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miércoles, 13 de marzo de 2019

REFLEXIONES CUARESMALES PARA CADA DÍA. Miércoles del Primer Domingo de Cuaresma (Miércoles de Témporas). Reflexiones.



Nota de Blog: Este miércoles es llamado de Témporas, se les recuerda que este día es de ayuno y abstinencia. De manera especial, la Liturgia de este día posee dos Epístolas a las que compartiremos de cada una la reflexión que le corresponde; llamándolos a ustedes, queridos lectores; a prestar especial atención a la segunda reflexión, ya que está estrechamente relacionada con la Sagrada Eucaristía. No dejamos de animarlos e insistirles en el reto de esta Cuaresma de seguir nuestras reflexiones y tomarse el tiempo de abrir sus Biblias para obtener mayor provecho de estas publicaciones.

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Miércoles del Primer Domingo de Cuaresma (Miércoles de Témporas). Reflexiones.

PRIMERA EPÍSTOLA
(Lección del libro del Éxodo 24, 12-28)

¿Para qué todo este aparato? Dios no tenía necesidad de todo este estruendo, de todos estos adornos exteriores y sensibles para la promulgación de su Ley; ¿Para qué todas estas nubes milagrosas sobre la cima de la montaña en donde quiere hacer patente a Moisés su Voluntad? ¿Para qué todos estos fuegos, estos relámpagos deslumbradores, estos truenos que introducen el espanto en todo el pueblo? ¡Qué admirable es Dios en todos sus caminos! ¡Qué lleno está de bondad y de una misericordia la más tierna! Él se acomoda a la flaqueza, al alcance, a la grosería a los sentidos mismos de los hombres cuando se trata de instruirles y declararles su Voluntad, cuando se trata de inspirarles una idea de la Divinidad misma. Solo Jesucristo Dios y Hombre era el que podía amansar, por decirlo así, su espíritu del todo terreno y como material, y solo Él el que pudo espiritualizar a los hombres. Era esta la obra de un Dios encarnado; así vemos que antes de su encarnación los más religiosos y los más santos entre aquel pueblo escogido y privilegiado tenían necesidad de los objetos sensibles para nutrir su religión, y para avivar su culto. Queriendo, pues, Dios inspirar a aquel pueblo grosero una idea brillante de la ley que le iba a dar, y un religioso respeto a sus sagrados preceptos, era necesario que aquel pueblo quedase persuadido, por medio de alguna cosa sensible, de la elección que Dios hacía de Moisés su siervo, para declara la voluntad a los hijos de Israel, naturalmente desconfiados e indóciles. El camino seguro e infalible de conocer a Dios por la fe, de adorarle en espíritu y en verdad, y de darle un culto que le fuese agradable, estaba reservado al tiempo del Mesías. Eran, pues, necesarios fuegos, relámpagos, truenos, en un tiempo de calma y con un cielo sereno, para hacer conocer a aquellos corazones duros y materiales, a aquellos espíritus ofuscados e intratables, la majestad del Divino Legislador, la misión milagrosa de su fiel siervo, la sumisión respetuosa con que debía recibirse esta Divina Ley, el temor religioso que se debe tener de infringirla. La gloria del Señor sobre la montaña era como un fuego ardiente a la vista de todos los hijos de Israel. Pero esta misma gloria no se manifiesta en lo sucesivo sino por una nube resplandeciente y majestuosa. Cuando el Señor quiso como tomar posesión de su templo de Jerusalén edificado por Salomón, no era necesario ya el terror para mover a un pueblo humanizado y ya menos indócil, y más religioso a fuerza de ver una tan larga sucesión de maravillas. No convenía tampoco el terror en un templo en el que Dios no quería derramar sino favores, y en donde trataba de excitar al amor y a la confianza. La gloria y la majestad del Señor se ha manifestado siempre entre nubes, luminosas a la verdad, pero siempre nubes, esto es, oscuras, más con una oscuridad majestuosa, mezclada con un fuego interior, que resplandecía en el fondo de la nube, y que se hacía notar en medio de la oscuridad; así es que Salomón no dudó que no fuese este el símbolo de la Divinidad, exclamando inmediatamente que la vio: El Señor ha dicho que habitará en una nube. El mismo prodigio sucedió en la dedicación del templo en el desierto. Siempre se ha hecho Dios sensible a su pueblo bajo de este símbolo, para enseñarnos que solo por la fe podemos conocer al Señor sobre la tierra. Estas mismas nubes, luminosas y oscuras a un tiempo, son el símbolo de nuestra fe. Todo es misterioso en el Antiguo Testamento, todo en él es la figura del Nuevo, todo es también allí una lección para los fieles.


SEGUNDA EPÍSTOLA
(Lección del libro de los Reyes 3, 19, 3-8)

Fortificado con este alimento anduvo cuarenta días y cuarenta noches hasta la montaña de Dios, llamada Horeb. Si la montaña de Horeb, que se llama la montaña de Dios, es la figura de la mansión de los bienaventurados, el pan misterioso que da tanta fuerza y vigor para llegar a ella es la figura de la Divina Eucaristía. La tierra es un desierto con respecto a la patria celestial; tenemos un desierto espantoso que pasar, y precisión de andar mucho camino. ¡Qué flaqueza no sentimos, y aun qué desfallecimiento! La tristeza, la amargura, el enfado dominan en un corazón agitado por mil pasiones, en una alma cuya pérdida ha jurado el enemigo la salud. ¡Qué indigencia no sentimos, qué decaimiento no experimentamos alguna vez en este espantoso desierto en donde el alma se encuentra muchas veces reducida, obligada a desconfiar de su propio corazón, a estar continuamente alerta contra las ilusiones del espíritu y de los sentidos, a tener siempre las armas en la mano para combatir; tantas son sus necesidades! Jesucristo ha provisto a ellas instituyendo la Divina Eucaristía. Ella es el pan de los fuertes por cuya virtud nuestros enemigos quedan tan debilitados, como nuestra alma fortalecida. ¡Qué desgracia el estar privado de ella! ¿Quién puede sin este socorro emprender felizmente una carrera tan penosa? Por el vigor que da este divino alimento, por el valor que inspira este Pan Divino, por las gracias que nos procura, es por lo que se sobrepujan todos los obstáculos de la salud. Cuando nos falta este pan de los Ángeles, luego desfallece uno, se apura, se muere de hambre. Esto es lo que se propone el enemigo de la salvación, alejando de esta Santa Mesa a los unos por falta de devoción, a los otros por pusilanimidad, a la mayor parte por disgusto, a un gran número por el apego voluntario a sus malos hábitos. ¡Qué ilusión el privarse de este socorro bajo el pretexto de respeto! ¿Se cree uno indigno de acercarse a Él? Las almas más puras no han creído nunca que eran dignas; pero se han persuadido de que tenían una necesidad urgente de este Divino Alimento para conservarse en la inocencia y en la pureza. Tanto menos indigno es uno, cuanto más conoce su indignidad. Por más especiosos pretextos que se aleguen en el fondo, no es nunca más que un motivo muy imperfecto el que nos retira de la Santa Mesa. Se sabe y se conoce que para comulgar con frecuencia es necesario reformarse en la conducta y en las costumbres, y se quiere mejor alejarse de Jesucristo que hacer esta reforma. Se quiere más privarse del Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, que privarse de muchas satisfacciones que condena la conciencia. ¿De cuál de los dos queréis privaros? La comparación es odiosa, escandaliza, es verdad: pero es justa, es real. Barrabás es siempre preferido al Salvador.

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