LA EUCARISTÍA,
NECESIDAD DEL CORAZÓN DE JESÚS
Desiderio desideravi hoc Pascha
manducare vobiscum
“He deseado con
ardiente deseo comer esta pascua con vosotros” (Lc 22, 15)
La Eucaristía es una obra supererogatoria a la redención; la justicia
de su Padre no la exigía de Jesucristo.
La pasión y el calvario bastaban para reconciliarnos con Dios y
abrirnos las puertas de la casa paterna. ¿Para qué instituyó, pues, la Eucaristía?
La instituye para sí mismo, para su propio contentamiento, para
satisfacer los anhelos de su Corazón.
Así comprendida, la Eucaristía es la obra más divina, más tierna y más
empapada de amor celestial; su naturaleza, su carácter distintivo, es bondad y
expansiva ternura.
Aun cuando nosotros no hubiésemos sacado provecho de ella, Jesucristo
la hubiese instituido de igual manera, porque sentía la necesidad de
instituirla, y esto por tres razones.
I
Primero, porque era nuestro hermano, Jesucristo quiso satisfacer el
afecto fraternal que por nosotros sentía.
No hay afecto más vivo ni amor más expansivo que el amor fraterno. La
amistad exige igualdad, y ésta nunca es tan perfecta como entre hermanos; pero
el amor fraterno de Jesús está por encima de cuanto pueda imaginarse.
Dice la Sagrada Escritura que el alma de David estaba ligada
estrechamente a la de Jonatás y que los dos formaban una sola; mas por muy
estrecha que sea la amistad que une a dos hombres, siempre queda en el fondo de
cada uno de ellos un principio de egoísmo: el orgullo. En Jesucristo, en
cambio, no existe tal principio ni sombra de él, sino que nos ama de una manera
absoluta, sin ninguna mira personal. Poco importa que le correspondamos o no;
Él no se cansa de buscarnos con amor cada vez mayor.
Si un hermano desea ver a otro hermano y vivir con él; si Jonatás
languidecía lejos de David, ¿qué pena no le causaría a Jesucristo la idea de
tener que abandonarnos, siendo tan grande su deseo de estar siempre a nuestro
lado para podernos repetir: “Sois mis hermanos”?
¡Qué expresión más tierna! Con ninguna otra cualidad de Jesús, se
expresa mejor la amistad. Bien es verdad que es también nuestro bienhechor y
salvador; mas aquella amabilidad dulce y familiar no se ve en estos atributos.
La Eucaristía pasa el rasero sobre todos los hombres y engendra la
verdadera igualdad; fuera y aun dentro del templo hay dignidades, mas en la
mesa de Jesús, nuestro hermano mayor, todos somos hermanos.
¡Cuán impropio es acercarse uno a comulgar acordándose solamente de la
majestad y santidad de nuestro Señor! Bueno es esto cuando se medita sobre
algún otro misterio; pero tratándose de la Eucaristía, dejemos ellos
pensamientos y acerquémonos lo más posible a Jesús, a fin de que haya entre Él
y nosotros expansión y ternura.
II
Jesús quiso además permanecer entre nosotros por ser nuestro Salvador,
y esto no sólo para aplicarnos los méritos de la redención, pues hay otros
medios para ello, como la oración, los sacramentos, etc., sino para gozar de
sus títulos de Salvador y de su victoria.
El hijo salvado por su propia madre, de un gran peligro, es doblemente
amado.
Jesucristo nuestro Señor, a quien tanto le hemos costado, sentía la
necesidad de amarnos con ternura para resarcirse de los sufrimientos del
Calvario.
¡Cuánto ha hecho por nosotros! Nos ama en proporción de lo que le
hemos costado, y le hemos costado infinitamente.
No deja uno abandonados aquellos a quienes ha salvado. Una vez
expuesta la vida por ellos, se los ama como la propia vida, en lo cual el
corazón experimenta una dicha indescriptible.
Nuestro señor Jesucristo tiene corazón de madre, y antes hubiera
dejado a los ángeles que a nosotros.
Jesús tiene necesidad de volvernos a ver. Los que en el campo de
batalla fueron amigos no aciertan a expresar su satisfacción y alegría cuando
vuelven a encontrarse después de largos años. A veces se emprende un largo
viaje por visitar a un amigo, sobre todo si es amigo de la infancia. ¿Y por qué
razón no ha de tener Jesucristo estos sentimientos tan nobles y tan buenos?
Jesucristo conserva en la Eucaristía las señales de sus heridas. Las
ha querido conservar como trofeo de gloria y para su consuelo, porque ellas le
recuerdan el amor que nos tuvo.
¡Cuánto le agrada ver que nos acercamos a Él para darle gracias por
los beneficios que nos concedió y por los sufrimientos qué por nosotros se
impuso! Puede decirse que en gran parte instituyó la Eucaristía para que los
fieles acudiesen a su lado con el fin de consolarle de sus dolores, de su
pobreza, de su cruz. ¡Llega Jesús hasta mendigar la compasión y la
correspondencia a s u amor!
Sí; Jesucristo debe estar con aquellos a quienes ama; objeto de su
amor lo somos nosotros, porque nosotros somos los salvados por Él.
III
Finalmente, Jesucristo quiere vivir entre nosotros y atestiguarnos en
la Eucaristía su ardiente caridad, porque ve el amor infinito de su Padre
celestial hacia los hombres y siente la necesidad de pagarle por nosotros la
deuda de amor que hemos contraído con Él.
A veces se siente uno súbitamente poseído de afecto hacia una persona
desconocida, a la que por ventura ni siquiera se había visto: un rasgo, un
detalle, una circunstancia cualquiera que vemos en ella nos recuerda muchas
veces a un amigo querido y sentimos en nosotros simpatía hacia aquel que hace
así revivir en nuestra mente a un amigo perdido.
Asimismo nos sentimos inclinados otras veces a amar al amigo del amigo
nuestro, aun sin conocerle, y únicamente por ser grato a nuestro amigo; muy
poco se necesita para excitar en nosotros este amor, porque el afecto del
corazón se extiende, como por instinto, a todo lo que guarda relación con el
amigo.
Lo propio ocurre con Jesús. Dios Padre nos ama; y como Jesucristo ama
a su Padre, nos amará también a nosotros a causa de Él, independientemente de
cualquier otro motivo. Esto viene a ser para el Hijo de Dios una necesidad,
porque no puede olvidar aquellos a quienes ama su Padre.
Invirtiendo los términos de la cuestión, podemos decir a nuestro señor
Jesucristo: Gracias te doy, Señor, por haber instituido la Eucaristía en beneficio
mío; pero, dulce Salvador mío, permíteme que te diga que me debes a mí el
haberla podido instituir, por cuanto yo he sido la ocasión. Si en ella nos
puedes mostrar tus títulos de Salvador y llamarte hermano nuestro, yo he sido
la causa ocasional. Aun me estás obligado por poder seguir derramando tus
beneficios y continuar tu oficio de Salvador. A nosotros nos debes el hermoso
título de hermano.
Además de esto, nuestro Señor mendiga adoradores y Él es quien nos ha
llamado con su gracia. ¡Nuestro Señor nos deseaba, tenía necesidad de nosotros!
Necesita adoradores para ser expuesto, sin que pueda en caso contrario
salir del tabernáculo.
Para celebrar la santa misa se requiere por lo menos un ayudante que
represente al pueblo fiel: nosotros ponemos a nuestro Señor en condiciones de
ejercer su reinado.
Ahondad estos pensamientos, que ellos os elevarán y ennoblecerán;
excitarán en vosotros inmensos deseos de amor y os harán recordar que nobleza
obliga.
Repetid con frecuencia y con santa libertad a nuestro señor Jesucristo
¡Sí, Señor, algo nos debes!
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