LA
FIESTA DE FAMILIA[1]
Pater
noster..., panem nostrum da nobis hodie
“Padre nuestro... el pan nuestro de cada
día, dánosle hoy” (Mt 6, 11)
Tenemos
un Padre que está en los cielos y al que va directamente dirigida esta oración.
Nuestro señor Jesucristo nos ha engendrado a la vida de la gracia, a la vida
sobrenatural y ha merecido por ello el título de padre.
El
Padre celestial habita en la gloria y Jesús en esta Iglesia: Este es nuestro
padre aquí en la tierra, el cual cumple todos los deberes de un buen padre para
con sus hijos.
I
El
padre debe vivir con su familia, pues que él es el centro y el eje de la misma,
y los miembros que la componen están bajo su custodia y obran bajo su dirección
e impulso. Es el cabeza de familia, el jefe que ejerce la primera autoridad,
aun sobre la misma madre, a la que está reservada especialmente la ternura.
Ahora bien, Jesucristo, que es nuestro padre, tiene también su casa, y esta
casa es la iglesia. Vosotros sois su familia; su familia privilegiada.
En
las demás familias hay hijos que trabajan fuera de casa y otros que trabajan
cerca y a la vista del padre; a vosotras ha dado esta segunda y dichosa suerte;
sin Jesucristo, que es vuestro padre, esta casa tan piadosa, prototipo de la
familia, no sería más que reunión de prisioneras, de obreras encorvadas bajo el
peso de un trabajo ingrato; faltaría el tabernáculo de esta capilla que es el
centro y el foco de todos los afectos.
Pensad
a menudo, durante vuestro trabajo, en este buen padre que vive siempre en medio
de vosotras, os protege y mira con ojos de bondad, ya que la bondad es la
cualidad más preeminente de este pobre divino. No sabrá negaros nada justo,
siempre os recibirá con amabilidad y siempre le tendréis a vuestro lado.
Vuestros padres han muerto sin dejaros otro legado aquí en la tierra que
lágrimas y dolores; pero Jesús no muere nunca, ni os abandonará jamás.
Vosotras
sois muy dignas de ser estimadas, pues habéis recibido el bautismo y os habéis
hecho, por esto, hijas de la Iglesia; y ya veis, sin embargo, qué caso hace el
mundo de vosotras. ¿Sabe, por ventura, que existís, o cuida de vuestras
necesidades? Mas Jesucristo nuestro Señor ha inspirado a personas que le están
consagradas el pensamiento de reuniros en esta casa y ha sentado sus reales
entre vosotras para que le veáis siempre. El os ama tanto más cuanto sois
vosotras más débiles y olvidadas. Vosotras oís su palabra, no una palabra que
hiere los oídos, sino aquella otra que llega al corazón y proporciona paz y
alegría. ¡Ah! Si tenis fe, si comprendéis la dicha que aquí tenéis, sabed
conservarla, aun a costa de los mayores sacrificios, porque para vosotras y a
vuestra disposición tenéis a Jesucristo, quien por nada puede ser reemplazado.
II
Deber
del padre de familia es alimentar a sus hijos, trabajar sin descanso y hasta
consumir su vida, si es preciso, por que no les falte el pan cotidiano. Ved a
Jesucristo cómo os alimenta con el pan de vida y cómo para proporcionároslo
tuvo antes que morir; y este pan es Él mismo, su carne y su sangre adorables.
¡Un padre que se da a sí mismo, en alimento, a sus hijos! ¿En qué familia se ha
visto semejante prodigio de abnegación?
Nuestro
señor Jesucristo no quiere que sus hijos reciban su pan de otro que de Él
mismo; no, no; ni los ángeles ni los santos podrían suministrar el pan que
necesitáis. Jesús sólo ha sembrado el trigo que debía producir la harina con
que ha sido amasado, haciéndolo pasar por el fuego de los sufrimientos, y Él
mismo es quien os lo ofrece ¡Qué amable es este buen Padre!
La
víspera de su muerte tenía una pequeña familia, como si dijéramos el comienzo
de la gran familia cristiana, y a cada uno de sus hijos les dio en la cena el
pan celestial, y les prometió que hasta el fin del mundo todos sus hijos
podrían comer del mismo pan. ¡Cuán delicioso es, pues, este pan! Contiene en sí
toda dulzura y suavidad. Es el mismo Dios..., Dios, pan de los huérfanos. Es
verdad que no alimenta nuestro cuerpo; pero nutre el alma con su amor y con los
dones que le concede, y la vigoriza y fortalece para que pueda rechazar a sus
enemigos, hacer obras meritorias y crecer, para el cielo.
¡Con
qué generosidad nos lo da! Para conseguir el pan que alimenta nuestro cuerpo,
hay que trabajar mucho y además hay que pagarlo. Este pan no puede pagarse
porque es superior a todo precio, y por eso nuestro Señor nos lo da
gratuitamente, exigiendo tan sólo que tengamos un corazón puro y que vivamos en
estado de gracia. Preparaos para recibirle frecuentemente, procurando ser muy
puras, que cuanto más lo seáis, con mayor frecuencia se os dará y hallaréis en
él más abundantes delicias.
Venid
y comed de este delicioso pan. Jesús goza cuando venís a pedírselo, como goza
un buen padre que tiene asegurado el pan de sus hijos.
III
En
fin, un buen padre celebra de cuando en cuando algunas fiestas con la familia y
concede algunos esparcimientos, necesarios para estrechar los lazos de mutuo
afecto y cariño. Estos días se ven, se tratan, se comunican los miembros de la
familia con más intimidad. ¡Qué hermosas y qué santas son estas fiestas de
familia en las cuales los hijos se reúnen alegres alrededor de su padre, y cuán
provechosas suelen ser! Los buenos hijos se disponen a ellas con mucho tiempo
de anticipación, preparando alguna, aunque humilde, felicitación, algún
regalito, aunque no sea más que un hermoso ramo de flores que sorprenda
felizmente al padre.
También
nuestro Señor tiene establecidas sus fiestas de familia. Son las fiestas que
celebra la Iglesia y en las cuales vosotras no trabajáis. Las hay todavía más
íntimas, para vosotras solas, como, por ejemplo, la que empieza hoy y que
durará tres días. Las Cuarenta Horas son una verdadera fiesta para el corazón.
¿No veis qué hermoso es aquí todo, qué cantos tan armoniosos, y cómo se
conmueve todo alrededor del buen Padre de familia sentado en su trono de amor?
Sin duda, también vosotras habéis preparado vuestra felicitación y no pensáis
en otra cosa que en permanecer alegres alrededor de vuestro Padre. Esta
espléndida iluminación, esos hermosos ramos de flores, seguramente son fruto de
vuestro trabajo, una ofrenda de vuestros corazones. Esto satisface y hace feliz
a Jesús, que tiene las manos llenas de gracias, siempre abiertas para vosotras.
Así
es preciso que durante estos días todos vuestros pensamientos y todas vuestras
acciones sean para Él.
Cuando
os toque el turno de hacer vuestra adoración, entonces es el momento de
presentar vuestras felicitaciones. Haced que ellas salgan de vuestro corazón y
no vayáis a buscarlas en los extraños. Hablad como sepáis y os contestará.
Sobre todo escuchad bien lo que os hable al corazón.
Concebid
algunos buenos deseos y ofrecédselos como vuestro ramo de flores escogidas.
Haced, luego, algún acto de virtud, y presentadle como regalo algún pequeño
sacrificio.
Muy
cierto es todo ello y estas son las relaciones que debéis tener con Jesucristo
nuestro señor... ¿No sois vosotras las que formáis aquí su familia?
Pasad
felizmente estos días de fiesta en compañía de Jesucristo, que es todo vuestro.
A Él mirad, escuchadle con atención y no dudéis de que os colmará de gracias
durante vuestra vida, aquí en la tierra, y después os reunirá, en el cielo, con
la gran familia de los bienaventurados.
[1] El discurso cuyo resumen publicamos aquí, pronunciólo
san Pedro Julián Eymard en una inauguración de las Cuarenta Horas para
huérfanas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario