Nota de blog: Este post está dedicado a un maestro, amigo, colega y padre de familia: Dr. R.L.H. Dios y María santísima sean las luminarias que guíen su alma y su hogar.
¿PUEDE HABLAR DE ESTOS ASUNTOS (DEL MATRIMONIO) EL SACERDOTE CATÓLICO?
* * *
Si por cuanto llevo expuesto he logrado poner
de relieve la importancia de la cuestión, no he desvanecido todavía la duda que
seguramente se agita en la mente de muchos lectores: A) ¿Puede hablar de esto precisamente el sacerdote
católico?, y B) ¿Tiene que hablar precisamente él?
A) ¿Puede hablar del matrimonio
precisamente el sacerdote católico, que es célibe? ¿Puede hablar del matrimonio
quien no lo conoce por propia experiencia?
De momento podrá parecer una empresa
imposible. Mas dista mucho de serlo.
Meditemos antes de todo que, si bien los
sacerdotes católicos no se casan, nacieron también
ellos del matrimonio y partieron del hogar para ir al altar: también ellos tienen padres, en quienes
piensan con gratitud y amor constante; también ellos tienen hermanos y hermanas,
que se casan...; pueden, por tanto, los sacerdotes conocer la familia y la vida
de familia.
¿No conocemos célebres críticos de arte,
que no hicieron una sola obra maestra? ¿No conocemos médicos que curan maravillosamente
enfermedades que nunca padecieron? ¿No curan también los psiquiatras
enfermedades psíquicas que nunca sufrieron? ¿No saben fallar rectamente los
jueces sobre crímenes que ellos nunca cometieron?
Por tanto, yo devuelvo la objeción y
afirmo que el que no vive en matrimonio
puede tratar de esta cuestión con mayor imparcialidad que el hombre casado. Con mayor imparcialidad, porque
ve mejor y puede ponderar los defectos y deberes de ambas partes con juicio más
reposado que el protagonista interesado en los acontecimientos; con mayor
imparcialidad también porque la experiencia personal dificulta muchas veces una
visión más profunda y una justicia objetiva.
Por otra parte, si en este terreno le falta
al sacerdote la experiencia personal, tiene una amplia
documentación que la práctica dos veces milenaria de la Iglesia y la inagotable
variedad de vida de sus fieles, le brindan.
La iglesia, en su actividad pastoral dos
veces milenaria, ha hecho acopio de datos tan trascendentales, ha logrado un
juicio tan verdadero del tema, que nadie en esta tierra puede competir con ella
en este punto.
Por otra parte, el pastor de almas, que es
amado de sus fieles y a quien acuden ellos con confianza, llega a conocer en
una variedad tan exuberante los dolores, conflictos, apuros y problemas de la
vida familiar, como nunca puede conocerlos el hombre casado.
No olvidemos precisamente esta fuente
riquísima, de la cual saca el sacerdote su caudal de experiencia: la confianza
de los fieles.
El sacerdote católico, precisamente por
haber renunciado a la vida de familia por amor a Cristo y al bien espiritual de
los fieles, ha conseguido de parte de éstos la más absoluta confianza. Jóvenes
y viejos, solteros y casados, le exponen con tal confianza sus alegrías y sus
penas, sus luchas y victorias, sus quejas y sufrimientos, que el sacerdote
conoce todos los apuros y peligros, todos los escollos y rocas, es decir, todos
los problemas de la vida de familia mejor que si él mismo la tuviese. Entonces
conocería su propia familia; ahora conoce centenares y millares.
Después de cuanto llevo dicho, ya está
fuera de discusión que el sacerdote católico puede hablar del matrimonio.
B) Pero ¿tiene que
hablar precisamente él?
No cabe duda, es harto difícil hablar de esta cuestión; hay ciertos detalles que sólo pueden ser tratados con la mayor comprensión y profundo conocimiento psicológico. Pero ahí está precisamente el motivo por el cual ha de ser más bien el sacerdote católico quien lo trate, ya que de él se puede esperar más tacto.
Otro trataría los problemas más santos de
la vida con una mayor crudeza.
¿Por qué ha de hablar el sacerdote? Porque
es la Iglesia quien ha de hablar de un asunto que es esencialmente religioso.
El matrimonio es
esencialmente una cosa sagrada. Un francés ingenioso ha dicho que «el adjetivo es lo contrario del
sustantivo». Seguramente quería indicar con ello que hay adjetivos que,
colocados antes de un sustantivo, lo debilitan, aguan la esencia de la cosa.
En cambio hay otros adjetivos que, en su
misma brevedad, iluminan a manera de fulminante relámpago el pensamiento. El
Papa Pío XI publicó, en 31 de diciembre de 1930, una larga Encíclica que constaba
aproximadamente de veinte mil palabras, y se refería al matrimonio ideal. Al
principio de la misma puso un epíteto que viene a ser resumen acertado de toda
la cuestión: «Casti connubii» —así comienza la Encíclica—. ¡Qué acertado
epíteto! ¡Cónyuges castos! ¡Matrimonio puro! Porque, en efecto: el matrimonio,
o es puro y moral y santo..., o no es matrimonio. Y si es santo, si es sacramento,
entonces no hay duda que corresponde en primer lugar a la Iglesia y a sus
ministros preocuparse del asunto.
Del problema de las relaciones entre el
hombre y la mujer —es decir, del problema del matrimonio— depende mucho la felicidad
terrena y también la eterna. Pues bien, ¿cómo no preocuparnos de este problema?
Hemos de estudiarlo mucho. Y antes que a nadie, le toca a la Iglesia católica
decir su criterio en este punto.
* * *
Cuentan que hay perlas preciosas que una
vez que entran en contacto con las manos del hombre, pierden su brillo y no lo recobran
hasta que no sean sumergidas de nuevo en el fondo del mar, en aquellas
profundidades primitivas de donde proceden.
La perla más preciosa de la humanidad, su
gran tesoro, es la familia, porque de la fuerza y salud de la misma dependen la
fuerza y salud de la generación venidera. La familia también puede perder su
brillo y su virtud cuando es tocada por las manos del hombre; aún más, puede
llegar al extremo de destruirse, y no podrá recobrar su fuerza antigua hasta que
no entre en contacto con la fuente primitiva de la cual brotó: el carácter
religioso de la misma.
Muchos motivos han perturbado la actual
vida de familia: la mala situación económica, que tenga que trabajar la mujer
por falta de recursos, el problema de la vivienda..., etc.; mas no ha habido desgracia
mayor para ella que el hecho doloroso de que se haya alejado de Cristo, y, al
alejarse de Él, el que haya perdido su fundamento más sólido.
Si la familia se encuentra en crisis, lo
está por haber abandonado su fundamento: la religión. Y sólo podrá salvar esta
crisis cuando se viva el matrimonio según lo ha dispuesto Dios, es decir, religiosamente.
De otra forma, de poco servirán las reformas legales, las medidas sociales, las
ayudas económicas... aunque sean necesarias.
Si no prevalece nuevamente la concepción
cristiana del matrimonio y de la familia, si se sigue propagando una concepción
frívola y destructora del mismo, entonces no solamente ello tendrá graves
consecuencias sobre la misma Iglesia, sino que peligrarán también la
tranquilidad y el progreso de la humanidad.
Los mandamientos de Dios, como en todas
las demás cuestiones, así también en el terreno del matrimonio, concuerdan del todo
con la ley natural, con las leyes que rigen la naturaleza humana; y si el
hombre los observa, no solamente alcanzará la felicidad eterna, sino que, además,
asegurará los fundamentos de una vida tranquila y feliz en este mundo; mientras
que si neciamente se rebela contra ellas, se crea su propio infierno ya en este
mundo.
Pidamos humildemente al Señor del cielo y
de la tierra, al Creador del género humano, al Fundador santo de la familia,
que nos asista con su gracia, iluminándonos y fortaleciéndonos a medida que
vayamos tratando en estas páginas su plan sublime sobre el matrimonio.
Fuente: Mons. Tihamer Toth, El Matrimonio Cristiano, 1960.
Para descargar libro completo: http://www.mediafire.com/download/e63st36ele8kmb3/Toth+El-Matrimonio-Cristiano.pdf
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