Martes del Cuarto Domingo de Cuaresma. Reflexiones.
(Lección del libro del Éxodo 32, 7-14)
Déjame, que quiero hacer sentir a este pueblo los efectos de mi indignación. ¡Qué idea tan alta y de tanto consuelo nos da estas palabras de la bondad infinita de nuestro Dios! Un pueblo a quien Dios, por un puro efecto de su misericordia, escogió con preferencia a todas las naciones de la tierra para que fuese su pueblo amado y querido; en favor del cual acababa de hacer tan grandes maravillas: un pueblo lleno, harto, por decirlo así de beneficios y de milagros; plagas sobre los egipcios multiplicadas hasta que hubieron puesto en libertad a este pueblo; paso del mar Bermejo a pies enjutos; nube espesa por el día para defenderlos de los ardores del sol; nube luminosa que los alumbra por la noche en medio de las más oscuras tinieblas; manjar exquisito que les cae ya sazonado y preparado en las manos; maná milagroso, pan celestial, que les sabe a todo cuanto apetecen; alianza preciosa con el mismo Dios, quien les dice será su Dios, su protector, su legislador, su padre: en medio de todas estas maravillas y de tantas otras que hacía Dios en su favor y a su vista, aquel pueblo ingrato e impío se olvida en un momento de todos estos insignes beneficios, se olvida del autor de ellos, se rebela abiertamente contra su Bienhechor, contra su Dios, contra su Padre; y llevando su impiedad hasta los últimos excesos, se hace un becerro de oro, lo adora como a su Dios, y le ofrece sacrificios. ¿De qué azotes, de qué rayos no debía echar mano el enojo de Dios, tan justamente irritado, para exterminar una nación tan abominable? Jamás pueblo alguno fue más acreedor a los más horribles castigos; ningunos pecadores más indignos de la divina venganza. Se irrita Dios, es verdad: su indignación, su enojo se inflama contra este pueblo infiel; pero su misericordia y su bondad resplandecen todavía más que su indignación. Déjame, dice a Moisés, que quiero descargar sobre ellos todo el peso de mi furor. Si Dios quisiera castigar, no diría a Moisés que lo dejara obrar: obraría, castigaría, exterminaría. ¿A qué fin prevenir a su siervo sino para advertirle lo desarmara con sus ruegos? Déjame. No se oponía Moisés; más Dios deseaba que se opusiese: Moisés no le suplicaba todavía que perdonase; mas Dios teme que Moisés, indignado de la atrocidad del delito, no se atreva a suplicarle y lo deje obrar. Dios en esta ocasión se porta como un buen padre que siente verse precisado a castigar a un hijo culpable, y que en lo más fuerte de su cólera desea que alguno se interponga entre él y su hijo; que le arranquen de las manos el azote que ha tomado para castigarlo; que alguna persona de autoridad interceda por el hijo criminal para de este modo tener pretexto para perdonarle. Hé aquí cómo se porta Dios: Dimitte me, ut irascatur furor meus. Quiere que las súplicas de Moisés sean como un brazo poderoso que detenga la mano de Dios, pronta a descargar el golpe sobre su pueblo: digámoslo mejor, inspira, forma en el corazón de Moisés los votos y súplicas que quiere le envíe para aplacarlo y desarmarlo: la misericordia de Dios combate, por decirlo así, contra su justicia, y detiene sus efectos. Por eso, dicen los santos Padres, levanta tanto la voz el Señor y hace tanto ruido cuando quiere castigar: hace decir por el Profeta, que vibra su arco, que aguza sus saetas, que se enciende su furor, que va a prorrumpir y estallar. No se quiere hacer mucho mal cuando se hace tanto ruido. Déjame, parece dice Dios a la Virgen Santísima, protectora y refugio de los pecadores: a los santos Ángeles custodios, tan interesados en que se salven los que se les han dado a guardar: parece dice a aquellos santos Patronos que pueden interceder tan poderosamente por los pecadores: Dejadme, para tener así algún motivo y pretexto para perdonar. ¡Buen Dios, y cómo vuestra bondad es al pecador un gran motivo de confianza! ¡Qué dulce y de cuánto consuelo es vuestra misericordia!
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