EL
AMOR DE JESÚS EN LA EUCARISTÍA
Et
nos credidimus charitati, quam habet Deus in nobis
“Y nosotros hemos creído en el amor, que
nos tiene Dios” (1Jn 4, 16)
Nosotros hemos creído y
creemos en el amor que Dios nos tiene. ¡Frase profunda!
Podemos
distinguir aquí dos clases de fe: la fe en la veracidad de Dios, cuando nos
habla y nos hace promesas, la cual se exige a todo cristiano, y la fe en su
amor; ésta es más perfecta que la anterior y como su complemento y corona.
La
fe en la verdad, si no conduce a la fe en el amor, de nada sirve.
¿Cuál
es este amor en que debemos creer?
Es
el amor de Jesucristo, el amor que nos profesa en la Eucaristía, amor que se
identifica con Él, puesto que es Él mismo, amor vivo, infinito...
Felices
aquéllos que creen en el amor que Jesús nos tiene en la Eucaristía; ellos aman
ya porque el creer en el amor es amar. Los que se contentan con creer solamente
en la verdad de la Eucaristía no aman, o aman poco.
Pero
¿cuáles son las pruebas del amor que Jesús nos profesa en la Eucaristía?
I
En
primer lugar está su divina palabra, su sinceridad: Él nos afirma que nos ama,
que ha instituido este sacramento a causa del amor que nos tiene. Luego es
verdad.
¿No
creemos en la palabra de un hombre honrado? ¿Por qué ha de ser Jesucristo menos
digno de fe?
Cuando
uno quiere demostrar a su amigo el afecto que le tiene, se lo declara por sí
mismo y le estrecha la mano con afecto.
Para
notificarnos el amor que nos tiene tampoco se vale nuestro señor Jesucristo de
los ángeles ni de otra clase de mensajeros; Él mismo en persona nos lo da a
conocer. El amor no gusta de intermediarios.
Para
eso se ha quedado entre nosotros perpetuamente, para repetirnos sin cesar: “Yo
os amo; bien veis que es verdad que os amo”.
Tanto
temía nuestro Señor que llegásemos a olvidarle, que para impedirlo fijó su
residencia en medio de nosotros, y de entre nosotros escogió también su
servidumbre, a fin de que no pudiésemos pensar en Él sin pensar al mismo tiempo
en su amor. Dándose de esta manera, y con estas positivas afirmaciones de su
amor, espera no se le olvidará.
Todo
el que piensa seriamente en la Eucaristía, y sobre todo quien de Ella
participa, siente indefectiblemente que Jesús le ama. Comprende que tiene en Él
a un padre, se siente amado como hijo y se cree con derecho para llegarse a su
Padre y dirigirle la palabra. En la iglesia, al pie del tabernáculo, conoce que
se halla en la casa paterna: lo siente así.
¡Ah,
comprendo el interés de los que quieren vivir cerca de las iglesias, como a la
sombra de la casa paterna!
Así
es cómo Jesucristo nos afirma su amor en el santísimo Sacramento: nos lo dice
interiormente y nos lo hace sentir. Creamos, creamos en su amor.
II
Pero
¿me ama Jesús personalmente?
Para
saberlo basta contestar a esta pregunta: ¿Pertenezco a la familia cristiana?
En
una familia, el padre y la madre aman por igual a todos sus hijos, y si hay
alguna preferencia es siempre a favor del más desgraciado.
Nuestro
señor Jesucristo tiene, respecto de nosotros, todos los buenos sentimientos de
un buen padre: ¿por qué negarle esta bondad?
Por
lo demás, vemos cómo ejercita este amor personal con cada uno de nosotros.
Todas las mañanas viene a ver en particular a cada uno de sus hijos para hablarle,
visitarle y abrazarle; y aunque hace mucho tiempo que repite su venida, su
visita de hoy es tan amable y graciosa como la primera. Él no ha envejecido, ni
se ha cansado de amarnos ni de entregarse a nosotros.
¿No
se da enteramente a cada uno? Y si son muchos los que acuden a recibirle,
¿acaso se divide? ¿Por ventura da menos a uno que a otro?
Aunque
la Iglesia esté llena de adoradores, ¿no puede cada uno hacer oración y hablar
con Jesús? Y Jesús, ¿no escucha y atiende a cada uno como si estuviese solo en
el templo?
He
aquí el amor personal de Jesús. Cada uno lo toma todo entero para sí sin que
por eso cause perjuicio a los demás. Es como el sol que difunde su luz para
todos y cada uno de nosotros, o como el océano para todos y cada uno de los
peces. Jesús es más grande que todos nosotros juntos, es inagotable.
III
La
constancia del amor de Jesús en el santísimo Sacramento es otra prueba de su
amor.
¡Qué
aflicción más grande causa al alma que lo comprende! Se celebran en la tierra
todos los días, sin interrupción, un número casi incontable de misas, y muchas
de ellas, en las que Jesús se ofrece por nosotros, se celebran sin oyentes, sin
concurrencia de fieles. En tanto que Jesús, sobre este nuevo calvario, pide
misericordia por los pecadores, éstos pasan el tiempo ultrajando a Dios y a su
Cristo.
¿Por
qué nuestro señor Jesucristo renueva tan frecuentemente este sacrificio, siendo
así que los hombres no se aprovechan de él?
¿Por
qué permanece de noche y de día en tantísimos altares donde nadie acude a recibir
las gracias que Él ofrece a manos llenas?
Es
porque ama y no se cansa de esperar, aguardando nuestra llegada.
Si
Jesús no descendiese a nuestros altares más que en determinados días temería
que algún pecador, movido por un buen deseo, le buscase, arrepentido, y no
encontrándole tuviese que esperar...; prefiere esperar Él durante muchos años
antes que hacer aguardar un instante al pecador, el cual se desalentaría tal
vez cuando quisiera salir de la esclavitud del pecado.
¡Oh
cuán pocos son los que piensan que hasta ese punto nos ama Jesús en el
santísimo Sacramento! Y, sin embargo, así es. ¡Ah!; no creemos en el amor de
Jesús. ¿Trataríamos a un amigo, a un hombre cualquiera, como tratamos a nuestro
señor Jesucristo?
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