EL DON DEL CORAZÓN DE JESÚS
Si
scires donum Dei!...
“¡Si conocierais el don de Dios!...” (Jn
4, 10)
Llegado
al término de su vida mortal, Jesús debe irse al cielo. Los habitantes de
aquella patria venturosa reclaman a su rey para recibirle en triunfo después de
haber sufrido tan rudos combates.
Jesús
no quiere, sin embargo, abandonar a los que ha adoptado por hijos; no quiere
separarse de su nueva familia. ¿Qué hará? “Yo
me voy –dice a los apóstoles– y
vuelvo a vosotros”.
¿Cómo
puede ser esto, por qué maravilla de vuestro poder volvéis a nosotros y cómo
podéis quedar entre nosotros si al mismo tiempo os marcháis?
Aquí
está el secreto y la obra de su divino Corazón.
En
adelante, Jesús tendrá dos tronos: uno de gloria en el cielo y otro de
dulzuras, de amor, en la tierra; doble será su corte, la corte celestial y triunfante y, entre nosotros, la corte
de los redimidos.
Digámoslo
sin rebozo: si Jesucristo no pudiera permanecer entre nosotros al mismo tiempo
que entre los bienaventurados, preferiría quedarse con nosotros antes que subir
al cielo sin nosotros. Está fuera de duda, como muy bien lo tiene demostrado,
que prefiere el último de sus pobres redimidos a todos los esplendores de su
gloria, y que son sus delicias en estar con los hijos de los hombres.
¿En
qué estado permanecerá Jesús entre nosotros? ¿Será un estado transitorio o
vendrá a nosotros de vez en cuando? No. Jesús se quedará de manera estable,
para siempre.
¡Qué
lucha debió suscitarse en el alma santísima de Jesús! Porque la divina justicia
reclama diciendo: ¿No está acabada la obra de la redención? ¿No está fundada la
Iglesia? ¿No está el hombre en posesión del evangelio, de la gracia y de la ley
divina, con los auxilios necesarios para practicarla?
El
corazón de Jesús responde que lo que es bastante para la redención no lo es
para su amor. Una madre no termina sus funciones al dar a luz a su hijo, sino
que después lo alimenta, lo cuida, lo educa y no se separa de él. “¡Yo amo a
los hombres –dice Jesús– más que la mejor de las madres puede amar a sus hijos;
yo permaneceré con ellos!”.
¿En
qué forma? Bajo la forma velada del Sacramento.
Ahora
es la majestad de Dios la que protesta y quiere oponerse a una humillación más
profunda que la de la encarnación, más depresiva que la de la pasión. ¡La
salvación del hombre no exige tal anonadamiento!
Mas
yo –responde el sagrado Corazón– quiero ocultarme a Mí mismo, ocultar mi
gloria, a fin de que los resplandores de mi persona no impidan a mis pobres
hermanos acercarse a Mí como la gloria de Moisés impidió que se le acercaran
los judíos. Quiero velar el brillo de mis virtudes, porque éstas humillarían al
hombre le harían desesperar de poder llegar a imitar un modelo tan perfecto.
Así
se me acercará con más facilidad, porque viéndome descender hasta el límite de
la nada, descenderá conmigo, y yo con mayor derecho podré siempre repetirle:
“Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”.
¿De
qué medio se valdrá Jesús para quedarse perpetuamente entre nosotros?
El
misterio de la encarnación se realizó por obra del Espíritu Santo; el de la
cena eucarística, por la virtud omnipotente del mismo Jesús, y ahora, al querer
reproducir este misterio, ¿quién será digno? ¡Un hombre..., el sacerdote!
Mas
la sabiduría divina dice: ¡Cómo! ¿Un hombre mortal hará encarnar de nuevo a su
Salvador y Dios? ¿Un hombre mortal será el cooperador del Espíritu Santo en
esta nueva encarnación del Verbo divino? ¿Un hombre mandará al rey inmortal de
los siglos y éste le obedecerá?
Sí,
sí –dice el corazón de Jesús–; amaré al hombre hasta el punto de someterme a él
en todo. A la voz del sacerdote bajaré del cielo, y cuando los fieles quieran,
saldré del tabernáculo. A todos aquellos de mis hijos enfermos que quieran
recibirme yo visitaré gustoso, aun cuando tenga que atravesar plazas y calles.
¡Todo el honor del amor está en amar, en entregarse, en sacrificarse!
También
la santidad divina de Jesús se alarma. ¡Al menos –dice–, el hijo de Dios
habitará magníficos templos, dignos de su gloria! ¡Tendrá sacerdotes dignos de
su realeza! Todo en la ley nueva ha de ser más hermoso que en la antigua.
¡Solamente os recibirán los cristianos que sean puros y que estén bien
preparados!
“Mi
amor –contesta Jesús– no reserva nada ni pone condiciones. En el calvario
obedecí a los verdugos que me sacrificaban: si en el Sacramento se me acercan
nuevos Judas, recibiré de nuevo su beso infernal y les obedeceré”.
Al
llegar a este punto, ¡qué cuadro se descubre a la vista de Jesús! Su corazón se
ve obligado a combatir sus propias inclinaciones. Las angustias de Getsemaní le
abruman ya. En el huerto de los olivos, Jesús estará triste viendo las
ignominias que le esperan durante su pasión. Derramará lágrimas de sangre al
considerar que su pueblo se perderá a pesar de su sacrificio, y sentirá
vivamente la apostasía de muchos de los suyos.
¡Qué
luchas tuvo que sostener! ¡Qué angustias debió sufrir!
Quiere
entregarse totalmente, sin reserva alguna. Pero, ¿creerán todos en su amor?; y
todos los que crean, ¿le recibirán con gratitud?; y los que le hayan recibido,
¿le serán fieles?
Con
todo, su divino Corazón no vacila ni está perplejo, aunque sí horriblemente
torturado.
Malos
cristianos, y aun corazones consagrados, renovarán su pasión cada día en el
Sacramento de su amor. Se ve traicionado por la apostasía, vendido por el
interés, crucificado por el vicio. Encontrará un nuevo calvario en muchos de
los corazones que le reciban...
¡Qué
sufrimiento para un corazón tan sensible como el corazón de Jesús!
¿Qué
hará?
¡Se
entregará! ¡Se entregará a pesar de todo!
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