VI.
El Nacimiento de Jesucristo
Estaba la
santísima Virgen en el noveno mes de su embarazo, cuando se publicó un edicto
de Augusto César, que ordenaba se hiciese una exacta descripción y enumeración
de todos los súbditos del imperio, y que se le formase un estado de ellos. La orden
para hacer la descripción de los judíos se le encargó a Cirino, comandante de
la Siria; porque aunque la Judea no era todavía tributaria ni estaba puesta en
el número de las provincias del imperio, Augusto miraba ya a los judíos como a
sus súbditos, y al mismo rey Herodes le miraba como a un esclavo. Para evitar
la confusión que podía haber en la descripción, se ordenó que todas las cabezas
de familia concurriesen a la ciudad de donde era originaria su familia para
hacerse escribir en los registros públicos, y para pagar la capitación general
que se había impuesto. En todo no tenía Augusto sino miras de avaricia y de
ambición; pero la Providencia Divina disponía así las cosas para que precisados
José y María a concurrir a Belén, el Mesías viniese al mundo en la ciudad en
que estaba predicho había de nacer.
Hicieron José y
María este viaje con mucha pena e incomodidad, porque como todos los de la
familia de David habían concurrido a mismo pueblo en conformidad de lo que
ordenaba el edicto, estaban llenas todas las posadas; además que el estado
pobre de la santísima Virgen y de san José hacía que no se llevase mucha cuenta
con ellos para admitirlos en las posadas; y así no hallando en dónde alojarse
en la ciudad, se vieron precisados a retirarse a una gruta o cueva cavada en
una roca, la cual pertenecía a una posada que estaba junto a una de las puertas
de la ciudad por fuera, y que servía de establo a la posada. Este fue el lugar que
el soberano Señor del cielo y tierra escogió para nacer. Todo debía ser
extraordinario en el nacimiento de un Hombre-Dios. Los príncipes de la tierra,
tan puros hombres como los más viles de sus súbditos, tienen necesidades de
nacer en soberbios palacios, a fin de que el resplandor y magnificencia del
lugar ensalcen de algún modo la flaqueza natural de su nacimiento, el cual sin
esta pompa exterior nada tendría que le distinguiese del nacimiento del menor
de sus súbditos; pero un Dios-Hombre no tiene necesidad de un resplandor ajeno;
Él mismo es toda su majestad y toda su gloria; a sus ojos lo mismo vale el
trono más soberbio que el establo más despreciable; lo mismo el palacio más
magnifico que el pesebre más pobre; parece también más conveniente que un
Hombre-Dios, habiendo de nacer sobre la tierra, naciese en un lugar que no
prestase ni contribuyese a nada a la idea que debemos tener de su infinita
grandeza y de su majestad divina.
En esta cueva,
pues, que servía para recogerse en ella las bestias, fue en donde la santísima
Virgen, sintiendo a media noche que había llegado el término de su parto, dio a
luz a Jesucristo sin padecer el menor dolor, y sin dejar de ser la más pura de
las vírgenes. Fue esto el año 6,000 de la creación del mundo; 2957 después del
diluvio; 2075 después del nacimiento de Abraham; 1510 después de Moisés, y del
tiempo en que el pueblo de Israel salió de Egipto; 1032 después que David fue
ungido y consagrado rey; la semana 65 según la profecía de Daniel; en la
olimpiada 194; el año 752 después de la fundación de Roma; el 42 del imperio de
Octaviano Augusto, gozando todo el universo de una profunda paz en la sexta
edad del mundo. En este día afortunado, que era el 25 del mes de diciembre, y
que es el punto fijo de la era o época cristiana, nació en Belén Jesucristo, el
Mesías prometido, el Rey, el Padre, nuestro Juez, nuestro Redentor, nuestra
salud.
Por más oscuro
que fuese, según el mundo, este nacimiento, sin embargo se publicó al mismo
instante, no solo en el país vecino, sino también en los pueblos más distantes.
Envió Dios sus Ángeles a anunciar el nacimiento del Mesías a algunos pastores
que velaban en los alrededores de Belén en la guarda de sus ganados, al mismo
tiempo que a los Magos de Oriente les hizo ver un nuevo astro que les anunciaba
el mismo nacimiento. Un Ángel lleno de luz y de resplandores se apareció de
repente a los pastores; al principio fueron asaltados de un gran temor; pero el
mismo Espíritu celestial, cuyo resplandor los había aterrado, los serenó y
calmó bien presto, diciéndoles: No temáis, porque no vengo a anunciaros nuevas
funestas; soy enviado de Dios para que os anuncie una nueva, que para vosotros
y para todo el pueblo debe ser motivo del más dulce gozo; vengo a deciros que
el Mesías, aquel Salvador deseado por tanto tiempo y esperado tantos siglos,
acaba de nacer en la ciudad de David; este es el Cristo, vuestro Señor y
vuestro Dios, el cual viene a haceros eternamente felices; le encontraréis en
un establo, envuelto en pañales, y recostado muy pobremente en un pesebre por
falta de cuna: estas son las señales que os doy para que le conozcáis, no
podéis equivocaros; los sentimientos y afectos interiores que os inspirará su
presencia, bien presto os harán sentir que el niño a quien vais a tributar
vuestros homenajes es vuestro Salvador y vuestro Dios.
Apenas el Ángel
cesó de hablar, cuando una tropa numerosa de espíritus celestiales empezó a
cantar las alabanzas de Dios, y a decir en alta voz: Gloria a Dios en lo más
alto de los cielos, y paz en la tierra a los hombres que tienen un corazón recto
y una voluntad sincera de agradarle. Acabado de decir esto, desapareció la luz
celestial y el concierto de aquellas voces tan sonoras. Transportados entonces
del más dulce gozo que se puede sentir sobre la tierra, aquellos afortunados
pastores se dijeron unos a otros: Vamos, vamos hasta Belén, y veamos el
prodigio que Dios acaba de hacer y que se ha dignado manifestarnos. Corren a
Belén, y habiendo entrado en el establo, encuentran en él a María y a José con
el divino Niño que estaba reclinado en un pesebre. Viendo entonces con sus
propios ojos todo lo que el Ángel les había dicho, se desatan en bendiciones y
en alabanzas de Dios. Desde luego el divino Infante se trae a sí todas sus
miradas; se postran a sus pies, le adoran como a su Dios, su Libertador, su
Salvador; en una palabra, le adoran como al Mesías, y explican sus sentimientos
con las lágrimas de gozo que derraman sus ojos. Vueltos, después de esto, de su
admiración, cuentan de un modo sencillo y natural todo lo que les había
sucedido; siendo, por decirlo así, los primeros predicadores del Mesías. María quiso
saber hasta las menores circunstancias de esta aparición; se informó, pues, de
todo, y después que se hubieron retirado los pastores, no ocupó su espíritu y
su corazón sino en pensar y ponderar estas maravillas.
Mandaba la ley
de Moisés que los hijos varones se circuncidasen al octavo día después de su
nacimiento, según la orden que Dios intimó a Abraham sobre este particular; y
en esta ceremonia legal se les ponía a los niños un nombre. Llegado, pues, este
día octavo, aunque el Hijo de Dios estaba verdaderamente dispensado de esta
ley, quiso no obstante sujetarse a ella; así como habiendo cargado sobre sí
nuestros pecados, quiso tomar las insignias o apariencias de pecador, aunque
era la misma inocencia. Fue, pues, circuncidado según costumbre, y le pusieron
el nombre de Jesús que significa Salud de Dios y Salvador; nombre
adorable que su Padre Dios le había dado por el ministerio del Ángel aun antes
que hubiese sido concebido en el seno de su Madre; nombre augusto que encierra
en compendio todos los misterios de nuestra redención; nombre divino que no
llena su verdadera significación sino en la persona adorable del Salvador del
mundo; nombre sobre todo nombre, al cual debe doblar la rodilla todo cuanto hay
en el cielo, en la tierra y en los infiernos; nombre todopoderoso, en virtud
del cual se han hecho y se hacen los más estupendos milagros; nombre
incomparable, pues no hay otro debajo del cielo, en virtud del cual debemos ser
salvos. El 1º de enero fue el día en que el Salvador del mundo se sujetó a la
ley de la circuncisión, la cual puede llamarse el gran misterio de sus
humillaciones, la prenda primitiva de nuestra salvación, la consumación de la
ley antigua, y como las arras y el sello de la nueva alianza.
No habiéndose
extendido sino sordamente y alrededor de Belén el ruido del nacimiento del
Mesías, por lo que habían publicado y dicho los pastores, no había hecho mucha
impresión en el espíritu del simple pueblo, ni tampoco en el de la gente
principal, cuando he aquí que a pocos días de la circuncisión se vieron llegar
a Jerusalén los Magos. (Eran éstos, según la opinión más común y más
universalmente recibida en la Iglesia, unos pequeños soberanos, cuyos Estados
estaban situados hacia el Oriente, respecto de la Judea; la gente de su país
los respetaba infinitamente, y los miraba como a los depositarios de la
religión y de las ciencias, en las que eran muy versados, especialmente en la
astronomía). Es verosímil que vinieron de la Arabia Feliz, que había sido
habitada por los hijos que Abraham había tenido de Cetura, su segunda mujer, y
que descendían de Jectan, padre de Sabá, y de Madian, padre de Efa; en lo cual
se cumplió lo que había predicho el Rey profeta, cuando hablando del Mesías
dijo: que los reyes de Arabia y de Sabá vendrían a ofrecerle dones en señal y
prenda de su fidelidad (Psalm. VII); y el profeta Isaías había predicho lo
mismo, cuando dijo que vendrían de Madian, de Efa y de Sabá en camellos a
rendir homenaje al Mesías, ofreciéndole oro, incienso y mirra.
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