MIÉRCOLES
DE CENIZA
Empezamos hoy,
hermanos míos, dice san Bernardo, el santo tiempo de Cuaresma; este tiempo de
combates y de victorias para el cristiano, por medio de las armas del ayuno y
de la penitencia. ¡Con qué ánimo, con qué confianza, con qué fervor debemos
comenzar esta carrera! pero ¡con qué religión y con qué exactitud debemos
observar este ayuno los viernes! Es esta una ley, dice san Bernardo, común a
todos los fieles. Habiendo Jesucristo ayunado cuarenta días y cuarenta noches, ¿se
atrevería un cristiano a dispensarse el ayuno de Cuaresma? San Agustín dice que
el ayuno de cuarenta días establecido en la Iglesia está autorizado por el
Antiguo y por el Nuevo Testamento: por el Antiguo, puesto que Moisés y Elías
han ayunado un número igual de días seguidos; por el Nuevo, puesto que el
Evangelio nos hace ver que Jesucristo ha ayunado otro tanto tiempo; por donde
vemos la conformidad del Evangelio con la Ley figurada por Moisés, y con los
Profetas representados por Elías. Sin duda por esto, añade este santo Doctor,
apareció Jesucristo entre Moisés y Elías en su transfiguración, para significar
más auténticamente lo que el Apóstol dice del Salvador, que la Ley y los
Profetas dan testimonio de Él.
Puede decirse
con verdad que el ayuno de Cuaresma es tan antiguo como el Evangelio, puesto
que el Hijo de Dios no comenzó a predicar su Evangelio sino después de haber
ayunado cuarenta días y cuarenta noches; pero aunque pueda decirse que fue esta
la primera institución de la Cuaresma, puesto que san Jerónimo dice que
Jesucristo santificó entonces el ayuno de los Cristianos, no se puede decir que
el ejemplo de Jesucristo haya sido desde entonces una ley inviolable, a la cual
hayan estado sujetos todos sus discípulos. Aun por la misma respuesta que el
Salvador dio a los fariseos parece que no había querido obligar a sus
discípulos a que ayunasen, hasta después que estuviesen privados de la
presencia del Esposo celestial: día vendrá, dice, en que les será quitado el
Esposo, y entonces ayunarán. En efecto, apenas el Salvador había subido al
cielo, cuando los ayunos fueron muy frecuentes entre los Apóstoles y entre los
primeros fieles. Así es que aunque el ayuno sea de precepto divino, el
establecimiento de la Cuaresma, esto es, la forma del ayuno, o la manera de
ayunar un número de días reglado antes de Pascua, es de institución apostólica.
El Salvador, dice san Jerónimo, santificó por su ayuno de cuarenta días el
ayuno solemne de los Cristianos, y su ejemplo fue la primera institución de
Cuaresma; pero no hizo entonces un precepto expreso; probablemente desde su
resurrección hasta su ascensión fue cuando enseñando a sus Apóstoles acerca del
modo con que debían formar su Iglesia, y las observancias religiosas que quería
que se estableciesen en ella, les indicó el tiempo y la forma del ayuno de
Cuaresma. El ejemplo del Salvador del mundo fijó el número de días, y el tiempo
inmediatamente anterior a la Pascua les pareció el más propio para que sirviese
de preparación a esta gran fiesta. En efecto, dice san Agustín, no podría
elegirse en todo el año un tiempo más conveniente para el ayuno de Cuaresma que
el que termina en la pasión de Jesucristo; y este es puntualmente el que el
Espíritu Santo ha fijado en la Iglesia.
Como las seis
semanas de Cuaresma no comprenden más que treinta y seis días de ayuno, la
Iglesia, siempre conducida por el Espíritu Santo, ha añadido a ella los cuatro
días precedentes, y ha fijado el principio de esta santa cuarentena al Miércoles
de Ceniza. Es bien sabido que se llama así este primer día del ayuno de
Cuaresma, a causa de la santa ceremonia de poner la ceniza sobre la cabeza de
los fieles que en él se acostumbra. No solo en la nueva Ley, sino también en el
Antiguo Testamente, han sido las cenizas el símbolo de la penitencia, y la
señal sensible del dolor y de la aflicción. Queriendo Tamar dar a conocer su
pesar y su dolor, puso ceniza sobre su cabeza (2 Reg. XIII). Yo me acuso a mí
mismo, dice Job hablando con el Señor, y hago penitencia en el polvo y la
ceniza (Job XLII). Asustados los israelitas al acercarse Holofernes, y
queriendo los sacerdotes apaciguar la cólera de Dios, le ofrecen sacrificios
con la cabeza cubierta de ceniza (Judith IV). Mardoqueo, consternado con la
nueva de la desgracia que amenazaba a toda su nación, se reviste de un saco, y
se cubre la cabeza con ceniza (Esth. IV). Todo el pueblo hizo lo mismo en las
provincias. Los ancianos de la ciudad de Sion, dice Jeremías en sus
Lamentaciones, han cubierto su cabeza con ceniza en espíritu de penitencia
(Jerm. VI). Daniel juntó al ayuno y a la oración la ceniza, para apaciguar al Señor
irritado contra su pueblo (Dan. IX). Deseando el rey Nínive apaciguar al Señor,
descendió de su trono, se cubrió con un saco, y se sentó sobre la ceniza (Jonæ
III). Los Macabeos acompañaron su ayuno solemne con la ceremonia de la ceniza
que pusieron sobre la cabeza (1 Mach. III).
No se ha usado
menos en la nueva Ley que en la antigua la ceremonia de la ceniza. Reprendiendo
Jesucristo a los de Corozain y de Betsaida su endurecimiento y su indocilidad,
dice, que si los milagros que se han hecho entre ellos se hubiesen hecho en
Tiro y en Sidón, habría ya mucho tiempo que hubieran hecho penitencia en el
saco y en la ceniza (Malth. XI). Ninguna cosa fue más común entre los
penitentes desde los primeros días de la Iglesia. Los Padres y los concilios
antiguos han añadido siempre la ceniza a la penitencia. Optato reprendía a los
donatistas el haber puesto en penitencia a las vírgenes consagradas a Dios,
poniéndoles ceniza sobre la cabeza. San Ambrosio dice que la ceniza debe
distinguir al penitente (Lib 1 ad Virg. laps. 8). Y san Isidoro, arzobispo de
Sevilla, dice que los que entran en penitencia ponen ceniza sobre su cabeza, en
reconocimiento de que a consecuencia del pecado no son más que polvo y ceniza;
y que con justicia ha pronunciado Dios contra ellos la sentencia de muerte.
Reginón ha
tomado de los antiguos concilios el modo con que se ponía la ceniza a los
grandes pecadores, y la ceremonia del día de ceniza. Todos los penitentes,
dice, se prestaban a la puerta de la iglesia cubiertos con un saco, los pies
desnudos, y con todas las señales de un corazón contrito y humillado. El obispo
o el penitenciario les imponía una penitencia proporcionada a sus pecados. Después,
habiendo recitado los salmos penitenciales, se les imponían las manos, se les
rociaba con agua bendita, y se cubría su cabeza con ceniza. Esta era la
ceremonia del día de ceniza, o de los primeros días de los ayunos de Cuaresma,
para los pecadores públicos, cuyos enormes pecados habían hecho mucho ruido y
causado escándalo. Pero como todos los hombres son pecadores, dice san Agustín,
todos deben ser penitentes; esto es lo que movió a los fieles, hasta a los más
inocentes, a dar en este día una señal pública de penitencia recibiendo la
ceniza sobre su cabeza. Ninguno de los fieles se exceptuó; los príncipes como
sus vasallos, los sacerdotes y aun los obispos, dieron al público desde los
primeros tiempos este ejemplo tan edificante de penitencia. Y lo que había sido
en el principio peculiar solo de los penitentes públicos, se hizo por fin común
a todos los hijos de la Iglesia, por la persuasión en que todos deben estar,
conforme a la palabra de Jesucristo, que no hay nadie, por inocente que se
crea, que no tenga necesidad de hacer penitencia. Los mismos Papas se someten
como los demás a esta ceremonia humillante de la Religión; toda la distinción
respetuosa que se hace al Vicario de Jesucristo consiste en no decir nada al
imponerle la ceniza.
Acuérdate, hombre, que eres polvo, y que te
convertirás en polvo. Estas son las memorables palabras que Dios dijo al
primer hombre en el momento de su desobediencia, y las mismas dirige la Iglesia
en particular a cada uno de nosotros, por boca de sus ministros, en la
ceremonia de este día. Palabras de maldición en el sentido que Dios las
pronunció, dice el más célebre de los oradores cristianos; pero palabras de
gracia y de salud, en el fin que se propone la Iglesia cuando nos las dice. Palabras
terribles y fulminantes para el hombre pecador, porque significan el decreto
irrevocable de su condenación a muerte; pero palabras dulces y consoladoras
para el pecador penitente, dice san Juan Crisóstomo, porque le enseñan el
camino de su conversión por la penitencia. Tomad en la mano un puñado de ceniza,
dijo Dios a Moisés y a Aarón, y derramadla sobre el pueblo (Exod. IX). Esta
ceniza así derramada, dice la Escritura, fue como la materia con que Dios formó
los azotes que afligieron a todo el Egipto, y causaron en él una desolación tan
general. El efecto de la ceremonia de este día tiene un efecto muy diferente en
el Cristianismo; porque los sacerdotes de la ley nueva no derraman hoy la
ceniza sobre nuestras cabezas, sino para apaciguar la cólera del Señor por este
acto de humillación, para atraernos las gracias y los favores de Dios, para
hacernos acreedores de su bondad, y para excitar en nuestros corazones los
sentimientos de una verdadera penitencia; y en este espíritu y con esta
disposición se debe practicar en este día la ceremonia de la ceniza. Esta se
hace de la leña de los ramos benditos en el año precedente, y llevados en la procesión
el domingo de Ramos. También se bendice esta ceniza por el sacerdote antes de
ponerla sobre la cabeza de los fieles, y basta hacerse cargo de las oraciones
de que la Iglesia se sirve en esta bendición, para comprender con qué espíritu
de religión se debe participar de esta saludable ceremonia.
Comienza el
sacerdote la bendición de las cenizas por el versículo del salmo LXVIII: Oíd, Señor, mis ruegos, ya que tanto os complacéis en
hacer bien; seguid los movimientos de vuestra infinita misericordia, y poned en
mí vuestros ojos. Dios omnipotente y eterno, continúa el sacerdote, sed
propicio a los que os ruegan con confianza, y perdonad a los pecadores
penitentes. Dignaos enviar vuestro santo Ángel del cielo, que bendiga y
santifique estas cenizas, para que sean un remedio saludable a todos aquellos
que con un corazón contrito y humillado invocan vuestro santo Nombre, confiesan
públicamente que son pecadores, y penetrados de un vivo dolor de haberos
ofendido, se postran hoy delante de Vos, implorando vuestra infinita misericordia.
Dignaos, Dios de bondad, dejaros inclinar por este acto de religión; y haced
por la invocación de vuestro santo Nombre que todos los que recibieren estas
cenizas sobre su cabeza, además del perdón de sus pecados, reciban también la
salud del cuerpo y del alma. Por Nuestro Señor Jesucristo.
Oh Dios, que no
queréis la muerte, sino la conversión de los pecadores, apiadaos de la
fragilidad humana, continúa el sacerdote, y dignaos por vuestra misericordia
bendecir Vos mismo estas cenizas que queremos poner sobre nuestra cabeza, en
señal de humildad cristiana de que hacemos profesión, y para obtener por este
acto de penitencia el perdón que esperamos, a fin de que, cuando por Él
reconocemos que no somos más que polvo, y que en castigo de nuestra
prevaricación nos convertiremos en polvo, obtengamos de vuestra misericordia el
perdón de todos nuestros pecados, y la recompensa que habéis prometido a los
que hacen una verdadera penitencia. Por Jesucristo nuestro Señor. Así sea.
Oh Dios, que os
dejáis rendir por la humillación, y ganar por una satisfacción sincera,
prosigue, dignaos escuchar nuestros ruegos y nuestros votos, y mientras que la
cabeza de vuestros siervos está cubierta con la ceniza, derramad vuestra gracia
en sus corazones, a fin de que los llenéis del espíritu de compunción, les
concedáis el efecto de su justa petición, y que ya no pierdan las gracias que
les hubiereis concedido. Os lo suplicamos por Jesucristo nuestro Señor.
Dios omnipotente
y eterno, que os habéis dignado perdonar a los ninivitas, cubiertos de ceniza,
y revestidos con un saco en señal de su penitencia; concedednos, por vuestra
misericordia, la gracia de que imitándoles hoy en las señales de nuestra
penitencia, obtengamos como ellos el perdón de nuestros pecados. Por nuestro
Señor, etc. La Iglesia termina esta bendición de la ceniza exhortando a todos
los fieles de una manera patética, y en el sentido del profeta Joel, a que se
haga útil y eficaz la ceremonia de la ceniza. No nos reformemos solo en lo
exterior, por la modestia de los vestidos, en la ceniza y en el cilicio:
ayunemos, y acompañemos nuestros ayunos con lágrimas de contrición, que debemos
derramar delante del Señor; porque nuestro Dios está lleno de bondad y de
misericordia, y siempre pronto a perdonarnos nuestros pecados: corrijamos las
faltas que hemos cometido o por flaqueza, o por ignorancia, o por malicia; y no
difiramos el hacerlo, no sea que sorprendidos por la muerte no tengamos tiempo
para convertirnos.
La Epístola de la Misa de este día está
tomada del profeta Joel al capítulo II. Nada podía convenir mejor al espíritu y
a la celebridad de este día. Los azotes con que Dios castigaba los pecados de
su pueblo le ofrecen una buena ocasión al Profeta para estimularle a que
procure apaciguar la cólera de Dios por medio del ayuno y de la penitencia,
prediciéndole que el Señor movido por la humillación, por la maceración del
cuerpo y la oración, derramará sus bendiciones sobre los corazones contritos y
humillados, y colmará de bienes las almas verdaderamente penitentes. El estilo
de este Profeta es pomposo, magnífico, vehemente, expresivo, figurado, y al
mismo tiempo vivo, interesante y patético. La alegoría de las langostas,
comparadas a un ejército, está perfectamente bien sostenida. Sus pinturas son
vivas. Pinta las cosas de modo que parece que se ven. Romped vuestros corazones
y vuestros vestidos, y convertíos al Señor vuestro Dios, porque es bueno y
compasivo, paciente y rico en misericordia, y todavía más misericordioso que
nosotros perversos. Era entonces una costumbre muy ordinaria el desgarrar los
vestidos en el luto y en el transporte del dolor. Innumerables son los ejemplos
que presenta la Escritura; pero Dios no se contenta con estas señales equívocas
de conversión, de dolor y de arrepentimiento; quiere una conversión sincera, un
dolor interior, un corazón contrito y despedazado de dolor; quiere la
conversión del corazón, la reforma de las costumbres; pide frutos dignos de
penitencia. ¿Quién sabe si se aplacara con nuestras lágrimas, y se ablandará viéndonos
humillados? El Profeta designa a la vez tres disposiciones con que debemos
hacer la penitencia: la confianza en la bondad de Dios, la contrición de
nuestros pecados, y la desconfianza de nuestros propios méritos. Se anunciaban
las fiestas y las reuniones a son de trompeta, según está ordenado en el
capítulo X de los Números; y el Profeta exhorta a los jefes de la nación a que
reúnan el pueblo, y en esta reunión general ordenen un ayuno solemne, y
estimulen a todos, y en particular a los ministros del Señor, a apaciguar la
cólera de Dios con sus lágrimas y su penitencia. Derramen lágrimas, dice, los
sacerdotes postrados entre el vestíbulo y el altar, y exclamen: Perdonad,
Señor, perdonad a vuestro pueblo, y no permitáis que vuestra heredad caiga en
el oprobio, y que sea dominado por las naciones. ¿Sufriréis que los extranjeros
digan de nosotros: dónde está su Dios? En el estado en que entonces se hallaba
el país, nada hubiera sido más fácil a los enemigos de los judíos que el
apoderarse de ellos. El pueblo, consternado, abatido por el espanto, debilitado
por un hambre horrible, apenas estaba en estado de resistir a un ejército de
asirios o de caldeos. El Profeta exhorta, pues, a los ministros del Señor, a
que le pidan que no permita que su pueblo caiga bajo de la dominación de los
extranjeros, y que las naciones infieles no tengan que acusar al Dios de
Israel, o de flaqueza, o de dureza, por haber así abandonado a su pueblo a la
merced de sus enemigos. No bien el Profeta ha exhortado a todos sus hermanos a
la penitencia, cuando les predice que el Señor se dejará ablandar de sus
clamores. El Señor se ha conmovido, dice, a vista de sus lágrimas, y les ha
perdonado; y a este perdón ha seguido todo género de prosperidades y de una bendición
abundante. Tanta verdad es que la penitencia desarma a Dios, por más irritado
que esté, y trae la prosperidad y la calma.
El Evangelio de la Misa de este día está
tomado del capítulo VI del Evangelio según san Mateo, en donde Jesucristo nos
enseña la pureza de intención que debe haber en el ayuno. Acababa el Salvador
de enseñar a sus Apóstoles cómo debían orar, prescribiéndoles el modelo de la
oración más excelente, y cómo debían perdonar las injurias, reservándose a sí
mismo el ser el modelo más perfecto de una caridad tan relevante. Después de
haberles dado los preceptos sobre la oración y sobre el perdón de las injurias,
les da también sobre el ayuno que debe acompañar y sostener la oración. ¿Queréis
saber, les dice, cuáles ayunos son santos y agradables a Dios? Son aquellos que
se practican en secreto. No extrañéis que yo os prohíba el imitar a los
hipócritas, que ayunan haciendo ostentación de su austeridad; su virtud no está
en el corazón sino en el rostro, y por una cara penitente, por un aire triste y
austero, por ayunos largos y rigorosos, tratan de adquirir reputación de gentes
mortificadas, y con estas exterioridades afectadas e hipócritas embaucar a los
hombres. Tened por cierto lo que os he dicho ya, y os digo ahora, que la
recompensa de tales sujetos está reducida al honor vano con que se apacientan. Yo
espero de vosotros un porte muy diferente; porque lo que yo quiero es que en
los días de ayuno os perfuméis la cabeza, y os lavéis el rostro, como
acostumbráis hacerlo en los días solemnes y de regocijo, a fin de que a la
sombra de un rostro festivo ocultéis la austeridad de vuestro ayuno: de modo
que, si puede ser, solo Dios sepa que ayunáis, y si es necesario, aquellos a
quienes debéis dar buen ejemplo. Esto es lo que Dios quiere, esto lo que
aprecia; cuanto más ocultareis a los hombres vuestras penitencias, tanto más
pública y gloriosa será algún día vuestra recompensa. Un cristiano
verdaderamente penitente oculta con cuidado a los ojos de los hombres los
rigores a que se condena; como no ha ofendido más que a su Dios, a Él solo es
al que quiere agradar; le parecen muy pequeñas las penas con que se aflige,
para no temer el que se disminuya su mérito exponiéndolas a la vista de los
hombres: por tanto solo debemos hacer a los hombres testigos de nuestra
penitencia, si los hemos hecho testigos de nuestros desórdenes: el escándalo
solo se repara por la conversión y la reforma de las costumbres.
En el luto y en
el ayuno no se usaba de baño ni de perfumes. Cuando Jesucristo manda que se
sirvan de ellos en el ejercicio de la penitencia, no se ha de estar al sentido
material de las palabras: quiere solamente que estemos tan lejos de la
afectación de parecer ayunadores, que antes bien parezcamos todo lo contrario,
y que en vez del aire triste y austero de los fariseos, usemos de maneras
francas, abiertas, de un aire festivo y contento; quiere que obremos sin
afectación, sin vanidad, sin máscara, sin hipocresía: a fin, dice san Ambrosio,
que no parezca, por decirlo así, que vendemos a los hombres nuestro ayuno, y
que trabajamos en nuestra salud con tristeza y con pesar, tomando un aspecto
sombrío y lloroso que vaya diciendo a todos que ayunamos.
También,
prosigue el Salvador, hay en el mundo otra flaqueza muy común, que es la gran
pasión de adquirir bienes. El Salvador añade el desprendimiento de los bienes
terrenos al precepto del ayuno, para prevenir al indecente motivo de aquellos
que llevados de una avaricia sórdida, solo ayunan para ahorrar. Ayunemos de tal
modo, dice san Agustín, que el ahorro de nuestros ayunos entre en el tesoro de
Jesucristo por las manos de los pobres, y no venga a ser el alimento de nuestra
avaricia. Yo no os impido, dice el Salvador a sus discípulos, el que juntéis
grandes tesoros, y con tal que no sean de la naturaleza de los que se juntan en
la tierra, que los consumen el orín y los gusanos, y que pueden robaros los
ladrones. No os afanéis por juntar otros tesoros que los del cielo, donde no
hay orín ni gusanos que los consuman, ni ladrones que excaven ni que roben; en
el cielo donde los tesoros que juntareis son inalterables, inamisibles y
eternos. Por otra parte, si, según el antiguo proverbio, donde está el tesoro
allí está el corazón, ¿no es más justo y más útil levantar sin cesar vuestro
corazón al cielo, querida patria vuestra, que apegarle a la tierra, triste
lugar de vuestro destierro?
San Hilario
explicando estas palabras de Jesucristo: no hagáis, dice, vuestro tesoro de la
opinión y de las alabanzas de los hombres; no esperéis de ellos vuestra
recompensa; esperadla únicamente de Dios. ¡Ah! ¡qué poco racionales son los
hombres! ¡qué poco conocen sus verdaderos intereses! No nos empeñamos con
actividad más que por los bienes de la tierra; bienes falsos, frívolos, vacíos,
bienes aparentes que nada tienen de durable, y que se nos deben quitar
necesariamente tarde o temprano. ¡Cuán ciegos somos! ¿por qué no dirigimos
todas nuestras miras y nuestras solicitudes hacia el cielo, hacia las
verdaderas riquezas, cuya posesión debe ser eterna, y que son las únicas que
pueden para siempre llenar nuestros deseos? El justo no tiene afición a la
vida, porque cuenta como nada los bienes de que goza en ella. No ha trabajado
ni trabaja más que para el cielo; allí está su tesoro, y por consiguiente su
corazón. ¡Qué sabio, qué dichoso es este justo en no apegarse aquí abajo, donde
es extranjero, y en hacer pasar todo el fruto de su trabajo al cielo; su
verdadera, su eterna patria! ¡Qué diferencia en la muerte entre el pecador y el
justo! el corazón del pecador está todo en la tierra, y le es preciso dejarla;
el corazón del justo está en el cielo, y la muerte le abre la entrada en él. La
palabra tesoro, dicen los intérpretes, significa no solo el dinero, sino también
los muebles, los vestidos preciosos, los repuestos de grano y de provisiones
para la vida; el orín no gasta más que el metal, los gusanos roen los muebles,
los vestidos y el grano.
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