XI. La presentación de la Virgen María.
Entre los judíos había dos géneros de presentación en
el templo: la primera era de obligación, pues era mandada por la ley, y era la
que hacían las mujeres en determinados días después de sus partos; es a saber,
a los ochenta días por las niñas, y a los cuarenta por los varones. La otra
presentación se hacía por los que habían votado consagrar sus hijos al servicio
de Dios en el templo, como la que hizo Ana, madre de Samuel, y santa Ana, madre
de la santísima Virgen. Había para esto alrededor del templo de Jerusalén
habitaciones destinadas, unas para los hombres, otras para las mujeres, algunas
para los niños, y otras para las niñas, que debían cumplir la promesa que
habían hecho ellos o ellas, o sus padres por ellos. Había maestros hábiles, y
maestros de una virtud conocida para educar en la piedad a los niños y niñas
respectivamente; y el empleo de éstos y de éstas era servir en los ministerios
sagrados, cada cual según su edad, su estado, su sexo y su capacidad.
Instruidos san Joaquín y santa Ana en aquello del Sabio: Si has hecho voto a Dios, no dilates su cumplimiento, desde que
vieron que su santa hija tenía más prudencia y más virtud a los tres años que
los otros niños a los quince, resolvieron cumplir su voto, cuyo cumplimiento
solicitaba su santa hija con un ardor extraordinario.
Esta piadosa ceremonia se hacía siempre con
solemnidad; los padres, acompañados de toda la parentela, llevaban sus hijos al
templo: habiendo el padre y la madre presentado el niño al sacerdote al pie del
altar, le decían el voto que habían hecho de consagrar su hijo al templo; y
después de ciertas oraciones el sacerdote le admitía solemnemente en el número
de los ministros o sirvientes de la casa de Dios, hasta un tiempo determinado;
y esto es lo que se llamaba prestar un niño al Señor, según el lenguaje de la
Escritura: Idcirco et ego commodavi eum
Domino; por eso le he prestado al Señor, decía Ana, madre de Samuel, cuando
fue a presentarle en el templo.
Isidoro de Tesalónica dice que la ceremonia de la
presentación de la santísima Virgen en el templo de Jerusalén se hizo con un
aparato extraordinario: que no solo quiso acompañarla toda la parentela, sino
que por una inspiración secreta de la Divina Providencia, cuyo misterio se
ignoraba, todas las personas de distinción de Jerusalén quisieron asistir a
esta augusta ceremonia, mientras que los Ángeles acompañaban y celebraban con
sus dulces cánticos esta fiesta. No se sabe quién fue el sacerdote que recibió
a esta incomparable virgen. San German, patriarca de Constantinopla, y Jorge de
Nicomedia tienen por verosímil que fue san Zacarías, padre de san Juan
Bautista. Esta presentación fue, sin duda, acompañada de algún sacrificio, como
lo fue la de Samuel; pero el que hizo entonces a Dios esta bienaventurada niña
de todo cuanto era y tenía, fue de un valor y de un mérito mucho mayor delante
de Dios, que todas las víctimas inmoladas.
Las otras niñas que se presentaban en la menor edad
para ser consagradas al servicio del templo, como la mayor parte de ellas no
tenían todavía el uso de la razón, no sabían lo que se hacía de ellas en esta
ceremonia, y su voto no tenía mérito sino por respecto a la consagración
interior y espiritual que hacían de ellas sus padres; pero María, en quien por
un privilegio especial se había adelantado el uso de la razón y de la libertad
desde el primer instante de su vida, instruida perfectamente por el Espíritu
Santo, conocía toda la santidad de esta augusta ceremonia, y la acompañaba de
todos los sentimientos de religión y de las demás virtudes; lo que hacía que su
sacrificio fuese más meritorio y más agradable a los ojos de Dios que cuantos
se habían ofrecido hasta entonces en el mundo. Omnis gloria ejus filiæ Regis ab intus, dice de la santísima Virgen
el Profeta. Por más que las brillantes cualidades exteriores de esta hija del
Rey de los cielos, que había de ser a un mismo tiempo Esposa y Madre suya,
fuesen la admiración y el embeleso de todos, sin embargo, era infinitamente más
hermosa interior que exteriormente por sus eminentes virtudes. Por esto la
Iglesia, gobernada en todo y por todo por el Espíritu Santo, ha querido honrar
esta santa presentación con una fiesta particular que se celebra el 21 de
noviembre. ¿Por ventura había visto Dios jamás víctima que le fuese más
agradable? ¡Qué de espíritus celestiales asistirían a este acto de religión tan
glorioso para Dios, a esta augusta ceremonia, que era la admiración de toda la
celestial Jerusalén! Todo el cielo estuvo de fiesta en este dichoso día: ¿cómo
podía, pues, la Iglesia dejar de celebrar el mismo día la memoria y la fiesta
de la presentación de su Reina y abogada? Esto es lo que movió a tantos santos
Padres, a san Evodio de Antioquía, a san Epifanio de Salamina, a san Gregorio
de Nisa, a san Gregorio el Teólogo, a san Andrés de Creta, a san German de
Constantinopla, a san Juan Damasceno, y a tantos Padres latinos a mirar la
presentación de la santísima Virgen en el templo de Jerusalén como el primer
acto de religión más agradable a Dios, y la fiesta de este día como el preludio
y el ensayo, por decirlo así, de todas las fiestas.
Habiendo sido admitida la santísima Virgen en el
número de las niñas consagradas solemnemente al Señor, aunque era la más joven
de todas, bien pronto sobrepujó en cordura, en virtud y en mérito, tanto
interior como exteriormente, a todas las otras. Las bellas prendas de que
estaba dotada la ganaron muy desde los principios el corazón y la estimación de
las devotas matronas, destinadas a educarla. Jamás se vio educación más bella,
más feliz, y que costase menos. El tesoro de gracias, de virtudes, de
merecimientos con que el Espíritu Santo la había enriquecido desde su
Inmaculada Concepción, y que ella aumentaba todos los instantes por su fiel
correspondencia, se desplegaba todos los días a los ojos de cuantos la veían; y
si decimos que desde entonces era ya mirada como la maravilla de su sexo, como
el prodigio de su siglo, y como un milagro de inocencia, nada tendrán de
ponderación estas expresiones.
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