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jueves, 14 de marzo de 2019

SAN PEDRO JULIÁN EYMARD: EL EXCESO DE AMOR

EL EXCESO DE AMOR



Prcedicamus Christum, Judoeis quidem scandalum, gentibus autem stultitiam
“Nosotros predicamos a Cristo crucificado lo cual es motivo de escándalo para los judíos, y locura para los gentiles” (1Co 1, 23)

I
¿Qué diremos de las humillaciones eucarísticas de nuestro señor Jesucristo? Para quedarse con nosotros ha tenido que exponerse a la ingratitud y al ultraje. Nada le desanima.
Contemplemos a este divino Salvador, maltratado, como nadie, a pesar de ello persiste en quedarse con nosotros.
Nuestro Señor, que baja hasta nosotros trayéndonos del cielo tesoros infinitos de gracias, bien merece nuestro agradecimiento.
Él es rey y es Dios; si un grande de la tierra y, sobre todo, si un rey viene a visitar a un pobre o a un enfermo, ¿cómo no sentirse reconocido por tal acto de deferencia?
La envidia y el odio mismo se rinden ante la grandeza que se abaja.
¿No merecerá nuestro señor Jesucristo que se le agradezca este favor y que por ello se le ame? No nos visita así como de paso, sino que se queda en medio de nosotros. Que se le llame o no, aunque no se le desee, allí está Él para hacernos bien.
Con todo, es seguramente el único a quien no se agradecen los beneficios que concede. Por estar presente en el santísimo Sacramento, obra prodigios de caridad que no se aprecian ni se toman siquiera en consideración.
En las relaciones de la vida social se tiene la ingratitud como cosa que afrenta: tratándose de nuestro señor Jesucristo se diría que hay obligación de ser ingrato.
Nada de esto desconcierta a nuestro Señor; ya lo sabía cuando instituyó la Eucaristía; su único pensamiento es éste: Deliciae meae. Cifro mis delicias en estar con los hijos de los hombres.
Hay un grado en que el amor llega hasta tal punto que quiere estar con aquellos a quienes ama, aun cuando no sea correspondido.
¿Puede una madre abandonar o dejar de amar a su hijo por ser idiota, o una esposa a su esposo por ser loco?

II
Nuestro señor Jesucristo parece que anda en busca de ultrajes, sin cuidarse para nada de su honor. ¡Ay, horroriza pensarlo! El día del juicio nos causará espanto pensar que hemos vivido al lado de quien así nos ama sin parar mientes en ello. Viene, en efecto, sin aparato ni sombra de majestad: en el altar, bajo los velos eucarísticos se presenta como una cosa despreciable, como un ser privado de existencia.
¿No hay en ello bastante rebajamiento?
Jesucristo para rebajarse de esta manera ha tenido que valerse de todo su poder. Por un prodigio sostiene los accidentes, derogando y contrariando todas las leyes de la naturaleza, para humillarse y anonadarse. ¿Quién podría rodear el sol de una nube tan espesa que interceptase su calor y su luz? Sería estupendo milagro. ¡Pues esto es precisamente lo que hace Jesucristo con su divina persona! Bajo las especies eucarísticas, de suyo despreciables y ligeras, se encuentra Él glorioso y lleno de luz: es Dios.
¡Oh, no avergoncemos a nuestro Señor por haberse humillado tanto haciéndose tan pequeño!
Su amor lo ha querido. Cuando un rey no desciende hasta los suyos, podrá quizá honrarlos, pero no da muestras de amarlos. Nuestro Señor, sí, se ha rebajado: luego es cierto que nos ama.

III
Al menos podría tener nuestro Señor, a su lado, una guardia visible de ángeles armados que le custodiasen. Tampoco lo quiere: estos espíritus purísimos nos humillarían e infundirían pavor con el espectáculo de su fe y de su respeto Jesucristo viene solo y está abandonado... por humillarse más; ¡el amor desciende..., desciende siempre!

IV
Si un rey vistiese pobremente con el fin de hacerse más accesible a un súbdito suyo a quien quisiese consolar, sería esto un rasgo de extraordinario amor. Claro está que, aun bajo aquel disfraz, sus palabras, sus nobles y distinguidos modales, le delatarían bien presto.
Jesucristo, en el santísimo Sacramento, se despoja aun de esta gloria personal. Oculta su hermosísimo rostro, cierra su divina boca de Verbo.
De lo contrario se le honraría muchísimo y se le pondría fuera de nuestro alcance, y lo que Él quiere es descender hasta nosotros.
¡Oh, respetemos las humillaciones de Jesucristo en la Eucaristía!


V
Si un rey descendiese por amor hasta ponerse al nivel de uno de sus pobres súbditos, todavía conservaría su libertad de hombre, su acción propia, y en caso de ser atacado podría defenderse, ponerse a salvo y pedir auxilio.
Pero Jesucristo se ha entregado sin defensa alguna: no tiene acción propia. No puede quejarse, ni buscar refugio, ni pedir auxilio. A sus ángeles ha prohibido que le defiendan y que castiguen a los que le insultan, contra la natural inclinación de amparar a cualquiera que se vea atacado o en peligro. Ha rehusado toda defensa; si es acometido, nadie se pondrá por delante. Jesucristo es, en la Eucaristía, hombre y Dios; empero, el único poder que ha querido conservar en este misterio de anonadamiento es el poder de amar y humillarse.

VI
Pero, Señor, ¿por qué obráis así? ¿Por qué llegáis hasta este exceso? –Amo a los hombres y me complazco en tenerles a la vista y esperarles: quiero ir a ellos. Deliciae meae. Cifro mis delicias en estar con ellos.
Y, sin embargo, el placer, la ambición, los amigos, los negocios..., todo es preferido a nuestro Señor. A Él ya se le recibirá en último término por viático, si la enfermedad da tiempo. ¿No es esto bastante?
¡Oh Señor! ¿Por qué queréis venir a los que no os quieren recibir y os empeñáis en permanecer con los que os maltratan?

VII
¿Quién haría lo que hace Jesucristo?
Instituyó su sacramento para que se le glorificase y en él recibe más injurias que gloria. El número de los malos cristianos que le deshonran es mayor que el de los buenos que le honran.
Nuestro Señor sale perdiendo. ¿Para qué continuar este comercio? ¿Quién querría negociar teniendo la seguridad de perder?
¡Ah! Los santos que ven y comprenden tanto amor y tanto rebajamiento deben estremecerse montando en santa cólera y sentirse indignados ante nuestra ingratitud.
Y el Padre dice al Hijo: “Hay que concluir; tus beneficios de nada sirven; tu amor es menospreciado; tus humillaciones son inútiles; pierdes; terminemos”.
Mas Jesucristo no se rinde. Persevera y aguarda; se contenta con la adoración y amor de algunas almas buenas. ¡Ah! No dejemos de corresponderle nosotros al menos.

¿No merecen acaso sus humillaciones que le honremos y amemos?

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