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viernes, 28 de febrero de 2014

P. JEAN CROISSET SJ. VIDA DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO SACADA DE LOS CUATRO EVANGELISTAS: VII. Los Magos vienen a adorar a Jesucristo.

VII.       Los Magos vienen a adorar a Jesucristo



Al momento, pues, que el Salvador vino al mundo, y cuando los Ángeles estaban anunciando su nacimiento a los pastores, una nueva estrella, que se apareció milagrosamente en los cielos, le anunció a los Reyes magos: estos príncipes, hábiles en la astronomía, e instruidos en las predicciones del profeta Balaam, de quien se cree eran descendientes, viendo aquel nuevo fenómeno, pero más ilustrados todavía por una luz interior que por la que resplandecía a sus ojos, no dudaron que aquella milagrosa estrella fuese la que Balaam aseguraba debía aparecerse en el nacimiento del Divino Rey de los judíos, que había de nacer para redimir y salvar a los hombres. Como estaban vecinos los Estados de los unos con los de los otros, habiéndose comunicado mutuamente los tres lo que pensaban del nuevo fenómeno que se dejaba ver en los cielos, se convinieron en partir todos tres juntos sin dilación, para ir a tributar al nuevo Rey de los judíos sus homenajes. Apenas se hubieron puesto en camino, cuando advirtieron que la estrella les servía de guía; en efecto, los condujo en derechura a Jerusalén; pero quedaron sorprendidos al ver desaparecer la estrella desde que entraron en esta capital. Se van al palacio, y preguntan dónde estaba el nuevo Rey de los judíos que venían a adorar, y cuya estrella habían visto en el Oriente. Al oír Herodes esta aventura de boca de los Magos, se asustó y sobresaltó; pero disimulando sus temores, hizo al punto venir a su presencia a los sacerdotes y a los más sabios doctores de la ley; y no dudando que un rey, cuyo nacimiento anunciaban los astros, debía ser el Mesías prometido, y más sabiendo muy bien que había llegado ya el tiempo de su venida, según el cálculo de las profecías, preguntó a los doctores que asistían al congreso, cuál era el lugar donde debía nacer el Mesías. Todos respondieron que debía nacer en Belén, según la predicción del profeta Miqueas. No obstante esta respuesta, desconfiando Herodes de la visión de aquellos extranjeros, y temiendo que si se incorporaba con ellos para ir a rendir sus homenajes a un niño que no era cierto todavía si sería el Mesías, se expondría a la risa y mofa del público, se contentó con decir a los Magos, que según sus escrituras el Mesías debía nacer en la pequeña ciudad de Belén, que no distaba sino dos leguas de Jerusalén; que les aconsejaba fueran allá cuanto antes, y volviesen sin detenerse a darle noticia de lo que hubiesen visto; pero antes de dejarlos partir este Príncipe astuto, y tan cruel como ambicioso, que había formado el proyecto impío de deshacerse de aquel Divino Infante, el que, si era el Mesías, debía ser también rey, coge a los Magos aparte, les hace muchas preguntas, y sobre todo les ruega le digan en qué tiempo precisamente había empezado a aparecer la estrella; y fingiendo tener él mismo un gran deseo de saber con seguridad si había nacido el gran Libertador tan esperado por los judíos, les dijo: Id a Belén, informaos como os dicte vuestra prudencia de todo lo que mira a este infante, y volved cuanto antes a darme noticia de todo, para que yo vaya también con toda mi corte a rendirle mis homenajes.

Luego que los Magos se despidieron de aquel Príncipe disimulado y se pusieron en camino, les volvió Dios a dar su primera guía. La estrella, que se les había ocultado desde que entraron en Jerusalén, se les apareció de nuevo al punto que salieron de esta ciudad, y les condujo en derechura a Belén. Es fácil de comprender cuál fue su gozo cuando volvieron a ver la estrella, la cual no se paró en su carrera hasta que estuvo encima de la pobre casa en que estaba el que buscaban. Entran en ella, y encuentran a aquel que el cielo les había anunciado. Estaba el niño Jesús en los brazos de su Madre; nada tenía exteriormente que le distinguiese de los otros niños; pero la misma luz interior que les había dado a conocer lo que indicaba la estrella, les hizo fácilmente descubrir por entre aquel feble exterior la augusta majestad y la suprema dignidad de aquel Dios hecho hombre. Todos tres llenos de una viva fe se postraron delante de Él, y le adoraron como al supremo Señor del universo y Salvador de los hombres; y siendo costumbre del país no presentarse jamás delante de los grandes con las manos vacías, le ofrecen lo que había de precioso en sus tierra, que era oro, incienso y mirra; dones misteriosos, que no solo verificaban a la letra lo que los Profetas habían predicho del Salvador, sino que por ellos se figuraba misteriosamente y se significaba el imperio supremo, la divinidad adorable, y la sagrada humanidad de Jesucristo; de este modo aquel Salvador Divino, que no solo había venido para salvar a los judíos, sino también a los gentiles, quiso con la vocación y la adoración de los Reyes magos santificar las primicias de la gentilidad, después de haber manifestado por la aparición hecha a los pastores la predilección con que siempre había mirado a la Sinagoga.

Pensando los santos Reyes volver a Jerusalén, un Ángel enviado por Dios les avisó en sueños que tomaran otra ruta, y que de ningún modo volviesen a declararle a Herodes lo que habían visto; descubriéndoles al mismo tiempo la mala intención y la estratagema del tirano. El más común sentir de los santos Padres es, que los Magos llegaron a Belén el día 13 después del nacimiento del Salvador del mundo. Les bastaba este tiempo para venir de la Arabia; y por otra parte, es cierto que no los hubieran encontrado en Belén si hubieran llegado un poco más tarde.

Viendo el impío Herodes que no volvían aquellos príncipes extranjeros, creyó que no habiendo hallado al pretendido Rey que habían venido a adorar, habían tenido vergüenza de presentarse en la corte, la cual sin duda los hubiera tenido por unos visionarios; y se alegró mucho de no haberlos acompañado, y hubiera perseverado en esta opinión si las maravillas que sucedieron pocos días después no le hubieran desengañado.

La santísima Virgen y san José, que habían observado tan puntualmente el precepto de la circuncisión, no fueron menos fieles en observar otros dos mandamientos de la ley, de los cuales el uno miraba a las madres por un cierto número de días después de su parto, y el otro a los niños primogénitos; el primero ordenaba que las mujeres permaneciesen cuarenta días después del parto sin entrar en el templo si habían parido niño, y ochenta si habían parido hija; que, pasados estos días, fuese la madre al templo a ofrecer un cordero y una tórtola, o un pichón, para dar gracias a Dios por su dichoso parto; y por esta obligación quedaba la madre libre de toda impureza legal; y si era pobre, debía ofrecer una tórtola o un pichón en lugar del cordero; y habiéndolo ofrecido el sacerdote delante del Señor, quedaba purificada.

El segundo precepto miraba al hijo primogénito, el que los padres estaban obligados a ofrecer y consagrar al Señor, o a rescatarle con dinero, si no era de la tribu de Leví, que era la única que estaba destinada al servicio del altar y del templo. Todo varón que naciere y fuese primogénito, será tenido por cosa consagrada al Señor, dice la ley. Había impuesto Dios este precepto a los israelitas después que hizo morir a los primogénitos de Egipto, para obligar al Faraón a poner en libertad al pueblo judaico, y para que jamás olvidasen un tan insigne beneficio los judíos, les impuso este precepto; y por cuanto todo lo que estaba consagrado al Señor debía serle inmolado, se contentaba Dios con que se le ofreciesen en sacrificio los primogénitos de los animales, dejando que se rescatasen por dinero los niños que no estaban destinados al servicio del templo.


Es cierto que la ley de la purificación no comprendía a la santísima Virgen, pues era madre que había parido sin dejar de ser virgen; sin embargo, por más humillante que fuese esta ley para la más pura de las vírgenes, quiso sujetarse a ella, así como su Hijo, que era la misma inocencia, se había sujetado libremente a la humillante ley de la circuncisión.

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