inmolará por la tarde. Esta inmolación del cordero pascual era una figura
bien expresa del sangriento sacrificio del Salvador del mundo. Se tomará de su
sangre, añade el Salvador, y se pondrá sobre los dos postes, es decir, a los
dos lados y encima de las puertas de las casas donde lo comieren, para que el
Ángel que ha de matar a los primogénitos de los egipcios no entre en las casas
que tuviesen esta señal. No era esto, dicen los Padres, porque los Ángeles
tuviesen necesidad de esta señal para distinguir las casas de los hebreos de
las de los egipcios; pero era necesario hacer comprender por alguna cosa
sensible a aquel pueblo grosero la protección especial con que miraba Dios a
sus familias. San Jerónimo parece decir que con aquella sangre se hacía una
señal de la cruz; lo cierto es que la sangre del cordero pascual era figura y
símbolo de la sangre de Jesucristo que nos libra mucho más eficazmente del
poder del Ángel exterminador; y poniéndonos a cubierto de la indignación de
Dios, nos hace dignos de su misericordia. Haréis asar este cordero, continúa el
Señor, no comeréis nada de él crudo ni cocido en agua, sino solamente asado al
fuego; os comeréis la cabeza juntamente con los pies y los intestinos; debe
consumirse todo aquella noche, sin que reservéis nada para el día siguiente; y
si quedare alguna cosa, se quemará y se reducirá a cenizas para que no se
profane. Lo comeréis con panes sin levadura y con lechugas silvestres. Cuando
lo comáis tendréis ceñidos los riñones, calzados los pies y con báculos en las
manos, como unos caminantes prontos a partir, y lo comeréis de priesa, porque
es la Pascua, esto es el paso del Señor. Todo es misterioso, todo figura en
esta famosa ceremonia descrita tan por menor; jamás hubo una figura de
Jesucristo inmolado por nosotros en la cruz más expresa, más significativa y
más simbólica que esta inmolación del cordero pascual con todas sus
circunstancias a la salida de los israelitas de Egipto: Est enim phase (id est transitus) Domini: es el tránsito o paso que
el Señor ordena haga su pueblo, de la cautividad en que vivía a un estado
libre, de Egipto a la tierra de promisión; y por Jesucristo inmolado, del
estado servil del pecado al dichoso estado de la gracia. Es evidente que la
milagrosa libertad que consiguieron los judíos en esta primera Pascua no era
sino figura de la libertad del linaje humano de la servidumbre del pecado por
la muerte de Jesucristo, cuya memoria celebramos hoy. La sangre del Cordero
pascual preservó a los hebreos de la mortandad que se hizo aquella misma noche
en las casas de los egipcios, y la sangre de Jesucristo, dijo san Pablo, nos
libró de la indignación de su Padre. Él es, según san Pedro, como el Cordero
sin mancha y sin deformidad, cuya sangre nos ha salvado. Él mismo, para cumplir
en su persona lo que estaba predicho de Él bajo la figura del cordero pascual,
Él mismo fue a Jerusalén a ponerse en las manos de los que habían de inmolarlo
el día diez de la luna, esto es, el mismo día que debían, según la ley,
proveerse de un cordero. Fue inmolado el día catorce, y espiró en la cruz a la
misma hora que se empezaba aquel mismo día la inmolación del cordero pascual.
No se le rompieron las piernas como se acostumbraba hacer con todos los que se
crucificaban; y esto se hizo, dice san Juan, para que se cumpliese la Escritura
que prohibía romperle hueso alguno al cordero pascual: Nec os illius confrigetis (Exod. XII, 46). Se comía el cordero
pascual para que se acordaran, dice la Escritura, del paso o tránsito del
Señor. Nosotros comemos a Jesucristo después de haberlo ofrecido a su Padre en
el sacrificio de la Misa, que es la continuación real del sacrificio de
Jesucristo en la cruz. El pan sin levadura, es decir, insípido, las lechugas
silvestres y amargas con que se comía el cordero pascual, dan bastantemente a
entender que la mortificación debe acompañar siempre así a la sagrada comunión,
como a la celebración del divino sacrificio: este es uno de los frutos que debe
producir la memoria de la celebración del doloroso misterio de la pasión del
Señor.
Acabadas estas dos Epístolas, se lee la historia de la
pasión según san Juan, el que habiendo sido testigo de cuanto pasó en ella,
asegura que dice la verdad y que se debe dar crédito a su testimonio: Et qui vidit testimonium perhibuit: et verum
est testimonium ejus.
Todo pasma en la pasión de Jesucristo; pero sobre todo
es incomprensible, así la rabia y la inhumanidad de los judíos, como el amor y
la paciencia del Salvador. En medio de aquella infinidad de crueldades y
oprobios, ¿quién no hubiera creído que sola la vista de aquel Hombre-Dios en el
espantoso estado a que lo había reducido la barbarie de los que lo azotaron,
los cuales habían hecho de todo su cuerpo una sola llaga; ¿quién no hubiera
creído que este espectáculo había de haber dejado satisfecha la rabia y el
furor que aquel pueblo cruel había concebido contra un hombre divino, que no
les había hecho sino bien, y que había obrado en favor de ellos tantas
maravillas? Sin embargo, un objeto tan lastimero solo sirve para irritar más y
más su crueldad; aquella sangre, que corre de todas partes, inflama su rabia en
lugar de apagarla. No bien ha sido condenado a muerte el Salvador contra toda
justicia, cuando cada uno quiere tener parte en la ejecución de aquella injusta
sentencia. ¡Con qué barbarie se arrojan aquellos furiosos sobre este divino
Cordero! Lo despojan de sus vestiduras; la sangre había pegado a su cuerpo la
vestidura de púrpura de que lo habían vestido por escarnio; le tiran con
violencia de esta vestidura, y con ella le arrancan muchos pedazos de carne; le
vuelven a poner sus vestidos para que fuese menos desconocido; y aunque está
sumamente débil y apurado de fuerzas, le cargan no obstante la cruz, cuyo peso
le hace caer repetidas veces.
Bien se echa de ver que todo es extraordinario en la
pasión de Jesucristo. ¿A quién, por bárbaro que fuese, le ocurrió jamás hacer
un reo llevase a cuestas su cadalso? Pero ¿quién jamás se hubiera atrevido a
poner una carga tan pesada a un hombre, sobre todo estando tan aniquilado con
tantos tormentos, de los cuales muchos eran más que bastantes para quitarle la
vida? Pero, por más débil y apurado de fuerzas que esté el Salvador, quiere
llevar Él mismo su cruz para hacernos ver la indispensable necesidad que
tenemos todos de llevar la nuestra. ¿Y no llevaba Él solo todas las nuestras?
Sale Jesús de Jerusalén con aquella pesada carga sobre sus hombros; titubea
bajo de su peso, cede a Él y cae sobre sus rodillas a cada paso; necesita de un
nuevo milagro para no espirar bajo de aquel peso. Se hubiera tenido compasión
de una bestia abrumada del peso de su carga; pero con Jesucristo no tiene lugar
la compasión, no le alcanza ningún sentimiento de humanidad; cuanto más se le
ve padecer, tanto más se desea verle sufrir, tanto más se discurre cómo hacerle
padecer nuevos tormentos. Llega en fin Jesús al lugar destinado a servirle de
altar al más santo de todos los sacrificios. Lo desnudan allí segunda vez; y
tirando con violencia de sus vestidos, se vuelven a abrir todas sus heridas; lo
tienden sobre la cruz; y por un exceso de crueldad, casi desconocido hasta
entonces a los más crueles tiranos, le atraviesan los pies y las manos con
gruesos clavos, que a grandes golpes de martillo hacen entrar hasta en la cruz
en que descansa y que lo sostiene. ¡Oh Dios! no es menester más que punzar un
nervio para causar horribles convulsiones. ¡Qué concurso, pues, de todos los más
vivos dolores de que un cuerpo es capaz cuando con esos gruesos clavos se
hienden, se rasgan y se taladran esos pies y esas manos, que no son sino un
tejido de nervios, de músculos, de venas y de arterias! Concibamos, si es
posible, lo que Jesucristo padece. Pero ¡qué tormento, Dios mío, y qué exceso
de dolores cuando levantan la cruz, y la dejan caer en el agujero que habían
hecho en una peña! ¡Qué doloroso estremecimiento este para aquel cuerpo a quien
su peso arrastra hacia abajo, y que no obstante queda colgado de tres clavos!
¡Cuánta verdad es que morir en la cruz es morir tantas veces cuantos momentos
se vive en ella! ¡Triste y cruel estado! Sin embargo, Jesucristo pasa tres
horas en él. Entonces fue, como dice san Pablo, cuando el Salvador de los
hombres, estando clavado en la cruz, clavó en ella el decreto o cédula de
nuestra condenación, borrándola con su sangre; entonces fue cuando desarmó las
potestades y los principados, quitándoles sus despojos, y triunfando de ellos
en su persona a vista de todo el mundo: Delens
quod adversus nos erat chirographum decreti, quod erat contrarium nobis…
affigens illud cruci (Colos. II).
Pero a lo menos ¿fue entonces plañido, fue compadecido
de la multitud que había acudido a aquel espectáculo? De ningún modo; lo mismo
fue ser levantado en alto el Salvador a vista de todo aquel pueblo, que verse
insultado, cargado de oprobios, de ultrajes y de maldiciones; las imprecaciones
y las blasfemias parece se hicieron solo para Él. ¿Qué paciente se vio jamás
cargado de execraciones y de injurias en la horca en que se le veía espirar?
Todo es singular, todo inaudito y todo increíble en la muerte del Salvador.
Pero lo que da todavía más golpe es su mansedumbre, es su paciencia, es su
caridad; pide a su Padre por los que le hacen morir, muere por ellos y les
solicita el perdón. Es un Dios quien padece y quien muere, pero que padece y
muere como Dios; una paciencia tan prodigiosa, una mansedumbre tan
extraordinaria mueve y enternece a uno de los dos criminales que morían a sus
dos lados. ¡Dichosa conversión, y conversión terrible! ¡Ah Señor! el día de
vuestras grandes misericordias, el mismo día que morís por la expiación de
todos los pecados y por la salvación de todos los hombres, de dos pecadores que
habían diferido hasta aquel punto su conversión, ambos a vuestro lado, uno y
otro salpicados de la sangre que corría de vuestras llagas, solo uno se
convierte, solo uno se salva y el otro se condena ¿Quién puede diferir hasta la
muerte su penitencia y lisonjearse que morirá penitente?
La santísima Virgen tenía demasiada parte en este
sacrificio, y amaba con demasiada ternura a su querido Hijo para abandonarlo en
esta extremidad. ¿Quién puede concebir cuál fue el dolor del Hijo y de la Madre
en tan crueles circunstancias? Aquí fue donde la predicción de Simeón se
verificó a la letra: aquí fue donde el alma de María fue traspasada de una
espada que le hizo padecer un dolor más amargo que la muerte. En fin, viendo el
Salvador, en medio de los ladrones, de las humillaciones, de los oprobios de
que estaba harto, que los decretos del cielo se habían ejecutado, que la
justicia Divina estaba plenamente satisfecha, que todos los oráculos de los Profetas
estaban verificados, que la gran obra de la redención estaba cumplida, pagadas
todas las deudas de que los hombres eran responsables a la justicia Divina, y
satisfecho su extremado amor a estos mismos hombres, dijo con una voz
moribunda: Todo está consumado; y al mismo tiempo, bajando la cabeza para
consumar su sacrificio, puso su alma como en depósito en las manos de su Padre,
diciéndole: Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu; y acabado de decir esto, espiró. Apenas murió el
Salvador, se advirtió un temblor de tierra universal. El velo que separaba las
dos partes del templo se rasgó por el medio. Este rasgarse el velo denota
bastante visiblemente el entero cumplimiento de lo que significaban las figuras
de la ley antigua; que el cielo se nos había abierto por la muerte de
Jesucristo; que se habían disipado las sombras de la ley; que la antigua
alianza con el pueblo judaico se había roto por el deicidio; que al pueblo
cristiano se le iba a dar la inteligencia de los más grandes misterios de la
Religión por las luces de la fe. San Efrén dice que al rasgarse el velo se vio
salir una paloma del interior del santuario, como para significar que el
Espíritu Santo abandonaba un templo en que Dios no había de ser ya adorado en
espíritu y en verdad. Se abrieron muchos sepulcros con el terremoto que sucedió
al tiempo que murió el Salvador; pero se cree que los cadáveres no resucitaron
sino después de la resurrección de Jesucristo, que debía ser el primero de
entre los muertos: Primogenitus ex
mortuis. Y se cree también que subieron al cielo en cuerpo y alma con Él. A
vista de tantas maravillas los corazones más endurecidos se movieron y se
ablandaron. Los judíos se retiraron dándose golpes de pecho y detestando su
endurecimiento y su error; y el centurión, que era el oficial que había quedado
con algunos soldados para impedir que se llevasen el cuerpo de Jesús, según la
orden que le habían dado, asombrado de un espectáculo tan maravilloso, no pudo
menos de exclamar: Vere Filius Dei erat
iste: Este hombre era verdaderamente el Hijo de Dios.
¡Ah Señor, qué caro te cuesta! ¡A qué precio has
redimido mi alma, divino Salvador mío! ¿Puedo yo verte en la cruz, y no mezclar
siquiera mis lágrimas con tu sangre? ¿Puedo acordarme que mis pecados te han clavado
en la cruz, y no tener sino un mediano dolor de mis culpas? Los corazones más
duros se ablandaron por fin en tu muerte: ¿y solo el mío ha de quedar
insensible? No, Jesús mío, no; ya siento el efecto de tu gracia; ya es tiempo
que mi corazón se rinda a un objeto tan tierno. Acordaos, Señor, que habéis
prometido que cuando fueseis levantado sobre la cruz atraeríais a Vos todas las
cosas: aquí me tenéis, Señor, pronto a seguiros; cúmplase en mí vuestra
promesa; este corazón ya no os resistirá más; Vos moristeis por mí; justo es,
Señor, y muy justo, que yo no viva ya sino para Vos.
Todo es misterioso en la historia de la pasión; apenas
hay circunstancia que no encierre algún misterio, y ninguna que no pueda
servirnos de instrucción. Procuraré dar el sentido moral o alegórico de ciertos
pasajes de esta sagrada historia, según la explicación de los santos Padres y
de los más sabios intérpretes. He guardado para aquí estas cortas
interpretaciones por no interrumpir el hilo de la historia.
Aunque el alma de Jesucristo gozaba continuamente de
la bienaventuranza y veía a Dios intuitivamente, esta visión beatífica no
impidió el que sintiese verdaderamente aquella excesiva tristeza, aquel temor y
aquel mortal tedio de que hablan los Evangelistas. Todos estos movimientos le
eran libres, y Él mismo los hacía nacer; pero quiso sentir todo el rigor y todo
el acíbar de estos mismos movimientos, reservando todo el alivio para aquellos
que en adelante habían de padecer por su amor.
Cuando el Salvador dijo a su Padre que si era posible
pasase de Él aquel cáliz, no ignoraba que su muerte estaba resuelta en los
decretos eternos de Dios; Él mismo los había firmado voluntariamente; no se
arrepiente de ello, la voluntad humana no se opone aquí a la divina; solamente
manifiesta el Salvador la repugnancia natural que todo hombre tiene a padecer,
la que en Jesucristo fue más viva que en todos los otros hombres; prueba de
ello es el sudor que corría hasta la tierra como gotas de sangre. Todo esto fue
para prevenir la duda que se podía tener de sí la naturaleza divina en
Jesucristo había quitado todo sentimiento de dolor a la naturaleza humana. El Salvador
hace ver claramente, por todo lo que pasó en el huerto, que sintió todo el
rigor y toda la amargura de las penas y tormentos más vivamente que ningún
hombre los haya podido jamás sentir. La repugnancia natural de la parte
inferior hace nacer el deseo natural de no padecer; pero la perfecta sumisión
de la parte superior a las órdenes de Dios, dice san León, triunfa del deseo de
la parte inferior: Prima petitio
infirmitatis est, secunda virtutis; illud optavit ex nostra, hoc eligit ex propia;
superiori voluntati voluntas cessit inferior.
Viendo san Pedro que prendían a su divino Maestro y lo
ataban, dejándose llevar de su natural vivo y del ardor de su celo, echó mano a
una espada para defenderlo, y descargó un golpe sobre uno de los criados del
sumo sacerdote, llamado Malco: huyó este el golpe, pero no tanto que no le
cortase una oreja; pero fue curado allí mismo por el Salvador, quien reprendió
severamente a san Pedro por un celo mal entendido; Jesucristo no había enseñado
a sus Apóstoles a servirse de las armas; pues les había prohibido hasta llevar
báculos en las manos. Y así sucedió esta aventura por haber interpretado mal
las palabras del Salvador, y por no haber penetrado bien su pensamiento.
Después de haber acordado Jesucristo a sus Apóstoles
que mientras había estado con ellos nada les había faltado; que en todas partes
habían sido bien recibidos, y que habían tenido muy poco que padecer, les había
advertido que había llegado el tiempo que todo les faltaría, y en que serían
perseguidos de todo el mundo. Para hacerles comprender el estado de persecución
en que van a hallarse, se sirve, según tenía de costumbre, de un modo de hablar
alegórico y figurado; les representa lo que sucede en tiempo de carestía y de
guerra. Entonces se hace provisión de víveres y de dinero, y todos andan
armados. Cuando os envié, les dijo, sin bolsa, sin saco y sin sandalias, ¿os
faltó por ventura alguna cosa? Nada, le dijeron ellos. Pero ha llegado
tiempo, añadió, en que os va a suceder lo que sucede en tiempo de hambre y de
guerra; todos llenan entonces de dinero la bolsa para hacer provisiones de
boca; y para esto, si faltan sacos, se buscan para llenarlos de grano; así como
en tiempo de guerra se vende hasta la capa para comprar espada con que poder
defenderse, vosotros vais a veros bien presto en unos tiempos tan calamitosos
como estos; y tendríais necesidad de las mismas precauciones y de los mismos
socorros si vuestro apoyo consistiera solo en la ayuda de los hombres; pero yo,
yo mismo seré todo vuestro apoyo y vuestro único asilo; y así no tenéis
necesidad de hacer los mismos preparativos contra estos tiempos de persecución.
No manda, pues, Jesucristo a sus discípulos que se provean de armas y de
dinero; solo les advierte las miserias y peligros a que se verán expuestos de
allí adelante. No habiendo penetrado los Apóstoles el pensamiento del Salvador,
tomaron demasiado a la letra lo que les acababa de decir; y así no es extraño
le dijeran que allí tenían dos espadas. Conociendo el Hijo de Dios que no
comprenderían lo que había que decirles hasta después de su resurrección, no
tuvo por conveniente darles una más clara explicación de una cosa que todavía
no eran capaces de penetrar. Les interrumpió, pues, el discurso, diciéndoles: Bastantes son. Tiempo vendrá en que
comprenderéis que las únicas armas de que debéis serviros en las persecuciones
son la mansedumbre, la confianza en Mí y la paciencia.
Después de todas las humillaciones a que se entregó
voluntariamente el Salvador, no debe admirarnos el que quisiese ser consolado,
por decirlo así, y confortado por un Ángel. Quiso con este ejemplo enseñar a
todos los fieles a vencer sus repugnancias, y a esperar de Dios el consuelo en
la tribulación. No ignora el Señor nuestras penas; desea con ansia
aliviárnoslas; nuestros Ángeles de guarda hacen invisiblemente con nosotros el
mismo oficio que hizo visiblemente el Ángel que vino a consolar al Salvador en
su tristeza mortal y en su agonía.
Queriendo el Salvador hacernos comprender la amargura
y el exceso de dolores en que espiraba, exclamó, un momento antes de dar el
último aliento: Dios mío, ¿por qué me has desamparado? Esta queja no es ni
efecto de la desconfianza, ni una reconvención que el Salvador haga a su Padre,
ni una queja de injusticia de su castigo; sería una blasfemia decir que el
Salvador se quejó a su Padre por haber tratado tan cruelmente al que era la
misma inocencia. Nada padeció Jesucristo, que no lo padeciese voluntariamente. Había
cargado libremente sobre Sí nuestros pecados, y quiso padecer libremente toda
la pena que les era debida: Qui proposito
sibi Gaudio, sustinuit crucem. Fue elección suya el preferir la más
dolorosa e ignominiosa muerte a una vida acomodada y a una deliciosa
prosperidad. Las tales palabras solo son un testimonio de los excesivos dolores
en que espiraba. Quería el Salvador declarar por Sí mismo el exceso de los
tormentos que padecía, sin que ningún milagro suavizase su rigor ni embotase
sus puntas, para hacernos comprender más bien el rigor de los juicios de Dios,
y lo mucho que le costaba la obra de nuestra redención. Puede también decirse
que esta, más bien que una queja, es una oración que hace Jesucristo a su
Padre: Deus meus, Deus meus: Padre
mío, haz que todos los hombres conozcan la causa por que me has entregado y
abandonado a tan horribles tormentos, y a una muerte tan dolorosa como
ignominiosa: Ut quid dereliquisti me?
Haz que todos los hombres conozcan la causa por que me tratas con tanto rigor;
la cual no es otra que sus pecados, los cuales he cargado yo voluntariamente
sobre Mí; y si la sola apariencia de pecado, si el solo título de resguardo y
de fianza obliga a exigir de Mí, que soy tu Hijo muy amado en quien tienes
todas tus complacencias, una satisfacción tan rigurosa, ¿qué será de ellos? Si in viridi ligno hoc faciunt, in arido
quid fiet? Si de esta suerte se trata al leño verde, lleno de jugo y sin
mácula ni arruga, ¿qué debe esperar el leño seco? Esta expresión, ut quid, parece autorizar esta última
interpretación, la cual es una de las más literales, y que más se acerca al
sentido que da a estas palabras san Cipriano.
Algunos santos Padres creyeron que el Hijo de Dios
quiso antes de espirar autorizar y cumplir la profecía de David, sirviéndose Él
mismo de las primeras palabras del salmo XXI, que es todo de Jesucristo
moribundo, en el cual el Profeta hace decir al Salvador en la cruz: Deus, Deus meus, respice in me: quare me
dereliquisti? longe a salute mea verba delictorum meorum: Dios mío, Dios
mío, mira el estado en que me hallo: ¿por qué me has abandonado a la rabia de
mis enemigos? Los pecados con que he querido cargarme te obligan a tratarme con
tanto rigor.
La Iglesia en este día, a ejemplo de Jesucristo, ora
solemnemente por toda suerte de estados y condiciones, así por sus hijos como
por sus mayores enemigos; y estas oraciones se llaman solemnes o sacerdotales;
a todas precede una genuflexión (menos cuando se ora por los judíos) para
hacerlas más eficaces por este acto de una tan profunda humildad. La primera de
estas oraciones es por la Iglesia en general; la segunda por el Papa, que es la
cabeza visible de ella; la tercera por los obispos, presbíteros, diáconos,
subdiáconos y por todos los demás órdenes de clérigos inferiores, por los
confesores de la fe, por las vírgenes, por las viudas y por todo el pueblo de
Dios; la cuarta es por el rey o por el soberano del país en que se está; la
quinta por los catecúmenos o por los que se disponen para el Bautismo; la sexta
es para pedir a Dios que purgue el mundo de todos los errores; que preserve a
su pueblo de enfermedades, de hambre y de todos los demás azotes; que ponga en
libertad a los esclavos y a los presos; que asista a los caminantes; que dé
salud a los enfermos, y que haga llegar felizmente al puerto de la serenidad a
todos los que están en la mar; ninguna cosa muestra mejor las entrañas de
ternura y de caridad de nuestra madre la Iglesia. La séptima es por los herejes
y los cismáticos, para que Dios se signe disipar las tinieblas de su
entendimiento y de su corazón, y abrirles los ojos para que vuelvan al seno de
la Iglesia. La octava es por los pérfidos judíos, pidiendo a Dios les quite el
espeso velo que los hace ciegos y obstinados, y que haga reconozcan en fin por
su divino Salvador a Jesucristo, al cual siempre han rehusado reconocer. Esta oración
es la única en que no se dobla la rodilla, a causa de la impiedad con que este
pueblo la dobló por irrisión delante de Jesucristo, ultrajándolo y tratándolo con
sus irrisorias genuflexiones como a rey de teatro y de burlas. La nona y última
es por los paganos; en ella se pide al Señor que destruya en todo el universo
las reliquias del paganismo, que condenan todavía a tantos desventurados
pueblos como el demonio tiene todavía en sus lazos.
Acabada la lectura de las profecías y la historia de
la pasión del Salvador, en lo cual consiste la primera parte del oficio; y
leídas estas oraciones solemnes que constituyen la segunda, se sigue la adoración
de la cruz, que hace la tercera parte del oficio de este día. El preste, teniendo
en sus manos la cruz cubierta con un velo, descubre una parte de ella a la
extremidad del altar al lado de la epístola; otra parte un poco más adelante; y
finalmente, llegando al medio del altar, la descubre enteramente, diciendo cada
vez: Ecce lignum crucis in quo salus
mundi pependit; a lo cual responde: Venite,
adoremus: Ved aquí el leño de la cruz en el cual estuvo pendiente aquel que
es la salud del mundo; venid, adorémosle. Esta santa ceremonia de descubrir la
cruz entres diferentes parajes significa, dice el abad Ruperto, que el misterio
de la cruz, el cual fue un escándalo para los judíos y una necedad para los
gentiles, pero que respecto de los Cristianos es la fortaleza y la sabiduría de
Dios, nos fue revelado después de haber estado oculto por tantos siglos; y que
este adorable misterio, que no se predicó al principio sino en un rincón de la
Judea, se anunció después públicamente en toda la provincia, y por último en
toda la redondez de la tierra. En la solemne adoración de la cruz se hacen tres
genuflexiones, como para reparar con estos tres actos de religión los tres
insignes desprecios, y por decirlo así, las tres solemnes irrisiones, las tres
afrentas que se hicieron a Jesucristo: la primera en casa de Caifás, donde fue
tratado como si fuera un falso profeta y un insigne seductor; la segunda en el
pretorio y en la corte de Herodes, donde fue mirado como un rey imaginario y
tratado de insensato; la tercera en el Calvario, donde fue mirado como el más
malvado de todos los impostores, y como quien había tenido la temeridad de atribuirse
la augusta calidad de Mesías, de Hijo de Dios y de Salvador.
La palabra adoración
de la cruz es común entre griegos y latinos desde los primeros siglos de la
Iglesia; y después del nacimiento de las nuevas herejías han afectado
escandalizarse de ella los enemigos de la Iglesia. Ninguna cosa es más común
entre los fieles que saber y estar bien persuadidos a que el culto supremo no
es debido sino a solo Dios, y que no adoramos sino a Jesucristo cuando nos
postramos delante de la cruz en que este Señor fue clavado. Lo que hace el
principal objeto de nuestro culto es aquel cuerpo adorable unido
hipostáticamente a la Divinidad; es aquella sangre preciosa en que fue teñida
la cruz. Sería una idolatría referir la adoración al leño en sí mismo y
separado de Jesucristo, pues este leño no es Dios, y solo Dios debe ser el
objeto de nuestro culto supremo. Cuando la Iglesia dice el día de hoy al mostrar
la cruz a todo el pueblo: Venite,
adoremus: Venid, adoremos; cuando canta: Tuam crucem adoramus, Domine: Adoramos tu cruz, Señor; por estas
palabras no pretende adorar con culto de latría a la cruz por sí misma, sino a
Jesucristo elevado en la cruz. Bastante se ha explicado la Iglesia sobre esto
siempre que se ha ofrecido ocasión; y atribuir otra doctrina sobre este punto,
es ignorancia o malicia, y siempre una de las más atroces calumnias. Y así
estas palabras: Ecce lignum crucis, in
quo salus mundi pependit: venite, adoremus, no tienen otra significación
que esta: Postrémonos delante de la cruz para adorar a Jesucristo, que estuvo
clavado en ella por nuestra salud. a la verdad, el término adorar en nuestra
lengua parece estar consagrado para significar comúnmente la honra y el culto
supremo que no se deben sino a solo Dios; pero así en latín como en hebreo y en
griego tiene una significación más extensa; significa en general postrarse y
manifestar su respeto; lo que conviene a otros que a Dios, pues todos los días
nos postramos por respeto delante de los hombres sin que los adoremos; la
Escritura santa nos presenta sobre este particular muchos ejemplos; y así no
debemos juzgar de la fe de la Iglesia por la palabra adorar, la que puede tener
muchos sentidos, sino por el sentido que la Iglesia da, y por la declaración
solemne que hace de su creencia. La Iglesia, pues, ha protestado siempre que no
adoraba sino a solo Dios en la cruz, y que toda otra adoración, así a la cruz
como a otras cosas inanimadas, era una adoración respectiva.
No se duda que la adoración de la cruz en el Viernes
Santo es de tradición apostólica. Los Padres de la primera antigüedad y
concilios asimismo muy antiguos hablan de ella como de una ceremonia de piedad
establecida en toda la Iglesia: Lignum
venerabilis crucis, dice el diácono Rústico, omnis per totum mundum Ecclesia absque ulla contradictione adorat;
es una práctica establecida y recibida en toda la Iglesia adorar la cruz del
Salvador. Era esta una de las reconvenciones que Juliano Apóstata les hacía a
los Cristianos. Tertuliano, Minucio Felix y san Cirilo Alejandrino dicen que
los paganos acusaban a los Cristianos de que adoraban la cruz; y se encuentran
pruebas ciertas de la tradición de la Iglesia sobre este punto en san Juan
Crisóstomo, san Jerónimo, san León, san Gregorio, Teodoreto y en otros muchos. Pero
¿con qué sentimiento de religión, con qué respeto y con qué afectos de amor, de
contrición y de una devoción la más tierna debemos nosotros hacer el día de hoy
esta adoración de la cruz, y besar las sacratísimas llagas de Nuestro Señor,
pues somos nosotros los que se las hemos hecho, y el Señor no las conserva sino
como unas señales eternas del exceso de su amor para con nosotros?
En muchas iglesias se estaba con los pies descalzos
todo el tiempo que duraba el oficio del Viernes Santo, y esto no solo
comprendía a los sacerdotes, a los monjes y a las demás clerecía, sino también al
pueblo: Officio infererunt nudis pedibus,
dice Lanfranco en sus estatutos. El santo abad de Cava no oficiaba jamás sino
con los pies descalzos; la misma práctica observan aun hoy con gran edificación
los señores condes de León de Francia y también el señor arzobispo cuando
ofrecía; ninguno asiste al altar que no esté descalzo mientras dura el oficio
del Viernes Santo.
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