EL EXCESO DE AMOR
Prcedicamus Christum, Judoeis quidem scandalum,
gentibus autem stultitiam
“Nosotros predicamos a Cristo
crucificado lo cual es motivo de escándalo para los judíos, y locura para los
gentiles” (1Co 1, 23)
I
¿Qué
diremos de las humillaciones eucarísticas de nuestro señor Jesucristo? Para
quedarse con nosotros ha tenido que exponerse a la ingratitud y al ultraje.
Nada le desanima.
Contemplemos
a este divino Salvador, maltratado, como nadie, a pesar de ello persiste en
quedarse con nosotros.
Nuestro
Señor, que baja hasta nosotros trayéndonos del cielo tesoros infinitos de
gracias, bien merece nuestro agradecimiento.
Él
es rey y es Dios; si un grande de la tierra y, sobre todo, si un rey viene a
visitar a un pobre o a un enfermo, ¿cómo no sentirse reconocido por tal acto de
deferencia?
La
envidia y el odio mismo se rinden ante la grandeza que se abaja.
¿No
merecerá nuestro señor Jesucristo que se le agradezca este favor y que por ello
se le ame? No nos visita así como de paso, sino que se queda en medio de
nosotros. Que se le llame o no, aunque no se le desee, allí está Él para
hacernos bien.
Con
todo, es seguramente el único a quien no se agradecen los beneficios que
concede. Por estar presente en el santísimo Sacramento, obra prodigios de
caridad que no se aprecian ni se toman siquiera en consideración.
En
las relaciones de la vida social se tiene la ingratitud como cosa que afrenta:
tratándose de nuestro señor Jesucristo se diría que hay obligación de ser
ingrato.
Nada
de esto desconcierta a nuestro Señor; ya lo sabía cuando instituyó la
Eucaristía; su único pensamiento es éste: Deliciae
meae. Cifro mis delicias en estar con los hijos de los hombres.
Hay
un grado en que el amor llega hasta tal punto que quiere estar con aquellos a
quienes ama, aun cuando no sea correspondido.
¿Puede
una madre abandonar o dejar de amar a su hijo por ser idiota, o una esposa a su
esposo por ser loco?
II
Nuestro
señor Jesucristo parece que anda en busca de ultrajes, sin cuidarse para nada
de su honor. ¡Ay, horroriza pensarlo! El día del juicio nos causará espanto
pensar que hemos vivido al lado de quien así nos ama sin parar mientes en ello.
Viene, en efecto, sin aparato ni sombra de majestad: en el altar, bajo los
velos eucarísticos se presenta como una cosa despreciable, como un ser privado
de existencia.
¿No
hay en ello bastante rebajamiento?
Jesucristo
para rebajarse de esta manera ha tenido que valerse de todo su poder. Por un
prodigio sostiene los accidentes, derogando y contrariando todas las leyes de
la naturaleza, para humillarse y anonadarse. ¿Quién podría rodear el sol de una
nube tan espesa que interceptase su calor y su luz? Sería estupendo milagro.
¡Pues esto es precisamente lo que hace Jesucristo con su divina persona! Bajo
las especies eucarísticas, de suyo despreciables y ligeras, se encuentra Él
glorioso y lleno de luz: es Dios.
¡Oh,
no avergoncemos a nuestro Señor por haberse humillado tanto haciéndose tan
pequeño!
Su
amor lo ha querido. Cuando un rey no desciende hasta los suyos, podrá quizá
honrarlos, pero no da muestras de amarlos. Nuestro Señor, sí, se ha rebajado:
luego es cierto que nos ama.
III
Al
menos podría tener nuestro Señor, a su lado, una guardia visible de ángeles
armados que le custodiasen. Tampoco lo quiere: estos espíritus purísimos nos
humillarían e infundirían pavor con el espectáculo de su fe y de su respeto
Jesucristo viene solo y está abandonado... por humillarse más; ¡el amor
desciende..., desciende siempre!
IV
Si
un rey vistiese pobremente con el fin de hacerse más accesible a un súbdito
suyo a quien quisiese consolar, sería esto un rasgo de extraordinario amor.
Claro está que, aun bajo aquel disfraz, sus palabras, sus nobles y distinguidos
modales, le delatarían bien presto.
Jesucristo,
en el santísimo Sacramento, se despoja aun de esta gloria personal. Oculta su
hermosísimo rostro, cierra su divina boca de Verbo.
De
lo contrario se le honraría muchísimo y se le pondría fuera de nuestro alcance,
y lo que Él quiere es descender hasta nosotros.
¡Oh,
respetemos las humillaciones de Jesucristo en la Eucaristía!
V
Si
un rey descendiese por amor hasta ponerse al nivel de uno de sus pobres
súbditos, todavía conservaría su libertad de hombre, su acción propia, y en
caso de ser atacado podría defenderse, ponerse a salvo y pedir auxilio.
Pero
Jesucristo se ha entregado sin defensa alguna: no tiene acción propia. No puede
quejarse, ni buscar refugio, ni pedir auxilio. A sus ángeles ha prohibido que
le defiendan y que castiguen a los que le insultan, contra la natural
inclinación de amparar a cualquiera que se vea atacado o en peligro. Ha
rehusado toda defensa; si es acometido, nadie se pondrá por delante. Jesucristo
es, en la Eucaristía, hombre y Dios; empero, el único poder que ha querido
conservar en este misterio de anonadamiento es el poder de amar y humillarse.
VI
Pero,
Señor, ¿por qué obráis así? ¿Por qué llegáis hasta este exceso? –Amo a los
hombres y me complazco en tenerles a la vista y esperarles: quiero ir a ellos. Deliciae meae. Cifro mis delicias en
estar con ellos.
Y,
sin embargo, el placer, la ambición, los amigos, los negocios..., todo es
preferido a nuestro Señor. A Él ya se le recibirá en último término por
viático, si la enfermedad da tiempo. ¿No es esto bastante?
¡Oh
Señor! ¿Por qué queréis venir a los que no os quieren recibir y os empeñáis en
permanecer con los que os maltratan?
VII
¿Quién
haría lo que hace Jesucristo?
Instituyó
su sacramento para que se le glorificase y en él recibe más injurias que
gloria. El número de los malos cristianos que le deshonran es mayor que el de
los buenos que le honran.
Nuestro
Señor sale perdiendo. ¿Para qué continuar este comercio? ¿Quién querría
negociar teniendo la seguridad de perder?
¡Ah!
Los santos que ven y comprenden tanto amor y tanto rebajamiento deben
estremecerse montando en santa cólera y sentirse indignados ante nuestra
ingratitud.
Y
el Padre dice al Hijo: “Hay que concluir; tus beneficios de nada sirven; tu
amor es menospreciado; tus humillaciones son inútiles; pierdes; terminemos”.
Mas
Jesucristo no se rinde. Persevera y aguarda; se contenta con la adoración y
amor de algunas almas buenas. ¡Ah! No dejemos de corresponderle nosotros al
menos.
¿No
merecen acaso sus humillaciones que le honremos y amemos?
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