IV. EL SEMBRADOR DE LA PALABRA DE DIOS
a)
TODO SACERDOTE, CON LA CONVENIENTE CIENCIA Y VIRTUD,
ESTÁ LLAMADO A PREDICAR.
“Por consiguiente, todo sacerdote dotado de la
conveniente ciencia y virtud, con tal que posea los dones naturales que se
requieren para no tentar a Dios, está llamado a predicar, y no habrá razón para
que no sea elegido por el obispo para tal cargo. Esto mismo es lo que quiere el
concilio de Trento (ses.24, de R., c.4) cuando manda que los obispos no
permitan predicar a los que no estén probados en virtud y ciencia” (Benedicto XV, Humani generis 4, 15 de junio de 1917).
b)
LA PREDICACIÓN ES PARA ÉL UN DERECHO INALIENABLE Y UN
DEBER IMPRESCINDIBLE.
“Pero el sacerdote católico es, además, ministro de Cristo y dispensador de los misterios de Dios (1 Cor. 4,1), con la
palabra, con aquel ministerio de la
palabra (Act. 6,4), que es un derecho inalienable y a la vez un deber
imprescindible que le ha sido impuesto por el mismo Cristo Nuestro Señor: Id, pues, enseñad a todas las gentes…,
enseñándoles a observar todo cuando yo os he mandado (Mt. 28, 19-20). La Iglesia
de Cristo, depositaria y custodio infalible de la divina revelación, derrama
por medio de sus sacerdotes los tesoros de la verdad celestial, predicando a
Aquel que es luz verdadera que ilumina a
todo hombre que viene a este mundo (Io. 1,9), esparciendo con divina
profusión aquella semilla, pequeña y despreciable a la mirada profana del
mundo, pero que, como el grano de mostaza del Evangelio (Mt. 13,21), tiene en
sí la virtud de echar raíces sólidas y profundas en las almas sinceras y
sedientas de verdad y hacerlas como árboles que resistan a los más recios
vendavales”. (Pío XI, Ad Catholici
sacerdotii 18: Col. Enc., p.926).
c)
PORQUE POR MEDIO DE LA PREDICACIÓN EJERCITA LA IGLESIA
SU MINISTERIO DE LA PALABRA.
“La Iglesia ejercita su ministerio de la palabra por medio de los sacerdotes, distribuidos
convenientemente por los diversos grados de la jerarquía sagrada, a quienes
envía por todas partes como pregoneros infatigables de la buena nueva, única
que puede conservar, o implantar, o hacer resurgir la verdadera civilización. La
palabra del sacerdote penetra en las almas y les infunde luz y aliento; la
palabra del sacerdote, aun en medio del torbellino de las pasiones, se levanta
serena y anuncia impávida la verdad e inculca el bien: aquella verdad que
esclarece y resuelve los más graves problemas de la vida humana; aquel bien que
ninguna desgracia, ni aun la misma muerte, puede arrebatarnos; antes bien, la
muerte nos lo asegura para siempre” (Pío XI, Ad catho. sacerdotii 19: Col. Enc., p.926-927).
d)
EL QUE TIENE CARGO DE PREDICACIÓN SE ENCUENTRA EN LA
VANGUARDIA DEL EJÉRCITO DE CRISTO.
“Tener cura de almas y cargo de predicación en las
grandes ciudades significa, hoy más que nunca, encontrarse en la vanguardia de
la milicia de Cristo. Significa contarse entre aquellos sobre los cuales, más
que sobre los demás, gravita el pondus
diei et aestus (Mt. 20,12); entre aquellos a cuyo espíritu sobrenatural, a
cuya probada experiencia, a cuya incondicional fidelidad y entrega está, más
que a los restantes, encomendada la suerte de la Iglesia y del rebaño de Cristo”
(Pío XII, A los predicadores de Cuaresma,
2 de marzo de 1950).
e)
EL PREDICADOR NECESITA DE TODO PUNTO LA CIENCIA
SAGRADA.
“Al predicador le es de todo punto necesaria la
ciencia, como hemos dicho, y quien de su luz está privado, fácilmente tropieza,
según la muy verídica sentencia del concilio Lateranense IV: “La ignorancia es
la madre de todos los errores”. Sin embargo, no queremos entender esto de toda
ciencia, sino de aquella que es propia del sacerdote, y que, por decirlo en
pocas palabras, abraza el conocimiento de sí mismo, para que cada uno excluya
sus propias utilidades; y el de Dios, de modo que haga que todos le conozcan y
le amen; y el de los deberes, para que él cumpla los propios y haga a cada cual
cumplir los suyos. La ciencia de todas las otras cosas, si falta ésta, infla y
nada aprovecha” (Benedicto XV, Humani
generis 4).
f) COMO EMBAJADORES DE CRISTO, LA MISIÓN DEL PREDICADOR
ES DAR TESTIMONIO DE LA VERDAD.
“Lo que los predicadores deben proponerse al cumplir
el encargo recibido se desprende de que pueden y deben decir como San Pablo: Somos embajadores de Cristo (2 Cor.
5,20). Pues si son embajadores de Cristo, deben querer en el cumplimiento de su
embajada lo mismo que Cristo quiso al encomendársela, es decir, lo mismo que Él
se propuso mientras vivió sobre la tierra. Porque ni los apóstoles ni, después
de los apóstoles, los predicadores son enviados de otra manera que como el
mismo Cristo: Como me envió mi Padre, así
os envío yo (Io. 20,21). Y ya sabemos a qué bajó Cristo del cielo, pues claramente
lo dijo (Io. 18,37): Yo para esto he
venido al mundo, para dar testimonio de la verdad (Io. 10,10); Yo he venido para que tengan vida”
(ibid. 4).
g)
SÓLO LOS QUE ARDEN EN AMOR SABEN INFLAMAR A LOS DEMÁS.
“¡Oh si todos los que se emplean en el ministerio de
la palabra amaran de veras a Jesucristo! ¡Oh si pudiesen decir aquello de San
Pablo: Por cuyo amor todo lo sacrifiqué (Phil.
3,8), y mi vivir es Cristo! (Phil. 1,
21). Sólo los que arden en amor saben inflamar a los demás. Por eso San
Bernardo amonesta así al predicador: “Si eres sabio, te mostrarás fuente y no
canal” (In Cant. Cant. serm. 12),
esto es: “Está tú mismo lleno de lo que dices, y no te contentes con predicarlo
a los demás”. Pero, como añade el mismo Doctor, “hoy en la Iglesia tenemos
muchos canales y, en cambio, muy pocas fuentes” (ibid. 6).
h)
PORQUE LA PREDICACIÓN SIN LA CARIDAD ES UNA
CONTRADICCIÓN.
“Aquel que como apóstol del Evangelio, como anunciador
de las verdades eternas y de la buena nueva se encuentra frente al mundo, no
puede y no debe obrar sino en nombre del amor. El paulino aes sonans aut cymbalum tinniens (1 Cor. 13,1) para ningún otro es
válido más inexorablemente que para el predicador a cuya palabra falta la
unción de la caridad. Puede haber predicadores a los que les falte el don de la
facundia. Un apostolado sin facundia es posible. Un apostolado sin amor es una
contradicción en los términos. Por eso tened siempre ante los ojos la sentencia
de un gran romano y de un gran Papa (cf. S. Gregorio M., Hom. 17 in Evang. 1: PL
76,II39): “Qui charitatem erga alterum
non habet, praedicationis officium suscipere nullatenus debet” (Pío XII, A los predicadores de Cuaresma de Roma,
2 de marzo de 1950).
i)
NECESITA TAMBIÉN EL PREDICADOR TENER PACIENCIA EN LOS
TRABAJOS, CON LO QUE PURIFICA SU ALMA Y DA EJEMPLO AL PUEBLO.
“Ahora bien, esta paciencia en los trabajos, si en
verdad resplandece en el predicador, así como lo limpia de cuanto haya en él de
humano y le alcanza la gracia de Dios para hacer fruto, así también es increíble
hasta qué punto recomienda su labor delante del pueblo cristiano” (Benedicto
XV, Humani generis 4).
j)
ADEMÁS DE QUE POCO PUEDEN MOVER LAS VOLUNTADES LOS QUE
NO TIENEN ESPÍRITU DE SACRIFICIO.
“Por el contrario, no pueden mover las voluntades
aquellos que, adondequiera que vayan, buscan más de lo justo las comodidades de
la vida, de tal suerte que, mientras tienen sermones, casi no atienden a
ninguna otra cosa de su sagrado ministerio, de modo que aparece que cuidan más
de su propia salud que de la utilidad de las almas” (ibid., 4).
k)
PERO, SOBRE TODO, EL PREDICADOR LO QUE NECESITA ES EL
ESPÍRITU DE ORACIÓN, PARA CONSEGUIR LA DIVINA GRACIA.
“Es necesario al predicador lo que se llama el
espíritu de oración: así nos lo da a conocer el Apóstol, el cual, luego que fue
llamado al apostolado, se decidió a ser hombre de oración: Que está orando (Act. 9,2). Porque no se halla la salud de las
almas hablando con facundia ni disertando con agudeza o perorando con
vehemencia; el predicador que en esto se para no es más que bronce que suena o címbalo que retiñe (1
Cor. 13,1). Lo que hace que la palabra humana tenga poder y sirva
maravillosamente para la salud, es la divina gracia: Quien dio el crecimiento fue Dios (1 Cor. 3,6). Ahora bien, la
gracia de Dios no se obtiene con estudio y arte, sino que se alcanza con la
oración. Por lo tanto, el que poco o nada es dado a ella, en vano consume sus
trabajos y sus cuidados en la predicación, pues delante de Dios no alcanza
provecho ni para sí ni para los demás” (ibid., 4).
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