El mendigo
de Granada
* * *
“Juan de Dios hubo de acudir a la puerta. Le llamaba
alguien. Un hombre harapiento estaba en el umbral; envueltas sus manos y pies
en trapos sucios, y su rostro horrorosamente desfigurado, parecía más el de un
muerto que el de un hombre vivo. El hedor que exhalaban sus purulentas llagas
era insoportable. No obstante, Juan introdujo amablemente al pobre en la casa,
desató las vendas hediondas para lavar, según su costumbre, los pies del recién
llegado, mas retrocedió al ver los muñones purulentos, llenos de costras, que
debían causar un dolor indecible al enfermo al arrastrase sobre ellos, Juan
sabía ya que se hallaba ante un leproso.
–¡Pobre hermano! ¡Cuánto habrás sufrido!–dijo lleno de
compasión, y le condujo a su propio cuarto y le colocó en su lecho.
–Os reconozco como si ya hubiera oído vuestra voz–dijo
el leproso con una expresión de quien escucha voces lejanas–, mas no puedo
veros. Hace unos años que estoy casi ciego completamente.
–Tutéame con tranquilidad y llámame padre Juan, como
lo hacen aquí los otros–le alentó el bienhechor…
Cuando Juan hubo colocado al enfermo en la cama, le
anunciaron que en la fuente de la plaza de la Pescadería no había agua. Sus dos
enviados volvieron con los pozales vacíos.
–Entonces no nos queda más remedio que traer el agua
de la plaza de Bibarrambla–suspiró Juan–. Allí hay una fuente.
–Hay una distancia de más de mil pasos–murmuró D.
Esteban–, y nosotros, con estos huesos carcomidos…
–Claro, naturalmente. Vosotros no podéis traer de allí
agua–contestó el padre del hospital–. Yo mismo he de ir…
Al volver Juan por última vez, sudando por el peso y
el calor, encontró a los asilados muy excitados. Descubrieron que había acogido
a un leproso.
–Esto no lo consentimos, padre Juan–gritaban–. No
puedes recibir aquí un leproso. ¿Hemos de morir todos?...
–Escuchad un momento–gritó Juan en medio del tumulto–.
He recogido al leproso como a los demás. Permanecerá separado de los demás en
mi cuarto y dormirá en mi cama. Yo seré el único que le sirva. De modo que para
vosotros no habrá peligro, y además Dios nos protegerá…
Juan entró en su cuarto y tranquilizó al leproso, que
había oído el griterío:
–No temas; te quedarás aquí y nadie se atreverá a
hacerte nada.
–Eres bueno, padre Juan–balbuceó el enfermo, temblando
todavía de emoción.
–Nadie es bueno sino Dios–contestó Juan” (cf. WILHELM
HÜNERMANN, El mendigo de Granada, vers. del alemán por el Dr. Antonio Sancho
[Ed. Studium de Cultura, Madrid-Buenos Aires 1952] p.168-171).
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