DOMINGO
SEGUNDO DE CUARESMA
Salmo 24, 6, 3 y 22.
Epístola del Apóstol San Pablo a los Tesalonicenses 4,
1-7
San Mateo 17, 1-9
Este segundo
domingo de Cuaresma ha sido vacante por espacio de muchos siglos en la Iglesia;
esto es, ha estado sin oficio particular, porque el del sábado precedente, que
era extraordinariamente largo a causa de la ordenación, ocupaba a los fieles
toda la noche; de suerte que muchas veces no se acababa la Misa hasta cerca de
la salida del sol. Esto es lo que ha hecho decir a muchos, que las oraciones y
las ceremonias de la ordenación, la cual no comenzaba hasta después del oficio
de las cuatro Témporas, esto es, el sábado por la tarde, y a las que asistían
todos los fieles, era el verdadero oficio del segundo domingo de Cuaresma. El
ayuno del sábado duraba hasta el domingo por la mañana; y desde la comida del
ayuno del viernes, hasta la mañana del domingo, se pasaba sin tomar nada.
Habiéndose hecho en lo sucesivo dañoso a la salud de muchos la fatiga de este
doble ayuno, junta a la de la vigilia de toda la noche y a la de la ordenación,
la Iglesia, esta buena Madre, siempre atenta a las necesidades aun corporales
de sus hijos, redujo las ordenaciones a los sábados de las cuatro Témporas,
dejando por consiguiente libre todo el oficio del domingo. Esta nueva
disposición dejó al segundo domingo de Cuaresma en un vacío, por decirlo así,
que fue necesario llenar con un oficio particular. Por de pronto se contentó
con repetir el oficio y la Misa del sábado precedente, quitando las lecciones
del Antiguo Testamento, y así permaneció hasta algunos años antes de establecer
una uniformidad en el oficio. En algunas iglesias se observó todavía algún
tiempo el uso que se practicaba en Francia, de leer la parábola del Hijo
pródigo para el Evangelio de la Misa del día; en otras partes se adoptó del
oficio del jueves precedente el Evangelio de la Cananea; y esto es lo que indica
el uso que aún se sigue en algunas iglesias antiguas de predicar hoy el
Evangelio de la Cananea con preferencia al Evangelio del día. Por último, todos
se han convenido en la elección del Evangelio del sábado precedente, el cual
contiene la historia de la Transfiguración. La iglesia de Milán guarda todavía
su antigua costumbre de leer en la Misa de este día el Evangelio de la
Samaritana. También se llamó comúnmente este segundo domingo Reminiscere, tomado de la primera
palabra del introito de la Misa.
Este introito
está tomado del salmo XXIV, que, como hemos dicho ya, fue compuesto por el
santo Profeta rey cuando la rebelión de su hijo Absalón le obligó a salir de
Jerusalén y salvarse a pie, abandonado casi de todo el mundo. El Espíritu Santo
se sirvió de esta aflicción y de esta humillación para inspirarle los más
devotos y más interesantes sentimientos de penitencia, y una confianza la más
viva en la misericordia de Dios: también hallamos en todo este salmo la oración
más cristiana que puede hacer un pecador, principalmente cuando se halla más
combatido de los enemigos de la salud.
Acordaos, Señor,
de vuestras antiguas misericordias, de aquellas misericordias que tantos siglos
hace ejercitáis; no permitáis que caigamos jamás bajo el poder de los enemigos
de nuestra salvación. Libradnos, Dios mío, de todos los peligros que nos
amenazan. San Agustín traduce estas últimas palabras de este modo: Libradme, oh
Dios de Israel, de todos los motivos de mis aflicciones. En todo este salmo
David pondera y exalta la misericordia del Señor como el motivo principal de su
confianza en Él, a pesar del número y la gravedad de sus pecados. Considera el
Profeta la misma gravedad de su pecado como un motivo particular de su grande
confianza: Me perdonarás mi pecado,
porque es muy grande. Como si dijera: Vuestra misericordia, Señor, es
infinita, y me atrevo a decir que no hay nada que os haga tanto honor, y que dé
una idea más alta de vuestra grandeza infinita y de vuestro poder sin límites,
como vuestra excesiva bondad. Tampoco hay por lo mismo cosa alguna más a
propósito para que brille esta bondad, que el perdón que me concederéis de
todos mis pecados, por grande que sea su número. Es bien claro que lo que ha
obligado a todos los Profetas, y singularmente a David en los Salmos a admirar
y exaltar sin cesar con expresiones enfáticas la misericordia de Dios sobre
todos sus atributos, es el haberse dignado hacerse hombre para rescatar a los
hombres por su muerte de cruz. En efecto, la encarnación y la redención son
misterios incomprensibles, pero muy a propósito para excitar nuestra confianza
y nuestro arrepentimiento.
Con respecto a
la Epístola que se ha aplicado al nuevo oficio de este domingo, no se ha creído
oportuno el repetir la del oficio del sábado precedente; pero se ha tomado un
asunto semejante entre las instrucciones que san Pablo da a los tesalonicenses
en la misma carta para enseñar a los fieles a vivir santamente en el mundo, y
adelantarse en los caminos de la perfección. Os suplicamos, dice el Apóstol, y
os conjuramos por el amor de Jesucristo, que marchéis sin cesar ni aflojar en
lo más mínimo por los caminos de Dios, y en la exacta observancia de sus
mandamientos, para que así le agradéis siempre como os lo hemos enseñado. No
basta haber comenzado bien, es preciso perseverar y adelantar más cada día.
Vosotros sabéis cuáles son los preceptos que os hemos intimado de parte de
Dios, y lo que Él espera de vuestra fidelidad en su servicio. ¡Qué verdad más
consoladora y más a propósito para animar vuestro celo hacia vuestra
perfección, que saber que nada desea Dios tanto como vuestra santificación! No
hay uno entre vosotros al cual no llame Dios a la santidad. Tal fue su designio
cuando os llamó a su servicio; y por esto el divino Salvador exhorta en tantos
parajes a todos los Cristianos a que vivan de una manera tan pura, tan santa,
tan irreprensible, de una manera, en suma, digna de su vocación. Absteneos de
toda impureza: la menor culpa contra esta delicada virtud mancilla el alma y la
hace horrible a los ojos de Dios. Acordaos, continúa, que vuestros cuerpos son
los templos del Espíritu Santo; no los profanéis con la más pequeña mancha. Un
cristiano debe tener una especie de veneración y de respeto a su cuerpo como
miembro que es de Jesucristo. ¿No sabéis, dice el mismo Apóstol a los de
Corinto (1 Corinth. VI), que vuestros cuerpos son miembros de Jesucristo?
¿Ignoráis que vosotros mismos sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios
habita en vosotros? (1 Corinth. III). ¡Qué crimen el arrojarle de él por una
profanación sacrílega! No sigáis el ejemplo de los paganos, que no tienen más
regla para obrar que sus pasiones, de las cuales son esclavos. Nadie use de
violencia ni de superchería con respecto a su hermano, en cualquier negocio que
sea, y cualquiera que sea la razón para ello, porque dice: al Señor es a quien
toca la venganza de estas cosas. La rectitud y la buena fe deben formar en
parte el carácter de los Cristianos. ¿Qué se gana con el disimulo y los
artificios? Los hombres que no ven el corazón pueden ser sorprendidos por las
apariencias; pero Dios penetra el fondo del corazón (Psalm VII), descubre todos
nuestros artificios (1 Reg. XVII). Dios no nos ha llamado para que seamos
impúdicos, sino para que lleguemos a ser Santos. ¡Qué glorioso es para nosotros
este fin!
Como el
Evangelio de la Misa de este día es el mismo que el de la del precedente, no se
repite aquí la historia de la transfiguración del Salvador del mundo,
contentándonos con añadir algunas reflexiones sobre este misterio.
Se entiende por
la transfiguración del Salvador aquella mutación milagrosa que obró Jesucristo
sobre su cuerpo, en presencia de san Pedro, de Santiago y de san Juan sobre la
montaña del Tabor, en donde apareció con el esplendor brillante de su gloria,
en medio de Moisés y de Elías, con quienes conversó algún tiempo acerca de la
ignominia de su muerte. La gloria de que gozaba el alma de Jesucristo desde el
primer instante de su encarnación debía naturalmente pasar a su cuerpo, y solo
un milagro continuo tenía suspendida y como retenida esta gloria dentro de su
alma, para que no apareciese nada de ella sobre su cuerpo durante todo el curso
de su vida mortal. El fin que se había propuesto en su encarnación, y la
elección que desde la eternidad había hecho de rescatar a los hombres por las humillaciones
de su pasión, y por la ignominia de la cruz, exigían este milagro. Si durante
su vida hubiese resaltado esta gloria en su cuerpo, ¿se hubiera jamás pensado
en maltratarle? ¿se hubieran nunca atrevido a crucificar al Señor de la gloria?
Jesucristo sobre la montaña en el día de su transfiguración hizo que cesase por
algunos momentos este milagro. Dejó salir sobre su cuerpo algunos rayos de
aquella gloria de que su alma gozaba. Su rostro y todo su cuerpo apareció
entonces más resplandeciente que el sol, y sus vestidos más brillantes y más
blancos que la nieve. El brillo que salía de todo su cuerpo era tan
extraordinario, que deslumbrados los Apóstoles, y no pudiéndolo sufrir con sus
ojos, se echaron a tierra con el rostro contra el suelo. Parecía haber caído el
sol sobre la cima de aquella montaña, y si esto hubiese sucedido en la noche
más oscura, el esplendor del cuerpo de Jesucristo la hubiera convertido en el
día más brillante. La transfiguración del Salvador fue como un preludio de la
gloria con que poco tiempo después debía ser glorificado; y el testimonio que
dio en este día el Padre eterno de la divinidad de su Hijo, en quien dese la
eternidad tenía sus más caras delicias, hace este misterio uno de los más
interesantes y de los más instructivos de la religión cristiana.
Santo Tomás
prueba que era conveniente que Jesucristo se transfigurase para hacer así más
incontrastables la fe y la esperanza de los Apóstoles. La una y la otra debían
verse expuestas a pruebas extrañas a vista de los oprobios, de los
sufrimientos, y de la muerte ignominiosa del Salvador. Los Apóstoles antes de
la venida del Espíritu Santo no tenían más que una idea grosera de la Religión.
Su fe era muy imperfecta, y su esperanza muy débil. Los milagros que hacía el
Hijo de Dios eran un motivo poderoso de credibilidad, pero al fin, un Moisés,
un Elías, y tantos otros profetas sin ser Dios, habían hecho milagros
semejantes; era necesario alguna cosa más extraordinaria que fuese una prueba
visible de su divinidad, y que le diese una idea más justa de la felicidad
eterna que debía ser su recompensa; y esto es lo que se halla sensiblemente en
la transfiguración del Salvador.
Jesucristo llevó
consigo a san Pedro, dice san Juan Damasceno, porque debía ser el pastor de la
Iglesia universal, y porque había ya confesado la divinidad del Salvador, dócil
a las luces que había recibido del eterno Padre. Llevó a Santiago, porque debía
ser el primero entre los Apóstoles que firmaría con su sangre la divinidad de
su divino Maestro; en fin, llevó a san Juan, como el que entre sus evangelistas
debía publicar de una manera más clara y más precisa su divinidad. El Verbo,
dice al comenzar su Evangelio, era ya en el principio; el Verbo estaba en Dios,
y el Verbo era Dios. Mas si Jesucristo los hace testigos de su gloria en el
Tabor, quiere que también lo sean de su agonía en el huerto de los Olivos. El
Salvador no da parte de sus dulzuras sino a aquellos que toman parte en las
amarguras de su pasión.
Separadamente, y
sobre una montaña muy elevada, hace Jesucristo a los discípulos testigos de su
transfiguración. Así es como se descubre aun todos los días a las almas fieles
que atrae al retiro, y que por medio de la oración se elevan sobre los objetos
creados. Aquellas almas flojas que toda su vida andan arrastrando por la
tierra, son indignas de estos favores celestiales que Dios no hace sino a
aquellos que aspiran a la perfección de la virtud. El cuerpo desfigurado hoy,
abatido, consumido por los rigores de la penitencia, brillará como un sol por
toda una eternidad. Este pensamiento es el que sostiene entre los rigores de
una vida austera a tantos cristianos fervorosos, a tantos santos religiosos.
Las dulzuras espirituales, aun en esta vida, son frutos de la cruz. En medio de
aquella gloria que resalta por todas partes, en medio de aquel día brillante
que puede llamarse un día de triunfo para la sagrada humanidad de Jesucristo,
este divino Salvador no habla más que de las humillaciones de su muerte y de
sus tormentos; toda la gloria, pues, de un cristiano sobre la tierra debe
consistir en la mortificación y en las cruces, decía el Apóstol. Jesucristo
prohíbe a los testigos de su gloriosa transfiguración el que hablen de ella
hasta después de su resurrección: tanto temía el impedir su pasión por la
publicación de esta maravilla. ¡Cosa admirable! Jesucristo, para hacer brillar
su gloria, escoge una montaña retirada; lleva consigo muy pocos testigos, y
todavía les previene que guarden silencio sobre lo que han visto. Mas cuando se
trata de sufrir una muerte vergonzosa, elige una montaña expuesta a la vista de
toda Jerusalén. Así confundís ¡Oh Salvador mío! Nuestro orgullo con vuestro
ejemplo.
FUENTE: P. Jean Croisset SJ, Año Cristiano ó ejercicios devotos para todos los domingos, cuaresma y fiestas móviles, TOMO I, Librería Religiosa. 1863. (Pag.318-323)
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